Mi madre me dice que me espera en su casa y yo le digo que salgo para allá en cuanto me vista.
No puedo parar de llorar durante todo el trayecto desde mi casa hasta la de mi madre. A pesar de la escayola, he cogido el coche, que es automático, y, aunque sé que está prohibido conducir así, puedo hacerlo perfectamente. Hay un señor que se me queda mirando en un semáforo porque, a pesar de las gafas de sol, no puedo disimular tanto sollozo. Además, en el aleatorio del iPod, qué casualidad, suena Bruce Springsteen, que es el cantante preferido de mi madre. A mí siempre me ha parecido un poco pesado, pero ella tiene todos sus discos y cada vez que viene a España va a verlo a algún concierto. Una vez la acompañé a uno que dio en Valladolid y nunca recuerdo haberla visto disfrutar tanto.
Ha sonado una de sus canciones lentas, no me sé el título, y al terminar la he vuelto a poner, una y otra vez. Y no puedo parar de llorar. Me duelen los ojos de hacerlo y siento una pena horrible. Es muy egoísta sufrir más por mí que por ella. Pero sufro porque la quiero. Pienso, mientras suena Bruce Springsteen de fondo, que debería existir una tecla que al pulsarla pudiéramos dejar de querer y así en ese instante dejáramos de sufrir. Porque si no se quiere no se sufre. Pero no. No se puede dejar de querer cuando se nos antoje. El amor es inevitable.
Mi madre me recibe en la puerta. Nos damos un beso y un abrazo que interrumpimos pronto porque si no va a ser imposible dejar de llorar. Me refiero a mí, porque ella está muy entera.
—He hecho café, ¿quieres?
—Espera, ya lo pongo yo. Tú siéntate.
—María, el cáncer es en la garganta. Puedo andar. ¿Solo o con leche?
Mi madre me cuenta su enfermedad y lo que le han dicho los médicos. Tarda en explicarme los pormenores, aunque, resumiendo, lo único importante es que no puede operarse y la única posibilidad que existe es someterse a un tratamiento muy agresivo de quimioterapia. Tanto que es posible que si no es el cáncer sea la quimio lo que acabe con ella. Está dudando si hacerlo o no.
—Tienes que hacerlo. Seguro que te curas.
Mi madre sonríe sin contestar mientras se sirve otro café. Me siento un poco ridícula intentando animarla.
—¿Se lo has contado a alguien más?
—No. Esta tarde llamaré a tu padre y a un par de amigas.
Hay un gran silencio en el comedor. El sonido de las cucharillas rozando las tazas de porcelana y el de éstas chocando con el cristal de la mesita de centro está demasiado presente. Enciendo la tele para tener algo de ruido de fondo. Vuelve a salir Ana Rosa Quintana, que ahora está despidiendo el programa.
—¡Qué vestido y qué zapatos más bonitos! —comenta mi madre.
—Antes, en casa, me he fijado yo también.
—¡Qué elegante va esta chica siempre!
Se acaba el programa y mi madre baja del todo el volumen. Se recuesta sobre el sofá, cruza las manos y las apoya en la tripa.
—¿Y tú qué vas a hacer? —me pregunta.
—¿Qué voy a hacer de qué?
—María, por favor, que me cuesta mucho hablar.
—¿De lo de Óscar? Pues dejarle, creo.
—¿Crees?
—¡Mamá! No sé. Ya veremos.
—¿Le vas a denunciar?
—No. Es el padre de mis hijas.
—En eso estoy de acuerdo. ¿Y cuándo le vas a decir que lo sabes?
—No lo sé. Ahora lo importante es que tú te cures.
—¡María, yo no me voy a curar!
—No digas eso más —me enfado.
—Qué más da que lo diga o no: es la verdad.
—Puedes ponerte bien. Hay mucha gente que se cura de esa enfermedad.
—Se llama cáncer. Y que yo me salve no es una posibilidad, es un milagro.
—Lo único que intento es animarte.
—Te estás animando a ti misma, no te engañes.
No soy capaz de contestarla. Lleva razón. El informe médico no deja lugar a dudas. Mi madre se va a morir por un cáncer que se ha extendido por todo su cuerpo y que no tiene solución.
—¡Cariño! —vuelve a llamarme así—. Tienes que solucionar lo de Óscar.
—Hablaré con él. Todos cometemos errores.
—Lo suyo no es un error, es un fraude. ¿No le has visto en las fotos con esa mujer?
Me callo, que es lo mismo que decir que sí. En la carpeta de los detectives que investigaron a Óscar por orden de Gene había muchas cosas, entre otras, varias fotos de mi marido con una mujer morena muy guapa, que me resultó familiar aunque tardé algún tiempo en reconocer.
—María, cariño, tienes que afrontarlo, aunque duela.
—Eso es lo que pasa, mamá, que duele. Todo duele mucho.
Mi madre abandona su sillón y se viene al mío para abrazarme. Curioso que sea ella la que me esté consolando a mí, sabiendo que se va a morir.
—¡Llevas razón, mamá! —me recompongo, finalizando el abrazo—. Voy a decirle que lo sé. Esto se ha acabado.
Y es que mi marido tiene una amante. No es sólo una aventura, eso sería lo de menos. Es que yo conozco a esa mujer. Es la mujer morena de ojos claros con un lunar perfecto en la mejilla que en Barcelona se hizo pasar por la abogada de Gene. Sí, la amante de mi marido es Rocío Hurtado.
Vemos lo que queremos ver y oímos lo que queremos oír. Eso le pasa a la gente. A otros, porque saber que eso también lo hacemos nosotros es más difícil. Hasta que te das de bruces con el espejo.
En un puente fuimos a Santander Óscar, las niñas y yo a visitar a mi padre. Llegamos a su casa un viernes por la noche para quedarnos hasta el martes, que era festivo. Ya conocíamos a Estefanía, su novia mexicana, con la que hacía poco tiempo que salía, pero a la que ya nos había presentado en una comida. Ya fue bastante para que aquella chica de mi edad no me gustara demasiado. Yo quería quedarme en un hotel, pero mi padre y ella insistieron en que nos quedáramos con ellos. Al fin y al cabo, se trataba de que Carla y Julia pasaran tiempo con su abuelo y como la casa era lo suficientemente grande como para poder estar todos a gusto, decidimos quedarnos.
Estefanía se mostró desde el principio como una anfitriona muy amable, demasiado, hasta ponerse pesada con tanto afán por agradarnos. «Vosotros ya sabéis, si necesitáis algo, como si estuvierais en vuestra casa». Ésta es una frase que dicha una o dos veces es de agradecer, incluso tres es admisible si tu anfitrión es muy amable. Pero si a cada hora escuchas el «ya sabéis, vosotros como si estuvierais en vuestra casa», tres veces cada media hora y al tiempo que la dice te va persiguiendo allá donde vayas y además te toca el brazo cada vez que la pronuncia con un dulce acento mexicano, la amabilidad acaba sacándote de quicio. Yo, al segundo día, después de escuchar por enésima vez la frasecita y con Estefanía tocándome suavemente el brazo, exploté con un sonoro: «¡Coño, que sí!». Aparté el brazo de sus manos y me fui por el pasillo suspirando por no gritar. Estefanía se quedó muy sorprendida ante mi reacción, pero es que no se puede ser tan pesada. Ésa es otra de mis manías. No soporto a los pesados. Ser pesado es para mí el peor defecto de una persona porque oculta cualquier otra virtud que pueda tener. Todo el mundo conoce a algún pesado o pesada y si no lo conoce, es que el pesado es él. Las cosas han de decirse una vez, a lo sumo dos, por si tu interlocutor estaba despistado. Si repites algo más de tres veces, eres un pesado. Pedí disculpas a Estefanía un poco más tarde. Intenté justificarme diciéndole que estaba algo nerviosa por cosas del estudio y de ahí mi reacción, si bien le insistí en que no se preocupara por mí y que de verdad, de verdad, yo me sentía como en mi propia casa.
Quizá fue ese incidente lo que hizo que no reparara en nada más de lo que sucedió aquel fin de semana, pero ahora no sé por qué, recordándolo, creo que aquella pequeña discusión entre la mexicana y yo no fue el motivo de que adelantáramos nuestra marcha al domingo muy temprano, cuando el plan era quedarnos hasta el martes. Con Óscar también discutió el sábado por la noche, según me contó cuando vino a la cama.
Yo me fui a acostar un poco antes y ellos se quedaron hablando en el salón. Yo estaba durmiendo, así que no los escuché, pero cuando Óscar llegó a la habitación me dijo que Estefanía quería que nos marcháramos de allí lo antes posible. Y eso hicimos. Al día siguiente, madrugamos y salimos de la casa de mi padre y su mujer sin ni siquiera desayunar. Me dio pena por mi padre, que se quedó un poco triste despidiéndonos, pero lo hablamos días después y aquel fin de semana quedó olvidado para siempre. O no del todo, porque yo ahora me estoy acordando de lo que pasó y hay cosas que no me cuadran. Debe de ser porque solemos ver lo que queremos ver y oímos lo que queremos oír.
—¡Hola, Antonio! —es mi padre el que coge el teléfono fijo de su casa en Santander.
—¡Hola, María! ¿Qué tal estás?
—Muy bien. ¿Y tú?
—Aquí tirando, pero bien. ¿Cómo está tu madre?
—Se encuentra bien, a pesar de todo.
—La verdad es que está muy entera. Luego la llamaré. Llevo un par de días que no hablo con ella.
—¿Está Estefanía? —le pregunto cambiando de conversación.
—¿Estefanía?
—Sí. Quiero hablar con ella.
Mi padre se sorprende mucho, como es natural, de que yo quiera hablar con Estefanía y me advierte que no quiere problemas.
—No te preocupes —le tranquilizo—, te aseguro que no vamos a discutir.
La mexicana tarda en ponerse un rato, supongo que mientras se repone de la sorpresa que le debe de haber supuesto mi intención de querer hablar con ella.
—¿Diga?
—¡Hola, Estefanía! ¿Qué tal estás?
—Bien, bien —dice sorprendida.
—¿Qué pasó aquel fin de semana?
—¿Cómo? —dice aún más sorprendida.
—¿Por qué dijiste que querías que nos marcháramos de allí?
—Ya ha pasado mucho tiempo. Dejémoslo estar.
—Creo que no fue por la discusión que tuvimos tú y yo, ¿verdad?
—¡Qué más da! —insiste en no remover más las cosas.
—¡Cuéntamelo, por favor!
Duda, pero finalmente lo hace.
—Fue muy incómodo desde que llegasteis. Al principio, creí que Óscar estaba siendo muy amable, pero poco a poco me di cuenta de que sus intenciones eran otras. Por eso yo intentaba estar todo el rato pegada a ti.
—¡Claro, claro! —le digo, comprendiéndola.
—No sé cómo no te dabas cuenta.
No le contesto porque yo tampoco tengo respuesta a eso.
—El sábado —continúa—, cuando te acostaste y él se quedó, me acosó en la terraza, me propuso ir a una habitación y… llegó a tocarme… hasta que me zafé de él… En fin, fue tan incómodo…
—Lo entiendo.
—María, yo jamás te lo hubiera contado. Lo hago porque me lo has preguntado.
—No te preocupes. ¿Mi padre sabe esto?
—No.
—Mejor así.
El mundo ha cambiado en los últimos cuatro o cinco años tanto que cada uno de nosotros ya no somos como éramos. La crisis nos ha golpeado y, como los boxeadores aturdidos después del golpe, danzamos por el
ring
intentando no caer y sin saber muy bien qué pasa. Yo no sé qué ha pasado. Muy poca gente lo sabe y en ese selecto grupo no están los políticos ni los economistas de andar por casa que nos explican causas y soluciones cada mañana, tarde y noche en la televisión y la radio. En la palabra «crisis» hemos intentado resumir todo lo que nos está pasando, pero lo que nos ocurre es demasiado para que quepa en una sola palabra, en un solo concepto. «Crisis» es «cambio», según el diccionario, pero esta crisis es también miedo. Sobre todo miedo.
Puente no va bien. Está a punto de esfumarse el sueño que una vez tuve y logré y ahora sé que debo ir hacia otro sitio. Ojalá pudiera sentir que la crisis es cambio, porque ahora lo único que noto es miedo.
El director del banco ya me dijo por teléfono que era una grata sorpresa recibirme. Al principio, cuando le llamé, no sabía quién era yo, porque desde que abrí las cuentas hace años no he vuelto a pisar la sucursal. De todo lo relacionado con los bancos se ocupaba Óscar, así que es normal que no me conociera.
El director se llama Severiano Esquinas y me trata con una amabilidad un poco exagerada. Le expliqué por teléfono que nuestra cita tenía que ser muy discreta y que ni siquiera mi marido debía saber que iba a ir a verle. Severiano parece un hombre discreto y no hace demasiadas preguntas. Mejor. Quiero que me informe del estado de todas mis cuentas y que me especifique los plazos para pagar la deuda que ha contraído Puente. Se ha tomado muy en serio lo de la discreción y ha cerrado la puerta de su despacho diciéndole a una de las empleadas que nadie le moleste si no es muy urgente.
Severiano teclea en su pantalla y me informa de las cantidades que hay en mis dos cuentas personales. Nada significativo, todo está en orden. Miramos las de Puente. Son tres, cuyos movimientos me explica por encima. Es un lío enorme, pero el normal, me asegura, para una empresa de ese tamaño. Severiano no ve nada irregular en todo lo que aparece en la pantalla. Ellos están en permanente contacto con Óscar y los asesores de Puente y todo está en orden.
—Entonces, ¿todos los movimientos le parecen normales? —pregunto.
—Señora Puente, el volumen de su empresa es muy grande como para poder observar irregularidades en esta pantalla. Puede hablarlo si quiere con los asesores que tiene en su empresa, pero le aseguro que su situación bancaria es normal.
—Me da usted una alegría.
—Pues me alegro de dársela.
—Entonces, hablemos del préstamo.
—¿A qué préstamo se refiere?
—Pues al préstamo que nos vence ahora por la compra de los terrenos.
—Discúlpeme, pero no me consta que usted tenga ningún préstamo con nosotros.
—No hablo de mí. Me refiero al préstamo de Puente.
—Puente tampoco, salvo las líneas de crédito habituales.
—A ver, Severiano —le llamo la atención—. ¿Puente no tiene una deuda con este banco de cuatro millones de euros?
—¿De cuatro millones de euros? —exclama.
—Sí, eso fue lo que me dijo mi marido.
—Señora, eso no es así. Ni usted ni su empresa deben nada a este banco.
He llamado al director de la agencia de detectives que investigó a Óscar por orden de Gene y le he dicho quién soy. Ha querido recibirme en su despacho para contarme de primera mano en qué consistió la investigación. En la agencia no sabían que Gene había muerto. He sido yo la que le he dado la noticia al director.
Las agencias de detectives no son como las que aparecen en las películas y los detectives tampoco. Por lo menos éste. No es que me esperara un tipo con gabardina y sombrero fumando, pero tampoco un señor tan enclenque dirigiendo un negocio de este tipo. Se llama Carlos Villasante y debe de medir escasamente un metro sesenta, y además es muy estrechito de cuerpo, con gafitas redondas de pasta negra y vestido con un pantalón vaquero y una camisa blanca. Es de esos tipos a los que siempre parece que la ropa le viene grande.