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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (18 page)

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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—Espera un momento. Voy a buscar algo al coche.

Sandra no contestó, se estaba comiendo la tarta pensativa, pequeños trozos de tarta con la punta de la cucharilla.

Y cuando volví con el álbum de fotos de Elfe continuaba en la misma posición pensando en su hijo, en el Ángel Negro o en la Anguila, quizá en Karin o en su madre, que no tendría ni la más mínima idea de en qué estaba metida su hija.

—Mira —le dije abriendo el álbum—. Mira a este hombre.

Era Sebastian. Iba con traje, lo que facilitaría la identificación. Un traje oscuro, entradas en el pelo, ojos también oscuros.

Ella lo miró al tiempo que salía de su particular ensoñación.

—¿Podría ser el Ángel Negror —pregunté.

—Podría ser. Fuma de la misma manera.

Dudé si revelarle a Sandra quién era el Ángel Negro porque cuanto más supiese peor sería para ella. Ya no lo miraría igual o se le podría escapar el nombre verdadero, no le hablaría con el sano tono del desconocimiento. Sandra era una chica franca y sincera sin nada que ocultar y ellos enseguida leerían en sus ojos lo que sabía. Por otra parte no me consideraba capaz de manipularla hasta ese extremo. Tenía derecho a conocer el nido de víboras en que estaba metida. Me había hecho participar de un hermoso acontecimiento de su vida y no debía caer tan bajo como para traicionarla, como para contemplar cómo se despeñaba sin avisarla de que el abismo la esperaba a diez metros.

—Tienes que decidir —dije—. Tienes que decirme si quieres que te cuente quién es ese individuo. Ten en cuenta que cada dato que sepas será un paso más hacia el infierno.

5. Los monstruos también se enamoran

Sandra

Por las fotos que Julián me enseñaba era difícil reconocerlos. Ahora físicamente eran otros. Algunos conservaban rasgos que no podían ocultar, como las descomunales estaturas de Fred y de Aribert Heim,
el Carnicero de Mauthausen,
que ahora tenía cuatro pelos blancos. Andaba encorvado como si no pudiera sostener su enorme esqueleto. Sólo recordaba haberlo visto una vez en casa de los noruegos, en el cumpleaños de Karin, y me pareció un hombre amable. Me estrechó la mano y me dedicó una sonrisa. La cicatriz que le cruzaba la cara y los ojos azules de Otto Wagner se habían ido haciendo menos visibles, se habían ido apagando. Y el Ángel Negro, que por lo visto se llamaba Sebastian Bernhardt, no tenía nada llamativo, era muy corriente aunque se tíñese el poco pelo que le quedaba a los lados de la cabeza.

Julián suponía que el hasta ahora para mí Ángel Negro había muerto en Alemania cuando en realidad había regresado a este pueblo, donde vivió desde 1940 hasta el cincuenta y tantos. El y su familia disfrutaron de una villa que le regaló Franco en reconocimiento a los servicios prestados, que habían consistido nada más y nada menos que en convencer a Hitler para que le prestara ayuda a Franco. Me juré que cuando volviera a la vida normal me dedicaría a leer más. ¿Cómo podía mantenerse en pie alguien tan viejo? Su mujer, de nombre Hellen, probablemente habría muerto y sus hijos se habrían jubilado ya. Sebastian siempre había tenido fama de persona modesta y agradable y continuaba siéndolo, yo podía dar fe. Julián enseguida tuvo la sospecha de que aquella mansión de Sebastian era la actual Villa Sol. Probablemente se la habría vendido a los noruegos y él se habría retirado a algún apartamento más cómodo. Había un fondo de bienestar en Villa Sol que habrían dejado Hellen y sus hijos. Y no entendía por qué alguien de apariencia tan razonable como Sebastian, alguien tan comprensivo, podía ser uno de ellos y que no le repugnaran las cosas que habían hecho. Me preguntaba qué podía ocurrir en la mente de alguien para no llegar a reprocharse nada nunca. En el fondo era el único de aquella tribu que tenía mirada humana, los demás eran unos farsantes. ¿Habría vuelto a matar alguno de ellos después de la guerra o se habrían saciado para siempre? ¿Sería capaz alguno de ellos de matar con su propia mano o tenían que estar organizados?

Antes no sabía estas cosas ni nunca las habría sabido si no se me hubiese ocurrido venir a pasar unos días a la playa. Mauthausen, Auschvvitz. Cuántas veces había oído estos nombres, pero entonces estaban a años luz, estaban en Orion como mínimo, estaban en un pasado que no era mío. Ahora los tenía a un metro de mi cara, a veces a unos centímetros.

Aribert Heim me había dado la mano, y al enterarme de lo que esas manos habían hecho sentí que estaba tocada y que ahora sí que no podía abandonar, aunque siempre cabía la posibilidad de que se tratase de simples parecidos, todos los ancianos se parecen. Ojalá no fuese verdad que le había estrechado la mano al Carnicero, sólo pensarlo me daba asco. De momento, nada más se podía demostrar la identidad de Fred por la cruz de oro, el resto eran conjeturas.

¿Sabes disimular?, me había preguntado Julián. ¿Sabes disimular hasta el punto de que a ellos ni se les pase por la cabeza que a ti te pueda interesar aquella vieja historia de nazis y del Holocausto? La verdad es que nunca se hablaba de política delante de mí. No se mencionaba nada que sonara importante, aunque a veces se deslizaba alguna frase en alemán que no hacía falta entender para darse cuenta de que se salía del tono general. Y estaba segura de que tales precauciones no eran por mí, sino porque estaban acostumbrados a tenerlas y por eso se habían escapado de las manos de Julián una y otra vez. De no haber sabido que eran nazis habrían seguido siendo normales para mí. Sin embargo, ahora todo, cualquier cosa, tenía un significado, los rasgos marcados de Fred eran rasgos arios y la extraña juventud de Alice provenía de Dios sabe dónde, tal vez de su confianza en su superioridad genética. Decidimos que nunca mencionaríamos sus apellidos verdaderos para que no se me pudieran escapar al hablar con ellos.

Julián

Como siempre, Sandra llegó al Faro en la moto, la aparcó y entró en la heladería. Yo la veía por la ventana. Siempre nos sentábamos en una mesa desde donde se dominaba la llegada de los coches y la gente que entraba y salía del local. Era una forma de no llevarse sorpresas desagradables. Cuando se sentó a la mesa, suspiró y dejó el casco a un lado. La noté desmejorada, quizá demasiado delgada para estar embarazada, pero era sólo una impresión de pasada, no lo pensaba conscientemente, más que un pensamiento era una imagen. El presente se me escapaba demasiado deprisa, no me daba tiempo de saborearlo. Los pájaros volaban muy rápido, el aire se perdía antes de sentirlo, las caras cambiaban enseguida, los olores desaparecían, y casi no importaba, toda mi vida era pasado. Tenía la impresión de que me había quedado en este mundo después de morir Raquel para expiar alguna culpa, para sufrir un poco más, no tenía ninguna lógica que la hubiese sobrevivido. Sandra funcionaba en la dimensión del presente y yo en la del pasado, aunque pudiésemos vernos y hablarnos.

Cuando le confesase a Sandra que había comprado el perro de forma deliberada y malsana y sin calcular los riesgos, cuando le confesase que la había utilizado para poner nerviosos a los noruegos, no volvería a mirarme a la cara en su vida y consideraría con toda razón que yo era tan miserable como ellos. Pero tenía que decírselo, no podía morirme con esto en la conciencia, aunque después de muerto ni sintiera, ni pensase, ni pudiera afectarme nada porque me habría disuelto y evaporado. Quizá no era una cuestión de conciencia, sino el puro egoísmo de querer ser tal como era y no mejor. Quedarme como la huella de un pie en la arena en la memoria de Sandra, vivir un poco más allí tal como yo era y no como un ser inventado ¿Qué podría pretender conseguir pareciendo mejor de lo que era a estas alturas de la vida? ¿El respeto de Sandra? ¿El respeto de Sandra para qué, para sentirme falsamente bien?

Pensé en escribirle una carta y dársela al despedirnos en el Faro, pero enseguida me pareció una cobardía no soltárselo cara a cara, así que la miré a los ojos.

—Tengo que decirte algo. No quiero que me perdones, no quiero nada, la vida es así, una marranada tras otra. No deberías relacionarte con alguien como yo.

Sandra no parpadeaba. A veces fijaba tanto la mirada que incomodaba, era como si se hubiese olvidado de cambiarla de dirección.

—Se trata del perro, del perrito que le regalaste a Karin.

—Pobre
Bolita
—dijo—. Yo también he pensado en él. No debí dejárselo a la Anguila, no debí despreocuparme. Me pesa mucho. A saber lo que han hecho con él.

—Recuerdo la sorpresa que te llevaste con la reacción de Karin. Un perro tan bonito, una casa tan grande. No se comprende que lo rechazara, ¿verdad?

—Me sentí muy mal, ya lo sabes. Fue un desaire tremendo y Karin nunca me ha dicho nada, no me ha pedido disculpas ni me ha dado ninguna explicación. He tenido la sensación de haber hecho algo terrible sin saber que lo hacía, pero ahora lo único que siento es lo que le habrá pasado al perro.

En unos segundos iba a arrancarle a Sandra un poco de su buen corazón. A partir de ahora tendría otro trozo menos de buen corazón. Y cuantos menos buenos corazones anduviesen por el mundo peor para todos.

—Fue culpa mía. Absoluta y completamente culpa mía —dije casi cerrando los ojos para no verla—. Karin odia esa raza de perros porque los usaban en el campo de concentración al que estaban destinados para aterrorizar a los presos. No voy a decirte más. Los adiestraban para eso y su presencia le recuerda quién fue y quién sigue siendo, la gente en el fondo no cambia, no mejora, sólo envejece. Lamentablemente es más fácil empeorar que mejorar. Yo mismo acabo de darme cuenta de que soy peor de lo que creía.

Sandra estaba desconcertada. Probablemente nunca me habría creído capaz de semejante canallada, de ponerla en peligro o al menos en una situación difícil. La mirada se le había cambiado, se había vuelto un poco triste, como si estuviera muy cansada.

—Si yo que te estimo y aprecio y te considero maravillosa, soy capaz de hacer esto, imagínate hasta dónde podrán llegar ellos.

No soportaba que Sandra no dijera nada. Cuando Raquel se enfadaba de verdad conmigo, no hablaba, la rabia le cosía los labios. Al principio me desesperaba intentando que volviera a mi mundo y que me mirase, que me aceptara de nuevo, lo que empeoraba las cosas, hasta que comprendí que era mejor esperar y no forzar la situación. Me iba a otra habitación o a dar una vuelta, me alejaba confiando en que las fuerzas de la naturaleza hicieran su trabajo. Y ahora pensaba hacer lo mismo, aunque Sandra no era Raquel, ni le hice nunca a Raquel una putada como la que le había hecho a Sandra.

Llamé a la camarera, pagué y me levanté. Sandra permanecía cabizbaja. Dejé dos euros de propina en el platillo y aun así la camarera me miró con infinito desprecio. Algo debía de haberle pasado a la edad de Sandra con alguien de mi edad, algo peor que lo que yo le había hecho a Sandra.

Sandra

Ya casi había logrado olvidarme de la fiesta de Karin cuando Julián me confesó lo del perro. Me sentí tan engañada y traicionada que me comporté como una tonta. En ese momento no pude comprender que si me hubiese contado lo que pensaba hacer yo misma me habría delatado ante todos cuando Karin rechazó a
Bolita
y desde luego no hubiese reaccionado con la misma naturalidad. Julián se dejó llevar por su ansia de que se sintiesen descubiertos y de que no siguieran viviendo como si tal cosa. Podría no haberse sincerado y nunca me habría enterado de nada. Sólo por haberse expuesto a la vergüenza de confesarse, quería darle a Julián un voto de confianza. También se me había pasado por la cabeza que Julián me hubiese dado esta explicación sobre el perro para que me retirara de una vez de este asunto. No creía que fingiese cuando se preocupaba por mi seguridad y me insistía en que me marchara. Puede que se le hubiese ocurrido lo del perro para forzar mi retirada, lo que hoy por hoy no entraba en mis cálculos. Quería hacer algo grande.

Puesto que no sabía hacer bien las cosas pequeñas de la vida, tendría que hacer bien alguna que destacase para no seguir sintiéndome una completa inútil. Nunca había creído en las oportunidades que la vida te pone en el camino porque no había entrado en ese juego de las oportunidades, porque para encontrarlas primero había que buscarlas, ¿y cuáles eran las oportunidades que a mí me convenían? Nunca lo supe hasta que me encontré en casa de los noruegos y hasta que conocí a Julián y empecé a entrar en esta historia terrorífica que todo el mundo conocía de oídas porque ya quedaban muy pocos que la hubiesen vivido. Me encontraba entre las víctimas y los verdugos, entre la espada y la pared. Mira por dónde la vida me acababa de poner una oportunidad ante las narices para ayudar a Julián a desenmascarar a esta gentuza. Madre podía ser cualquiera, y yo no quería que mi hijo tuviese cualquier madre. Ya no era una niña ni iba a volver a serlo nunca y la vida me daba una oportunidad, no era momento de huir.

También me había olvidado de la Anguila y de mi promesa de salir con él. Era algo que había apartado de mi mente como había podido, pensando en qué nombre le pondría a mi hijo ahora que sabía que era niño. Dudaban llamarle como a alguien de la familia o como su padre, Santi, o darle un nombre completamente nuevo, que no recordara a nadie. También pensaba en cómo decoraría su cuarto, aunque aún no sabía en qué casa estaría ese cuarto. Le pegaría un cielo estrellado en el techo que se iluminaría con la luz apagada y que él vería cuando abriese los ojos. Ojalá se pudiera hacer todo con el pensamiento. Con el pensamiento tendría dinero para montar una tienda de ropa o de bisutería y contratar un dependiente, de forma que yo no me sintiese atada. Con el pensamiento me enamoraría hasta perder el sentido, como en las novelas que leía Karin, y con el pensamiento ella y Fred serían dos ancianos normales, de los que yo no tendría que sospechar ni temer nada. Pero casi nunca pasa lo que se piensa que va a pasar.

El lunes, al regresar a Villa Sol de la gimnasia de Karin, nos encontramos con que Martín estaba charlando con Fred, y por la cara que puso al verme parecía que me estaba esperando. Sobre la encimera de la cocina había un pequeño paquete, que debía de haber traído él. Karin lo cogió enseguida, y Martín me entregó un papel con gesto malicioso.

Una letra redonda e inequívocamente femenina decía que vendría a recogerme a las siete. Firmaba «Alberto». Era la Anguila.

—¿Has leído la nota? —le pregunté a Martín.

Se había rapado más el pelo y se había tatuado el cráneo con una esfera.

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