Y en ese momento lo vio.
Algo menos consistente que una sombra. Algo que puedes no haber visto en realidad, porque proviene directamente de tu imaginación. Y él en seguida había pensado en un espejismo, en una ilusión.
Hasta el puñetazo en la ventanilla.
El ruido seco de la puerta al abrirse. La mano que se introdujo y le agarró el cuello, apretando. Ninguna posibilidad de reaccionar. Una ráfaga de aire frío invadió el habitáculo, y recordaba bien haber pensado: «He olvidado echar el seguro.» ¡El seguro! Pero eso no habría bastado para detenerlo.
El hombre tenía una fuerza considerable y logró sacarlo fuera del coche agarrándolo tan sólo de un brazo. Un pasamontañas negro le cubría la cara. Mientras lo sostenía en el aire, él pensó en la mariposa: la valiosa presa que había atraído con tanto trabajo ya estaba perdida.
E, indudablemente, llegados a ese punto, la presa era él.
El hombre aflojó la presión sobre su cuello y lo arrojó al suelo. Luego regresó hacia su coche. «Claro, ha ido a buscar el arma con la que acabará conmigo…», pensó él. Y así, movido por un desesperado instinto de supervivencia, había intentado arrastrarse por el suelo húmedo y frío, aunque al hombre del pasamontañas le habrían bastado sólo unos pasos para alcanzarlo y terminar lo que había empezado.
«Cuántas cosas inútiles hace la gente cuando trata de escapar de la muerte —pensó ahora, dentro de su coche—. Hay quien frente al cañón de una pistola alarga la mano, con el único resultado de hacerse perforar la palma por la bala. Y están los que para huir de un incendio se arrojan por las ventanas de los edificios… Quieren evitar lo inevitable, y terminan haciendo cosas absurdas.»
Él no creía formar parte de ese tipo de personas. Siempre había estado seguro de poder afrontar la muerte dignamente. Al menos hasta esa noche, cuando se encontró arrastrándose como un gusano, suplicando ingenuamente su propia salvación.
Renqueando a duras penas, ganó tan sólo un par de metros. Luego se desmayó.
Dos bofetadas secas en las mejillas lo hicieron volver en sí. El hombre del pasamontañas había vuelto. Se recortaba por encima de él y lo miraba con sus ojos apagados, calinosos. No llevaba ninguna arma consigo. Con un gesto de la cabeza, señaló el coche y le dijo: «Vete y no te detengas, Alexander.»
El tipo del pasamontañas conocía su nombre.
Al principio le pareció sensato. Después, pensando de nuevo en ello, era lo que más lo aterrorizaba.
Marcharse de allí. En ese momento no lo había creído. Se había levantado del suelo, había alcanzado el coche tambaleándose, tratando de apresurarse por temor a que el otro pudiera cambiar de idea. Se había puesto al volante en seguida, con la vista aún nublada y las manos temblando hasta tal punto que no lograba poner en marcha el vehículo. Cuando finalmente lo había conseguido, había comenzado su larga noche en la carretera. Lejos de allí, cuanto más lejos, mejor…
«Tengo que echar gasolina», pensó para volver a ser práctico.
El depósito estaba casi vacío. Buscó las indicaciones de una estación de servicio, preguntándose si eso entraría en conflicto con la orden que había recibido esa noche. No detenerse.
Hasta la una de la madrugada, dos preguntas habían ocupado sus pensamientos: ¿por qué el hombre del pasamontañas lo había dejado marchar? Y, ¿qué había pasado mientras él estaba inconsciente?
La respuesta la obtuvo cuando su mente recuperó parte de la lucidez y empezó a oír el
ruido.
Un roce en la carrocería, acompañado por un golpeteo rítmico y metálico —tum, tum, tum—, oscuro e incesante. «¡Claro, le ha hecho algo al coche: antes o después, una de las ruedas se saldrá del eje y perderé el control, aplastándome contra el guardarrail!» Pero nada de todo eso había sucedido, porque aquel ruido no era de naturaleza mecánica. Pero eso lo había comprendido después…, aunque no fuera capaz de admitirlo.
En ese momento apareció una señal en la carretera: la estación de servicio más próxima estaba a menos de ocho kilómetros. Llegaría, pero allí tendría que ser rápido.
Con ese pensamiento, se volvió por enésima vez.
Pero su atención no se dirigía a la carretera nacional que dejaba a sus espaldas, ni a los coches que circulaban detrás de él.
No, su mirada se detenía antes, mucho antes.
Lo que lo perseguía no estaba allí, en aquella carretera. Estaba mucho más cerca. Era la fuente de aquel ruido. Era algo de lo que no podía escapar.
Porque aquello estaba en su maletero.
Eso era lo que miraba con tanta insistencia, aunque trataba de no pensar en lo que contenía. Pero cuando Alexander Bermann volvió a mirar hacia adelante ya era demasiado tarde. El policía al margen del arcén le estaba haciendo señas para que se detuviera.
Mila descendió del tren. Tenía la cara brillante y los ojos hinchados porque había pasado la noche en vela. Echó a andar bajo la marquesina de la estación. El edificio estaba compuesto por un magnífico cuerpo principal, construido en el siglo diecinueve, y por un centro comercial inmenso. Todo estaba limpio, en orden. Sin embargo, tras unos pocos minutos, Mila ya conocía todos sus rincones oscuros. Los lugares donde buscaría a sus niños desaparecidos, donde la vida se vende y se compra, anida o se esconde.
Pero no estaba allí por eso.
Pronto alguien se la llevaría de ese lugar. Cerca de la oficina de la policía ferroviaria la esperaban dos colegas. La mujer era maciza, de unos cuarenta años, de tez trigueña, pelo corto y caderas anchas, demasiado para aquel par de vaqueros. El hombre, de unos treinta y ocho años, era alto y robusto. A Mila le recordó a los grandullones del pueblo donde había crecido. En secundaria había tenido un par de novios así; los recordaba muy torpes.
El hombre le sonrió, mientras su colega se limitó a marcarla levantando una ceja. Mila se acercó para las presentaciones de costumbre. Sarah Rosa dijo sólo su nombre y el grado. El otro, en cambio, le tendió la mano, recalcando: «Agente especial Klaus Boris.» Luego se ofreció a llevarle la bolsa de lona:
—Deja, ya me ocupo yo.
—No, gracias, puedo sola —respondió Mila.
Pero él insistió:
—No es ningún problema.
El tono con que lo dijo y su obstinado modo de sonreír le hicieron comprender que el agente Boris debía de ser una suerte de donjuán, convencido de poder ejercitar su propia fascinación sobre toda hembra que se le pusiera a tiro. Mila estaba segura de que, en el mismo momento en que la había visto de lejos, él había decidido intentarlo.
Boris propuso tomar un café antes de irse, pero Sarah Rosa lo fulminó con la mirada.
—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho? —se defendió él.
—No tenemos tiempo, ¿recuerdas? —repuso la mujer con decisión.
—Nuestra compañera ha hecho un largo viaje, y pensaba que…
—No es necesario —intervino Mila—. Estoy bien, gracias.
Mila no tenía intención de ponerse en contra de Sarah Rosa, que, sin embargo, no parecía apreciar su alianza.
Alcanzaron el coche en el aparcamiento— y Boris se puso al
volante. Rosa ocupó el asiento a su lado y Mila subió atrás con su bolsa de lona. Luego, se mezclaron con el tráfico, recorriendo la calle que discurría paralela al río.
Sarah Rosa parecía bastante molesta por haber tenido que escoltar a una colega. A Boris, en cambio, aquello no le desagradaba.
—¿Adonde vamos? —preguntó tímidamente Mila.
Boris la miró a través del espejo retrovisor:
—Al Departamento. El inspector jefe Roche quiere hablar contigo. Será él quien te dé las instrucciones.
—Nunca antes he trabajado en un caso de un asesino en serie —quiso precisar Mila.
—Tú no tienes que capturar ninguno —replicó Rosa con acritud—; de eso nos ocupamos nosotros. Tu objetivo tan sólo es encontrar el nombre de la sexta niña. Espero que hayas podido estudiar el informe…
Mila hizo caso omiso de la nota de suficiencia en la voz de su colega, porque esa frase le trajo a la mente la noche que había pasado en blanco con aquellos papeles. Las fotos de los brazos sepultados, los descarnados datos médico-legales sobre la edad de las víctimas y la cronología de las muertes…
—¿Qué pasó en aquel bosque? —quiso saber.
—Es el caso más grande de los últimos tiempos —dijo Boris, apartando por un instante la vista de la calzada, presa de la excitación—. Nunca antes se ha visto nada parecido. En mi opinión, hará saltar un montón de culos entre los altos cargos. Por eso Roche se lo está haciendo encima.
La jerga escabrosa de Boris fastidiaba a Sarah Rosa y, en realidad, también a Mila. Todavía no conocía al inspector jefe, pero ya tenía claro que sus hombres no tenían demasiada consideración hacia él. Sí, Boris era más directo, pero si se tomaba esas libertades delante de Rosa quería decir que también ella estaba de acuerdo, aunque no lo demostrara. «Eso no está bien», pensó Mila. Independientemente de los comentarios que pudiera oír, sólo juzgaría a Roche por sus métodos.
Rosa repitió la pregunta y sólo entonces Mila se dio cuenta de que estaba hablando con ella.
—¿Es tuya esa sangre?
Sarah Rosa se había vuelto en el asiento y le señalaba un punto en la pierna. Mila se miró el muslo. Tenía el pantalón manchado de sangre; la cicatriz se había abierto de nuevo. Se puso de inmediato una mano encima y sintió el impulso de justificarse.
—Me caí haciendo
jogging
-mintió.
—Bueno, intenta curarte esa herida. No queremos que tu sangre se mezcle con alguna prueba.
Mila advirtió una repentina incomodidad por ese reproche, también porque Boris la estaba mirando por el espejo. Esperó a que el momento pasara, pero Rosa no había terminado su lección.
—Una vez, un novato que tenía que vigilar la escena de un homicidio de trasfondo sexual meó en el lavabo de la víctima. Durante seis meses estuvimos buscando a un fantasma, creyendo que el asesino había olvidado tirar de la cadena.
Boris rió al oír eso. Mila, en cambio, intentó cambiar de tema:
—¿Por qué me habéis llamado? ¿No bastaba con echar un vistazo a las denuncias de desapariciones del último mes para identificar a la niña?
—Eso no debes preguntárnoslo a nosotros… —replicó Rosa con un tono desagradable.
«El trabajo sucio», pensó Mila. Era incluso demasiado obvio que la habían llamado para eso. Roche quería endilgarle el asunto a alguien externo al equipo, alguien que no estuviera demasiado cerca, para después culparlo en el caso de que el sexto cadáver quedara sin identificar.
Debby. Anneke. Sabine. Melissa. Caroline.
—¿Y las familias de las otras cinco? —quiso saber Mila.
—También van de camino al Departamento, para el examen de ADN.
Mila pensó en aquellos pobres padres, obligados a someterse a la lotería del ADN para tener la certeza de que la sangre de su sangre había sido bárbaramente asesinada y descuartizada. Pronto su existencia cambiaría para siempre.
—Y del monstruo, ¿qué se sabe? —preguntó, intentando distraerse de ese pensamiento.
—Nosotros no lo llamamos monstruo —señaló Boris—. Así lo despersonalizas. —Mientras lo decía, Boris intercambió una mirada de complicidad con Rosa—. Al doctor Gavila no le gusta.
—¿El doctor Gavila? —repitió Mila.
—Ya lo conocerás.
El malestar de Mila aumentó. Estaba claro que su escaso conocimiento del caso la ponía en desventaja frente a sus colegas, que, por eso mismo, podían tomarle el pelo a gusto. Pero tampoco esa vez dijo una sola palabra para defenderse.
Rosa, en cambio, no tenía intención alguna de dejarla en paz, y continuó con tono paternalista:
—Querida, no te sorprendas si no logras entender cómo están las cosas. Seguro que eres muy buena en tu trabajo, pero aquí la historia es distinta, porque los crímenes en serie se rigen por otras reglas, y eso también vale para las víctimas. No han hecho nada para convertirse en tales. Su única culpa, por lo común, es que sencillamente se encontraban en el lugar erróneo en el momento equivocado. O que para salir de casa ese día se han vestido de un color en particular en vez de otro. O, como en el caso que nos ocupa, tienen la culpa de ser niñas, caucásicas, y de tener entre siete y trece años… No te enfades, pero tú no puedes saber esas cosas. No es nada personal…
«Ya, como si eso fuera verdad», pensó Mila. Desde el momento exacto en que se habían conocido, Rosa había hecho de cada argumento una cuestión personal.
—Aprendo deprisa —respondió Mila.
Rosa se volvió para mirarla, rígida.
—¿Tienes hijos?
Por un instante, Mila se quedó descolocada.
—No, ¿por qué? ¿Qué tiene eso que ver?
—Porque cuando encuentres a los padres de la sexta niña tendrás que explicarles la «razón» por la que su preciosa hija ha sido tratada de ese modo. No obstante, tú no tendrás idea de los sacrificios que han tenido que hacer para criarla y educarla, de las noches que han pasado en vela cuando tenía fiebre, de los ahorros puestos aparte para darle unos estudios y asegurarle un futuro, de las horas pasadas con ella jugando o haciendo los deberes. —El tono de Rosa iba alterándose cada vez más—. ¡Y tampoco sabrás por qué tres de esas niñas llevaban esmalte brillante en las uñas, o que una de ellas tenía una vieja cicatriz en el codo porque se cayó de la bicicleta a los cinco años, o que eran todas pequeñas y bonitas y tenían los sueños y los deseos propios de esa edad inocente, que ahora ha sido violada para siempre! Tú esas cosas no puedes saberlas porque nunca has sido madre…
—Hollie —fue la seca respuesta de Mila.
—¿Cómo? —contestó Sarah Rosa sin entender.
—La marca de la laca de uñas es Hollie. Es esmalte brillante, polvo de coral. Lo regalaban hace un mes con una revista para adolescentes. Por eso tres de ellas lo llevaban: tuvo mucho éxito… Además, una de las víctimas llevaba un brazalete de la suerte.
—No hemos encontrado ningún brazalete —repuso Boris, que empezaba a interesarse por el tema.
Mila extrajo del informe una de las fotos.
—Es la número dos, Anneke. La piel cercana a la muñeca es más clara, señal de que llevaba algo ahí. Quizá se lo quitara el asesino, quizá lo perdiera cuando fue secuestrada, o durante una pelea. Eran todas diestras excepto una, la tercera: tenía manchas de tinta en el perfil del índice, por lo que deduzco que era zurda.
Boris estaba impresionado; Rosa, aturdida. Mila estaba sembrada.