Mi esposa no se ha escondido debajo de la cama, ni detrás del cortinaje de la bañera, ni en ningún otro lugar de este apartamento, pero ha dejado el bolso sobre la mesa de centro, por lo que sólo puede hallarse en casa de la vecina. La anciana del séptimo segunda siempre ha hecho buenas migas con Elena. Todo lo contrario que conmigo. Recuerdo que al poco de mudarnos a este edificio, apenas unos días después de nuestra boda, la viuda del piso de enfrente empezó a llamar a nuestra puerta con relativa frecuencia. Al principio se limitaba a solicitar ayuda para llevar a cabo ciertas tareas que ella no podía realizar a causa de la edad, como cambiar bombillas, mover muebles o atender al butanero, pero al cabo de las semanas incrementó sus demandas con asuntos para los cuales estaba perfectamente capacitada, como comprar azúcar, sacar la basura o anotar el consumo de electricidad en el formulario correspondiente. Durante los primeros meses le seguí el juego porque entendí que su auténtico problema no era la artritis, sino la soledad, y que sus peticiones no escondían otra cosa que el anhelo de un poco de compañía. Pero a partir de cierto momento sus intromisiones se hicieron tan constantes que resultaba imposible no concluir que lo único que esa mujer no podía hacer a causa de la edad era dejarnos en paz. Y no me equivoqué. Porque en poco tiempo la anciana se había convertido en un auténtico suplicio. Se plantaba ante nuestra puerta cada dos por tres, siempre en los momentos menos oportunos, y no ocultaba su satisfacción cuando, por ejemplo, nos interrumpía la cena. Incluso daba la sensación de que había sido agraciada con un sexto sentido que le permitía intuir cuándo molestaba más. Esa entrometida llamaba al timbre justo cuando me derrumbaba en el sofá, me metía en la ducha o me sentaba en el váter. Nunca cuando me aburría y siempre cuando me relajaba. Lógicamente, al cabo de los meses yo no podía estirarme en la cama libre del temor a una de sus apariciones. Eso sin olvidar que en cierta ocasión soñé que se colaba en mi dormitorio a medianoche, se sentaba a horcajadas sobre mi vientre y, sin importarle que yo la amonestara, me clavaba repetidas veces la uña de su meñique en mi ojo izquierdo. A la mañana siguiente, todavía asustado por la presencia de la viuda en mi subconsciente, anuncié en casa que nunca más ayudaría a la matusalén del séptimo segunda. Desde entonces, mi esposa se encarga de esa labor. Pero no lo hace por cortesía, sino por amistad. Y es que, a lo largo de estos cinco años y en especial de los últimos doce meses, se han hecho inseparables. Tanto que a menudo dudo sobre cuál de los dos se casó con Elena. Para acabar de arreglarlo, cuando en alguna ocasión he argumentado los motivos por los que aborrezco al espantapájaros de enfrente, mi pareja ha replicado que mi problema no puede nombrarse de otro modo que no sea con la palabra celos. Mi esposa cree que me molesta haber sido excluido de sus cuchicheos. Pero se equivoca. Porque lo que me asusta, lo que realmente me asusta de esa relación, es la posibilidad de que la viuda contagie su personalidad a mi mujer y de que un día yo despierte junto a alguien que, de tanto estar metida en su propia casa, se divierta husmeando en la de los demás. Eso sí que me horroriza, y no lo otro.
No me sorprendería que esta noche la vecina también hubiera solicitado a mi esposa unas atenciones que ni sus propios hijos quieren dispensarle, en cuyo supuesto Elena habría dejado su bolso sobre la mesa convencida de que yo regresaría del trabajo antes de que ella terminara su visita y de que, por tanto, podría abrirle la puerta cuando ella tuviera a bien volver a casa. A la espera de que esto ocurra, me siento en el sofá para ponerme al día con las noticias del telediario, pero apenas han transcurrido diez minutos cuando, sintiéndome angustiado por la incertidumbre de toda esta situación, me descubro pulsando el timbre de la viuda y cruzando los dedos para que el misterio de la desaparición de Elena se resuelva de una puñetera vez. Y entonces, mientras aguardo a que la vecina asome el estropajo que la vida le puso por cabellera, me siento repentinamente observado, lo cual me hace presumir que la anciana, lejos de responder a mi llamada, me espía a través de la mirilla. Esta mujer siempre finge que no oye el tintineo de su propio llamador porque se niega a reconocer abiertamente que se pasa las horas sentada en el recibidor de casa, por supuesto con la oreja pegada a la puerta y el gato sobre su regazo, deseosa de que ocurra algo en ese rellano que, de tanto aburrirse consigo misma, ha convertido en su particular universo. No cabe duda de que en este instante me escudriña a través del visor, ni tampoco de que dentro de un rato, cuando al fin salga al descansillo, simulará haber recorrido el pasillo de su apartamento con gran tormento para sus huesos. Sin embargo, cuando al cabo de unos minutos se digna a abrir la puerta, la vieja hace algo mucho peor que mentirme. Me ningunea preguntándome quién soy. Este cascajo humano me conoce de sobra, entre otras cosas porque la he ayudado en cientos de ocasiones, pero me lanza esa interrogación para dejarme bien claro que ella también siente un profundo rechazo hacia mi persona y para recalcar una vez más que no me considera santo de su devoción. Además, cuando me identifico como el vecino de enfrente, ella continúa haciéndose la despistada y ni siquiera da su brazo a torcer cuando añado que soy Julio, señora, Julio Garrido, el del séptimo primera. Y, como tampoco queda satisfecha con esta aclaración, decido poner punto final a tamaña estupidez dirigiéndome de nuevo a mi apartamento. Evidentemente, en el preciso momento en que me doy la media vuelta, la bruja cae en la cuenta de quién soy, mencionando de súbito mi nombre y abriendo a renglón seguido la puerta para asegurarse de que capto la amplitud del recibidor con el que arranca su vivienda. Lo hace por pura maldad. De esto no tengo dudas. Recuerdo que el día en que la conocí, y en consecuencia cuando todavía ignoraba la magnitud de su ruindad, le comenté que lamentaba haber alquilado un inmueble sin recibidor y un instante después, sin haberme dado tiempo a terminar la frase, la vieja me arrastró hasta su piso para enseñarme el extraordinario vestíbulo con el que el constructor había dotado a los domicilios del bando contrario al mío. Nunca he entendido qué regla de tres siguió el arquitecto para edificar un bloque cuyos inquilinos de la izquierda no gozaran de los mismos privilegios que los de la derecha, pero el caso es que aquella tarde, aparte de soportar el tufo a orín que desprendía esa casa, me sentí en la obligación de aplaudir las excelencias de un recibidor que durante los siguientes meses yo habría de atravesar en incontables ocasiones. Desde aquella primera vez, cuando coincido con la anciana en el rellano, ella abre totalmente la puerta de su apartamento para cerciorarse de que nada me impide captar la distribución del mismo y para dejar patente que, aun cuando ambos vivimos en domicilios con una inquietante forma de cruz, ella disfruta de una peana de lo más lustrosa. Pero la abyección de esta mujer no termina aquí. Porque ahora mismo, tras haberse asegurado de que me reconcome la envidia, me ladra que no ha visto a Elena en todo el día y a continuación arrea un portazo que no me quiebra la nariz de milagro. Durante unos segundos permanezco en el descansillo alucinado por el trato recibido y, mientras me imagino a mí mismo incendiando la puerta del séptimo segunda, se me ocurre que tal vez esta vieja, cuyo nombre ni siquiera recuerdo, me la tiene jurada porque mi mujer le ha contado demasiados detalles sobre nuestro matrimonio y porque, poniendo las cosas así, me culpa de la depresión en la que Elena cayó hace un año.
De regreso a casa, no me opongo a mis temores más íntimos y me cargo de valor para salir nuevamente a la terraza. Ahí fuera no hay rastro de Elena. Mi mujer no riega las plantas del balcón, ni fuma un cigarrillo acodada en el pasamano, ni tampoco asoma tras el tendedero para darme la sorpresa de aniversario que hace un rato soñé. Simplemente no está. En cambio, hay una butaca junto a la baranda, un cenicero lleno de colillas y unas zapatillas perfectamente alineadas contra los barrotes. Reposo la vista sobre estos objetos porque intuyo cierta correlación entre ellos, como si atestiguaran una secuencia de hechos cuyas piezas me niego a encajar hasta un poco más tarde, cuando me apoyo en el antepecho e inclino la cabeza hacia el precipicio. Es entonces cuando, buscando el cadáver de mi esposa sobre el asfalto, me asusto. Me comporto como si dar con su cuerpo sobre la acera fuera lo más normal del mundo, como si la muerte también sirviera de escondite para una fiesta de cumpleaños, o como si el más allá se hubiera convertido en el único destino al que uno puede dirigirse sin coger las llaves. Y me estremezco. El hecho de que mire hacia abajo me revela que dentro de mí perdura la sospecha de que Elena no superó la depresión y de que sus manías respecto a las tareas del hogar siempre han apuntado trastornos de no poca envergadura. La posibilidad de que mi mujer se haya tirado por el balcón me provoca un principio de vahído que sólo alivio aspirando una gran bocanada de aire, pero el recuerdo de que hoy cumplimos cinco años de matrimonio, sumado a la coyuntura de que ella pueda haber elegido esta ocasión para precipitarse, y no cualquier otra, consiguen que me derrumbe sobre las baldosas, apoye las manos en el suelo y vomite hasta la última gota de bilis. Y todavía me devano la sesera cuando me sobreviene la remembranza del día de nuestra boda, cuando su madre me susurró, posiblemente a modo de advertencia, que cuidara a su hija con mucho mimo porque, añadió con la mirada clavada en mis ojos, Elena es una niña de cristal. Eso dijo. Una niña de cristal. En aquel instante creí que se trataba de una simple metáfora, pero con el paso de los años comprendí que aquel consejo iba en serio, que me había casado con una mujer extremadamente sensible y que durante el resto de nuestras vidas tendría que prestarle la mayor de las atenciones si no quería que se rompiera en cualquier momento.
Aunque echo un nuevo vistazo por encima de la barandilla, no alcanzo a divisar ningún cuerpo retorcido en la calzada, ni una camilla con la sábana cubriendo el rostro de un difunto, ni tampoco una muchedumbre con los dedos alzados hacia el firmamento. No atisbo nada de eso tal vez porque la altura me impide captar los indicios de la tragedia o quizá porque, simplemente, no hay nada sobre el asfalto. Y no sé qué hacer. Durante unos segundos ahuyento los malos augurios repitiéndome que mi esposa no cometería una insensatez como ésa, por así decirlo una insensatez como dejarse vencer por las voces del precipicio, de modo que regreso al sofá, me siento ante el telediario y me concentro en las noticias sobre una ciudad arrasada por un huracán. Mientras el locutor describe los pormenores de la catástrofe, las cámaras enfocan a un niño que camina sobre escombros, una mujer que sujeta un cepillo de pelo y un anciano que saluda a los espectadores como si no comprendiera lo ocurrido. Es entonces cuando pienso que, si mi mujer se quitara la vida, yo también me convertiría en un hombre que saluda a los espectadores con cara de no entender absolutamente nada. Apenas un instante después, al reparar en que he recaído en ideas mortuorias, cambio de cadena deseando perder de vista las desgracias de mis congéneres. Quiero concursos donde se gane mucho dinero, programas de humor o publicidades repletas de mundos felices. Nada de tristezas y mucho de alegrías. Eso necesito. Sin embargo, tras un rato tragándome un magacín de entretenimiento, me doy cuenta de que continúo con la mente puesta en el abismo y, por tanto, de que no resulta sencillo olvidarse de algo que ya se ha instalado en tu espíritu. Y menos cuando tienes un trauma clavado en la cabeza. Me refiero a lo que me ocurrió a los ocho años, cuando la vecina de casa de mis padres salió al balcón, colocó una silla entre dos macetas y, sin importarle que yo estuviera jugando en la terraza contigua, saltó al vacío. Lo hizo de pronto. Primero estaba frente a la barandilla, después sobre la barandilla y de inmediato fuera de la barandilla. Todo muy rápido y sin ningún aspaviento. Mi vecina siempre me trataba con mucho cariño, pero en aquella ocasión no se detuvo a considerar el impacto que su caída habría de tener sobre mi persona. Sólo besó el crucifijo que colgaba de su cuello, me lanzó una ojeada y, esbozando una sonrisa de lo más tierna, me dijo hasta otra, Julito. Luego saltó. Durante la caída no perdí de vista aquel cuerpo que en última instancia habría de estamparse sobre un buzón de correos, pero no comprendí lo que estaba presenciando hasta que no divisé, desde el cuarto piso donde vivíamos por aquel entonces, espaguetis saliendo de su nariz. Al chocar contra el mobiliario urbano el tabique nasal de la suicida escupió una suerte de tallarines con tomate de lo más apetecibles y, aunque tardé unos años en deducir que se trataba de su sesada, en aquel tiempo me convencí de que mi vecina había echado la comida por la nariz, de lo que deduje que, en caso de que yo imitara su acción, me tocaría estornudar el lomo con patatas que me había zampado poco antes.
Cuando tienes un trauma como ése pegado al inconsciente, un trauma que te retrotrae al día en que quedaste agarrotado en la galería de casa sin que tu madre se diera cuenta de que contemplabas a tu vecina descrismada sobre el asfalto y sólo percatándose cuando un policía llamó al interfono gritando que, por amor bendito, sacaran al niño de la terraza, entonces, cuando semejante trauma se ha solapado realmente a tu cerebro y se ha convertido en la esencia de ese mismo cerebro, no puedes más que concluir que la gente tiende a marcharse de tu lado sin que tú entiendas qué hay de malo en ti para que todo el mundo, esposa incluida, desee la muerte antes que tu compañía. Me pasé media infancia con la certidumbre de que mi vecina había saltado única y exclusivamente porque yo me encontraba en el balcón. No porque odiara la vida, ni porque tuviera problemas laborales. Sino porque yo estaba a su lado. Y por ningún otro motivo. Me convencí de que haberme descubierto en ese lugar la había entristecido lo suficiente como para desistir en su propósito de fumarse un cigarrillo acodada en el pasamano y como para decidir lanzarse al vacío acaso sin pensarlo dos veces, y como mis ocho años no me permitían racionalizar el concepto de muerte voluntaria, me persuadí de que, si yo no hubiera estado en la terraza, aquella mujer continuaría entre nosotros, lo cual también me hizo suponer que mi mera presencia incitaba, de una forma que yo no alcanzaba a comprender, a la desolación. Durante los años posteriores a aquel acontecimiento, mis padres se esforzaron de lo lindo por meterme en la mollera que la vecina había saltado porque no soportaba los problemas inherentes a la existencia y no porque yo le resultara sumamente desagradable, pero sólo acepté estas razones cuando alcancé la madurez o, mejor dicho, cuando enterré aquel recuerdo en los subterráneos del inconsciente. Hasta entonces, cuando caminaba por la calle y en especial cuando me detenía junto a un paso de cebra, me imaginaba que el resto de transeúntes habrían de mirarme horrorizados en cualquier momento y que a renglón seguido se tirarían bajo las ruedas del autobús para no soportar durante un segundo más mi compañía. Y esta clase de planteamientos acudían con tanta asiduidad a mi intelecto que enseguida devine en un niño metido hacia dentro. Nunca hacia fuera y siempre hacia lo más hondo de mi propio cerebro. Lógicamente, este rasgo de mi carácter marcó mis años de formación, convirtiéndome en uno de esos chavales que cambia de colegio cada dos por tres y que acepta resignado que, vaya dónde vaya y aun cuando no existan motivos para ello, será el hazmerreír de sus compañeros. Incluso muchos años después, cuando me hube matriculado en la Facultad de Biología sin duda fascinado por la capacidad de los insectos para formar sociedades en las que no importara la personalidad del individuo y en las que sólo primara su utilidad, no conseguí hacer ningún amigo y tuvo que ser Elena quien, probablemente fascinada por mi resistencia a la soledad, me demostrara que yo también merecía una brizna de amor.