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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (17 page)

BOOK: Lo es
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La señora Patterson me coge la cara con las manos y me dice:

—Me alegro por tu pobre madre, Frankie, después de la vida tan terrible que ha vivido.

Y también está la señora Murphy, que perdió a su marido en el mar, en la guerra, y que vive ahora en pecado con el señor White sin que nadie de los callejones se escandalice en absoluto, y que ahora me sonríe.

—Estás hecho un galán de cine, desde luego, Frankie, y ¿qué tal tienes tus pobres ojos? Vaya, tienen un aspecto estupendo.

Todo el mundo del callejón sale a la puerta y me dice que tengo un aspecto estupendo. Hasta la señora Purcell me dice que tengo un aspecto estupendo, y eso que está ciega. Pero yo entiendo que es lo que me diría si viera, y cuando me acerco a ella, extiende los brazos y me dice:

—Déjate de historias y ven aquí, Frankie McCourt, y dame un abrazo en recuerdo de los tiempos en que escuchábamos juntos a Shakespeare y a Sean O'Casey en la radio.

Y cuando me rodea con los brazos, me dice:

—Arrah,
Dios del cielo, no tienes nada de chicha. ¿Es que no te dan de comer en el ejército americano? Pero no importa: hueles de maravilla. Los yanquis siempre huelen de maravilla.

Me cuesta trabajo mirar a la señora Purcell y ver los párpados delicados que apenas tiemblan sobre los ojos que tiene muy hundidos en la cara y recordar las noches que me dejaba sentarme en la cocina escuchando obras de teatro y cuentos en la radio, y que ella no daba ninguna importancia a darme una taza de té y una gran rebanada de pan con mermelada. Me cuesta trabajo, porque la gente del callejón está a las puertas de sus casas, encantados, y yo me avergüenzo de mí mismo por haber dejado a mi madre y por haberme quedado con mi enfado en la cama del hotel National. ¿Cómo podría explicar ella a los vecinos que me había recibido en la estación y que yo no había querido venir a casa? Me gustaría acercarme a mi madre, que está a la puerta de su casa, a pocos pasos, y decirle cuánto lo siento, pero no puedo por miedo a que se me salten las lágrimas y entonces ella me diría:

—Ay, tienes la vejiga cerca del ojo.

Sé que lo diría para hacernos reír y para aguantarse sus propias lágrimas, para que no nos sintamos apurados y avergonzados de nuestras lágrimas. Lo único que puede hacer ahora es decir lo que diría cualquier madre de Limerick:

—Debes de estar muerto de hambre. ¿Te apetece una buena taza de té?

Mi tío Pat está sentado en la cocina, y cuando levanta la cabeza para mirarme me pongo malo al verle los ojos rojos y la supuración amarilla. Me recuerda al pequeño Ojos con Costras del cine Lyric. Me recuerda a mí mismo.

El tío Pat es hermano de mi madre, y es conocido por todo Limerick con el nombre de Ab Sheehan. Algunos lo llaman el Abad, y nadie sabe por qué.

—Llevas un
uriforme
estupendo, Frankie —dice—. ¿Dónde tienes el mosquetón?

Se ríe y deja ver los raigones amarillos de los dientes en las encías. Tiene el pelo negro y gris y espeso por no lavárselo, y en las arrugas de su cara hay mugre. Su ropa también brilla de grasa por no lavarla, y yo me pregunto cómo es capaz mi madre de vivir con él sin tenerlo limpio, hasta que recuerdo lo terco que es en la cuestión de no lavarse y de ponerse la misma ropa día y noche hasta que se le cae a pedazos. Una vez, mi madre no encontraba el jabón, y cuando le preguntó a él, le respondió:

—No me culpes a mí del jabón. Yo no he visto el jabón. Llevo una semana sin lavarme.

Y lo decía como si todo el mundo debiera admirarle. A mí me gustaría desnudarlo en el patio trasero y echarle agua caliente con una manguera hasta que le saliera la mugre de las arrugas de la cara y le corriera el pus de los ojos.

Mamá prepara el té y me alegro de ver que ahora tiene tazas y platos como es debido y no es como en los viejos tiempos, cuando bebíamos en tarros de mermelada. El Abad rechaza las tazas nuevas.

—Yo quiero mi tazón —dice.

Mi madre discute con él, afirmando que ese tazón es una vergüenza, con toda la suciedad que tiene en las grietas, donde pueden acechar todo tipo de enfermedades. A él no le importa.

—Es el tazón de mi madre, me lo dejó a mí —dice, y es inútil discutir con él sabiendo que lo dejaron caer de cabeza cuando era niño de pecho. Se levanta para ir cojeando al retrete del patio trasero, y cuando se ha marchado, mamá dice que ha hecho todo lo posible para que salga de esta casa y viva con ella una temporada. No, no quiere irse. No está dispuesto a dejar la casa de su madre y el tazón que ésta le dio hace mucho tiempo, y la estatuilla del Niño Jesús de Praga y el cuadro grande del Sagrado Corazón de Jesús que está arriba, en el dormitorio. No, no está dispuesto a dejar todo aquello. Qué importa. Mamá tiene que cuidar de Michael y de Alphie, Alphie va todavía a la escuela y el pobre Michael lava platos en el restaurante Savoy, bendito de Dios.

Terminamos de tomar el té y me doy un paseo con Alphie bajando por la calle O'Connell para que todos me vean y me admiren. Nos encontramos con Michael que sube por la calle, de vuelta de su trabajo, y siento un dolor en el corazón cuando lo veo, con el pelo negro que le cae sobre los ojos y con el cuerpo hecho un saco de huesos, con la ropa tan llena de grasa como la de el Abad por haberse pasado todo el día lavando platos. Me sonríe con ese aire tímido suyo y me dice:

—Dios, tienes muy buen aspecto, Frankie.

Yo le devuelvo la sonrisa y no sé qué decir, porque me avergüenza su aspecto, y si estuviera delante mi madre le gritaría y le preguntaría por qué tiene que estar así Michael. ¿Por qué no puede comprarle ropa decente, o por qué no pueden darle por lo menos un delantal en el restaurante Savoy para protegerlo de la grasa? ¿Por qué ha tenido que dejar la escuela a los catorce años para lavar platos? Si viviera en la carretera de Ennis o en la carretera de Circunvalación del Norte ahora estaría en la escuela jugando al rugby e iría a Kilkee en las vacaciones. No sé de qué me sirve volver a Limerick, donde los niños siguen correteando descalzos y mirando el mundo con ojos llenos de costras, donde mi hermano Michael tiene que lavar platos y mi madre no tiene prisa en mudarse a una casa como es debido. Yo no esperaba que las cosas fueran así, y me entristece tanto que me gustaría estar de vuelta en Alemania, bebiendo cerveza en Lenggries.

Algún día los sacaré de aquí, a mi madre, a Michael, a Alphie, los llevaré a Nueva York, donde ya está trabajando Malachy, dispuesto a alistarse en las fuerzas aéreas para que no lo llamen a filas ni lo manden a Corea. No quiero que Alphie deje la escuela a los catorce años como la dejamos los demás. Al menos, va a los Hermanos Cristianos y no a una escuela nacional como la Leamy, a la que fuimos nosotros. Algún día podrá ir a la escuela secundaria y sabrá latín y otras cosas importantes. Al menos, ahora tiene ropa y zapatos y comida y no tiene por qué avergonzarse de sí mismo. Se ve lo robusto que es, no como Michael, el saco de huesos.

Damos la vuelta y subimos de nuevo por la calle O'Connell, y yo sé que la gente me admira con mi uniforme militar hasta que alguno grita:

—Jesús, ¿eres tú, Frankie McCourt?

Y todo el mundo sabe que no soy un verdadero militar americano, que no soy más que alguien salido de los callejones de Limerick y ataviado con el uniforme americano con los galones de cabo.

Mi madre baja por la calle deshecha en sonrisas. La casa nueva tendrá electricidad y gas mañana y podremos mudarnos. La tía Aggie ha mandado recado de que se ha enterado de mi llegada y de que quiere que vayamos a merendar en su casa. Nos está esperando.

La tía Aggie también es toda sonrisas. No es como en los viejos tiempos, cuando no tenía en la cara más que amargura por no haber tenido hijos propios, y aunque tuviera amargura fue ella la que se encargó de que yo tuviera ropa decente para mi primer empleo. Creo que la impresionan mi uniforme y mis galones de cabo, en vista del modo en que me pregunta constantemente si me apetece más té, más jamón, más queso. No es tan generosa con Michael ni con Alphie, y se nota que es mi madre la que tiene que ocuparse de que tengan suficiente. Ellos son demasiado tímidos para pedir más, o les da miedo. Saben que tiene mal carácter por no haber tenido hijos propios.

Su marido, el tío Pa Keating, no se sienta siquiera a la mesa. Se queda junto al fogón de carbón con un tazón de té y lo único que hace es fumar cigarrillos y toser hasta que se siente débil, se lleva las manos al pecho y dice riéndose:

—Estos jodidos pitillos acabarán matándome.

—Deberías dejarlos, Pa —dice mi madre, y él responde:

—Y si los dejo, Ángela, ¿en qué iba a entretenerme? ¿Me iba a quedar aquí sentado con mi té contemplando la lumbre?

—Te matarán, Pa —dice ella.

—Y si me matan, Ángela, no me importará un pedo de violinista.

Esto es lo que siempre me gustó del tío Pa, el modo en que nada le importa un pedo de violinista. Si yo pudiera ser como él, sería libre, aunque no me gustaría tener los pulmones como los tiene él, destrozados por el gas alemán de la Primera Guerra Mundial, después por los años de trabajo en la fábrica del gas de Limerick y ahora por los pitillos que se fuma junto al fogón. Me da pena que esté allí sentado matándose cuando es el único hombre que dice la verdad. Fue él quien me dijo que no se me ocurriera examinarme para Correos cuando podía ahorrar mi dinero e irme a América. Es inimaginable que el tío Pa diga una mentira. Lo mataría antes que el gas o que los pitillos.

Todavía está negro de echar paletadas de coque y de carbón en la fábrica del gas y no tiene carne en los huesos. Cuando levanta la vista desde su puesto junto al fuego, el blanco de los ojos le brilla alrededor del azul. Cuando nos mira se nota que tiene un cariño especial a mi hermano Michael. A mí me gustaría que me tuviera ese cariño a mí, pero no lo tiene, y me basta con saber que hace mucho tiempo me invitó a mi primera pinta y me dijo la verdad. Me gustaría decirle lo que siento por él. No, temo que alguien se echaría a reír.

Después de tomar el té en casa de la tía Aggie pienso en volver a mi habitación del hotel National, pero temo que en los ojos de mi madre vuelva a aparecer esa mirada de ofendida. Ahora tendré que acostarme en la cama de mi abuela con Michael y con Alphie y sé que las pulgas me volverán loco. Desde que me marché de Limerick no he sabido lo que es una pulga, pero ahora que soy un militar con un poco de carne encima de los huesos me comerán vivo.

Mamá me dice que no, que hay unos polvos que se llaman DDT que lo matan todo y que ella los ha espolvoreado por toda la casa. Yo le cuento que a nosotros nos fumigaban con él desde avionetas que pasaban por encima de nosotros en Fort Dix para librarnos del tormento de los mosquitos.

A pesar de todo, estoy apretado en la cama con Michael y con Alphie. El Abad está en su cama, al otro lado de la habitación, gruñendo y comiendo pescado frito con patatas fritas de un envoltorio de papel, tal como hacía siempre. No puedo dormir mientras lo escucho y recuerdo los tiempos en que yo lamía la grasa del papel de periódico que había servido de envoltorio a su pescado frito con patatas fritas. Heme aquí en la vieja cama, con mi uniforme sobre el respaldo de una silla, en un Limerick donde no ha cambiado nada salvo el DDT que ahuyenta las pulgas. Es un consuelo pensar en que los niños pueden dormir ahora con el DDT sin padecer el tormento de las pulgas.

Al día siguiente, mi madre intenta por última vez convencer al tío Pat, su hermano, para que se mude a Janesboro con nosotros.

—Noa, noa —dice él. Habla así porque lo dejaron caer de cabeza. No quiere marcharse. Dice que se quedará aquí y que cuando nos hayamos marchado todos él se trasladará a la cama grande, a la cama de su madre en la que dormimos todos nosotros durante años. Siempre quiso aquella cama y ahora la tendrá, y se tomará el té en el tazón de su madre todas las mañanas.

Mi madre lo mira y vuelven a aparecer las lágrimas. A mí me pone impaciente y le pido que coja sus cosas y nos vayamos. Si el Abad quiere ser así de estúpido y de terco, déjale.

—Tú no sabes lo que es tener un hermano así —dice ella—. Tienes suerte de que todos tus hermanos estén enteros.

¿Enteros? ¿De qué me habla?

—Tienes suerte de tener unos hermanos cabales y sanos y que no se cayeron de cabeza.

Vuelve a llorar y pregunta al Abad si quiere tomarse una buena taza de té, y él dice «Noa».

¿No querrá subir a la casa nueva y darse un buen baño caliente en la bañera nueva?

—Noa.

—Ay, Pat; ay, Pat; ay, Pat.

Las lágrimas la dejan tan impotente que tiene que sentarse, y él no hace más que mirarla con sus ojos que supuran. La mira fijamente sin decir palabra, hasta que coge el tazón de su madre y dice:

—Tendré el tazón de mi madre y la cama de mi madre, que me habéis quitado durante tantos años.

Alphie se acerca a mamá y le pregunta si podemos irnos a nuestra casa nueva. Sólo tiene once años y está emocionado. Michael ya está lavando platos en el restaurante Savoy, y cuando haya terminado podrá venir a la casa nueva, donde tendrá agua corriente fría y caliente y podrá darse un baño por primera vez en su vida.

Mamá se seca los ojos y se pone de pie.

—¿Estás seguro de que no quieres venir, Pat? Puedes llevarte el tazón si quieres, pero no podemos llevarnos la cama.

—Noa.

Y no hay más que decir.

—Yo me crié en esta casa —dice ella—. Cuando me marché a América, ni siquiera volví la vista atrás cuando subía por el callejón. Ahora, todo es diferente. Tengo cuarenta y cuatro años, y todo es diferente.

Se pone el abrigo y se queda de pie mirando a su hermano, y yo estoy tan cansado de sus quejidos que quiero sacarla de la casa a rastras.

—Vámonos —digo a Alphie, y salimos por la puerta, de manera que tiene que seguirnos. Siempre que está dolida se le pone la cara más pálida y la nariz más afilada, y ahora está así. No quiere hablar conmigo, me trata como si hubiera hecho algo malo al enviarle la asignación para que ella pudiera vivir decentemente hasta cierto punto. Yo tampoco quiero hablar con ella, porque es difícil sentir lástima por una persona, aunque sea tu madre, que quiere quedarse en un tugurio con un hermano que es corto porque lo dejaron caer de cabeza.

Está así durante todo el viaje en autobús hasta Janesboro. Después, ante la puerta de la casa nueva, empieza a revolver en su bolso.

—Ay, Dios, he debido de dejarme la llave —dice, con lo que demuestra que de entrada no quería dejar su casa vieja. Eso me dijo una vez el cabo Dunphy en Fort Dix. Su mujer tenía esa costumbre de olvidarse las llaves, y cuando tienes esa costumbre significa que no quieres volver a tu casa. Significa que tienes miedo a tu propia puerta. Ahora tengo que llamar a casa de los vecinos para pedirles que me dejen pasar por la parte trasera por si hay una ventana abierta y puedo entrar por allí.

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