Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
—¿Y qué sentido tendría un secuestro?
—Eso no me lo preguntes a mí.
—Es decir, que esa chica no sólo debe de haber salvado al niño sino que también lo ha secuestrado —dijo Gabriella.
—Eso parece, ¿no? Si no, lo más lógico sería que ya se hubiera puesto en contacto con la policía.
—¿Y cómo llegó al lugar?
—Por ahora lo desconocemos. Pero un testigo, un antiguo redactor jefe de una revista sindical, dice que la chica se le antojaba familiar o que puede que fuera famosa —continuó Ragnar Olofsson para añadir algo más.
Para entonces Gabriella ya había dejado de escuchar. Incluso se había quedado petrificada al ocurrírsele pensar «La hija de Zalachenko, tiene que ser la hija de Zalachenko». Sabía que esa denominación era extremadamente injusta —la hija no tenía nada que ver con el padre, al contrario: ella odiaba a su padre—, pero así era como Gabriella se había acostumbrado a llamarla desde que unos años atrás se puso a leer todo lo que encontró sobre el caso Zalachenko. Ahora, mientras Ragnar Olofsson seguía presentando sus teorías, Gabriella tuvo la sensación de que todas las piezas encajaban. El día anterior, sin ir más lejos, había detectado un par de conexiones entre la vieja red criminal del padre y esa banda que se hacía llamar Spiders. Pero entonces rechazó la idea por inverosímil, ya que consideraba imposible que unos toscos criminales como aquéllos fuesen capaces de reciclarse tanto profesionalmente.
Que hubieran pasado de ser unos tipos cochambrosos embutidos en chalecos de cuero —que consumían su vida en algún club de motoristas cutre o con el culo pegado al sofá hojeando revistas porno— a unos sofisticados ladrones de tecnología punta era algo que no le cuadraba. No obstante, la idea se quedó flotando en su cabeza, y Gabriella incluso se preguntó si esa chica que había ayudado a Linus Brandell a rastrear la intrusión de los ordenadores de Balder podría ser la hija de Zalachenko. En un documento de la Säpo que hablaba de ella habían puesto «
¿hacker?
, ¿experta en informática?», y aunque más que nada parecía una cuestión fortuita motivada por el hecho de que la chica había recibido una valoración sorprendentemente buena por su trabajo en Milton Security, resultaba obvio que había dedicado mucho tiempo a investigar la red criminal de su padre.
Pero lo más flagrante era, a pesar de todo, que existiese una relación entre la chica y Mikael Blomkvist. No quedaba clara su naturaleza exacta, aunque Gabriella no había dado crédito en ningún momento a esas perversas especulaciones que insinuaban que uno dominaba al otro con algún tipo de chantaje o con sexo sadomasoquista. Con todo, el vínculo existía, y tanto Mikael Blomkvist como esa chica —cuya descripción coincidía con el aspecto de la hija de Zalachenko y que a un testigo le resultaba familiar— parecían haber estado al tanto del ataque de Sveavägen antes de que se produjera. Y después Erika la había llamado para hablarle de algo importante referente al suceso. ¿No señalaba todo en la misma dirección?
—Estaba pensando en una cosa —comentó Gabriella, quizá con una voz demasiado alta y, para más inri, interrumpiendo a Ragnar Olofsson.
—¿Sí? —dijo éste irritado.
—Me preguntaba si… —continuó. Ya iba a presentar su teoría cuando de pronto reparó en algo que la hizo dudar.
No se trataba de nada raro, en absoluto. Sólo de Helena Kraft que, de nuevo y con gran esfuerzo, anotaba todo lo que decía Ragnar Olofsson. Aunque a decir verdad debería ser muy positivo tener a una jefa de alto rango manifestando tanto interés, había algo exageradamente diligente en el sonido que hacía el bolígrafo sobre el papel, algo que hizo que Gabriella se preguntara si una jefa de tan elevado nivel —cuyo trabajo consistía en supervisar y adoptar un punto de vista global— debería mostrarse tan meticulosa con todos y cada uno de los detalles del caso. Y sin saber muy bien por qué, un profundo malestar se apoderó de ella.
Podría tener que ver, por supuesto, con el hecho de que Gabriella estuviera a punto de señalar, sin demasiado fundamento, a una persona como culpable de un secuestro, pero lo más probable era que se debiese a la reacción de Helena Kraft, quien, al percatarse de que alguien la estaba observando, desvió la mirada e incluso se ruborizó levemente. Y entonces Gabriella decidió no terminar la frase.
—O mejor dicho…
—¿Sí, Gabriella?
—No, no era nada —se corrigió al tiempo que la invadía una repentina necesidad de salir de allí, por lo que, a pesar de que sabía que no daría muy buena imagen si abandonaba la reunión una vez más, decidió ir al lavabo.
Después recordaría cómo se había quedado contemplando su rostro en el espejo del baño mientras intentaba procesar lo que acababa de ver. ¿Se había sonrojado Helena Kraft? Y en tal caso, ¿qué significaba? Seguro que nada, pensó, nada de nada; aunque fuese vergüenza o culpa lo que Gabriella había intuido en la cara de su jefa, podría haber estado relacionada con cualquier asunto, algo que le diera corte y que se hubiera cruzado por su mente. Y entonces pensó que en verdad no conocía a Helena Kraft de forma particularmente íntima. Aunque sí lo suficiente como para saber que no enviaría a un niño a la muerte sólo para obtener algún tipo de recompensa económica, o favor, o lo que fuese. No, eso era imposible.
Gabriella se había vuelto paranoica. Así de simple. Una espía con la típica paranoia de los espías, que veían topos por doquier, hasta en el reflejo que les devolvía el espejo.
—¡Qué tonta eres! —murmuró entonces para sí misma mientras, resignada, le sonreía a esa imagen como para quitarse la tontería de la cabeza y volver a la realidad. Pero aquello no quedó ahí. En ese mismo instante pareció encontrarse con una nueva especie de verdad ante sus propios ojos.
Intuyó que era como Helena Kraft. Como ella en el sentido de que deseaba agradar a sus superiores mostrándose diligente y habilidosa para recibir la palmadita en la espalda, un rasgo de su carácter que, obviamente, no sólo podía considerarse positivo, porque si en el lugar de trabajo prevalece un ambiente enfermo existe el riesgo de que uno, si es que posee ese tipo de personalidad, se vuelva igual de enfermo. Y, ¿quién sabe?, quizá el deseo de complacer y agradar lleve a las personas a cometer infracciones morales y actos criminales con la misma frecuencia, o más, que la maldad o la avaricia.
Las personas estamos deseosas de ser aceptadas y de integrarnos en el grupo al tiempo que queremos evidenciar lo bien que trabajamos, razón por la cual se cometen indescriptibles tonterías. Y de repente Gabriella se preguntó: ¿era eso lo que había pasado allí? Al menos estaba claro que Hans Faste —porque ¿quién sino él sería esa fuente del equipo de Bublanski?— había asumido la misión de filtrar información a la Säpo puesto que quería quedar bien con ellos; y luego Ragnar Olofsson se había asegurado de que a Helena Kraft le dieran todos y cada uno de los detalles de esa información porque ella era su jefa y él quería quedar bien con ella, y luego… bueno, luego quizá Helena Kraft hubiera filtrado, a su vez, esa información a alguien porque ella también quería quedar bien y mostrar sus habilidades. Pero ¿a quién? ¿Al jefe nacional de la policía, al gobierno? ¿A un servicio de inteligencia extranjero, uno estadounidense o inglés, supuestamente, que quizá a su vez…?
Gabriella no llevó su argumentación hasta el final y, de nuevo, se preguntó si no estaría elucubrando más de la cuenta. Y a pesar de que creía que eso debía de ser lo que le estaba pasando, se quedó allí, quieta, inundada por la sensación de que ya no se fiaba de su equipo, y pensó que podría ser verdad que ella también quisiera quedar bien, aunque no necesariamente con la Säpo. Sólo deseaba que August Balder saliera de ese mal trance. De pronto, en vez del rostro de Helena Kraft, vio ante sí los ojos de Erika Berger. Y entonces se marchó a toda prisa a su despacho y sacó su Blackphone, el mismo que solía usar cuando hablaba con Frans Balder.
Erika había salido a la calle para poder conversar con tranquilidad y ahora se hallaba en Götgatan, delante de la librería Söderbokhandeln, preguntándose si no habría cometido una estupidez. Pero es que Gabriella Grane le había dado tantos argumentos que no había sido capaz de defenderse; ésa era, con toda probabilidad, la desventaja de tener amigas demasiado inteligentes: te calan hasta los huesos.
Gabriella no sólo había deducido el motivo por el que Erika la había llamado sino que también la había convencido de que sentía una responsabilidad moral, y de que jamás en su vida le revelaría el escondite a nadie, por mucho que vulnerara, quizá, su ética profesional. Cargaba con una culpa, le dijo, y por eso quería ayudar. De modo que mandaría con un mensajero las llaves de su casa de Ingarö y se aseguraría de que una descripción de cómo llegar se encontrara en el enlace cifrado que Andrei Zander había instalado según las instrucciones de Lisbeth Salander.
Un poco más arriba de la calle, un mendigo se desplomó y unas cuantas botellas de plástico vacías que llevaba en dos bolsas se esparcieron sobre la acera. Erika se apresuró a acercarse para echarle una mano, pero el hombre, que no tardó en recuperarse y ponerse de pie, no quiso que nadie le ayudara; entonces ella se limitó a mostrarle una melancólica sonrisa y continuó subiendo Götgatan en dirección a
Millennium
.
Cuando volvió a entrar en la redacción, Mikael parecía crispado y agotado. Tenía el pelo alborotado, y la camisa le asomaba por fuera de los pantalones. Hacía mucho que no lo veía tan agobiado. Aun así, no estaba preocupada. Siempre que sus ojos brillaban de esa manera no había quien le parara. Significaba que había entrado en esa concentración absoluta que no lo abandonaría hasta que hubiese llegado al fondo de la historia.
—¿Tienes un escondite? —preguntó.
Erika asintió con la cabeza.
—Casi mejor que no me cuentes más. Vamos a intentar mantenerlo dentro de un círculo de personas lo más reducido posible —continuó él.
—De acuerdo. Pero esperemos que sea una solución a corto plazo. No me gusta que Lisbeth se haga responsable del niño.
—Quizá les venga bien a los dos, ¿quién sabe?
—¿Qué le dijiste a la policía?
—Demasiado poco.
—Mal momento para ocultarles información.
—Sí, desde luego.
—Tal vez Lisbeth esté dispuesta a hacer alguna declaración para que te dejen tranquilo.
—No quiero presionarla. Estoy muy preocupado por ella. ¿Puedes pedirle a Andrei que le pregunte si podemos mandarle un médico?
—Lo haré. Pero oye…
—Sí…
—La verdad es que empiezo a estar convencida de que está haciendo lo correcto —reconoció Erika.
—¿Y por qué dices eso ahora?
—Porque yo también tengo mis fuentes. Y no creo que la jefatura de policía sea un lugar muy seguro en este momento —comentó antes de dirigirse con pasos decididos a hablar con Andrei Zander.
Capítulo 19
Tarde del 22 de noviembre
Jan Bublanski se hallaba solo en su despacho. Al final Hans Faste había confesado que llevaba informando a la Säpo desde el principio, por lo que, sin ni siquiera molestarse en escuchar sus argumentos para defenderse, Bublanski lo echó del equipo. Y aunque con ello hubiera obtenido más pruebas de que Hans Faste no era más que un trepa y un tipo del cual desconfiar, le costaba mucho creer que también les hubiera pasado datos a ciertas bandas criminales. Bublanski tenía enormes dificultades para aceptar que alguien, quien fuese, hubiera sido capaz de hacerlo.
Naturalmente, dentro de la policía también había personas corruptas y depravadas. Pero vender un niño discapacitado a un despiadado asesino era algo diferente, y Bublanski se negaba a pensar que existiera alguien dentro del cuerpo dispuesto a semejante cosa. Quizá la información se hubiera filtrado de otra manera. Podrían haber interceptado los teléfonos o haberse metido en sus ordenadores, aunque no sabía si habían escrito en alguno que August Balder podía dibujar al asesino, ni tampoco que se encontraba en el Centro Oden. Había estado buscando a la directora de la Säpo, Helena Kraft, para hablar del tema. Y a pesar de que había subrayado la importancia del asunto, ella no le había devuelto la llamada.
También lo habían telefoneado, con gran inquietud, tanto de la Oficina de Exportación como del Ministerio de Industria, y si bien nadie se lo había expresado abiertamente daba la sensación de que la mayor preocupación de éstos no era el niño ni las consecuencias de lo sucedido en Sveavägen, sino aquel proyecto de investigación en el que Frans Balder había estado trabajando y que parecía haber sido robado la noche del asesinato.
Aunque varios de los técnicos informáticos más preparados de la policía y tres expertos de la Universidad de Linköping y de la KTH de Estocolmo estuvieron en la casa de Saltsjöbaden, no hallaron ni rastro de la investigación de Balder ni en los ordenadores ni entre sus papeles.
—O sea, que ahora, para colmo, hay una Inteligencia Artificial que está en fuga —murmuró Bublanski para sí mismo, y por alguna razón acudió a su mente un viejo enigma que el granuja de su primo Samuel solía contar para desconcertar a sus amigos de la sinagoga.
Se trataba de una paradoja cuya idea residía en que si Dios era todopoderoso ¿sería capaz, entonces, de crear algo que fuera más inteligente que él? El enigma, recordó, era considerado irrespetuoso, o incluso blasfemo, porque poseía esa suerte de escurridiza cualidad de que contestaras lo que contestases quedabas mal. Pero Bublanski no pudo seguir sumido en sus pensamientos. Alguien llamaba a la puerta. Era Sonja Modig, que con ademanes solemnes le llevaba otro trozo de chocolate suizo con sabor a naranja.
—Gracias —dijo—. ¿Qué me cuentas?
—Creemos saber cómo consiguieron hacer que Torkel Lindén y el niño salieran a la calle. Enviaron correos falsos en nuestro nombre y en el de Charles Edelman y quedaron en encontrarse en el portal.
—Así que ahora también se puede hacer eso.
—Sí, ni siquiera resulta demasiado difícil.
—Inquietante.
—Cierto, pero eso no nos dice cómo supieron que era justamente en el ordenador del Centro Oden donde debían entrar y que Edelman estaba implicado.
—Supongo que también debemos analizar nuestros propios ordenadores.
—Ya se está haciendo.
—¿Era esto lo que queríamos, Sonja?
—¿A qué te refieres?
—A que uno ya no puede escribir o decir nada sin que exista el riesgo de que alguien lo intercepte.