Lo que dicen tus ojos (13 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—¿Habrá escuchado el embajador que se me cayó la bandeja con las tazas del café? —se angustió Sara—. Tropecé con el borde de la alfombra y, como una estúpida, dejé caer la bandeja. ¡Qué inútil!

—No te preocupes, yo me haré cargo de esto. Mejor, trae tazas nuevas. El embajador debe de estar esperando el café.

Sara se puso de pie, aún nerviosa y sollozando, y marchó a la cocina. Francesca volvió a acuclillarse para recoger el estropicio de tazas y platos.

—¿Necesita ayuda, señorita?

Una figura alta se plantó frente a Francesca: era el «amigo mío» de Mauricio otra vez. La contemplaba y sonreía, y a Francesca la irritó no saber si lo hacía de manera burlona o amistosa. Aunque él le extendía la mano, ella se puso de pie sin aceptar su ayuda. Ruborizada, simuló acomodarse la falda y la chaqueta para no mirarlo de frente: no la vería avergonzada y mortificada, ¡no, señor! Dio un respiro profundo y, con más dominio, se atrevió a levantar la vista: el hombre continuaba mirándola con desparpajo y esa maldita sonrisa marrullera. Ya le demostraría ella que no era como las mujeres de su pueblo. Sería mordaz e insolente con el tal «amigo mío», poco le importaba; después de todo, se trataba de un bárbaro, de un salvaje, un hombre incivilizado y libidinoso que aprobaba la poligamia. Que Mauricio la pusiese por ello de patitas en la calle no se le cruzó por la mente en ese instante de pura rabia.

—¿Es una impresión equivocada la que tengo o usted está empecinado en matarme de un infarto?

Kamal prorrumpió en una carcajada y Francesca se desconcertó.

—¡Cállese! —ordenó de mal modo—. Hay una reunión importante a metros de aquí. Mi jefe me llamará la atención por su culpa.

El árabe se despidió con una inclinación de cabeza y siguió su camino. Dos nubios, altos y fornidos, lo siguieron a unos pasos. Francesca no atinó a avisarle que no podía entrar en el despacho del embajador, pero al escuchar la voz de Mauricio que decía: «¡Por fin llegas, Kamal!», comprendió que lo aguardaban. Se cerró la puerta y los nubios se ubicaron a ambos lados, firmes como columnas.

¿Kamal? ¿Así lo había llamado Dubois? Kamal.

Mauricio regresó a su oficina luego de despedir a los empresarios de Jeddah. Allí lo aguardaba Kamal.

—¿Otra taza de café? —ofreció Mauricio.

—No, gracias. Disculpa que haya llegado tarde a la reunión.

—Sé que estás muy ocupado y te agradezco que hayas venido. Tu presencia fue para estos hombres una garantía en sus futuras operaciones con empresas de mi país.

—Espero haber sido de utilidad.

—Sí, por supuesto —respondió Mauricio vagamente, y se lo quedó mirando—. ¿Te pasa algo?

—¿Tienes tiempo? Necesito hablar contigo.

—Sí, claro. Tomemos asiento.

—No, salgamos al parque, necesito aire fresco.

Resultaba probable que su hermano Saud, conociendo la estrecha amistad que lo unía a Dubois, hubiese plagado la embajada de micrófonos. Sólo hallaría seguridad en un lugar abierto. Ante una seña de Kamal, los nubios, que habían amagado con seguirlo, volvieron a estaquearse a ambos lados de la puerta.

En el jardín, caminaron un buen trecho en silencio; Kamal fumaba y Mauricio aguardaba con paciencia. Quería a Kamal como a un hermano; lo admiraba también por su osadía e inteligencia. Sin embargo, era la completa ausencia de vanidad lo que más respetaba de él. «Es un absoluto inconsciente de sí mismo», solía pensar al verlo actuar. Desde su infancia, en el internado de Londres, lo habían atraído las maneras tranquilas, los movimientos lentos y la voz reposada de ese niño árabe que, bajo la sombra de un roble, le hablaba del desierto, de las noches en el oasis, de las aventuras a caballo y de las batallas que su padre había librado para conquistar el reino. En su alborotada mente de diez años, Mauricio mezclaba a Simbad el marino con el rey Abdul Aziz, a Alí Baba y las alfombras voladoras con los caballos del profeta Mahoma. No se apartaba de su amigo, persuadido de que en él residían la seguridad y la diversión. Los veranos en el palacio de Riad o en las tiendas del abuelo de Kamal, el jeque Harum Al-Kassib, lo habían salvado de la irremediable tristeza en la que habría caído en Buenos Aires al regresar al seno de una familia donde sólo hallaría tíos y primos a los cuales prácticamente no conocía. Sin duda, la prematura muerte de sus padres habría sido muy dura de sobrellevar si Fadila y el rey Abdul Aziz no lo hubiesen acogido como a un hijo.

Años más tarde, en La Sorbona, mientras él y los demás compañeros, alborotados en una revolución de hormonas e ideas liberales, se creían capaces de dominar el mundo y conquistar a cualquier mujer, Kamal, tras pasar horas en la biblioteca, se encerraba en su habitación y, absorto como ahora en esa caminata, meditaba.

—¿En qué piensas tanto? —le preguntó en una ocasión Mauricio, molesto porque no se unía a una de sus salidas nocturnas.

—Trato de entender a los occidentales —respondió antes de volver a su hermetismo.

Al llegar a la terraza, los atrajo el tintineo de los hielos en la jarra con limonada que Sara se disponía a servirles. Pese al escaso verdor, el parque ofrecía un agradable espectáculo. Se sentaron a beber.

—Vadana, la mujer de Saud —habló Kamal, de repente—, fue a visitar a mi madre esta mañana. Como imaginarás, el encuentro no fue ni amistoso ni tranquilo.

—¿Estabas presente? —se inquietó Mauricio.

—No, Fátima me lo contó. Entre otras cosas, Vadana le reclamó a mi madre que la familia está traicionando a su esposo, que él es el rey elegido por mi padre para sucederlo; en definitiva, dijo que estamos traicionando la memoria y las decisiones de mi padre.

—La familia volvió a pedirte que tomes las riendas —aventuró Mauricio.

Kamal asintió, dejó el vaso sobre la mesa y se relajó en la silla.

—Llegué tarde a tu reunión porque estuve en otro de los conciliábulos que organizan mis tíos Abdullah y Fahd. La situación es compleja: Arabia es fuertemente deficitaria. Sí, ésa es la realidad —añadió para asombro de Mauricio—. Después de la crisis del 58 logramos sortear el temporal, pero las cosas no quedaron solucionadas. Luego, como sabes, dimití del cargo de primer ministro y me alejé todo este tiempo. Mi hermano Faisal dice que si no me hubiese ido, Saud jamás habría hecho las locuras que hizo, en especial, la creación de la OPEP.

—La OPEP ha sido cosa de Tariki —comentó Dubois, en referencia al ministro más importante del reino —y Saud se dejó arrastrar, como siempre.

—La creación de la OPEP no es una idea desacertada.

—Pensé que te había molestado sobremanera.

—Estoy convencido de que aún no es el momento para enfrentarnos tan abiertamente a Occidente. El poder de las compañías petroleras continúa siendo fuerte; no contamos con recursos financieros y no tendremos acceso al crédito. Somos dueños de litros y litros de petróleo que, en sí, no servirían de nada si no encontrásemos compradores. Además, no sé cómo reaccionarán los otros países exportadores, si se nos unirán o seguirán vendiéndole a las compañías. Irán es el segundo productor y, después de que los norteamericanos fueron a buscar a Reza Pahlevi al exilio en Roma y lo restituyeron al trono, no me quedan dudas de que lado elegirá en la contienda, a menos que sea un suicida. En resumen, desafiar a Occidente por medio de la OPEP nos llevará a la quiebra.

—Como diría Jacques, una quijotada.

Kamal asintió. Mauricio le conocía esa mirada. Sabía que, sin escrúpulos, pese a sus modos serenos y voz modulada, estaba diseñando con la precisión de una máquina el plan para lanzarse sobre su víctima y despedazarla antes de que ésta pudiese destruir lo más importante para él: Arabia.

—¿Aceptarás nuevamente ser el primer ministro?

—Sólo si me dan absoluto control sobre los ministerios más importantes, en especial el de Hacienda y el de Petróleo. Quiero ser amo y señor para no tener que considerar los asuntos fundamentales con mi hermano. Decido yo y no se discute —apostilló, sin levantar el tono.

—Sabes que eso desembocaría, tarde o temprano, en el pedido de abdicación de Saud.

Kamal lo contempló con una seriedad que, pese a la confianza, incomodó a Mauricio, pues no supo distinguir si le había molestado con el comentario o si simplemente reflexionaba acerca de él.

—Aun con sus desaciertos —retomó Kamal— hay quienes apoyan a Saud. Dentro de la familia hay un grupo influenciado por los ulemas y doctores de la fe que me quiere lejos del poder. Dicen que estoy hecho «a la moda occidental», que después de tantos años en Inglaterra y en Francia ya no queda en mí nada del espíritu árabe que mi padre me inculcó.

—Quien dice eso no te conoce en absoluto —aseguró Mauricio, irritado—. Cierto que te has educado en los mejores colegios y universidades occidentales, pero eso no ha hecho más que exacerbar el amor por tu pueblo, como si, por conocer tanto la idiosincrasia de los occidentales, hubieras elegido ser árabe en un acto libre e inteligente. Quien no lo vea, es un necio.

—Me tiene sin cuidado lo que piensen de mí. Sólo me preocupa en la medida que signifique una traba para acceder al poder cuanto antes y evitar el desastre. Te he quitado demasiado tiempo —dijo a continuación—. Además, debo reunirme con tío Abdullah y llegaré tarde si no me marcho ahora.

Dejó la silla y se encaminó hacia su Rolls Royce, aparcado a unos metros. Los nubios salieron de la embajada, cruzaron el parque y subieron al automóvil, donde Kamal los aguardaba en el asiento trasero. En tanto el coche se alejaba por el camino de las palmeras, Kamal volvió la mirada hacia la terraza y allí la vio: Francesca se acercaba a su jefe con papeles en la mano, Mauricio le decía algo y ella sonreía halagada.

«Se puede atar a los árabes a una idea como con una correa. Se les podría arrastrar a los cuatro extremos del mundo. Su espíritu es extraño y sombrío, tan propenso al abatimiento como a la exaltación, pero más ardiente y más febril que en cualquier otra persona. Un pueblo tan inestable como el agua, pero, precisamente como el agua, seguro de la victoria final. Desde la aurora de la vida, sus olas rompen una tras otra. Todas ellas han caído. Pero llegará un día en que una ola parecida rodará sobre el lugar donde el mundo material habrá dejado de existir y el espíritu de Dios se cernirá entonces sobre el rostro de estas aguas... Arabia».

Francesca cerró
Los siete pilares de la Sabiduría,
de Thomas Edward Lawrence, y reflexionó sobre el texto que acababa de leer. «Con este libro», le había dicho Mauricio, «lograrás comprender, en parte, la esencia de esta gente que tantos sentimientos encontrados provoca en Occidente».

«Ningún sentimiento encontrado», pensó Francesca. «Simplemente se trata de un pueblo atrasado que no quiere avanzar», aunque se cuidó bien de no dárselo a entender a su jefe, que tanta pasión sentía por ellos.

«Pues bien», dijo tras meditar las palabras de Lawrence, «los árabes son como niños. Niños que se exaltan y se abaten con la misma intensidad, niños que pueden ser conducidos como a la escuela, niños que, por un absurdo de la Naturaleza, tienen en sus manos la base de la riqueza del mundo industrial».

Esta última deducción la preocupó. La creación de la OPEP no parecía juego de niños, más bien, se asimilaba a una estratégica jugada de ajedrez, arriesgada —desde luego—, pero buen reflejo de la valentía y de la conciencia que de ellos mismos tienen.

«¿Qué será de los árabes después de la creación del cártel?», se preguntaba Fredo en su última carta. Según su parecer, las compañías petroleras crearían un frente común y los destrozarían con impunidad. «Naturalmente, la situación es injusta: las compañías se apoderaron del petróleo y jamás se les ocurrió compensar mejor a los países productores, ni tienen intenciones de hacerlo, te lo aseguro. Si le echas una mirada a las estadísticas de consumo, el despilfarro del petróleo a causa del bajo precio puede acarrear una gravísima situación a largo plazo. Pero ¿quién piensa en ese futuro lejano cuando en el presente recogen los dólares con palas?».

Se tendió en la cama agotada de dar vueltas a tanto problema. ¿Quién se haría cargo de la situación? La impotencia ganó su corazón, y, como si fuese su entera responsabilidad, la abrumaron las desgracias que, de Norte a Sur y de Este a Oeste, plagaban el mundo. Ni siquiera había sabido ayudar a Sofía y a su bebé. Quizá, si hubiese sido más astuta y osada, en esos días ya tendría un ahijado de cuatro años.

En definitiva, ¿quién era ella sino una mera secretaria que ponía flores en el despacho de su jefe y sonreía a sus invitados? Le pareció tan poco para ella, que había nacido para algo grande. Su tío siempre se lo decía. «Llegarás a ser una gran mujer». Simples ilusiones de Fredo que la quería tanto.

¿Qué hacía por el momento? Nada, llorar el amor perdido de un pobre estúpido. Al referirse a Aldo de esa manera, el alma le dio un respingo: jamás lo había juzgado así; cierto que en otras oportunidades lo había llamado cobarde, pero lo había hecho con ternura y compasión, perdonándolo en el fondo. Sin embargo, ese «pobre estúpido» había surgido tan espontánea y sinceramente que la culpa ganó el espacio de las desgracias del mundo, y se sintió peor.

Tomó la carta de su madre y se puso a leer.

Córdoba, 14 de noviembre de 1961

Cara figlia:

Como explicarte cuánto te extraño. Bueno, ya lo sabes pues te lo digo en cada carta que te escribo. Saberte tan lejos me ha hecho regresar a los años de tu infancia y recordar lo felices que éramos los tres. Sos tan inteligente e independiente como tu padre; sin duda, sos su fiel reflejo, hijita. Y eso debe llenarte de orgullo porque tu padre fue uno de los hombres más nobles que conocí y debo agradecer al cielo por haber sido su mujer. Tengo tantos deseos de verte, de tocarte, de acurrucarte y hacerte dormir como cuando niña.

Espero que realmente estés tan bien como dices en tus cartas. Me alegra mucho que tu jefe sea tan bueno. Sofía, aquí a mi lado, me pide que te mande un saludo y promete escribirte pronto. Ahora que no estás, me he convertido en su confidente. ¡Lo único que me faltaba! No, no me molesta. Realmente, adoro a esta chica y, si no fuera por ella, no sé qué haría en esta enorme mansión donde todo es dolor y tristeza.

Tu tío Fredo viene a visitarme casi a diario, a pesar de que está muy ocupado con los asuntos del periódico. Desde que te fuiste dice que perdió a su mano derecha. Eso me llena de orgullo.

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