Read Lo que esconde tu nombre Online
Authors: Clara Sánchez
Lo único bueno es que todos me trataron con amabilidad. Me preguntaron cómo me encontraba, y el Ángel Negro se acercó a mí y me besó la mano, a continuación la retuvo un poco entre las suyas.
—Tiene fiebre —dijo dirigiéndose a alguien—. No creo que esté en condiciones de participar en este acto, no va a enterarse de nada.
—Es el momento, créeme —dijo Fred.
Al sótano me bajaron entre Frida y Martín.
En efecto, hacía más frío que arriba. Era un frío húmedo.
Todos se situaron alrededor del sol grabado en el suelo y a mí me pusieron en el centro. Vi a Alberto, que me miraba muy fijamente y muy serio. Alberto, había venido, estaba aquí. Me pasé las manos por el pelo, en un movimiento reflejo de estar lo más guapa posible. No me explicaba cómo no lo había visto antes y cómo lo estaba viendo ahora. Entonces el Ángel Negro (y ahora entendía por qué me dio por llamarle así) pronunció algo así como una plegaria. Más o menos dijo: Sol de la sabiduría que iluminas el mundo verdadero, el mundo de los espíritus. A través de ti, Sandra consagra su alma. Estás oculto tras el sol de oro, que alumbra el mundo material. Deseamos ascender a tu luz, al sol de la sabiduría para alcanzar la iluminación y la verdadera vida. Más allá de los cielos y en las profundidades del corazón, en una pequeña cavidad, reposa el universo, un fuego arde ahí irradiando en todas las direcciones. La oscuridad desaparece, ya no hay ahora ni noche ni día. Más allá del dique que mantiene el mundo no hay ni noche ni día, no hay vejez, muerte ni dolor, obra buena ni mala. Más allá de ese dique, el ciego ve, las heridas se cierran, la enfermedad se cura y la noche se hace día.
Empecé a temblar y creí que iba a desmayarme, lo que obligó a cortar la ceremonia. Parecía que lo más importante estaba hecho.
El Ángel Negro me puso las manos en los hombros.
—Nos perteneces y nosotros te pertenecemos a ti. Conocerás nuestros secretos y nosotros los tuyos.
—De acuerdo, gracias —dije sin saber qué decir. Todos me miraban como esperando algo más. Tal vez debería haber preparado algo, pero nadie me había dicho nada y si me lo habían dicho no me había enterado.
—Lo siento —añadí—. Estoy muy contenta, pero tengo frío.
Alberto me cogió por el brazo y me ayudó a subir hasta el vestíbulo. Estaba todo preparado para tomar unas copas. Alberto no se detuvo, siguió empujándome escaleras arriba.
—Ahora métete en la cama y no hables con nadie —-dijo—. Descansa todo lo que puedas.
—Te quiero —dije, correspondiendo al fantasmal te quiero de hacía unos días, ¿unos días?, ¿cuánto tiempo había pasado?
Al llegar a la puerta del cuarto ya estaba allí Frida, mirándonos.
—Ya me ocupo yo —dijo arrancándome de las manos de Alberto—. Tú baja con los demás.
Alberto no me soltó, sentí cómo sus manos estuvieron hasta el último momento en mis brazos. Y luego noté que ya no estaban y me sentí completamente sola.
Frida me arrojó a la cama y yo me tumbé de medio lado sin quitarme siquiera las sandalias.
—Tendría que verme un médico —dije.
—No te preocupes, luego subirá uno.
Tuvo el detalle de ponerme una manta encima y salió. Esta vez no oí el ruido de echar la llave. Tampoco hacía falta, ¿adonde iba yo según estaba?, ¿y cómo iba a escaparme en medio de semejante concentración de enemigos? Me hice un ovillo y traté de olvidarme de todo, aunque había algo que me intranquilizaba y era eso de que iba a subir a verme un médico.
Debí de quedarme profundamente dormida, porque me costó mucho moverme y abrir los ojos. Soñaba con gente que hablaba. Y cuando por fin logré salir de entre aquellas voces y despertarme tuve la impresión de entrar en otra pesadilla al ver sobre mí las caras de Fred, Karin y el Carnicero, que estaba preparando una inyección. Esto no podía ser real, esto no podía estar pasándome a mí. Me reí y en cuestión de segundos pasé de la risa al llanto. Estaba ardiendo.
—No quiero —dije.
—Cariño —dijo Karin—, con esto te pondrás bien, él sabe lo que hace.
¡No!, ¡no!, ¡no!, grité con una angustia que hasta ahora sólo había sentido en las pesadillas. ¡No!, grité en voz alta, y me desperté. Esta vez estaba despierta de verdad. Me pellizqué para comprobarlo. Alguna vez me había pellizcado en sueños cuando no sabía si estaba dormida o despierta, pero nunca estando consciente como ahora, sólo que ahora me encontraba tan mal que tenía mis dudas sobre mi estado real.
Desde luego estaban observándome Fred, Karin y el Carnicero.
—Querida —dijo Karin—. Tienes fiebre.
El Carnicero alargó una mano hacia mí. Era enorme y llena de tendones como las raíces de un árbol. Quise esconderme debajo de la manta, quise volverme invisible y desaparecer. Separó un poco la manta, buscaba mi brazo, pero mis brazos se me habían pegado al cuerpo como dos barras de hierro. Afortunadamente no intentó separarlos. Me cogió con dos dedos la muñeca y yo cerré los ojos y me puse a pensar en posibles nombres para el niño.
—Tiene treinta y nueve y medio de fiebre. Habrá que darle un baño.
—Bien. Le diré a Frida que lo prepare -—dijo Karin.
No abrí los ojos hasta que salieron todos.
Luego me cambié de ropa como pude. Me puse los pantalones, las botas de montaña y un jersey. Metí la documentación en la mochila y me la puse a la espalda.
Vomité en el baño, creo que en el suelo, y me lavé la cara con agua fría.
Abrí la ventana y tiré la mochila al jardín. ¿Y ahora qué? La cabeza se me iba. Metí la mano en el pantalón y apreté fuerte el saquito de arena que me había regalado Julián. Podría tratar de agarrarme a una de las ramas que daba en la ventana y balancearla hasta abajo. Qué fácil parece todo en la imaginación y qué difícil era hacerlo. Ni la rama estaba tan cerca ni el salto parecía seguro, pero no podía permitir que me dieran el baño. ¿Un baño de qué?, ¿un baño de agua? Lo de baño salido de la boca del Carnicero sonaba terrorífico. Así que volví adentro, mojé la toalla y me la puse alrededor de la cabeza. Fiebre, vete, dije. Me senté en el alféizar de la ventana. Desde arriba vi una sombra que se movía y un punto rojo como de cigarrillo encendido. Esperé a que se marchase e inicié los intentos de alcanzar la rama. Hasta que unos brazos me rodearon por detrás. Traté de deshacerme de ellos, pero luego me resultaron familiares.
—Tranquila. No se te ocurra saltar, podrías hacerte daño.
Era Alberto, y si no podía fiarme de Alberto, la vida no merecía la pena. Me volví hacia dentro de la habitación. La toalla mojada me había venido bien, me encontraba algo más despajada.
—Quiero marcharme. Van a darme un baño.
—Es para que te baje la fiebre.
—Ya me ha bajado, ayúdame. Tengo que salir de aquí. Necesito que me vea un médico normal.
Me miraba muy serio, triste.
Me quité la toalla, y me pasó la mano por el pelo mojado.
—Está bien. Voy a ayudarte a bajar. Primero saltaré yo, luego te acercaré esa rama y te cogeré desde debajo por las piernas. Vamos allá.
Alberto se lanzó a la rama y cayó al suelo. Tuve miedo de que la rama se partiese, pero no se partió. Frida estaría al llegar, aunque puede que estuviera esperando a que se fueran casi todos los invitados para darme el baño. Así que cuando rocé la rama con los dedos la agarré como pude y con mis pocas fuerzas me colgué, me balanceé y en esos pocos segundos sentí que se me estiraba el cuerpo, las articulaciones, las vértebras y fue muy agradable, pero al caer, Alberto no pudo sujetarme a tiempo y me hice daño en el costado y me entró el pánico.
Alberto actuó deprisa, colocó mi brazo izquierdo alrededor de su cuello y me cogió por la cintura. Me llevaba en vilo. Salimos rápidamente. Había aparcado el coche un poco lejos y hasta que llegamos allí fui arrepintiéndome dolorosamente de todo lo que había hecho, no me habría importado si sólo me hubiese puesto en peligro a mí misma, pero había involucrado a un ser inocente que se suponía que yo tenía que proteger.
Entramos en el hospital y después de explicar Alberto a una enfermera tras un mostrador que tenía fiebre, quizá gripe, que estaba embarazada y que me había caído, nos hicieron esperar en una salita. A los cinco minutos Alberto dijo que tenía que marcharse pero que no me preocupara por nada porque aquí me cuidarían y que volvería en cuanto pudiese. Entonces cerré los ojos y todo comenzó a dar vueltas.
Julián
Después de todo lo que me ocurría, me habría esperado cualquier cosa menos ver entrar a la Anguila en mi habitación. Casi me quedo en el sitio. De pronto oí a alguien maniobrar en la cerradura y antes de que pudiese saltar de la cama, lo vi venir hacia mí. Vi venir a la muerte. Estaba recostado en dos grandes almohadones con el pijama y con las gafas de culo de vaso puestas leyendo el periódico. Había cenado ligero y me había tomado las siete pastillas de rigor. Me había relajado tanto que me costaba bastante hacer cualquier movimiento.
—Tranquilícese. Sólo quiero hablar con usted.
La Anguila se quedó mirando cómo tardaba una eternidad en retirar las mantas y asomar mis flacas canillas y poner los pies sobre las zapatillas colocadas en un lugar tan preciso que ni siquiera había que mirar para encajar en ellas los pies y no coger frío cuando me levantaba para ir al baño.
—Hay que darse prisa —dijo—. Tiene que ir al hospital. Sandra está allí. Se encuentra muy mal.
Hablaba telegráficamente para que ninguna palabra sobrante me confundiera y para que le entendiera lo mejor posible.
—¿Qué le ha ocurrido? —pregunté tratando de comprender la situación.
—La he llevado yo. Ha tenido que escapar por la ventana de Villa Sol.
—¿Por la ventana?
Por fin me estaba espabilando. Visualicé las ventanas del segundo piso donde tendría su cuarto Sandra.
—Por la ventana —repetí—. ¿Y tú, cómo has entrado aquí?
—Con mucha facilidad. En estos sitios no hay ninguna seguridad. Vístase y vaya al hospital, yo tengo que volver a casa de los Christensen. ¿Lo hará?
Estaba descolgando de una percha la camisa que había llevado puesta ese día. Tuve que quitarme delante de él la chaqueta del pijama para ponérmela y como imaginaba se quedó mirando mis flacos brazos. Creí ver en su cara una ráfaga de compasión y admiración. Cuando llegase a mi edad se daría cuenta de que uno hace lo que puede en cada momento de la vida y que en esto no Había ninguna heroicidad.
Para que me diese más prisa me ayudó a ponérmela.
—¿Dónde tiene los zapatos? —preguntó mirando alrededor mientras me quitaba los pantalones del pijama.
—En el cuarto de baño.
Siempre los dejaba allí con los calcetines dentro.
—Al saltar se ha hecho daño. Ha caído en tierra en una mala postura —dijo mientras me acercaba los zapatos, y se marchó con rapidez, sin darme tiempo a preguntar.
Sólo me faltaba ponerme las lentillas. También me pasé rápidamente la maquinilla de afeitar y cogí medicación para dos tomas.
La noche era húmeda y cuando llegué al hospital me dijeron que estaban examinando a Sandra. Me preguntaron si era pariente suyo y asentí. Les dije que yo me hacía cargo de ella.
Sabía en qué consistía el examen en Urgencias. Te metían en un compartimento separado por cortinas llamado box y te tomaban muestras de sangre y orina para analizarlas, te ponían suero. Pregunté si podía entrar a hacerle compañía, pero no me dejaron. De repente sentí miedo de que ella no estuviera consciente, de que no se diesen cuenta de que estaba embarazada y le hiciesen una radiografía. Ni que fuesen tontos, eso era imposible. Aparte de que la Anguila no me había dicho que no estuviera consciente. De todos modos me acerqué al mostrador.
—Por favor, dígale a los doctores que la chica está embarazada.
—Ellos saben lo que tienen que hacer —respondió la enfermera—. No se preocupe.
No se preocupe, no se preocupe. Las peores cosas de la vida pasan por no preocuparse. Me senté en la salita de espera. ¿Por qué habría escapado por la ventana? Tendría que haber salido hace mucho por la puerta y no por una ventana.
Estaba tan ansioso de saber cómo estaba, de que saliera algún médico a hablar conmigo, que no me atrevía a ir a buscar café a la máquina del pasillo. Cuando por fin me decidí, lo dejé dicho en el mostrador sin ninguna garantía de que me hiciesen verdadero caso. Así que cuando regresé, y a riesgo de que me considerasen un plasta, pregunté si no me habrían llamado mientras estaba en la máquina del café.
—Voy a ver —dijo la enfermera cogiendo el teléfono—. Puede entrar.
Me bebí el café de un sorbo, quemándome la lengua y me metí en aquel lugar que yo había visto desde la camilla hacía unas semanas.
Sandra se sorprendió al verme.
—¿Has estado consciente todo el tiempo?
—Sí, creo que sí —dijo.
—¿No te han hecho radiografías?
Negó con la cabeza y se me quedó mirando con enorme cansancio.
—Estoy bien y el niño también. Me han bajado la fiebre y me han dicho que sólo necesito descanso, que todo se debe a un fuerte estrés. Y tú ¿por qué estás aquí? ¿Cómo te has enterado?
—Me lo ha dicho la Anguila, se preocupa mucho por ti.
—¿Dónde está? —preguntó con la típica ansiedad.
Yo me encogí de hombros porque la verdad es que no lo sabía.
Antes de marcharnos, para asegurarse, le hicieron una ecografía. Salimos de allí a las seis de la mañana bajo la responsabilidad de Sandra. Le habían bajado la fiebre y le pusieron un tratamiento que sobre todo consistía en descansar mucho.
En el coche me dijo que no tenía absolutamente nada.
La mochila con el dinero que le había ido pagando Fred y algunas cosas suyas se la había dejado tirada en el jardín. Le dije que no se preocupara y le pregunté qué hacíamos. Me dijo que iríamos a mi cuarto por la ruta alternativa del hotel, pero que antes pararíamos en una farmacia de guardia para comprar el jarabe que le habían recetado y un cepillo de dientes.
Hice todo lo que me pidió preguntándome cómo nos las arreglaríamos en la cama de matrimonio de mi cuarto. De ser yo joven, me habría bastado con el cobertor doblado y dos mantas para montarme una cama en el suelo, pero ya no estaba para esas cosas. Si lo hacía me levantaría con los huesos molidos, y entonces sería Sandra quien tuviese que cuidar de mí. También podría unir los sillones del saloncito, pero más que eso me preocupaba que viese mi verdadero yo, el de las gafas culo de vaso, que viese al tío meón que tenía que levantarse cinco o seis veces por la noche, que me viera en camiseta. Quizá ésta era la última lección que tendría que aprender Sandra durante nuestra corta amistad, y la lección que tendría que aprender yo.