—¡Es tu móvil! —me avisa Eugenio todavía risueño.
—¿Sí? ¡Dígame!
—¿Es usted María Puente? —me pregunta una voz masculina.
—¡Sí, soy yo!
—Le llamo del Instituto Anatómico Forense. Esta mañana ha aparecido sin vida el cuerpo de su madre, doña Ernesta Sánchez, en la habitación de un hotel.
Siento un desgarro similar al que debe de producir una puñalada en el estómago, una pena horrible. Da igual cómo definirlo, el caso es que duele demasiado.
Justo desde el mismo instante en el que sé que mi madre ha muerto, ya no pienso en ella, sólo la recuerdo. Ya no puedo imaginar que esta noche vendrá a cenar, ni que se reirá cuando las niñas bailen alguna coreografía ensayada delante de la tele, ni volverá a cambiar las palabras a los refranes, ni a hacerme carabineros a la plancha… Mi madre ya no estará y siento un vacío espantoso.
Menos mal que está conmigo Eugenio. Él se ha encargado de todos los trámites, aunque mi madre lo había dejado todo muy organizado. Todo estaba dispuesto porque había elegido desde hacía algún tiempo la forma en la que iba a morir. Lo ha hecho en un hotel, yéndose de una manera tan educada que ni me atrevo a reprocharle que adelantara su muerte y nos dejara sin su risa antes de tiempo.
Por un minuto más con ella yo habría sido capaz de dejarlo todo. Me doy cuenta ahora de que no está, me doy cuenta de lo mucho que ya la echo de menos. Cuánto la quería, a lo mejor tuve que decírselo más veces, a lo mejor anoche debí darle más besos. Nunca se dan los besos suficientes, siempre se dan de menos por muchos que se den. De eso tienes la certeza cuando ya no puedes dar más.
Me encantaría ser creyente, aunque no sé si lo soy. Ella lo era, desde luego, aunque no era una mujer religiosa. Decía que la religión era sólo una forma más de creer. Decía que había «algo», pero que Dios era un invento. A veces yo le decía que era muy poco coherente comunicarse con espíritus sin creer en Dios, pero ella lo veía como la cosa más normal del mundo.
Estoy con mi padre en el tanatorio recibiendo el pésame de todo el mundo que ha venido. En el estudio se han ido turnando para venir y al final no ha faltado nadie. Eugenio y Blanca son los que más tiempo han estado por aquí. También he hablado con Óscar, al que le he pedido que no viniera y que se quedara con las niñas hasta después de la incineración. También dejó dicho mi madre la forma en la que quería que desapareciera su cuerpo de este mundo.
Se me ha hecho muy largo este tiempo, primero en el tanatorio y después en el cementerio. Qué natural es la muerte y qué nerviosa me pone pensarlo. Pero tanto tiempo y tantos nervios me han servido para no pensar en el dolor. Qué deprisa ha sucedido todo, qué rabia me da lo mucho que aún le quedaba por vivir. Sobre todo ver a Carla y Julia crecer, eso era lo que más le entristecía. Ernesta era una mujer muy fuerte, no había más que verla durante estos últimos meses, pero lo de las niñas le podía. Pensar en perdérselas era algo que no podía soportar.
Mi padre y yo recogemos una urna con las cenizas antes de ir a dejarlas al nicho que ella tenía contratado. Hemos querido quedarnos solos mi padre y yo para hacerlo. Eso ha sido muy rápido. Un par de operarios lo han abierto y han dejado allí la urna antes de volver a cerrarlo. Yo estaba deseando marcharme, dejar esta serie de rituales del tanatorio, el crematorio y el cementerio que, aunque se lleven con toda la naturalidad posible, siempre tienen algo de macabro que me cuesta aceptar.
Antonio ha llorado muy poco en todas estas horas, aunque se le nota muy triste. Yo he llorado más, mucho más. A pesar del dolor de cabeza que tengo, el paseo junto a mi padre desde el nicho hasta la puerta del cementerio me resulta reparador. No hablamos, pero nos sentimos juntos. Las personas se sienten muy próximas cuando sienten las mismas cosas. Y más si es por la misma persona. Le propongo a mi padre que venga a casa, pero dice que irá más tarde, que le apetece dar una vuelta por el centro. Coge un taxi que le lleve hasta allí y quedamos en que luego vendrá a cenar.
Yo decido seguir paseando un rato más. Me apetece pensar en mi madre. El día sigue gris y un poco ventoso, pero ya no llueve. Casi agradecería que lo hiciera si la lluvia fuera fina. De todas formas, el aire me refresca la cara y respirarlo profundamente me hace sentir alivio. Debe de ser por eso por lo que tardo en reparar en que no camino sola por esta acera que creía deshabitada, tan lejos de la ciudad. Un hombre me sigue los pasos muy de cerca y hay un instante en el que me asusto, justo antes de que se dirija hacia mí desde mi espalda.
—¿María?
Al volverme no le reconozco, aunque me resulta familiar. No es un conocido, pero desde luego ésta no es la primera vez que le veo.
—¡Hola, María! Soy Luis, Luis Osuna.
Su tono de voz y su mirada son amables, de esas que dan confianza porque entiendes que una mala persona no puede tener una cara así. Yo tardo en darme cuenta de quién es, pero al final viene a mi mente desde el recuerdo una blusa naranja, una pinza del pelo de nácar, un coche, un beso…
—¡Luis! —exclamo—. ¡El torero!
Se aproxima para darme un beso, algo que nunca había hecho porque mi madre nunca llegó a presentármelo, como es natural.
—¡Me gustaría hablar contigo! —me propone de una manera muy educada.
—¿Para qué?
—Yo estuve con tu madre las últimas horas.
—¿Cómo? —digo muy sorprendida.
—Sí. Yo fui la persona que estuvo con ella al morir y me gustaría contártelo.
No sé qué decir porque no salgo de mi asombro. No tenía ni idea de que Luis, el torero, como ella le llamaba, hubiera vuelto a su vida. Mi madre, que nunca dejó de sorprenderme, ni siquiera va a dejar de hacerlo después de muerta.
Mi madre había contactado hace unos meses con Derecho a Morir Dignamente, una asociación legal con distintas sedes en algunas provincias de España. La de Madrid está en la misma Puerta del Sol. A través de ellos consiguió la «guía de autoliberación», una información para personas, en su mayoría enfermos terminales, que deciden adelantar su muerte evitando sufrimiento y deterioro. Con esa guía consigues la fórmula de un cóctel, al que también llaman de autoliberación, que te provoca una muerte sin sufrimiento en menos de media hora.
—Yo me marché cuando se quedó dormida y te aseguro que no sufrió.
Luis, el torero, me cuenta esto en una cafetería de la Gran Vía, muy cerca del hotel en el que mi madre decidió morir.
—Cuando Ernesta me llamó hace un tiempo para contarme lo que quería hacer —continúa—, el que casi se muere soy yo.
—Yo creía que dejó de verte después de tu cornada —le digo.
—Después de eso nos distanciamos, pero un par de años después nos volvimos a encontrar.
—Yo sé que ella estuvo muy enamorada de ti, no hace mucho me lo confesó.
—Y yo de ella, pero entre tu madre y yo había una gran diferencia que nos impidió estar juntos.
—¿Cuál?
—Que yo soy un cobarde.
El día anterior fue cuando mi madre decidió que moriría al día siguiente. Al fin y al cabo, había que decidir una fecha y antes de cualquier recaída era mejor anticiparse. Luis la acompañó por la mañana al mercado a comprar los sanjacobos para las niñas y después los carabineros para mí. Luis me cuenta que mi madre se puso muy pesada con el pescadero, hasta el punto casi de discutir, para que escogiera, uno a uno, los mejores.
Después fueron a reservar la habitación en el hotel para venir por la noche. Una habitación bien grande, con espacio para la cama y para una mesita de centro y un par de sofás de una plaza. Subieron para que mi madre lo dejara todo preparado. Se llevó una foto mía, otra de las niñas, un camisón, ropa interior, el cóctel, por supuesto, y un yogur sabor de coco que guardó en la neverita del minibar. Lo dejó todo en la habitación y al salir colgó en la puerta el cartel de «no molestar». Se despidió de Luis hasta medianoche y se fue a mi casa a cenar.
—No noté nada distinto en ella esa noche —confieso.
—Ella quería que todo fuera natural, despedirse de vosotras sin hacer ningún drama y hacerlo consciente de lo que hacía. ¡Tu madre era la hostia!
Ernesta y Luis pasaron la noche hablando hasta el amanecer. Hubo momentos en los que incluso se les olvidó el motivo por el que estaban en esa habitación de hotel. Me cuenta Luis que a ratos hasta se rieron bastante. A mi madre, me dice, le hacían mucha gracia algunas historias de toreros que él le contaba, sobre todo las que tenían que ver con el ridículo que a veces te hace pasar el miedo. También lloraron, porque hablaron de la vida, de lo bonita que es y de cuánta pena da dejarla cuando sabes que te queda poco. Hablaron de muchas cosas, pero, sobre todo, mi madre habló de mí. Al parecer, le contó mi vida, desde que era niña, hasta ahora. Me emociona que Luis me cuente lo orgullosa que ella estaba de mí. Las madres eso siempre lo expresan mejor cuando están con otros, por eso es que casi nunca lo sentimos así. Pues ella estaba muy orgullosa de mí y de cómo hacía las cosas. Le hago repetir a Luis eso de que mi madre estaba orgullosa de cómo hacía yo las cosas.
—No te conozco —me revela—, pero a través de ella saco la conclusión de que os parecéis mucho.
Aún eran necesarias las luces de la habitación, pero por la ventana empezaba a clarear, a pesar de que el día amaneció algo lluvioso. Mi madre y Luis dejaron de hablar. Me confiesa que él estaba muy nervioso, aunque en ningún momento le pidió que cambiara de opinión. Mi madre entró en el baño y se duchó. Salió con un camisón y una bata. Fue en el baño donde ella misma mezcló el cóctel con el yogur de coco, que se tomó en compañía de Luis.
El «cóctel de autoliberación» consiste en varios medicamentos contra la malaria que mezclados en grandes dosis resultan mortales al causar un paro cardiaco. La mayoría de esos medicamentos pueden conseguirse sin receta, y se mezclan con un hipnótico que provoque sueño para no sentir nada en el momento de la muerte.
Mi madre se tomó el yogur mientras Luis miraba amanecer por la ventana, intentando coger fuerzas para no llorar. Hasta que el hipnótico comenzó a hacer efecto mi madre tuvo tiempo para dejar sobre la mesa la carta manuscrita dirigida a la policía y al juez que en la asociación Derecho a Morir Dignamente te recomiendan dejar escrita para evitar problemas legales.
También tuvo tiempo para pedirle a Luis que hiciera esto que está haciendo. Contarme que decidió morir así, que fue dueña de su vida hasta el final y, sobre todo, que me quería, que me quería mucho. A mi madre le entró mucho sueño de repente. En silencio se levantó del sofá, besó a Luis, se quitó la bata, que dobló cuidadosamente en una silla, y se metió en la cama. No tardó ni cinco minutos en quedarse profundamente dormida y muy poco después dejó de respirar.
Luis se marchó llorando de la habitación y caminó un rato antes de llamar al hotel para decirles que avisaran a la policía. Mi madre acababa de morir en una habitación en la que definitivamente había entrado la luz del día.
TRES MESES DESPUÉS
…
Carla y Julia me han dado el capricho de vestirse las dos igual. Saben que hoy es un día especial y no han protestado cuando han visto los dos vestidos iguales encima de sus camas. Hoy es la fiesta de inauguración de la nueva casa y ellas están encantadas con tanto jaleo, correteando a su antojo, comiendo pasteles y bebiendo Fanta de naranja sin que nadie les ponga límites.
Casi no cabemos, pero yo lo prefiero así. No hay cosa más triste que una fiesta en una casa en la que falta gente y sobra espacio. Desde luego, hoy no es el caso. Han venido todos los empleados del estudio y, además, la mayoría lo ha hecho con pareja. A ver qué tal se desenvuelven unos con otros con sus maridos y mujeres delante. Me refiero a los empleados del estudio que han tenido alguna relación entre ellos, que así que yo sepa son algunos y que no sepa deben de ser bastantes más. Menos mal que en este tipo de celebraciones no hay una máquina de la verdad para descubrir quién se ha acostado con quién, porque habría sorpresas monumentales. Ahí, por ejemplo, al lado de la chimenea, están bromeando el marido de una arquitecta con el administrativo con el que su mujer está liada y ésta a su vez habla de política con la señora del administrativo, con la que parece haber conectado de maravilla.
Mi padre no para de mirar el cuadro al óleo que hay enfrente del sofá en el que está sentado.
—¿Qué es? —me pregunta.
—Puede ser cualquier cosa —contesto.
—Pues me gusta —dice convencido.
—Tiene algo que hace que no lo puedas dejar de mirar —interviene Eugenio.
—¿De quién es? —pregunta mi padre.
—¿Ah, pero no conoces la historia? —se sorprende Eugenio.
Me voy de allí y dejo a Eugenio contándole a mi padre que yo en un papel y Gene en un lienzo hicimos el mismo dibujo sin saberlo. Creo que a mi padre, muy incrédulo de condición, no le interesa mucho lo que le cuenta Eugenio porque a los pocos segundos se levanta a buscar a las niñas, que siguen correteando de un lado a otro.
La mujer de Martín, el abogado de Puente, es una señora muy fea. Yo creo que Martín se avergüenza un poco de ella. No por fea, que a lo mejor también, sino porque no es nada discreta. Mi intención era saludarlos brevemente, pero la señora no me suelta y me acribilla a preguntas sobre la casa.
—¿Y esta casa es muy cara?
—No la compré —le digo—. Es una herencia.
—La encargó un matrimonio americano, ¿no?
—Sí, Gene y Patty, pero no eran matrimonio. Ella le acompañó a España, pero sólo eran amigos.
—El americano era tu padre, ¿no?
—Deja ya de preguntar —le llama la atención su marido.
Con una sonrisa aprovecho para desaparecer de allí.
—¡Qué maravilla de fiesta! —me dice Blanca tocándome por la espalda.
—¡Gracias, Blanca!
—Me alegro de que todo acabara bien con Eugenio.
—La conversación que mantuvimos tú y yo tuvo que ver mucho en eso —le recuerdo.
—A veces no se puede evitar querer a alguien.
—Ni se puede evitar, ni se puede forzar.
—Me alegro de verte tan contenta —me dice con una sonrisa.
Sí, la verdad es que lo estoy. Me encanta esta casa, me gusta vivir en ella. Las niñas están mejorando muy deprisa, incluso se han sorprendido en el colegio con el cambio. Y yo estoy con la persona a la que siempre he querido.
—¿Te pongo algo?