Read Lo que esconde tu nombre Online
Authors: Clara Sánchez
—Esta noche invitaremos a cenar a Alice y Otto para darles la buena nueva, quizá también llamemos a Sebastian, tal vez venga tratándose de ti, quién sabe.
En la cena se habló de mi ingreso en la Hermandad, aunque no logré enterarme de nada porque estaba muy cansada y se me emborronaba la vista. A la mitad dije que me encontraba mal y Sebastian me retiró la silla.
Julián
Martín llevaba y traía a Sebastian al Nordic Club, a los bancos, a una firma de abogados y a hacer viajes largos. El Ángel Negro pasaba mucho tiempo en los asientos traseros del coche revisando papeles. También Martín le acompañaba al restaurante del acantilado. A veces comía con él y otras le esperaba fuera. Fue uno de estos momentos en que estaba solo cuando aproveché para acercarme a su mesa. Le dije mi nombre completo y le pregunté si podía sentarme un momento.
Tal como me imaginaba, Martín se acercó corriendo, pero Sebastian le hizo un gesto con la mano para que no me molestara. Reaccionaba tal como había supuesto, en plan caballeroso. Martín se le aproximó al oído y le dijo algo mientras me miraba. Sebastian hizo un mohín de disgusto no sé si por oír la voz de Martín tan cerca o por mí.
Me presenté formalmente. Le dije que era un republicano español que había estado en Mauthausen el último año de la guerra y que posteriormente me había enrolado en una organización dedicada a la caza de nazis. Me escuchaba con mucha atención.
Cogió una ostra de la bandeja con hielo picado y me invitó con la mano a que hiciera lo mismo. Yo negué también con la mano. Me ofreció champán y dejé que me sirvieran una copa, pero no bebí.
—-No me sienta bien —dije, lo que era cierto.
—-Siento que tuviera que pasar por aquello —dijo.
—¿De verdad lo siente? —pregunté en su mismo tono, un tono de conversación normal, incluso amigable. Para algunos pareceríamos viejos conocidos, lo que en cierto modo era verdad.
—¿Por qué no iba a sentirlo? Jamás tuve el propósito de que la gente sufriera. Luchaba por un mundo mejor. El mundo siempre mejora porque unos cuantos toman las riendas y conducen a los demás. El pueblo generalmente no sabe lo que quiere.
—El pueblo no quería lo mismo que vosotros, perdisteis.
—Perdió el mundo, la especie humana perdió. Queríamos evitar la mediocridad, queríamos dar un salto hacia la excelencia y en muchos casos se consiguió, mucha gente se ha favorecido de nuestros esfuerzos. Aunque es verdad, perdimos la guerra.
—Sois depredadores, robabais, os quedabais con el esfuerzo y el talento de los demás. Robabais la vida de los demás, aunque claro no lo llamabais vida, lo llamabais material humano.
El tuteo no le agradó, pero lo pasó por alto, tampoco podía hacer otra cosa. O esto o un escándalo en su restaurante favorito.
—Hubo algún desenfreno, nunca estuve de acuerdo.
—¿Fue un desenfreno matar a millones de personas?
Pensaba mientras masticaba la molla de la ostra.
—¿Sabe quién soy?, ¿no se habrá confundido?
—Creo que no. Fredrik y Karin Christensen, Otto Wagner, Alice, Antón Wolf, Elfe, Aribert Heim o
el Carnicero de Mauthausen,
Gerhard Bremer y Sebastian Bernhardt y unos cuantos más. Es una buena historia, este pueblo va a hacerse famoso. Sus guardias, Martín, Alberto y los otros no podrán contener a la prensa.
—No nos asusta la prensa.
—¿Y la justicia?
—¿Qué puede hacernos la justicia a estas alturas de la vida?
—No me refiero a esta justicia, sino a la justicia que logra que haya un equilibrio en el universo, que haya la justa cantidad de helio para que podamos existir y que haya la proporción necesaria de bien y mal, de sufrimiento y de placer para poder vivir. Vosotros rompisteis el equilibrio.
-—Ahora —dijo adelantando el cuerpo todo lo que pudo hacia mí— es muy fácil juzgar, porque perdimos, salió mal, pero imagínese por un momento que hubiésemos ganado. Se habría conseguido el equilibrio del que habla, porque el equilibrio es orden, belleza y pureza.
—Te he buscado durante muchos días, necesitaba hablar contigo. Necesito que me comprendas.
Sebastian asintió y no le pareció oportuno coger otra ostra. Cruzó las manos sobre el mantel de hilo.
—Ya no hay tiempo de dar marcha atrás. Es el momento de la verdad. Quiero saber si comprendes mi sufrimiento, mi humillación, mi dolor por haber sido reducido a material humano.
Me miró a los ojos, me tomaba muy en serio.
—No disfruto pensando que sufrió, pero en momentos históricos de transformación profunda de la realidad no hay tiempo para separar el trigo de la paja.
—Y tu deber era transformar la realidad, hacer que la realidad fuese otra.
—Exacto. Siempre pensé que vine al mundo para cambiarlo. Mi vida tenía un objetivo, una misión, si no habría sido absurdo nacer, y el nacionalsocialismo me dio la oportunidad de actuar.
—Tenías un mundo ideal en la cabeza.
—Sí, un planeta bello.
—En el campo donde yo estuve no había ninguna belleza. ¿Te parecen bellos los experimentos que hacía Heim con nosotros?
—No nos dio tiempo de ver los resultados. El resultado es lo que importa. Tal vez en algún otro momento de la historia...
—Ni tú ni yo lo veremos.
—Una vez visité tu campo—dijo tuteándome por primera vez—, en la primavera del año que dices que estuviste allí, había nevado mucho.
Era terrible compartir algo con este hombre, pero yo era uno de los que apenas podía levantar la pala aquella primavera.
—No pensé en vuestro sufrimiento, ni siquiera pensé en vosotros. Os veía sin pensar, las cosas eran así. Pertenecíamos a un sistema, a una organización. Yo iba con el uniforme de las SS y vosotros con el uniforme de rayas de los prisioneros. Estábamos dentro de un orden establecido, imposible de romper. No había nada que pensar. Habíamos conseguido un equilibrio, ¿comprendes?
—¿Y ahora qué piensas? El mundo ha cambiado sin vosotros.
—Fue un golpe duro porque estoy absolutamente convencido de que la sociedad se ha equivocado. Estoy convencido de que ahora todo sería más perfecto.
—¿Y comprendes que os odie y que desee veros padecer más de lo que yo padecí en estos últimos días de vuestra vida?
—¿Tendría que comprender que me mordiese un perro rabioso?
—Pero yo no soy un perro. Yo no te mordería, haría algo peor.
—Lo que yo te hice no fue por cuestiones personales sino por razones superiores que están más allá del bien y del mal. Por eso tú te comportas como un perro y yo no.
Hablaba en serio, estaba convencido de lo que decía. Todos ellos se habían agarrado a ideas y programas para desechar la culpa.
—¿No sientes ningún tipo de responsabilidad por todas aquellas muertes, millones de asesinatos?
—La culpa, los remordimientos y el arrepentimiento frenan el progreso de la humanidad. ¿Sientes muchos remordimientos cuando abren una vaca en canal, cuando trasquilan a una oveja para aprovechar la lana? Si se ve con claridad el objetivo y el camino para llegar a él y que ese objetivo es bueno globalmente como se dice ahora, no hay que dudar.
—¿Y crees que yo tendría que comprenderte a ti?
—Sería casi imposible, tú has estado en el lado de las víctimas.
—Lo que me parece imposible es que no haya habido nadie, ninguno entre vosotros a quien no le haya atormentado haber participado en vuestras atrocidades.
Pensó durante unos minutos. Ya no le quedaba café y tomó un poco más de champán.
—Casi nadie se atormenta por lo que ha hecho, sino por lo que no ha hecho y que se morirá sin hacer. Es como el caso de la pobre Elfe, que decía que bebía para olvidar, pero puede no ser verdad. Uno siempre busca excusas para justificar los vicios.
La pobre Elfe. Dijo su nombre sin darle importancia porque no se podía imaginar que yo la conocía. Sebastian, pensé, no lo sabes todo.
—¿Y ya no bebe?
—Si continúa bebiendo será en otra parte, sin obligarnos a tener que soportar su debilidad mental.
—No sé si dices la verdad, y si no me la dices ahora y a mí, la huella que dejes en este mundo será siempre borrosa. No habrás llegado a ser del todo real.
Asintió con una leve inclinación de cabeza. Se estaba tomando muy en serio nuestra conversación.
—No te falta razón. Ahora para bien o para mal somos invisibles, nadie nos ve, salvo tú, claro.
—Si ahora me echas a tu gente encima —dije— será mentira que actuabas sirviendo a una causa mayor. Si me matas será por algo puramente personal, será porque os he descubierto y he puesto en peligro vuestra vida.
Volvió a asentir. No sabía si esta afirmación significaba que me iba a matar o que tenía razón, y esperé alguna señal.
—Hay una chica que se ha incorporado hace poco al grupo —me dirigió una mirada inquisitiva que me puso los pelos de punta—, se llama Sandra. No sabe bien dónde está metida, no es de los nuestros. Es una rosa fresca, que dentro de nada se marchitará en el mundo mediocre en que le ha tocado vivir. Se buscará un trabajo que no le llene, un marido, tendrá hijos, de hecho creo que está embarazada y envejecerá sin disfrutar su vida. Tal vez podamos salvarla de todo eso. Hay que ayudar. No todo el mundo sabe cómo salvarse. La gente no conoce su destino.
No dije nada, fingí que no prestaba demasiada atención, que no me decía nada el nombre de Sandra. ¿Le habría dicho la Anguila que Sandra se veía a escondidas conmigo? Y en caso contrario, ¿por qué no se lo habría dicho?
Le dejé tomándose otro café. Tenía una salud de hierro. Yo estaba bastante nervioso, había tenido que controlarme tanto para no darle un puñetazo o romperle la copa en la cabeza que me temblaban las manos. Fuera, dentro de un coche, estaba Martín esperándole, me vio marcharme, me siguió con los ojos. Estaba casi seguro de que Sebastian no le iba a decir quién era yo porque en el fondo yo venía del mundo que él había perdido y querría volver a hablar conmigo. Durante la conversación, en algún momento, me pregunté qué estaría haciendo y diciendo Salva en mi lugar y creo que tendría su aprobación a medias.
Salva era mucho más listo que yo y seguramente habría puesto a Sebastian contra las cuerdas, le habría hecho dudar, le habría desmoronado por dentro. Del mismo modo que a mí había sabido animarme tantas veces, del mismo modo que el día en que intenté suicidarme me convenció de que la vida merecía vivirse siempre. A Sebastian le habría hecho ver que su plan siempre, absolutamente siempre, fue una imbecilidad. Por el contrario yo le había ofrecido armas para reforzarse.
Me sentía muy mal. Otra oportunidad perdida. Le había dejado saboreando su copa de champán y pensando en lo que los vencedores nos habíamos perdido por tontos. Llegué al coche. Bordeé la lujosa urbanización de Sebastian y pensé que por lo menos la operación Heim estaba dando sus frutos. Hablar nunca había sido mi fuerte. Me gustaba hablar con Raquel de tonterías, de lo que me había pasado al bajar a comprar el periódico, comentar las noticias de la televisión, discutir sobre una película, decirle cariño, y que ella me dijera idiota con el mismo tono que si me dijera amor. Usar las palabras en serio siempre me había acobardado un poco porque me venía a la mente Salva y su magnífica dialéctica. A Sebastian le habría correspondido hablar con Salva y no conmigo.
Sandra
Karin venía poco por el cuarto porque tenía miedo de que le contagiara la gripe. Y yo tosía lo más fuerte posible para que lo pensara, aunque la alternativa a Karin fueran los terribles Frida o Fred, que como un abuelo cariñoso solía aparecer con un zumo en la mano y algo de chocolate. Yo sólo quería dormir y pensar en Alberto. Las décimas me ponían en contacto con él y me entraban tantos deseos de verle que no lo podía resistir. Me sentía dominada por una pasión que no podía controlar, puede que para combatir la situación tan desmesurada en que me encontraba. Así que me levanté y me vestí. .Era por la mañana o por la tarde? Daba igual. Bajé la escalera medio ida. Ni dormida ni despierta. Cuando estaba en el último peldaño, Karin me preguntó sorprendida adonde me creía que iba. No le contesté, le pregunté dónde podría encontrar a Alberto.
Karin después de pensarse la respuesta por lo menos cinco minutos me preguntó a su vez para qué quería saberlo.
—Para hablar con él —dije.
Podría habérselo preguntado de otro modo, con más rodeos, pero no me encontraba capaz de esa proeza, así que fui al grano.
—;De qué?
—No sé, ya se me ocurrirá algo.
Sonrió y puso ojos de pillina.
—Te gusta ese chico...
Y sin darme tiempo a contestar continuó.
—No, no te gusta. Estás enamorada —hizo una pausa—. Pues lo siento porque te has enamorado de la persona equivocada.
La escuchaba con verdadera ansiedad. Por una vez lo que me decía esta charlatana absorbente me interesaba a muerte.
—Tiene novia. Lo han visto con una chica por la playa besándose. Prefiero decírtelo antes de que te hagas demasiadas ilusiones.
Esta información encajaba con la que me había dado el propio Julián. Parecía que todo el mundo había visto a Alberto besándose con esa chica, que según la descripción de Julián no era como para quitar el hipo.
Karin se animó, éste era un nuevo ingrediente en su vida. Alguna de sus novelas de amor se hacía realidad.
—Estás embarazada y no te conviene tener disgustos. ¿No te das cuenta de tu estado?, ¿cómo se te ha podido pasar por la cabeza que con los millones de chicas de tu edad que hay sueltas por ahí te iba a elegir precisamente a ti?
Karin se estaba pasando, era una hija de puta, pero estaba sacando de mi cabeza verdades a las que no quería enfrentarme.
—Yo no he dicho que quiera nada con él.
—Entonces ¿para qué quieres verle? A mí no me engañas.
Estuve a punto de decirle que se había quedado con el perro que le iba a regalar a ella y que quería saber si estaba bien. Menos mal que no abrí la boca, que me quedé muda y tuve tiempo suficiente para rehacerme y no dejarme atrapar por el momento y las ganas de que no machacase más mi amor propio. Antes que irme de la lengua, preferí dejarme llevar por la fiebre y por la pena que me daba a mí misma y me puse a llorar.
Me senté en el sofá y di rienda suelta a las lágrimas. Me vencía el cansancio. Ella me miraba como si estuviera viendo una película. Se puso a mi lado y me pasó la mano por el pelo. Olía a ese perfume tan caro que impregnaba cualquier sitio donde estuviera y que esperaba que se fuera al otro mundo con ella.