Lo que no te mata te hace más fuerte (32 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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La sombra extendía un brazo, y Mikael, que percibió el dibujo desde una perspectiva muy diferente a la de Hanna, no tuvo mayores dificultades en comprender lo que la mano de ese brazo significaba: era una mano que quería matar. Por encima de los cuadros y la sombra se insinuaba un rostro que aún no se había creado.

—¿Dónde está August ahora? —preguntó—. ¿Está durmiendo?

—No, está…

—¿Qué?

—Lo he dejado en… Temporalmente. No podía con él, si he de serte sincera.

—¿Dónde?

—En el Centro Oden de Sveavägen, un centro de acogida para niños y adolescentes.

—¿Quién sabe que está allí?

—Nadie.

—¿Sólo tú y el personal del centro?

—Sí.

—Es muy importante que siga siendo así. ¿Me disculpas un minuto?

Mikael sacó su móvil y marcó el número de Bublanski. En su cabeza ya había formulado otra pregunta para
El cajón de Lisbeth
.

Jan Bublanski estaba frustrado. La investigación se había estancado, y ni el Blackphone ni el portátil de Frans Balder habían aparecido, una circunstancia que les había impedido, a pesar de las largas conversaciones con su compañía telefónica, registrar y analizar sus contactos con el mundo, o, al menos, tener una idea clara de los procesos jurídicos en los que podría andar metido.

De momento no tenía mucho más que cortinas de humo y unos cuantos tópicos, pensó Bublanski: poco más que el hecho de que un guerrero ninja, rápida y eficazmente, había aparecido en plena noche para volver a ser tragado enseguida por la oscuridad. Su impresión general era que algo demasiado perfecto planeaba sobre esa operación, como si hubiese sido llevada a cabo por una persona que se escapaba a las habituales taras y contradicciones humanas que suelen percibirse en la investigación de un asesinato. Éste se había realizado de forma demasiado aséptica y clínica, y Bublanski no podía desprenderse de la idea de que para su autor sólo había sido un día más de trabajo. En eso y otros asuntos andaba reflexionando cuando le llamó Mikael Blomkvist.

—Hombre, Mikael —respondió—. Acabamos de hablar de ti. Y queremos que nos aclares unos puntos cuanto antes.

—Sí, está bien, no hay problema. Pero ahora tengo algo más importante que contarte: el testigo, August Balder, es un
savant
—anunció Mikael Blomkvist.

—¿Un qué?

—Un chico que aunque sufra una grave discapacidad posee un don extraordinario, especial. Dibuja como un maestro, con una nitidez extrañamente matemática. ¿Visteis los dibujos del semáforo que estaban sobre la mesa de la cocina de la casa de Saltsjöbaden?

—Sí, bueno, un poco por encima. ¿Quieres decir que no son obra de Frans Balder?

—No, no. Son del chico.

—Pero parecían de un adulto.

—Pues los ha hecho August; esta mañana se ha puesto a dibujar los cuadros del suelo del dormitorio de Balder. Bueno, no sólo los cuadros. También ha dibujado un haz de luz y una sombra. Yo creo que la sombra es del asesino y que la luz es la que salía de la linterna que llevaba en la cabeza. Pero aún no se puede decir nada con seguridad. Al chico lo han interrumpido en su trabajo.

—¿Me estás tomando el pelo?

—No estoy para bromas.

—¿Y cómo has podido saberlo?

—Estoy en casa de la madre de August, Hanna Balder, en Torsgatan, con el dibujo delante. Pero el niño ya no se encuentra aquí. Se lo han llevado a… —El periodista dudó antes de seguir—. No quiero contártelo por teléfono.

—¿Has dicho que algo ha interrumpido al chico?

—Un psicólogo le ha prohibido que continuara dibujando.

—¿Cómo se puede prohibir una cosa así?

—No creo que el psicólogo entendiera lo que representaba el dibujo. Lo ha visto sólo como un comportamiento compulsivo. Te recomendaría que enviaras a alguien enseguida. Ya tenéis al testigo que necesitabais.

—Ahora mismo vamos. Así también tendremos la oportunidad de hablar un poco más contigo.

—Me temo que me marcho ya. Debo volver a la redacción.

—Habría preferido que te quedaras, pero lo entiendo. Y oye…

—¿Sí?

—¡Gracias!

Jan Bublanski colgó y salió a informar a todo el equipo, algo que luego resultaría ser un grave error.

Capítulo 15

21 de noviembre

Lisbeth Salander se hallaba en el club de ajedrez Raucher de Hälsingegatan. No es que tuviera muchas ganas de jugar, le dolía la cabeza. Pero había estado de caza todo el día y las pistas la habían conducido hasta ese lugar. Cuando, en su momento, descubrió que Frans Balder había sido traicionado por uno de los suyos, el investigador le hizo prometerle que dejaría en paz al traidor. A Lisbeth aquella estrategia no le gustó nada. Y sin embargo cumplió su palabra. Pero ahora que Frans había sido asesinado podía romper su promesa.

Procedería a su manera. Aunque no era fácil. Arvid Wrange no se encontraba en casa, y no quería llamarlo, sino más bien irrumpir en su vida como aparece un relámpago en el cielo, razón por la que llevaba todo el día buscándole, dando vueltas con la capucha de la sudadera puesta. Arvid hacía vida de gandul. Pero, al igual que pasaba con tantos otros gandules, detrás de la holgazanería se ocultaba una cierta estructura regular, de modo que, a través de las fotos que había subido a Instagram y Facebook, Lisbeth se había hecho una idea de su itinerario: Riche, en Birger Jarlsgatan; Teatergrillen, en Nybrogatan; el club de ajedrez Raucher; el Café Ritorno de Odengatan y algunos otros lugares, como una galería de tiro de Fridhemsgatan y los domicilios de dos amantes. Arvid Wrange había cambiado desde la última vez que ella lo tuvo bajo el radio de alcance de su radar.

No sólo había eliminado cualquier rasgo friki de su aspecto; también su moral había disminuido. Lisbeth, ciertamente, no era muy amiga de teorías psicologistas, pero pudo constatar que la primera y gran transgresión lo había conducido a otras. Arvid ya no era un estudiante aplicado con grandes ambiciones y sed de conocimientos; ahora pasaba tanto tiempo navegando en Internet por páginas porno que rayaba la adicción, una adicción que lo llevaba a comprar un tipo de sexo que a menudo acababa en violencia. De hecho, dos o tres de las mujeres cuyos servicios había contratado lo llegaron a amenazar con denunciarle.

En vez de interesarse por los juegos de ordenador y la investigación sobre la Inteligencia Artificial, se centraba ahora en las prostitutas y en salir a emborracharse por el centro. Resultaba obvio que el chico manejaba pasta. E igual de evidente que tenía problemas. Esa misma mañana, sin ir más lejos, había hecho una búsqueda en Google, «protección de testigos, Suecia», lo cual, evidentemente, constituía toda una imprudencia. Aunque ya había perdido el contacto con los de Solifon, al menos desde su propio ordenador, sin duda éstos le mantenían bajo vigilancia. No hacerlo habría sido muy poco profesional. Quizá Arvid Wrange estuviera a punto de desmoronarse detrás de esa nueva fachada tan mundana, algo que, llegado el caso, sería estupendo, pues le facilitaría la tarea a Lisbeth. Cuando ésta llamó una vez más al club de ajedrez —el ajedrez parecía ser el único vínculo que tenía con su antigua vida—, recibió un aviso de lo más inesperado: que Arvid Wrange acababa de entrar.

Ése era el motivo por el que Lisbeth se encontraba en ese mismo momento bajando los peldaños de la pequeña escalera de Hälsingegatan. Siguió por un pasillo que la condujo a un local gris y deslucido donde unas cuantas personas dispersas por toda la estancia, la mayoría señores de una cierta edad, estaban sentadas, algo encorvadas, en torno a tableros de ajedrez. Reinaba un ambiente mortecino. Nadie reparó en ella ni cuestionó su presencia: todo el mundo se hallaba concentrado en lo suyo, y lo único que rompía el silencio eran los clics de los relojes de juego y alguna que otra palabrota. En las paredes colgaban fotos de Kasparov, Magnus Carlsen, Bobby Fischer e, incluso, una de un jovencísimo Arvid Wrange, con la cara llena de granos, durante un enfrentamiento con la estrella del ajedrez Judit Polgár.

Una versión, esta vez más vieja, de la misma persona se podía ver al fondo del local, a la derecha, donde Arvid parecía poner a prueba alguna que otra nueva apertura de partida. A su lado había un par de bolsas de tiendas de ropa. Llevaba un jersey amarillo de lana merina y una camisa blanca recién planchada, y calzaba unos relucientes zapatos ingleses. Resultaba excesivamente elegante para el entorno. Con pasos precavidos, Lisbeth se acercó y le preguntó si quería echar una partida. Su primera respuesta fue mirarla de pies a cabeza.

—Vale —respondió.

—Muy amable —dijo ella como una niña muy bien educada. Luego se sentó y, sin que ninguno de los dos mediara palabra, abrió con una e4, a lo que él contestó con una b5, el gambito polaco. A continuación ella cerró los ojos y dejó que él tomara la iniciativa.

Arvid Wrange procuró concentrarse en la partida. Con escaso éxito. Por suerte, esa
punki
no se le antojaba precisamente un hacha. Mala no era, eso había que reconocerlo; con toda probabilidad se trataba de una aficionada muy entregada. Aunque de poco le servía. Hacía lo que quería con ella, y no le cabía la menor duda de que la chica estaba impresionada; y, ¿quién sabía?, igual hasta podría ligársela después. Bien era cierto que tenía cara de amargada, y a Arvid no le iban las tías así. Pero se le adivinaban unas buenas tetas; tal vez consiguiera descargar toda su frustración en ella. Es que había pasado una mañana muy jodida. La noticia de que habían asesinado a Frans Balder por poco lo deja KO.

Aunque no fue tristeza lo primero que sintió. Fue terror. Por mucho que, en su fuero interno, Arvid Wrange insistiera en que había hecho lo correcto —¿qué esperaba ese jodido catedrático cuando lo había tratado como una mierda?—, si saliese a la luz que había sido él quien lo había traicionado, el asunto, como era lógico, se pondría feo. Y lo peor de todo era que al final seguro que hallarían un vínculo con él, aunque no alcanzaba a saber bajo qué forma exacta aparecería dicho vínculo. Intentaba consolarse convenciéndose de que un idiota como Balder se habría granjeado, a buen seguro, miles y miles de enemigos, pero en algún recóndito lugar de su mente sabía que una cosa conduciría a la otra. Y eso le aterrorizaba.

Desde el mismísimo día en que Frans tomó posesión de su cargo en Solifon, a Arvid le empezó a preocupar que aquel asunto adquiriera un nuevo e inquietante giro. Y ahora estaba sentado allí deseando que todo eso no hubiera ocurrido nunca. Quizá por ello, esa mañana se había ido de tiendas y, compulsivamente, había comprado un montón de ropa de marca para al final acabar en el club de ajedrez. Esta disciplina poseía todavía, a veces, la capacidad de hacer que se disiparan sus temores; prueba de ello era que ya se sentía un poco mejor. Tenía la impresión de que controlaba la situación y de que contaba con la suficiente inteligencia para seguir engañándolos a todos. No había más que ver cómo jugaba, y eso que la tía no era mala.

Todo lo contrario, había algo poco ortodoxo y creativo en su juego, un juego que, sin lugar a dudas, daría mil vueltas a la mayoría de los que allí estaban. Pero no a él, claro; él era Arvid Wrange, y la estaba machacando. Movía las piezas con tal astucia y sofisticación que ella ni siquiera se percató de que se encontraba a punto de encerrar a su reina. Arvid se limitó a adelantar furtivamente sus posiciones y derribó a la reina sin más sacrificio que el de un caballo, al tiempo que comentaba con una voz pétrea y
cool
que a buen seguro la impresionó:


Sorry, baby. Your Queen is down!

Pero no hubo reacción alguna, ni una sonrisa, ni una sola palabra. Nada. La tía se limitó a aumentar el ritmo, como si quisiera poner fin cuanto antes a la humillación. ¿Y por qué no? No le importaría acabar sumariamente con ella para luego llevarla a tomar unas copas a algún sitio antes de tirársela. Tal vez no le mostrara su lado más cariñoso en la cama, pero no le cabía ninguna duda de que, después, ella le daría las gracias. Seguro que una zorra amargada como ésa llevaba mucho tiempo sin sexo, y que un tío
cool
como él, que jugaba con ese nivel, estaba muy por encima de las posibilidades que ella tenía. Decidió lucirse y explicarle un poco de teoría ajedrecística avanzada. Pero no llegó a hacerlo; había algo, a pesar de todo, que le daba mala espina. Empezó a percibir una resistencia en su juego que no terminaba de entender, una desconocida torpeza; y durante un buen rato intentó convencerse de que sólo eran imaginaciones suyas o el resultado de unos precipitados movimientos por su parte. Lo corregiría sin problema en cuanto se concentrara. Por eso movilizó todo su instinto asesino. Pero aquello fue a peor.

Se sentía encerrado y, por mucho que se esmerara en intentar avanzar y forzarla a batirse en retirada, se vio obligado a afrontar el hecho de que la balanza, de forma irremediable, se había inclinado a favor de ella, lo que le resultó desquiciante. Porque él había abatido a su reina, pero en lugar de reforzar su superioridad había acabado en una catastrófica situación de inferioridad. ¿Qué había pasado? ¿No habría hecho ella un sacrificio de dama? ¿En una fase tan temprana de la partida? ¡Imposible! Eso se estudia en los libros, vale, pero no es algo que ocurra en los clubes de ajedrez de Vasastan; y, definitivamente, no es una cosa a la que se dediquen tías
punkis
llenas de
piercings
y con graves problemas de actitud, sobre todo cuando se enfrentan a grandes jugadores como él. Pero ya no había nada que hacer.

Ella le vencería en cuatro o cinco movimientos, así que no vio más salida que derribar al rey dándole un empujón con el dedo índice y murmurar un apagado «felicidades». Y, aunque quiso ponerle excusas y pretextos, algo lo detuvo y le llevó a pensar que eso sólo empeoraría las cosas. Empezó a intuir que la pérdida de la partida no obedecía a unas circunstancias poco afortunadas, sino a algo más, razón por la que, por mucho que se resistiese, volvió a ser víctima del miedo. ¿Quién coño era esa tía?

Lleno de cautela, levantó la vista e intercambió una mirada con ella: ya no parecía una niñata, insegura y amargada, sino una mujer fría, gélida, un depredador cuando observa a su presa. Y entonces un intenso malestar se apoderó de él, como si la pérdida de aquella partida sólo fuese el preámbulo de algo mucho peor. Miró en dirección a la puerta.

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