Lo que dicen tus ojos (29 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—Nadie vuelva a hablar en árabe —ordenó Juliette—. En ese caso nuestra invitada queda fuera de las conversaciones.

—Discúlpenos, señorita —se lamentó el jeque, y le besó la mano—. Hemos sido unos maleducados.

Francesca levantó la vista y se topó con Kamal, que la observaba fijamente; la inexpresividad de su rostro la atormentó. Comenzaba a molestarla el laconismo trapense de su amante; le resultaba difícil acceder a su alma cuando generalmente se mostraba reservado y serio. Le sostuvo la mirada y no se molestó en ocultar el resentimiento por no haber sido presentada como su futura esposa. Una sonrisa, un gesto de amor, eso era lo que le pedía para estar bien.

—Tu madre —empezó el jeque, dirigiéndose a su nieto— no ha querido venir al oasis para no encontrarse contigo. Dice que está furiosa y que no desea verte.

Francesca se alarmó; Dubois y Méchin intercambiaron miradas de consternación.

—¿Otro lío de faldas? —insistió el jeque Harum, y carcajeó.

—Ya conoces a tu hija, abuelo —habló Kamal—. Imposible conformarla.

—¿Cómo se encuentra Faisal? —preguntó Juliette deprisa—. Hace tiempo que no sabemos de él.

La mención del hermano de Kamal dio origen a nuevas polémicas. Discutieron el resto de la noche acerca del gobierno, del petróleo y de la situación de los beduinos.

Kamal arrojó certeramente una piedra a los cascos de los caballos para distraer al guardia que se mantenía estoico cerca de la tienda de Francesca. Al ver que el hombre se alejaba atraído por los relinchos, entró precipitadamente y, gracias a la luz que trasparentaba los cortinados, descubrió la silueta oscura de Francesca sentada en el borde de la cama y la de Zobeida, que le cepillaba el pelo. Corrió la tela que los separaba y las sobresaltó.

—Nos asustaste —le reprochó Francesca.

Kamal se dirigió a la doméstica en árabe, que, sin mirarlo, dejó el cepillo sobre el mueble y se marchó.

—¿Qué quieres?

—¿Qué quiero? —se sorprendió Kamal—. Hacerte el amor, eso es lo que quiero.

—Se nota —dijo, y le miró la entrepierna.

Kamal la tomó por los hombros y la levantó del catre.

—Déjame —se quejó Francesca.

—¿Qué te pasa?

—Quiero estar sola.

—Pero yo quiero estar contigo.

—¿Así será siempre? —preguntó ella, mordaz—. ¿Cuando su alteza me desee deberé caer rendida a sus pies y mientras su alteza no me desee deberé mantenerme apartada, sola y triste?

—¿Por qué me hablas así?

—Estoy cansada, déjame sola, quiero dormir.

—¡No te dejaré! —se ofuscó Kamal, y la asustó—. ¡Dime qué sucede!

Volvió a aferrarla por los hombros y la sacudió levemente. Se miraron de hito en hito. Por fin, Francesca suavizó el gesto al ver el desconcierto pintado en el semblante del árabe.

—¿Por qué no le dijiste a tus abuelos que soy tu prometida?

—Tontita —se serenó Kamal—, tanto lío por eso. —Y la abrazó.

—Para mí es importante. Tengo la impresión de que no cuento para ti, que no piensas en mí sino cuando me buscas de noche. El resto del tiempo no existo.

—No digas eso —imploró Al-Saud, y la tristeza de su voz terminó por ablandarla—. Ya te he dicho que eres lo único que cuenta en mi vida. Cuando no estoy contigo te pienso tanto que creo que puedes sentirme. Cuando no estás conmigo muero de celos de aquellos que sí lo están, de aquellos que te ven sonreír, que huelen tu perfume, que se atreven a desear tu belleza, que es toda mía. Esta noche te habría llevado lejos de la tienda de mi abuelo para no compartirte con nadie, y si no mencioné mi decisión de casarme contigo fue para que te dejaran tranquila. Tú no los conoces; se habrían puesto insoportables, te habrían preguntado y estudiado como en interrogatorio policial. Además, quiero que primero te conozcan para, luego, con calma, comunicarles acerca de nuestra boda.

—¡Oh, Kamal! —sollozó Francesca, y se aferró a su cintura—. Me confundes. ¿Por qué eres así, lacónico y reservado? ¿Por qué no hablas conmigo? Me cuesta llegar a tu esencia cuando te mantienes tan callado y alejado.

—Perdóname, mi amor, es una costumbre inveterada en mí. No me gusta que los demás conozcan mis pensamientos ni que sepan de mí. Por eso, en parte, no dije nada acerca de lo nuestro; tú eres lo más importante en mi vida y siento que, si te comparto, te expongo y no estoy dispuesto a arriesgarte. ¡Pero contigo cambiaré, lo prometo! Me abriré a ti como un libro para que leas en él y sacies tu curiosidad.

—No se trata de curiosidad. Se trata de saber acerca del hombre con el cual he decidido unirme para siempre. Te amo como nunca pensé amar a un hombre, pero sé tan poco de ti que a veces me asusto y me pregunto a quién estoy entregándome. En ocasiones pienso que esto es un error.

—¡No! —se desesperó él—. ¡No vuelvas a decir eso! Esto no es un error. Sólo di que me amas. Dilo de nuevo, repítelo.

—Te amo, Kamal. Eres el amor de mi vida.

—¡Francesca! —susurró, y la besó en los labios.

Terminaron sobre el catre en una lucha desesperada por quitarse la bata, el camisón, los pantalones y las botas de montar. Hicieron el amor con desesperación, apremiados por el deseo que les quemaba el cuerpo. Francesca le jadeaba al oído; su aliento cálido y el aroma de su piel, mezcla de sudor, sándalo y jazmín, le llegaban como oleadas cuando acometía entre sus piernas, y lo excitaban hasta el punto de olvidar la sutileza de las paredes y de gemir como animal herido. Francesca le pasaba las manos por la espalda, le alcanzaba las nalgas y se las apretaba para tenerlo muy dentro, el cuerpo vibrante de Kamal confundido con el suyo, como si fueran una sola cosa. Aquella impudicia desvergonzada de su amante, que le había arrebatado la inocencia y que ahora la volvía lasciva y lujuriosa, finalmente la liberaba, pues, como nunca, se sentía osada y segura, sin miedos ni dudas, capaz de enfrentar al más bragado; la redimía también del peso del pudor que, evaporado con la sangre virginal, le había revelado el paraíso a manos de un hombre que le decía: «Mira, ésta eres tú, esta mujer a la que yo deseo tanto». Kamal era la referencia de su propia feminidad.

Ese momento, después del acto sexual, cuando acercaba el cuerpo de Francesca al suyo, donde el febril deseo se había trocado en saciedad y paz, le marcaba una diferencia abismal con cuanto había experimentado, porque, a pesar de haberla poseído, aún continuaba necesitándola desesperadamente.

—Tu madre está enojada contigo a causa de mí, ¿verdad?

—Sí.

—¿No me quiere como esposa para ti porque soy católica?

—Quiere a alguna jovencita de la alta sociedad de Riad.

—¿La alta sociedad de Riad? —habló Francesca, con displicencia—. Ya veo que a mí me persiguen las altas sociedades —satirizó.

Kamal sabía a qué se refería, pero no hizo ningún comentario. El gesto, sin embargo, se le ensombreció de celos pues Francesca había aludido a su antiguo amor pese a estar entre sus brazos.

—¿Quién es Faisal?

—Mi hermano.

—¿Hermano o medio hermano?

—Medio hermano; mi única hermana es Fátima. Pero no hay diferencias para mí. Faisal es además un gran amigo. Te gustará su esposa Zora, es una mujer maravillosa. Es la directora del primer colegio para niñas que se fundó en el reino. Ella y Faisal lo fundaron. Le preguntaré a Zora si puede enseñarte el árabe.

Se quedó pensando en eso de aprender árabe. Se manejaba tan bien con el francés que nunca lo había necesitado. Se preguntó qué otras cosas debería aprender para pertenecer al mundo de Al-Saud. ¿Memorizar el Corán y repetir las
sunnas
como el Padrenuestro? ¿Orar cinco veces al día con la cara pegada al suelo y practicar las abluciones de rigor? ¿Vivir entre las paredes de un harén y llevar la
abaaya
cada vez que traspusiera la puerta? ¿Ayunar en el mes de Ramadán? Levantó la vista en busca del rostro de Kamal para serenarse.

—Con tu hermano Saud no te llevas tan bien, ¿verdad?

—¿Por qué lo dices?

—La noche que me lo presentaste en la embajada de Francia noté cierta tensión entre ustedes.

—Me molestó que te mirara el escote —interpuso Kamal.

—Parecía algo más que celos por una mirada indiscreta. En realidad, parecía un resentimiento de años.

—No estamos muy de acuerdo en algunas cuestiones de política y administración del reino; eso nos ha distanciado un poco, pero sigue siendo hijo de mi padre y yo lo respeto como rey.

—¿Por qué esperaste tantos meses para confesarme que habías sido tú el que me trajo a Arabia?

—Haces demasiadas preguntas —se quejó Al-Saud.

—Dijiste que te abrirías como un libro —redarguyó Francesca.

—Es cierto. —Y luego de un silencio, habló—: Existían circunstancias que me llevaron a aplazar lo nuestro. En primer lugar, la animosidad que experimentabas por nosotros.

—No es verdad —mintió.

—Sí, es verdad, y no te culpo. Viviste experiencias que sólo empeoraron tu imagen un poco maltrecha de los árabes. Lo del libro de arte, por ejemplo, cuando llegaste a Riad.

—Debí imaginarme que habías sido tú el que me lo devolvió.

—Después, lo de la
mutawa
en el zoco. ¿Qué habrías dicho si esa tarde, en tu recámara, con el pie levantado y vendado a causa del golpe, te hubiese dicho que ya eras mía?

—Te habría mandado a freír espárragos —admitió Francesca, y rió.

—Además, de improviso me surgieron varios viajes de negocios y no me detenía mucho en Riad. Los asuntos de Mauricio en Jeddah vinieron como anillo al dedo. Hablando de viajes, mañana acompañaré a mi abuelo a Jeddah.

—¿Puedo ir contigo?

—No, no puedes. Mi abuelo no lo consentiría. Vamos a Jeddah a vender lana y caballos, y dirá que una mujer en la comitiva traerá mala suerte a los negocios. Es casi un rito para él que yo lo acompaño todos los años a vender sus productos. Irán también Mauricio y Jacques.

—¿Regresarán por la tarde?

—Regresaremos en tres días.

—¡Tres días! ¡Tres días aquí sola! Tres días sin ti. ¿Por qué me haces esto? —agregó, apagada.

—Estarás con mi abuela; verás que no tendrás tiempo para pensar en mí.

Kamal regresó al cuarto día con Rex inquieto trotando a la par de Pegasus. La comitiva —hombres, caballos y dromedarios atiborrados de bultos— prosiguió hacia el redil. Kamal, por su parte, entregó los corceles a un palafrenero y se evadió a la tienda de su abuela, que leía una carta. La anciana se corrió los lentes a la punta de la nariz y le sonrió con complicidad.

—No está aquí lo que buscas —dijo.

—A ti te buscaba —replicó Kamal; se sentó a su lado y la abrazó.

—Está en su tienda, descansando —indicó Juliette.

—Tenías que adivinarlo, ¿verdad?

—Si no la hubieses tomado para ti, habría pensado que tengo un nieto ciego o idiota. Esa muchacha es como la luz, cálida y brillante. Elegiste bien, hijo mío. Y haz oídos sordos a las fatuidades de tu madre.

Se conmovió con las palabras de su abuela y permaneció en silencio. Juliette le acariciaba la mejilla y lo contemplaba serenamente, y le hacía acordar a cuando era niño y pasaba los veranos en el oasis.

—Está descansando en su tienda —volvió a decir Juliette—. Hoy no se ha sentido bien. ¡Tranquilo, no es nada! —Lo tomó por la muñeca y lo obligó a sentarse nuevamente—. Debe de ser el calor; no está acostumbrada.

De hecho, Francesca no se había sentido bien ninguno de los cuatro días de ausencia de Kamal. En un primer momento el cansancio y un fuerte dolor de cabeza se confundieron con la desazón y la tristeza, y no les destinó mayor importancia. Esa tarde, sin embargo, después de almorzar frugalmente, debió recostarse porque, según Juliette, tenía la presión baja.

La noche antes de la partida se había dormido entre los brazos de Kamal, pero a la mañana siguiente despertó sola, con el borboteo del agua que Zobeida vertía en la bañera. Desayunó con Juliette, que la invitó a cabalgar hasta la hora del almuerzo. Abenabó y Káder las acompañaron. Al llegar al
uadi,
el arroyo que se forma en la época de lluvias y que semanas más tarde se evapora sin dejar rastro, bajaron de los caballos y se sentaron a la orilla, protegidas por la sombra de una palmera que rebosaba de dátiles.

—Mi nieto está enamorado de ti, Francesca —expresó Juliette, y la buscó con la mirada—. Lo conozco como si lo hubiese parido y puedo asegurarte que no es el mismo. Sé que es por ti —manifestó, y se cuidó de comentar que Zobeida había confirmado sus sospechas al referirle la entrada sigilosa de Kamal en su tienda la noche anterior—. Aunque trata de disimular, te contempla con una ternura de la que no lo creí capaz. Mi muchacho te quiere verdaderamente. ¿Por qué esas lágrimas?

Francesca se pasó el dorso de la mano por los carrillos y procuró sonreír. Se sentía tensa. Era la primera vez que hablaba de su relación con Al-Saud, y no había esperado que fuese con la abuela, a pesar de su actitud amistosa y comprensiva.

—Vamos, Francesca, no es para que te pongas así.

—Discúlpeme, señora. Yo también estoy enamorada de él, pero creo que no será posible. Cuando estoy a su lado, me hace sentir segura, que todo saldrá bien y que nada podrá separarnos. Pero luego, miro a mi alrededor y veo que todo es tan distinto a mí, a mi educación, la gente es diferente, piensan diferente y yo no sé qué pensar. Estoy confundida, no de su amor o del mío, sino de lo que tendremos que enfrentar.

—Sé exactamente cómo te sientes, sé lo que estás sufriendo; tu alma se hace trizas pensando que no podrás estar con el hombre que amas. Pero también te digo que por Kamal corre sangre noble, fuerte y valiente. Es el hombre, y no lo digo porque sea mi nieto sino porque es la verdad, más inteligente, hábil y decidido que conocí. Él debería ser el rey.

—Justamente por eso temo que no podremos estar juntos. Él pertenece a su pueblo, al reino. Conozco sus responsabilidades y obligaciones. Él no es un hombre cualquiera que puede decidir sobre su vida personal; en su caso, las consecuencias cuentan. Kamal es parte de la realeza de este país, jamás le permitirán casarse con una occidental.

—Lo que dices es cierto, no puedo negarte esa realidad. Pero mi nieto está orgulloso de ti y siente que contigo puede conquistar el mundo. No permitas que un puñado de viejos anquilosados arruine el amor que sienten el uno por el otro.

Juliette la animó con historias y secretos de la infancia y adolescencia de Kamal que le revelaron una faceta de él que no conocía y, aunque habían pasado años, Juliette insistía en que su nieto todavía conservaba un espíritu sensible y romántico que ocultaba para no sufrir. «No es fácil el destino que le tocó a mi muchacho», repetía la anciana con frecuencia, pero Francesca no se animaba a preguntar de qué destino hablaba.

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