Lo que dicen tus ojos (36 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—Saud no tiene las condiciones de un buen rey —les había confesado, ya postrado en su lecho de muerte—
.
Ustedes, junto a mí, han aprendido el modo en que debe actuar un rey. Serán para mi hijo los visires más importantes en tanto lo guiarán de acuerdo a mis cánones y costumbres. Le serán fieles y colaborarán con él en todo aquello que sirva para preservarlo en el trono y salvar la grandeza y gloria de Arabia. ¡Alá todopoderoso sea loado! —exclamó, antes de despedirlos.

Ellos mantenían la promesa hecha casi diez años atrás, pese a que nunca había resultado empresa fácil. Saud era un hombre caprichoso e irritable, con más vicios que virtudes, preocupado por su calidad y estilo de vida, alejado de las necesidades del pueblo. Las consecuencias de su gestión se hallaban a la vista: desde hacía tiempo, problemas de toda índole acuciaban al reino, en especial los de origen económico, raíz de los demás. Al igual que la familia, Abdel y El-Haddar sabían que era a Kamal a quien Abdul Aziz habría cedido el trono. Sin embargo, la juventud del predilecto y el respeto a la
Shariyá,
la ley que asegura el trono al primogénito, habían empujado a Abdul Aziz a declarar a Saud su sucesor.

Abdel y El-Haddar habían llegado a querer y a respetar a Kamal Al-Saud tanto como a su padre. Desde pequeño, el príncipe había demostrado una naturaleza benévola y un espíritu de hierro y, aunque alejado del reino muchos años a causa de su educación en Europa, nunca olvidó sus raíces ni a su pueblo. Era un hombre al que se respetaba y admiraba con facilidad, reconocido por todos como el verdadero heredero de los atributos y cualidades del padre, poseedor de su tenacidad e inteligencia, del mismo gesto serio y reservado, de la sonrisa retaceada, del tono bajo de voz y de ese aire de orgullo carente de vanidad. La familia en pleno lo veneraba; su hermano Saud, en cambio, experimentaba por él un resentimiento tan acendrado que se justificaba simplemente con la envidia y los celos. De todos modos, Kamal se había equivocado al comprometerse con una occidental; peor aún, se había metido en un gran lío al hacerle un hijo. ¿Estaría realmente embarazada? Lucía tan delgada que resultaba difícil de creer. ¿Malik no se equivocaría en ese punto? Aunque se había mostrado convincente al informárselos. De todos modos, debían salvar al príncipe Kamal del influjo diabólico de esa mujer y al mismo tiempo preservar el buen nombre de los Al-Saud. Abdel, no obstante, dirigió su mirada una vez más a Francesca y la encontró muy distinta a la imagen de mujer libidinosa y viciosa que les habían pintado. Por el contrario, se admiró de su belleza angelical y apacible y, en especial, de la blancura y tersura de su piel, a la cual no pudo resistirse, y le tocó la mejilla.

—Está ardiendo en fiebre —dijo, asustado.

—¿Y qué importa? —replicó El-Haddar, sin apartar la vista del horizonte—. ¡Escucha! —exclamó a continuación y, a poco, divisaron una avioneta—. Son ellos.

La avioneta aterrizó minutos más tarde. Descendieron dos hombres y, con pocas palabras y gestos imperturbables, dispusieron el traspaso de Francesca. Uno de ellos la tomó en brazos y la colocó en la cabina; el otro entregó un bidón de combustible a El-Haddar que lo echó en el tanque con la ayuda de un embudo. La avioneta puso en marcha sus hélices al tiempo que El-Haddar arrancaba el
jeep
y emprendía el regreso.

Durante los primeros kilómetros, Abdel se mantuvo taciturno y callado pensando en la muchacha argentina. Recordó su figura laxa que pendía en la espalda de ese oso y se compadeció. «¡Qué hermosa es!», pensó. «Como una hurí», se dijo embelesado, y comprendió el sortilegio que había encantado al príncipe Kamal. No lograba quitarse de la mente sus facciones tan blancas y su cabello tan renegrido y espeso. «¿Qué hago aquí?», se preguntó con amargura al verse en ese
jeep,
en medio del desierto. En una fracción de segundo, una tormenta de ideas lo confundió: la promesa hecha al gran Abdul Aziz, la fidelidad que le debía al rey Saud, el porvenir de su amada Arabia, la admiración y respeto que sentía por el príncipe Kamal y el rostro angelical de la muchacha que, según decían, sería su perdición.

Kamal apretó la mandíbula para sofocar el temblor que le recorrió el cuerpo. Lo aturdía pensar que Francesca se encontraba en manos de insensibles delincuentes, no soportaba la idea de que la tocaran, menos aún de que la dañaran. «Francesca mía», farfulló entre dientes. Sus gritos imaginarios le arrancaron lágrimas de rabia e impotencia; se sintió mareado, la respiración se le fatigó y buscó apoyo en la pared.

—Vamos —lo alentó Jacques Méchin, y le palmeó el hombro—. Verás que la recuperaremos sana y salva, a ella y a tu hijo.

Kamal, abismado en la mirada paternal de Méchin, se dijo que habría preferido encontrar en los ojos grises del francés el reproche que merecía, porque quién, si no él, debía cargar con la culpa de esa desgracia. Repasó las caras de los hombres que lo circundaban: la de su tío Abdullah, que se empeñaba en llamadas telefónicas sin mayores resultados; la de su amigo de la infancia, Mauricio Dubois, que continuaba desmadejado en el sofá; la de su fiel asistente, Ahmed Yamani, que interrogaba a Kasem; por último, volvió a la de su tutor, su maestro, el amigo de su padre, Jacques Méchin, y recordó, en una fracción de segundo, los argumentos que todos y cada uno de ellos habían esgrimido para que terminara su relación con Francesca De Gecco.

Se escuchó el timbre del teléfono y Kamal se abalanzó. Era el doctor Al-Zaki, médico de la familia, al cual se le habían confiado los restos de manzanilla y de café para que identificara en el laboratorio de su clínica la presencia de alguna droga somnífera.

—Comuníqueme a mí los resultados del análisis —ordenó Kamal, y el doctor Al-Zaki habló sin hesitar.

—Hemos hallado el mismo potente somnífero tanto en la manzanilla como en el café. Se trata de una droga no utilizada en Arabia, aunque resulta posible encontrarla en Europa, donde su administración es estrictamente controlada a causa de su potente capacidad narcótica y sus consecuencias colaterales.

—¿Podría suministrarse a una mujer embarazada?

—Definitivamente no.

Kamal colgó el teléfono y permaneció con la vista perdida durante algunos segundos.

—Al-Zaki encontró el mismo somnífero tanto en el té de Francesca como en el café que bebió el guardia —informó—. Un somnífero que es imposible obtener en Arabia.

Para Abdullah, la existencia de aquel narcótico era la confirmación que esperaba: Francesca había sido secuestrada, pues si bien desde un principio se inclinaba por esa posibilidad, en ningún momento había abandonado la idea de una posible fuga voluntaria. La muchacha, arrepentida de la relación con Kamal, podría haber preferido huir a enfrentarlo.

Kasem llamó a la puerta y entregó un télex a Abdullah, que le dio un rápido vistazo antes de hablar.

—Es la información que esperaba de mi contacto en la CIA, y confirma algunos de los datos que ya manejábamos: «Kateb bin Salmún, alias Malik bin Kalem Mubarak, nacido en Yanbú Al Bahr en marzo de 1919, hijo de alfareros, fanáticos practicantes de las dogmas
wahabitas,
participó activamente en la secta terrorista bajo el mando del extremista Abu Bark, cuyo verdadero nombre aún no se ha podido identificar. Después de la desintegración de este grupo islámico extremista, no se ha vuelto a saber de la mayoría de sus componentes».

—¡Un hombre con esos antecedentes trabajando en mi embajada! —se alarmó Dubois.

—¿Cómo entró a formar parte de la nómina de personal? —quiso saber Yamani.

—Pues llegó con una carta de recomendación del secretario privado del rey Saud —expresó.

Dubois buscó la mirada de Al-Saud y lo encontró ensimismado en el télex, aparentemente ajeno a cuanto se decía. El resto, en cambio, se mostró sorprendido por la revelación. Se preguntó si acaso sospechaban del propio rey Saud. Ciertamente la armonía y la afabilidad no habían caracterizado la relación entre él y Kamal, pero suponer que Saud ensuciaría su reputación, poniendo en riesgo todo cuanto poseía, para hacer daño a la amante de su hermano le resultaba imposible.

—¿Quién es ese tal Abu Bark? ¿Quién se hace llamar con el nombre del suegro del Profeta? —preguntó Yamani, demasiado joven para conocerlo.

Abdullah tomó la palabra y expuso los datos más relevantes del temido grupo extremista Yihad, comandado por Abu Bark, que aseguraba descender del propio Mahoma.

—Que Abu Bark es el hombre más buscado por la CIA, el MI5 británico, el SDECE francés y el Mosad no es ninguna novedad —dijo—. Según sabemos —añadió—, es un fanático, sumamente inteligente y audaz. A fines de la década de 1950 se pensaba que Abu Bark había muerto, pero meses atrás, el MI5 lo ubicó en un suburbio de El Cairo, donde habitaba con un grupo de hombres en un viejo casón. Cuando allanaron el casón, no encontraron a nadie, excepto una fortuna en armamento. Se supone que fueron advertidos en el último momento del asalto emprendido entre las fuerzas policiales egipcias y la Inteligencia Británica; en caso contrario, habrían podido abandonar el escondite llevándose consigo aquella cantidad de armas y municiones por valor de varios millones de dólares.

—Está completamente loco —aportó Jacques Méchin—. Asegura que habla con el ángel Gabriel, quien le dice lo que tiene que hacer para preservar al Islam en el mundo. Su objetivo es acabar con Occidente, en especial con los judíos.

—¿Y ustedes piensan que ese tipo es quien retiene a Francesca? —preguntó Dubois.

—Alá, en su infinita bondad, no lo permita, Mauricio —deseó Abdullah—. El sujeto es un demente. Ya le han adjudicado varios atentados y, en caso de secuestros, las víctimas nunca regresaron con vida, aun habiendo pagado el rescate.

Tres horas más tarde del despegue, después de sobrevolar una distancia que sólo reveló dunas y peñascos, la avioneta aterrizó en un paraje desolado. El acompañante del piloto, un hombre fornido, completamente calvo, de mirada aviesa y entrecejo siempre fruncido, tomó a Francesca, la acomodó sobre sus hombros y abandonó la cabina. Lo siguió otro hombre de aspecto menos amenazante si no se lo miraba fijamente a los ojos, pues, al hacerlo, se descubría que allí se concentraba toda la maldad de la que era capaz.

El piloto puso en marcha la avioneta y despegó un momento después. Los dos terroristas, con Francesca a cuestas, emprendieron la marcha en medio de ese mar de arena. Tras una elevada duna plagada de maleza y superada con dificultad, encontraron una extensión que rompía la uniformidad del desierto gracias a unas imponentes cadenas de riscos de notable belleza, cuyos estratos de piedra caliza variaban del amarillo pálido al rojo intenso. Caminaron en dirección a las estribaciones siguiendo el curso de un
uadi.
Debieron escalar algunos metros entre peñascos de piedra abrupta que lastimaba los pies, protegidos sólo por sandalias de cuero. El que cargaba a Francesca, a pesar de su tamaño y el peso adicional, trepaba con la agilidad de una cabra y pronto alcanzó una hendidura mimetizada en la roca; el otro lo siguió prestamente. Se trataba de un sitio oscuro y húmedo a causa del
uadi,
que se abría paso entre las rocas y cruzaba al otro lado. Después de algunos metros recorridos casi a ciegas, las paredes escarpadas comenzaban a separarse en lo alto, el aire se tornaba respirable, el piso se volvía mórbido gracias a la arena y una tenue luminosidad indicaba la existencia de una salida. Finalmente, después de una pronunciada curva y a través de una grieta angosta en la roca, se recibía el primer vistazo de algo maravilloso e increíble: la fachada de un templo magnífico esculpida en la ladera de la montaña, increíblemente bien preservada más allá del tiempo y de la erosión. Resultaban sorprendentes las columnas de fuste liso, los capiteles de hojas de palmeras, los frontispicios embellecidos con bajorrelieves y esculturas. Se trataba de la legendaria Petra, misteriosa ciudad de piedra oculta entre unos riscos al sudoeste de Jordania, una gema de roca caliza construida en medio de la soledad aplastante de las arenas del desierto, cuyos magníficos templos y palacios colmados de tesoros no podían compararse a los de ningún otro reino. La antigua civilización árabe de los nabateos, a la cual se referían en la antigüedad como «la predilecta de Alá», había diseñado y esculpido con maestría incomparable fachadas ricamente ornamentadas con columnas, frontispicios y esculturas siglos antes del nacimiento del profeta Mahoma.

Por fin, emergieron del túnel y el resto de la ciudad se presentó ante los ojos desorbitados del hombre menudo; el otro caminaba con la vista fija en el suelo, concentrado en el esfuerzo pues la faena comenzaba a pesarle.

—Tengo entendido —dijo— que este lugar es tan viejo como el tiempo. ¿Qué es eso? —preguntó, al tiempo que señalaba la construcción más imponente.

—Lo llaman
Khazneh
—respondió el corpulento—. Es el antiguo templo de los nabateos, donde, se supone, protegían sus tesoros. Más allá, hacia la izquierda, está el anfiteatro.

—¿Y esos nichos en las paredes? —siguió indagando, ante la visión de cientos de huecos que tachonaban las laderas circundantes.

—Son tumbas. Petra es, sobre todo, un gran cementerio —dijo, y avanzó hacia el
Khazneh
—. ¡Vamos! —ordenó, desde la entrada del templo.

El interior del
Khazneh
, tan desprovisto de ornamentación como abarrotada se hallaba la fachada, impresionaba igualmente debido a la extrema minuciosidad con la cual había sido horadado el corazón de la montaña para abrir una inmensa sala cuadrada de más de cincuenta metros de altura, la cual habría sido fácilmente escalable debido a las salientes. Cerca de una de las aristas interiores, el gigante metió la mano en un hueco y accionó un mecanismo. Una piedra angosta, de escasa altura, se corrió hacia la derecha y reveló un pasadizo por donde se evadieron.

Teas empotradas en los orificios de las paredes conferían una tonalidad alazana al corredor, un aspecto fantasmagórico también en el juego de luces y sombras. El camino se bifurcaba continuamente y el gigante tomaba por una u otra senda sin dudar. El suelo, hasta ese momento blando gracias a la arena, se tornó pedregoso y les anticipó que se avecinaba un cambio. Metros después, el pasadizo terminó en una escalera angosta y vertiginosa, tallada en la misma roca. Cada hombre arrancó una antorcha de la pared y guió los pasos sobre los escalones desparejos. El más corpulento bajó rápidamente los últimos peldaños y abrió una puerta de madera por donde filtró la luz de la estancia contigua. Inclinaron la cabeza para no chocar con el marco superior de medio punto y entraron en un recinto abovedado que distribuía cuatro pasadizos tan oscuros e insondables como el que acababan de atravesar.

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