A pesar de su juventud, María Puente es una de las arquitectas más exitosas de España. Su obra, reconocida internacionalmente, es objeto de deseo de las mayores fortunas del país. Inteligente, guapa, con un marido de anuncio, un amante de película y unas hijas de tarjeta postal, María, como en los finales de los cuentos de hadas, parece haber sido tocada por el dedo de la fortuna. Ella así lo cree.
Sin embargo… ¿por qué nunca ha sabido nada de su verdadero padre? ¿Quién es el responsable de la deuda que amenaza a su empresa? ¿Y si sus hijas no son tan felices como parece? A partir de la muerte de su mejor cliente, María tendrá que emprender un camino hacia su propio final feliz, ese que normalmente no sale en los cuentos pero que se puede conseguir sin la ayuda de las hadas…
Nuria Roca y Juan del Val
Lo inevitable del amor
ePUB v1.0
Crubiera04.11.12
Título original:
Lo inevitable del amor
Nuria Roca y Juan del Val, 2012.
Diseño/ilustración portada: María Jesús Gutiérrez/Doyague
Editor original: Crubiera (v1.0)
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A mi madre
Tengo treinta y nueve años, que me parece una edad absurda por no ser ni una cosa ni la otra. Me llamo María Puente, que es un nombre muy normal, aunque en realidad mi nombre completo es María del Pino Puente Sánchez. Si lo dices muy deprisa, la gente no cae en lo de «pino-puente», algo que marcó mi adolescencia en el colegio, sobre todo en clase de gimnasia. Alguna vez reproché a mis padres que, apellidándome Puente, me bautizaran como María del Pino, en lugar de María del Carmen, por ejemplo, que es mucho más normal. La explicación de mi madre era que en su época no existía eso del «pinopuente». Y es que mi madre nunca dio clase de gimnasia.
Tengo que vestirme para ir a recoger a Carla y a Julia al colegio. Siempre vuelven a casa en la ruta, pero hoy quiero ir yo a buscarlas. Salen a las cinco y, para un día que puedo, quiero aprovechar. Todavía estoy un poco aturdida por los efectos de la botella de vino que nos hemos bebido Eugenio y yo en la comida. Últimamente necesito beber para que me apetezca acostarme con él. Y, desde hace tiempo, el mejor momento para mí es después de comer.
Eugenio se está abrochando los puños de la camisa con unos gemelos que yo le regalé en su último cumpleaños.
—Yo me voy para el estudio —me dice—. ¿Te veo luego por allí?
—No. Voy a ir a por las niñas y después he quedado con los americanos para visitar su obra antes de volver a casa.
Lo nuestro se está acabando. Es demasiado tiempo. Lo noto mientras le veo arreglarse. Eugenio es un hombre guapo y elegante. Antes me encantaba verle vestirse. Cuando se mete la camisa por dentro del pantalón del traje, siempre le queda perfecta, con una tersura casi artificial. Después, la maestría al colocarse los gemelos, al atarse los cordones de los zapatos, siempre brillantes, con tal precisión que los dos lazos quedan exactamente iguales, y su manera rítmica de hacerse el nudo de la corbata frente al espejo, que queda justo a la altura de la hebilla del cinturón.
Eugenio es fuerte y musculoso, con él siempre he tenido la tendencia a dejarme poseer, a disfrutar de mi pasividad, a abandonarme a lo que quisiera hacerme, incapaz de defenderme de su fortaleza. Con él, ése era mi instinto. Ahora le miro desde la cama y ya no me pasa lo que me pasaba cuando le veo ponerse la chaqueta y darme un beso de despedida.
—¡María, date prisa, que no vas a llegar al cole a recoger a las niñas!
Soy arquitecta. Una arquitecta brillante. Fui la número uno de mi promoción, logré algunos premios internacionales con mis primeros proyectos y con veintisiete años monté un estudio que hoy es uno de los más importantes de España. Me va bien, incluso en esta época de crisis me mantengo, y con lo que he conseguido durante todos estos años, la cuestión económica no es mi principal problema. La parte financiera del despacho la lleva mi marido. Menos mal, porque yo en eso soy un desastre. Me pierdo cuando se habla de ese tema porque no me interesa y, siendo sincera, tampoco lo entiendo. Así que el estudio es mío, pero sin él, tengo que reconocerlo, esta empresa no hubiera sido lo que es.
No es fácil terminar una relación. Aunque sepas que ya está acabada desde hace tiempo, te sigues engañando, poniendo excusas, como esa de que «en el fondo le quiero». Claro que le quiero, eso no tiene mérito después de las cosas que hemos vivido juntos. Eugenio me ha hecho disfrutar tanto, me he reído tanto con él… Pero ya no. Desde hace algún tiempo, no.
A lo mejor se lo digo hoy. En el estudio, antes de ir a casa. Posiblemente, no vaya a ver a los americanos y quede con él para decirle que lo nuestro tiene que acabarse.
Los americanos son Gene y Patty, una pareja de Nueva York con mucho dinero que nos encargaron el proyecto de una casa a las afueras de Madrid. Pusieron como condición que yo fuera la responsable de llevarlo a cabo, sin poder delegar en ningún otro arquitecto del estudio. Era un empeño de Gene, que, al parecer, había visto mi trabajo en nuestra web, se había informado bien sobre el estudio y sobre mí y exigió que el trato fuera directamente conmigo, sin ningún intermediario. Desde el diseño de los planos hasta la elección de materiales, cada posible cambio, o el más mínimo detalle durante todo el proceso de construcción debía comunicárselo yo personalmente. Los dos, especialmente Gene, conocían a la perfección cada una de mis casas y edificios. Me acabaron convenciendo para que no delegara en nadie el trabajo por medio del halago y además pagan esa dedicación exclusiva a un precio mucho más alto del que merezco. Esta casa está siendo, desde luego, la construcción más rentable de cuantas hemos hecho en Puente.
No acepté sólo por dinero, sino por el respeto que los dos tenían por mi trabajo y porque desde el principio demostraron un gusto excelente y un sentido estético muy cercano al mío. Gene es un escultor muy reconocido en Estados Unidos que vende su obra por todo el mundo y Patty dirige algunas galerías de arte en Manhattan. Gene y yo conectamos desde el principio, y eso que corrigió casi por completo el primer proyecto que les presenté. A otro no se lo hubiera consentido, pero sus cambios lo mejoraban tanto que decidí no defender mi criterio y hacerle caso. Me di cuenta pronto de que era una suerte trabajar con un artista de ese nivel, hasta podría aprender. Y además estaba dispuesto a pagar el valor de cada cosa e incluso más.
La mayoría de mis clientes no son así, qué más quisiera. También tienen dinero, claro, pero un nulo conocimiento del arte y de la arquitectura y muchas veces un gusto lamentable. Se han hecho ricos en la construcción, dirigiendo bancos, vendiendo y comprando cosas o jugando al fútbol. Lo bueno de ellos es que su escasa cultura les hace ser muy impresionables y basta una presentación ostentosa del proyecto de su casa para que lo acepten con entusiasmo, ellos y, sobre todo, sus mujeres.
Todo lo que se diseña en el estudio lleva mi sello, una manera de hacer, de concebir la arquitectura que ha dotado a la empresa de una personalidad propia. He conseguido esa marca a costa de rechazar proyectos. He dicho no —sobre todo al principio— a muchos encargos, aunque con algunos dejé de ganar bastante dinero. No hago casas que no me gusten, no concibo edificios de los que pueda avergonzarme, ni espacios a los que no encuentre una racionalidad, mi racionalidad.
De los que diseño cambiaría buena parte de ellos cuando están construidos, pero eso es otra cuestión. Dicen que muchos escritores no pueden volver a leer sus obras porque harían correcciones casi en cada párrafo. Eso es un poco lo que me pasa a mí con lo que construyo.
Yo no diseño cada encargo que nos llega al estudio, pero todos pasan por mí para su aprobación. Superviso siempre lo que dibujan mis arquitectos. Ahora debo de tener más o menos cincuenta, entre la delegación que tenemos en Valencia y en Madrid, unos quince menos que cuando empezó la crisis, pero los que quedan, de momento, los podré mantener. Eso espero. Son buenos y saben cómo se trabaja aquí. Saben cómo trabajo yo. Saben cómo soy.
Me cuesta creer que ésta haya sido la última vez que me he acostado con Eugenio. Me pone nerviosa ese pensamiento. Muy nerviosa, pero nada triste. Le llamo al móvil.
—¡Eugenio! He retrasado mi encuentro con los americanos para mañana. Me gustaría verte luego en el despacho, antes de ir a casa.
—¿Pasa algo?
—Tenemos que hablar.
—¡Pasa algo!
—Quiero dejarlo.
—No me parece que por teléfono…
—Llevas razón —le digo—. Me paso luego por ahí y hablamos. Las niñas están con la chica y quiero llegar antes de que se acuesten.
Conocí a Eugenio en la universidad, en cuarto de carrera. En un principio no me gustó por el mismo motivo por el que después me encantó. Éramos muy distintos. Yo era una alumna brillante y él, cuando aprobaba, lo hacía con lo justo. Yo llegué a cuarto a curso por año, y allí me lo encontré, tres años mayor que yo, los que tardó de más en llegar. Era de un equipo de rugby, hacía artes marciales, pasaba de política, jugaba al mus, dicen que con maestría, y le gustaba el fútbol. Yo leía poesía, no soportaba los deportes y era una feminista radical. Eugenio alternaba con rubias y morenas al tiempo que con rellenas y flacas. Y yo, que por supuesto no quería ningún novio, tenía algunas relaciones ocasionales a las que solía seguir un largo periodo de abstinencia. Era una mujer libre, me decía a mí misma muy convencida.
Nuestro primer encuentro fue un desastre. Yo me relacionaba poco con el resto de alumnos, pero tenía dos amigas, Elisa y Blanca, con las que solía intercambiar apuntes y tomar algo después de salir de clase. Un viernes que salimos juntas Blanca había quedado a su vez con un grupo de otros tres chicos que lideraba Eugenio. Él y yo no encajamos, hasta el punto de enzarzarnos en una absurda discusión que acabó con él llamándome «amargada» y yo a él «machista de mierda», un insulto al que yo recurría con frecuencia en aquella época. Se lo llamaba a todo el mundo, porque por aquel entonces casi todo el mundo me lo parecía. Me da un poco de vergüenza recordar aquel extremismo que me acompañaba en esos años, igual que cuando veo tiempo después los edificios que he diseñado.
Con el paso de los años Eugenio y yo nos hemos acordado algunas veces de aquel primer encuentro, pero sin poder precisar nunca cuál fue el motivo de la discusión. Eso sí, estoy casi segura de que yo no llevaba razón.
Quise ser arquitecto desde muy niña. Me obsesionaban los estudios y el dibujo. Un día, tendría yo ocho o nueve años, estaban poniendo en televisión un reportaje en el que se hablaba de arquitectura, desde las pirámides de Egipto hasta las Torres Gemelas de Nueva York. No recuerdo nada de lo que contaban, pero tengo nítida la idea de que después de aquel programa ya tuve claro lo que iba a ser de mayor.
Tenía una habilidad innata para dibujar. Mi estado natural desde que tengo memoria es con un lápiz en la mano, plasmando cuanto veía. Aunque mi madre se desesperaba, o precisamente por ello, nunca me dio por pintar paisajes bucólicos, ni flores, ni bodegones. Yo casi siempre dibujaba una parte del todo. De una profesora podía dibujar sólo uno de sus ojos; de mi madre, la nariz; de una compañera, sus labios. Y eran ellas, inconfundiblemente. Tardé mucho, hasta pasada la adolescencia, en dibujar a las personas enteras. Me parecía que lo evidente tenía poco interés, y si no me lo parecía entonces, tan niña, me lo parece ahora.