Read Lo que esconde tu nombre Online
Authors: Clara Sánchez
Sandra
Al no encontrar a Julián en el Faro no pude contarle que había descubierto que Frida estaba enamorada de Alberto y que eso podría convertirla en una enemiga aún más peligrosa. Me metí en la cama pensando que cada vez debía tener más tacto con los noruegos y con Frida. Tratar con ellos era como andar por un alambre. Lo mejor era darles la sensación de que me manipulaban más de lo que creían, y no podían manipularme porque Julián neutralizaba el poder con que Karin intentaba dominarme constantemente, la verdad que con éxito muchas veces. Estaba acostumbrada a imponer su voluntad y a tratar a los demás como juguetes. La tensión me estaba machacando físicamente. Y encima después de lo que había visto por la tarde no estaba nada segura de a qué estaría jugando Alberto.
En cuanto apagué la luz vi a los monstruos que se ocultaban dentro de los cuerpos humanos normales de los «hermanos» y vi que yo era un juguete para ellos y que cuando se adueñaran de mí completamente también se adueñarían de mi hijo. De alguna manera estar en sus retorcidas mentes, estar en sus pensamientos, era entrar un poco en el infierno. Pero al hacerse de día y como por arte de magia, como si se hubiese corrido un velo, todo cambió, y ellos dejaron de ser tan peligrosos y yo pensé que me había dejado llevar por el pánico. También achaqué mi tendencia a exagerar estas situaciones al hecho de que eran desconocidas, de que no las había vivido antes, pero también a la revolución hormonal que sufría y que me hacía más inestable. Por lo menos todo el mundo decía eso de la revolución hormonal, y puede que esa revolución hubiese cambiado el mundo para mí.
Me levanté tarde para el horario noruego. Fred ya no estaba, se habría marchado a sus quehaceres de la Hermandad, y Karin me pidió que bajara al pueblo y le trajera unas cremas y unas revistas. Era una manera de darme libertad, y vi el cielo abierto. Me consumían las ganas de saber si ya tendríamos los resultados de los análisis, y eso me animaba porque iríamos sobre seguro. En el fondo deseaba que el famoso líquido se mereciese tantas idas y venidas, los ratos de enorme nerviosismo y el miedo. Esperaba no haber hecho una montaña de nada.
Como se trataba de un recado para Karin, cogí el todoterreno y en un cuarto de hora estaba leyendo una nota que Julián me había dejado bajo la piedra, donde decía que el resultado de los análisis había sido un éxito. Yo le dejé otra diciéndole en pocas palabras que esta misma tarde me pasaría de nuevo por aquí a la hora acostumbrada por si estaba.
Hice los recados en un periquete. Me pasé lo que quedó de mañana paseando por el jardín, respirando el aire fresco y bebiendo mucha agua para rebajar las flemas. Karin estaba dentro escribiendo cartas y dándose cremas hasta que llegó Fred y nos tomamos una sopa que había dejado hecha Frida. Puse la mesa con los mantelitos bordados y los platos del filo dorado y esperé a que la probaran ellos primero, lo que me produjo una sensación extraña. ¿Sospechaba que me querían envenenar? ¿Me estaría volviendo tarumba? ¿Cómo se puede tener la seguridad de estar cuerdo al cien por cien? ¿Era razonable haberle hecho tanto caso a un anciano como Julián? A mí las continuas peleas de mis padres me habían perturbado mucho y a Julián una vida tan larga también podría haberle trastornado. Los pirados no saben que están pirados. Vi cómo se llevaban un par de cucharadas a la boca y entonces probé la sopa. Estaba buena, tenía trozos de pollo y verduras. Me estaba tomando esta sopa hecha por una desconocida con unos ancianos desconocidos, pero que ya, quisiera o no, formaban parte de mi mundo. Y mientras se echaban la siesta (Fred dormitando en el sillón con la televisión encendida y Karin roncando en el sofá tapada con una manta) me marché al Faro en la moto.
Julián estaba allí. Se le había ocurrido subir a mirar por si le había dejado algún recado y también por si me encontraba. Habíamos pensado lo mismo. Había habido suerte.
Estaba loco por contarme que las ampollas que a Fred y Karin les costaban una fortuna y que acabarían arruinándoles no tenían ningún misterio, se podían fabricar sin problemas. Para estos viejos nazis en el fondo no había pasado el tiempo, soñaban que sus científicos, de una raza superior que el resto de científicos, habían logrado con sus experimentos dar con la clave de la eterna juventud entre otras cosas. Aún vivían de aquellas fantasías de grandeza que les hacían tragarse sus propios engaños. Habían intentado retorcer el mundo para convertir sus ideas fantasiosas en realidad. Seguramente sólo uno de ellos sabía que no eran tan poderosos como creían.
No le conté a Julián que había sorprendido a Alberto y Frida juntos porque era difícil de explicar. De habérselo dicho también tendría que haberle confesado que ya no sabía dónde terminaban sus maldades y dónde empezaban mis imaginaciones.
En lugar de esto, le dije que después de lo que me había contado de Elfe, de sospechar que la habían matado y de lo que sabía que eran capaces de hacer, me preocupaba la integridad física del inquilino de la casita. Karin le había tomado ojeriza, le aborrecía y me había dicho que pensaba mandar allí a Martín a darle una lección.
Julián
Tenía un demonio dentro, no lo podía evitar. ¿Por qué hacía estas cosas? ¿Por qué tenía esta actitud con Sandra? El demonio había estado dormido muchos años y acababa de despertar. Lo sentí cuando Salva se enamoró de Raquel en aquel infierno y lo sentía ahora, con la diferencia de que ahora no lo podía dominar, actuaba solo, era más rápido que yo y más listo. El demonio quería que Sandra siguiera siendo como la conocí, una chica desorientada, que no sabía lo que quería. El demonio no quería que estuviera enamorada de la Anguila y que la Anguila pudiera apartarla del viejo Julián. Hasta ahora Sandra y yo habíamos formado un equipo, compartíamos un secreto. Y de pronto todo eso podía cambiar y el demonio no quería que me quedase solo. Pero yo, cuando el demonio se distraía, no quería que a Sandra le ocurriese algo irremediable, que sufriese un tremendo desengaño que la dejase tocada para el resto de su vida, prefería ir poniéndole la verdad ante los ojos y esperaba que decidiese volver a su vida de siempre.
Le había prometido a Sandra acercarme por la casita aun sabiendo que era una tontería. Sandra tenía miedo de que el inquilino, un profesor que no podía tener la más remota idea de quién había posado sus ojos en él, corriera la suerte de Elfe. Ni Karin ni ninguno de ellos podían permitirse el lujo de eliminar a los que les cayesen mal, sobre todo si no suponían ningún obstáculo en su camino. Sin embargo, por nada del mundo querría engañarla otra vez y fui a la «casita» a comprobar si seguía vivo el inquilino.
Fue como regresar al pasado. Dejé el coche en el entrante de tierra, que siempre parecía reservado para mí, y anduve por el camino dejándome empapar por aquel olor a flores y por el piar de los pájaros, tan concentrado que te dejaba sordo. La calle estaba levemente inclinada hacia abajo, la tranquilidad era absoluta. En este porche había hablado con Sandra por primera vez. Me detuve ante él y me pareció que iba a salir la auténtica Sandra de los piercings y los tatuajes, la chica de la playa que se dejaba llevar por la vida porque la vida era transparente y fresca como el agua de un río. Pero ahora estábamos en otra vida y en otro río.
A mi espalda alguien me preguntó si quería algo. Debía de ser el inquilino, con el pelo revuelto y una cartera en la mano, debía de venir del instituto.
—Me envía Sandra, la hermana de la dueña. Quiere saber si todo va bien y si necesita algo.
—¿Que si necesito? Vaya pregunta, necesito más mesas y más estanterías. Esta casa parece de juguete.
Pasé detrás de él.
Abrió la puerta sin llave, sólo empujándola. Tiró la cartera en el sofá y me señaló los montones de carpetas en el suelo, los libros apilados, los papeles que cubrían la mesa del comedor.
—Bueno, estas casas son de veraneo.
—¿Y qué hago yo? —preguntó limpiándose las gafas con el pico de la camisa—. Dígale que no he podido encontrar la carpeta.
—No sé... ¿Se lee todo esto?
—Nadie se lo lee todo, pero hay que tenerlo por si hace falta en algún momento.
—Me llamo Julián —dije tendiéndole la mano.
—Juan —dijo él sin tendérmela.
—Perdone la pregunta, ¿no cierra la puerta de la calle?
Me miró con la cabeza un poco gacha como si le hubiese pillado en una falta y fuese a castigarle.
—He perdido la llave. Dígaselo si quiere y que me eche de aquí para que tenga que buscar otra casa tan absurda como ésta y tenga que trasladar todas mis cosas.
—No se preocupe, no diré nada. No creo que nadie entre aquí para llevarse los libros.
—En ese caso —dijo sentándose a la mesa ante un millón de folios— ha sido un placer.
—¿Qué tal las clases? —dije yéndome hacia la puerta.
—Un tostón. Son unos mendrugos.
—¿Y tiene todos los días?
Pude sacarle que su horario era de tres a siete de la tarde, a veces de tres a seis y algún día de tres a ocho.
Ya no tenía que pensar qué estrategia seguir, qué pasos dar, el plan se iba trazando solo. Poco a poco se había ido montando un mundo a mi alrededor invisible para otras personas, un mundo en el que yo tenía algo que decir y que hacer. Así que en cuanto cumplí con el recado de Sandra, en cuanto me subí al coche, ya sabía lo que tenía que hacer.
Tenía que ir de nuevo al barco del Carnicero ahora que él estaría comprando o dando un paseo, la única casa o morada de toda la Hermandad que era accesible, probablemente porque llevaba muchos años viviendo así sin que le ocurriera nada y no tenía por qué recelar. Pasar desapercibido, camuflarse, ser uno de tantos, no tener aparentemente nada que ocultar era más seguro para él que rodearse de muros y vigilancia. Sin embargo, de pronto, una pastilla de jabón menos, una floréenla menos, un cuchillo menos. Pero ¿quién iba a entrar en el barco para coger estas cosas?, sólo podría achacarlo a un despiste suyo.
Me quedé en calcetines para bajar la escalera. Todo estaba como la última vez. Ser tan intensamente organizado le daría sensación de estabilidad y de que su pequeño mundo no podía cambiar. Le entendía porque a mí me pasaba igual. Si me cambiaba las gafas de bolsillo, me hacía un lío. Así que volví a poner la pastilla en su sitio, el cuchillo en el suyo y las flores no las toqué. A continuación cogí de las estanterías todos los cuadernos escritos de puño y letra de Heim que pude cargar. Salí, me puse los zapatos y esperé sentado en un banco de enfrente a que llegara.
Entró con sus fuertes piernas nudosas y la cabeza dirigida al suelo y bajó al recinto sagrado. Tenía frío pero esperé hasta verle salir a cubierta. Dio zancadas de un lado a otro y volvió a bajar. En los catamaranes de los lados no había nadie y a nadie podía preguntar si habían entrado en su barco. ¿Y por qué iba a entrar alguien para hacer aquella tontería? Trataría de ser prudente y consideraría que él no había visto bien y que había pensado que faltaba algo cuando en realidad no faltaba. Decidió volver a bajar. Al subir de nuevo escudriñó el suelo de cubierta como debió de escudriñar el de dentro y las escaleras. Y en un momento determinado sacudió la cabeza como diciéndose a sí mismo que esto era una tontería y que no merecía la pena pensar más en ello.
Pero al día siguiente, antes de acudir a mi cita con Sandra, en la hora en que él solía ir a la lonja o a darse una vuelta en tierra firme, no salió. Seguramente quería comprobar si algo se movía, si desaparecía o aparecía mientras él estaba allí. La semilla de la inseguridad en sí mismo estaba sembrada, ahora sólo había que esperar a que creciera. Estaba seguro de que empezaría a hacer por sí mismo lo que habría hecho yo. Él mismo se encargaría de regar la planta de la sospecha. Día sí y día no me pasaba por allí, no quería perder de vista al Carnicero. Me dolía verle y al mismo tiempo no podía dejar de verle en sus tareas cotidianas de limpiar su querida cubierta como en otros tiempos había hecho esas otras tareas cotidianas de cargarse a seres humanos con el mismo primor y organización.
En cuanto Sandra se metía en el bunker de Villa Sol nos quedábamos incomunicados y no sabía cuándo podría tranquilizarla diciéndole que el inquilino estaba bien y que por muy locos que estuvieran todos ellos no iban a jugársela por un capricho de Karin.
Había que esperar a vernos en el Faro a las cuatro de la tarde día sí y día no para contarnos las novedades, salvo que Sandra se las arreglase para dejarme algún mensaje en el hotel, en el buzón del Faro o que yo me dejase ver cuando traía al pueblo a Karin a gimnasia. Lo bueno de que seamos animales de costumbres es que acabamos teniendo un horario más o menos fijo. Yo mismo, a pesar del tipo de vida en el que estaba metido en estos últimos tiempos, sin rendir cuentas a nadie y teniendo que aprovechar cualquier oportunidad que se me presentase para seguir con mis pesquisas sobre la Hermandad, no tenía más remedio que hacer un alto al mediodía para descansar y acostarme temprano por la noche.
Tenía que administrar mis energías y no saltarme la medicación. Y gracias a este viaje me había dado cuenta de que sabía cuidar de mí mismo. Me vigilaba como si estuviera fuera de mí y me obligaba a beber agua aunque no tuviera sed y a comer aunque no tuviese mucha hambre, también me obligaba a hacer estiramientos al levantarme por la mañana, unos minutos de gimnasia sueca que Salva me había enseñado a hacer en el campo, sobre todo cuando llegamos allí. Al final ya no nos quedaba fuerza ni para respirar, pero hasta ese momento Salva decía que el ejercicio venía muy bien para la cabeza porque activaba la circulación de la sangre y el transporte de oxígeno al cerebro. Y después de que intentase suicidarme de aquella manera tan pobre y tan lamentable no dejé de hacer las flexiones ni un solo día.
No se me ocurría cómo penetrar en ese otro mundo de Sandra cuando me vino a la mente la afición de Karin por ir al centro comercial. Eran las siete y media de la tarde, así que lo más probable es que Karin le pidiese a Sandra dar una vuelta por allí. Y aunque tenía pensado acercarme por el Nordic Club por si tenía suerte y veía a Sebastian Bernhardt, tiré hacia el centro comercial.
Estaba hasta los topes. Cerca de nuestra casa en Buenos Aires también había uno y a Raquel le encantaba ir por allí tarde sí y tarde no. A mí al principio me repateaba, me parecía una pérdida de tiempo, tenía cosas más importantes que hacer, como ir detrás de tal o cual nazi, pero con el tiempo noté que me relajaba, noté que allí me olvidaba de todo y sólo pensaba en lo que veía, era como darse una vuelta por el cuerno de la abundancia, por la cueva de Alí Baba. Allí estaba todo, lo que necesitabas y lo que no necesitarías nunca. Así que no me importaba meterme en este supermercado y aprovechar para comprarme unos calcetines y unos pañuelos de tela. Mi hija me decía que era más higiénico sonarse con pañuelos de papel, pero a mí me gustaba el contacto del suave algodón en la nariz y no pensaba renunciar a esto. No sé si eran lujos o manías porque tampoco soportaba los calcetines de fibra sintética, tenían que ser de fibra natural y los calzoncillos de algodón cien por cien, como las camisas. Necesitaba que la carrocería de mi cuerpo fuese suave y cómoda y que la notase lo menos posible. Y cuando veía a los viejos de la Hermandad pensaba que también ellos tendrían sus manías, como las camisas anormalmente anchas de Fredrik, y que habíamos llegado al mismo punto, unos por el camino de los verdugos y otros por el camino de las víctimas. Habíamos llegado al borde del precipicio.