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Authors: Álvaro Colomer

Tags: #Intriga

Los Bosques de Upsala (3 page)

BOOK: Los Bosques de Upsala
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Pero me estoy dejando llevar por esos traumas infantiles que resurgieron en mi interior cuando supe que en ocasiones mi esposa se imaginaba a sí misma corriendo por el pasillo, dejando caer el bolso y saltando más allá de la barandilla. Enterarme de esto hizo que resurgiera en mí la idea de que soy una persona tan desagradable que la gente prefiere la muerte a mi compañía y, aun cuando ahora ya tengo edad suficiente como para comprender que todo esto no son más que paranoias, durante el último año no he conseguido librarme de tales pensamientos. Pero no es momento de meditar sobre estas cosas, sino de concentrarme en los motivos de Elena para atentar contra su cuerpo. Es decir, en nada. Y no lo digo porque hace unas semanas el psiquiatra asegurara que ya había superado la depresión, sino porque una mujer como ella jamás cometería un disparate siquiera comparable. La considero incapaz de tomar decisiones equivocadas y, aunque últimamente ande algo agobiada por las dificultades para reincorporarse a un mercado laboral del que tuvo que apearse a causa de la enfermedad, tampoco me la imagino tirando la toalla. En realidad, su fortaleza siempre ha sido un referente para mí. Ahora mismo rememoro el día en que el médico contactó conmigo para explicarme en qué consistía el trastorno que había llenado de tristezas el ánimo de mi cónyuge. Aquel facultativo habló durante más de una hora sobre las características de la dolencia y sobre el modo en que yo habría de comportarme a partir de ese momento, pero no presté demasiada atención a sus palabras básicamente porque al principio de la conversación, cuando apenas me había sentado en su despacho, soltó una frase que habría de abstraerme durante el resto de la charla. Dijo que la depresión solía afectar a personas de mente exagerada y esta sentencia me fascinó tanto que, en vez de poner los cinco sentidos en cada una de sus palabras, me quedé estancado en la idea de que me había casado con una mujer cuyo coeficiente intelectual superaba la media. Igual no debería haber confundido el término mente con el concepto intelecto, pero en aquel momento me maravillé tanto de que una persona dotada de un cerebro exagerado me hubiera elegido a mí, sólo a mí y a nadie más que a mí, para pasar el resto de sus días que obvié cualquier otra consideración. De todas formas, transcurrido un año desde aquel encuentro, cuando ese mismo alienista diagnosticó el final de la depresión, percibí en el carácter de Elena un punto de melancolía si cabe mayor que el que la dominaba cuando la conocí. No obstante, las terapias de control a las que se ha sometido recientemente han ratificado su recuperación, por lo que yo he acabado adaptándome a las circunstancias y aceptando que a partir de ahora compartiré la vida con una mujer que, habiendo generado una repentina inclinación a la morriña, jamás será la de antes. Por suerte, los bajones de ánimo no le sobrevienen con demasiada frecuencia. A lo sumo, cuando las cadenas de televisión no emiten ningún programa de su agrado, cuando repara en que ha ordenado el armario siete veces seguidas o cuando encaja algún chasco en una entrevista de trabajo, siendo destacable la ocasión en la que un empresario le espetó que, con treinta y cuatro años y todavía sin hijos, nadie sería tan idiota como para contratarla. Aquella tarde Elena regresó a casa terriblemente abatida. Tanto que me echó tres broncas en media hora. Por fortuna, al cabo de los días su orgullo se repuso de semejante puñada y, resurgiendo de sus cenizas, abrió el periódico por la sección de anuncios clasificados, subrayó cuatro ofertas de empleo y me aseguró que se haría con uno de esos puestos en menos que canta un gallo. Evidentemente no lo consiguió, pero todavía hoy, después de desayunar su habitual café con leche y de fregar la taza sin siquiera esperar a que se enfríe, baja a la calle para comprar unos diarios cuyos anuncios revisa con fruición. Así pues, no hay motivos para que atente contra sí misma y menos aún para que yo, empeñado en entrever fantasmas donde apenas intervienen sombras, me obsesione con este asunto.

Aunque las conjeturas sobre la precipitación persisten en mi cabeza, me resisto a salir nuevamente al balcón porque no quiero alimentar pensamientos poco afortunados, así que decido matar el tiempo recorriendo un piso que, para colmo de traumas, ahora me trae reminiscencias del crucifijo que besó la vecina de mi infancia antes de lanzarse contra el buzón. Durante un rato deambulo por el pasillo echando constantes ojeadas al reloj y acercándome a la mirilla de la puerta cada vez que oigo el rugido del ascensor. Hasta que me detengo ante mi estudio, contemplo la puerta cerrada y considero que antes, cuando creí a mi esposa escondida en algún rincón de la casa, no miré ahí dentro. No lo hice porque, según pactamos el mismo día en que firmamos el contrato por el cual nos hicieron entrega de las llaves del apartamento, Elena nunca pone un pie en mi sala de trabajo. Poco antes de subir al despacho de la agencia inmobiliaria, pedí a mi esposa que me dejara convertir esa habitación ciega, sin duda ideada por el arquitecto a modo de trastero, en un lugar para mi recogimiento, y ella accedió sin apenas mostrar oposición. Sin embargo, cuando ya nos hubimos mudado y sobre todo cuando salieron a relucir sus primeras manías, comprendí que mi mujer me había dado esta pieza a cambio de que yo aceptara que el resto de la casa le pertenecía. Al principio creí que ella había asumido que un individuo como yo, me refiero a un individuo siempre metido hacia dentro y pocas veces hacia fuera, sólo podría sentirse libre si disponía de un cuartucho en el que recogerse en soledad, pero no tardé demasiado en entender que una persona como ella, a todas horas pendiente de sus dominios y nada dispuesta a permitir interferencias en los mismos, sólo cedería una habitación si dicho canje le reportaba algún beneficio. Por tanto, si me concedió este pedazo de libertad, al cual llama
la habitación del bicho
, y no de los bichos, con evidente recochineo, fue porque sabía que a partir de ese momento yo siempre hablaría de su apartamento, y no de nuestro apartamento, con una obvia aceptación de su particular modo de concebir la convivencia. Y prueba de que esta sala me pertenece es que aquí dentro puedo dejar los cajones abiertos, tirar los zapatos o incluso colocar un bote de champú, por supuesto delante del de gel, sobre la mesa. Todo sin que ella proteste. Cuando yo entro en este cuartucho, Elena no me molesta, y en agradecimiento, cuando mi mujer ordena el salón por tercera, cuarta o hasta quinta vez, yo tampoco la incordio a ella. Además, si mi esposa tiene un día irascible, uno de esos días en los que se irrita por cualquier minucia y en los que me abronca por esto, por lo otro y por lo de más allá, yo me escondo en
la habitación del bicho
, y así no hay problemas. Hace un rato no inspeccioné esta dependencia por parecerme inconcebible que ella hubiera roto las normas de nuestra singular cohabitación, pero ahora abro la puerta del estudio a la búsqueda de alguna pista que me ayude a resolver el enigma de su ausencia y sólo necesito poner un pie aquí dentro para presentir que mi pareja ha trasteado entre mis cosas. No sabría cómo explicarlo, pero intuyo que ha pasado un buen rato ante mi escritorio, tal vez golpeando el microscopio con la punta de un lápiz o quizá contemplando el panel de insectos que adorna la única pared libre de estanterías. Y apenas he tenido esta corazonada cuando me asalta el temor de que haya decidido lanzarse desde el balcón tras permanecer en mi estudio el rato suficiente como para que estas estrecheces se le cuelen en el alma. Porque entrar en un espacio tan claustrofóbico, amén de tenebroso y oscuro, como éste no puede más que llenar de sombras la mente de cualquiera. Incluso la mía. Aun cuando yo disfruto enclaustrado entre estas cuatro paredes porque soy un hombre que vive para dentro, entiendo que los tres metros cuadrados de esta sala, así como la falta de ventilación de la misma, enloquecerían a cualquiera. Tratando de apartar estas ideas de mi cabeza, observo la disposición de los objetos bajo la luz que llega desde el pasillo, pero sólo consigo confirmar que Elena ha estado aquí dentro cuando descubro, junto al microscopio, su anillo de casada. Entonces salgo pitando del estudio, atravieso el salón y me planto de nuevo en la terraza.

Ahora escruto la calle con cuidado, prestando especial atención a los andares de los peatones para dilucidar si esquivan algún churretón de sangre imposible de detectar desde mis alturas. Pero la luz de las farolas enseguida llena mi visión de chiribitas, así que levanto la cabeza para relajar los ojos y de inmediato topo con un perro observándome desde la terraza de delante. Hacía tiempo que no lo veía. Se trata de la mascota que hace cuatro años adquirieron los inquilinos del séptimo piso de la acera de enfrente. En invierno los propietarios de ese apartamento mantienen cerrado el balcón por aquello de resguardarse del frío, pero la llegada del buen tiempo les incita a abrirlo y el perro, que debe de esperar la primavera con elación, sale de inmediato a la terraza para pasarse las horas, los días e incluso las semanas con la cabeza entre barrotes, las orejas erguidas y la mirada fija en nuestro domicilio, cosa que sería hermosa si no se dedicara a darnos la murga apenas detecta actividad en nuestro comedor. Porque nos ladra constantemente. Sólo necesita un ligero movimiento para lanzarnos su griterío, y en ocasiones ni siquiera eso. Realmente, ha habido temporadas en las que, aun cuando no estuviéramos ni en el salón ni en la terraza y aun cuando por lógica no pudiera vernos, también se las ha pasado aullando. Al principio yo no entendía por qué se excitaba si no había nadie en su campo visual, pero enseguida sospeché de los tejemanejes de la viuda del séptimo segunda, a quien imaginé chinchando al perro desde el balcón contiguo al mío y desternillándose al suponerme en la cama sin conciliar el sueño. Por suerte para su integridad, jamás la he pillado haciendo garambainas al chucho. Y prefiero no hacerlo. Porque el día menos pensado, cuando haya reunido pruebas que demuestren tanto ésta como otras jugarretas, clavaré un cuchillo en su puerta a modo de advertencia. Entonces dejará de jorobarme con sus chaladuras. Por supuesto que lo hará. De cualquier modo, con el devenir de los años la presencia del perro no sólo se ha hecho insoportable por sus gruñidos, sino también por sus silencios. Normalmente me enojo si no logro escuchar la televisión a causa de sus ladridos, pero el pasado verano, cuando mi mujer atravesaba el peor periodo de su depresión y por ende cuando el clima en casa resultaba insoportable, me angustió comprobar que el perro, en vez de montar escándalos, se limitaba a observarnos. Tan pronto como lo veía ahí fuera, con la cabeza entre barrotes y la lengua colgando en el abismo, me invadía el temor de que mi esposa y yo pasáramos demasiadas horas apoltronados en el sofá, sin interactuar entre nosotros y sin obedecer las órdenes del psiquiatra respecto a la necesidad de mejorar nuestra comunicación. Me acuerdo de que en algunas ocasiones, cuando la quietud de ese cancerbero se me hacía insoportable, yo mismo fingía que quería un vaso de agua y me incorporaba bruscamente con la única intención de provocar una reacción por parte del animal. Y, pese a que sus ladridos me hacían abandonar el temor de que mi matrimonio se hubiera convertido en pura inacción, enseguida me arrepentía de haberle buscado las cosquillas. Porque el can se excitaba tanto que luego no había quien lo callara y porque, aun habiendo causado su enfado de un modo voluntario, yo siempre terminaba saliendo a la terraza para intimidarlo con la mirada. Algo que, como cabe suponer, nunca conseguí. El animal jamás retrocedió un ápice ante mi presencia, ocurriendo a menudo lo contrario, y sólo callaba cuando su propio dueño asomaba la pierna por el balcón para arrearle una patada en el culo. Yo hubiera preferido que dejara de ladrar acobardado por mi presencia, pero el vecino siempre interfería en mi guerra psicológica con un puntapié certero, lo cual no impedía que, de regreso al sofá, yo asegurara a mi esposa que había acallado al perro con la mirada. La realidad era absolutamente distinta. Jamás he asustado a nadie. Ni a los chuchos con la mirada, ni a las personas con la palabra. En verdad, la última vez que planté cara a alguien fue hace unos meses, cuando aproveché la aparición del vecino de enfrente para gritarle desde mi balcón que estaba hasta la coronilla de tanto ladrido, y el tipo, en vez de disculparse por los inconvenientes causados por su mascota, optó por esbozar una mueca de desprecio, acodarse en la barandilla y clavarme su mirada el tiempo suficiente como para que fuera yo quien se retirara con el rabo entre las piernas.

Esta noche el perro también me ladra y yo, que tiendo a apaciguar el odio que a veces me embriaga figurándome acciones que jamás me atrevería a realizar, imagino que echo mano a mi bolsillo, me apodero del móvil y, de un lanzamiento certero, se lo estampo en la cabeza. Y, aunque me falta coraje para materializar tamaña fantasía, ésta me sirve para caer en la cuenta de que he olvidado algo tan elemental como llamar a Elena. De inmediato empuño el teléfono, marco su número y la tensión se acumula en mi pecho cuando oigo una tonadilla procedente de la cocina, concretamente de uno de los armarios, el de debajo del fregadero, donde guardamos el cubo de la basura. Durante unos segundos permanezco hipnotizado por la pantalla del móvil resplandeciendo junto a una piel de plátano, hasta que despierto de mi letargo y corro hacia la salida resuelto a bajar a la calle para buscar, si es que existen, indicios de la tragedia. Entonces salgo de casa, me detengo ante el ascensor, pulso cuatro, cinco y seis veces el botón de llamada, me impaciento ante la lentitud del armatoste, miro la puerta de la viuda, me muerdo las uñas, espero unos segundos más, me lanzo escalera abajo, salto tres escalones de una trancada, driblo a un vecino por la derecha, oigo un crujido en la rodilla, tropiezo con el pie izquierdo, pienso y repienso que tal vez exagero, siento las llaves rebotando contra mi muslo, recuerdo a la vecina que se precipitó desde aquel balcón de mi infancia, noto cómo se calienta mi mano por la fricción con la barandilla y, a la altura del segundo piso, cuando me detengo para recuperar el aliento, me asalta la imagen de Elena tumbada en el sofá de casa. No sé por qué evoco semejante estampa en un momento como éste, pero de súbito mi cabeza se llena de escenas idénticas que no consigo borrar de ninguna de las maneras: mi esposa tumbada a lo largo del sofá, sentada en el flanco izquierdo del sofá, retrepada sobre el respaldo del sofá, golpeando histérica los cojines del sofá, pasando el cepillo una y otra vez sobre la tela del sofá, y así un sinfín de situaciones con el común denominador del sofá. Todas las reminiscencias giran en torno a ese mueble y, por más que me esfuerzo en buscar otras remembranzas que resuman cinco años de matrimonio, sólo aparecen las del puñetero sofá. Y en este preciso instante, cuando por fin reanudo mi descenso hacia la calle, recuerdo el día en que adquirimos ese trasto. Estaba expuesto en la tienda donde abrimos la lista de bodas y, cuando nos repantigamos sobre los almohadones para cerciorarnos de su comodidad, Elena apoyó su cabeza sobre mis hombros, suspiró con vehemencia y me aseguró que en ese sofá habríamos de pasar largas horas de felicidad. Sin embargo, cuando alcanzo la portería y saco la cara al exterior, me percato de que ella no ha conocido la felicidad en ese mueble. Como mucho ha estado a sus anchas. Pero nada más.

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