Después me pregunta si bebo, y mi abuela le dice:
—Vamos, Malachy, ya basta de hablar de esas cosas.
—
Och
, sólo quería prevenirle ante las malas compañías que se encuentran en las tabernas.
Éste es mi padre, el que nos abandonó cuando yo tenía diez años para gastarse en las tabernas de Coventry hasta el último penique que ganaba, mientras caían a su alrededor las bombas alemanas, con su familia a pique de morir de hambre en Limerick, y ahora adopta al aire del que rebosa gracia santificante, y lo único que se me ocurre es que debe de haber algo de cierto en lo que cuentan de que lo dejaron caer de cabeza o en aquello otro de que tuvo una enfermedad como la meningitis o algo parecido.
Esto podría servir de excusa para la bebida, el que lo dejaran caer de cabeza o la meningitis. Las bombas alemanas no podrían servir de excusa porque había otros hombres de Limerick que enviaban dinero a sus casas desde Coventry, con bombas o sin ellas. Incluso había hombres que se liaban con mujeres inglesas y que seguían enviando dinero a casa, aunque el dinero iba reduciéndose hasta quedar en nada porque las mujeres inglesas destacan por lo poco que les gusta que sus irlandeses sustenten a las familias que tienen en su patria cuando ellas tienen a otros tres o cuatro mocosos ingleses de ellos que corretean a su alrededor pidiéndoles salchichas y puré de patatas. Al final de la guerra hubo muchos irlandeses que estaban tan desesperados por el dilema entre sus familias irlandesa e inglesa, que no les quedó más remedio que saltar a bordo de un barco rumbo a Canadá o a Australia y que nadie volviera a tener noticias de ellos.
No sería el caso de mi padre. Si tuvo siete hijos con mi madre fue sólo porque ella estaba allí en la cama, cumpliendo con sus deberes conyugales. Las mujeres inglesas no son nunca tan fáciles. Jamás soportarían a un irlandés que se les echase encima armado del valor que le daba haberse bebido unas pintas, y eso quiere decir que no hay ningún McCourtcito ilegítimo correteando por las calles de Coventry.
No sé qué decirle con su sonrisita y su
och, sí
, porque no sé si estoy hablando con un hombre en su sano juicio o con el hombre al que dejaron caer de cabeza o con el que tuvo la meningitis. ¿Cómo puedo hablar con él cuando se pone de pie, se mete las manos muy hondo en los bolsillos de los pantalones y desfila por la casa silbando
Lily Marlene
? La tía Emily me susurra que lleva muchísimo tiempo sin beber nada y que es una gran lucha para él. Me dan ganas de decirle que fue mayor todavía la lucha de mi madre para sacarnos adelante, pero sé que toda su familia lo apoya a él y, en todo caso, de qué sirve recordar el pasado. Después la tía Emily me cuenta lo que sufrió mi padre por las relaciones vergonzosas de mi madre con su primo, que llegó hasta el Norte el rumor de que vivían como marido y mujer, que cuando mi padre se enteró en Coventry, mientras caían las bombas a su alrededor, se puso tan furioso que no salía de las tabernas ni de día ni de noche, ni a ninguna hora. Los hombres que volvían de Coventry contaban que mi padre salía corriendo a la calle durante los bombardeos, alzando los brazos hacia los de la Luftwaffe y suplicándoles que le soltasen una bomba en la pobre cabeza atormentada.
Mi abuela asiente con la cabeza, confirmando las palabras de la tía Emily,
och
, sí. Me dan ganas de recordarles que mi padre ya bebía mucho antes de los malos tiempos de Limerick, que teníamos que buscarlo por todas las tabernas de Brooklyn. Me dan ganas de decirles que habría bastado con que hubiese enviado dinero para que nos hubiésemos podido quedar en nuestra casa en vez de que nos desahuciasen y nos tuviésemos que ir a vivir con el primo de mamá.
Pero mi abuela está delicada y tengo que controlarme. Tengo la cara tensa y tengo nubes oscuras en la cabeza, y lo único que puedo hacer es ponerme de pie y decirles que mi padre bebía desde hacía muchos años, que bebía cuando nacían los niños y cuando se morían los niños y que bebía porque bebía.
—
Och
, Francis —dice ella, y sacude la cabeza como discrepando conmigo, como defendiendo a mi padre, y eso me provoca tanta rabia que apenas sé qué hacer, hasta que bajo mi petate a rastras por las escaleras y salgo a la carretera de Toome mientras la tía Emily me llama desde el seto:
—Francis, oh, Francis, vuelve, tu abuela quiere hablar contigo.
Pero yo sigo caminando aunque estoy deseoso de volver, pues con todo lo malo que es mi padre me gustaría conocerlo al menos, pues mi abuela no hacía más que lo que haría cualquier madre, defender a su hijo al que dejaron caer de cabeza o que tuvo la meningitis, y quizás vuelva, si no fuera porque un coche se detiene y un hombre se brinda a llevarme hasta la estación de autobuses de Toome y cuando me subo al coche ya no me puedo volver atrás.
No estoy de humor para hablar pero tengo que ser amable con aquel hombre, aun cuando dice que los McCourt de Moneyglass son una buena familia, a pesar de ser católicos.
A pesar de ser católicos.
Me dan ganas de pedir al hombre que pare el coche y me deje bajar con mi petate, pero si lo hago así sólo estaría a mitad de camino de Toome y tendría la tentación de volverme a pie a la casa de mi abuela.
No puedo volver. En esta familia no se olvida el pasado, y sin duda se volvería a hablar de mi madre y de su gran pecado y entonces estallaríamos y yo volvería a arrastrar mi petate por la carretera de Toome.
El hombre me deja bajar y cuando le doy las gracias me pregunto si desfilará el doce de julio tocando el tambor con los demás protestantes, pero tiene la cara amable y no me lo imagino tocando el tambor por nada del mundo.
Durante todo el viaje en autobús a Belfast y en el tren de Belfast a Dublin siento el deseo de volver con la abuela a la que quizás no vuelva a ver nunca y de intentar llegar más allá de las sonrisitas y de los
och, sí
de mi padre, pero cuando estoy en el tren de Limerick ya no puedo volver. Tengo la cabeza atestada de imágenes de mi padre, de mi tía Emily, de mi abuela, y de la tristeza de sus vidas en la granja con tres hectáreas inútiles. Y mi madre en Limerick, a sus cuarenta y cuatro años, que ha tenido siete hijos, de los que murieron tres, y lo único que quiere, tal como dice ella, es un poco de paz, de tranquilidad y de comodidad. Y la tristeza de la vida del cabo Dunphy en Fort Dix y de Buck en Lenggries, que encontraron ambos un hogar en el ejército porque no sabrían qué hacer en el mundo de fuera, y yo me temo que si no dejo de pensar de este modo se me saltarán las lágrimas y quedaré deshonrado en este compartimento con cinco personas mirándome boquiabiertas, viéndome de uniforme y diciéndose: «Jesús, ¿quién es ese yanqui que está llorando en el rincón?» Mi madre me diría: «Tienes la vejiga cerca de los ojos», pero la gente del compartimento podría decir: «¿Es este ejemplar una muestra de los que están luchando cuerpo a cuerpo con los chinos allí en Corea?»
Tendría que controlarme aunque no hubiera ni un alma más que yo en el compartimento, pues con el más leve asomo de una lágrima la sal que contiene me pone los ojos más rojos de lo que están, y no quiero bajarme del tren e ir por las calles de Limerick con los ojos como dos agujeros de meadas en la nieve.
Mi madre abre la puerta y se lleva las manos al pecho.
—Madre de Dios, te había tomado por una aparición. ¿Cómo vuelves tan pronto? Vaya, si te marchaste ayer mismo por la mañana. ¿Te vas para volver al día siguiente?
No puedo explicarle que estoy en casa por las cosas malas que decían en el Norte acerca de ella y de su pecado terrible. No puedo contarle que casi tenían a mi padre en un altar por lo que había sufrido por ese mismo pecado. No puedo decírselo porque no quiero estar atormentado por el pasado y no quiero estar atrapado entre el Norte y el Sur, entre Toome y Limerick.
Tengo que mentirle y decirle que mi padre está bebiendo, y con eso se le vuelve a poner la cara pálida y la nariz afilada. Le pregunto por qué se sorprende tanto. ¿Acaso no había sido él así siempre?
Me dice que había tenido la esperanza de que hubiera dejado de beber para que nosotros tuviésemos un padre con quien pudiésemos hablar, aunque estuviera en el Norte. Dice que le gustaría que Michael y Alphie vieran a aquel padre suyo al que apenas conocieron, y que no le gustaría que lo vieran en su estado embrutecido. Cuando estaba sereno era el mejor marido del mundo, el mejor padre. Siempre tenía una canción o un cuento o un comentario sobre el estado del mundo que la hacía reír. Después, la bebida lo destrozó todo. Vinieron los demonios, que Dios nos asista, y los niños estaban mejor sin él. Ahora ella está mejor sola, con las pocas libras que recibe y con la paz, la tranquilidad y la comodidad que tiene, y lo que mejor me sentará ahora será una buena taza de té, pues debo de estar muerto de hambre después de mi viaje al Norte.
Lo único a que puedo dedicar los días que me quedan en Limerick es a volver a pasearme sabiendo que tendré que abrirme camino en América y que no volveré hasta dentro de mucho tiempo. Me arrodillo en la iglesia de San José cerca del confesonario donde hice mi Primera Confesión. Me acerco a la barandilla del altar para ver el lugar donde el obispo me dio un cachete en la mejilla al administrarme la Confirmación y me convirtió en soldado de la Iglesia Verdadera. Subo hasta el callejón Roden, donde vivimos muchos años, y me pregunto cómo es posible que sigan viviendo allí familias que comparten un único retrete. La casa de los Downes está hundida por dentro y eso es señal de que hay otros sitios donde ir aparte de los tugurios. El señor Downes se llevó a toda su familia a Inglaterra, y eso es lo que se consigue trabajando y no bebiéndose el sueldo que debería ser para la mujer y para los hijos. Podría desear haber tenido un padre como el señor Downes, pero no lo tuve y no me sirve de nada quejarme.
En los meses que me quedan en Lenggries no tengo nada que hacer durante casi todo el día más que administrar el almacén de suministros y leer libros de la biblioteca de la base.
No hay más viajes a Dachau con la colada. Rappaport le contó a alguien nuestra visita al campamento de refugiados, y cuando el cuento llegó a oídos del capitán éste nos llamó, nos soltó una reprimenda por nuestra conducta antimilitar y nos impuso un arresto de dos semanas. Rappaport dice que lo siente. No era su intención que algún gilipollas se fuera de la lengua, pero las mujeres del campamento le habían dado una lástima terrible. Me dice que no debería ir con tipos como Weber. Buck no es malo, pero Weber es un animal. Rappaport dice que debo preocuparme por tener estudios, que si yo fuera judío no estaría pensando en otra cosa. ¿Cómo va a saber él las veces que he mirado a los estudiantes universitarios de Nueva York soñando ser como ellos? Me dice que cuando me licencie podré ir a la universidad con el programa para Militares Veteranos de Corea, pero ¿de qué me servirá si ni siquiera tengo el bachillerato? Rappaport me dice que no debo pensar en por qué no puedo hacer algo, que debo pensar en por qué sí puedo hacerlo.
Así habla Rappaport, y supongo que así eres cuando eres judío.
Le digo que no podré ir al instituto de secundaria cuando vuelva a Nueva York si tengo que ganarme la vida.
—Por la noche —dice Rappaport.
—¿Y cuánto tiempo tardaré en sacarme así el bachillerato?
—Varios años.
—No puedo hacer eso. No puedo pasarme años enteros trabajando de día, yendo a clase de noche. Me moriría al cabo de un mes.
—¿Y qué otra cosa vas a hacer?
—No lo sé.
—¿Y bien? —dice Rappaport.
Tengo los ojos rojos y me supuran, y el sargento Burdick me manda a la enfermería. El médico militar me pregunta por mi último tratamiento y cuando yo le cuento lo del médico de Nueva York que me dijo que tenía una enfermedad de Nueva Guinea, él me dice:
—Eso es, eso es lo que tienes, soldado, ve a que te afeiten la cabeza y vuelve a presentarte dentro de dos semanas.
En el ejército no es tan malo que te afeiten la cabeza, teniendo en cuenta que tienes que llevar gorra o casco, lo único que pasa es que si vas a una cervecería las chicas de Lenggries pueden decir en voz alta «Ay, el irlandés tiene purgaciones», y si intentas explicarles que no son purgaciones lo único que hacen es darte una palmadita en la mejilla y decirte que vayas a verlas cuando quieras, con purgaciones o sin ellas. Al cabo de dos semanas no tengo mejoría en los ojos y el médico dice que tengo que volver al hospital militar de Munich para ponerme en observación. No se disculpa de haber cometido un grave error, de haberme hecho afeitar la cabeza, de que seguramente no era por la caspa en absoluto ni por nada de Nueva Guinea. Dice que vivimos una época desesperada, que los rusos se agolpan en la frontera, que nuestros efectivos tienen que estar sanos y que él no está dispuesto a arriesgarse a que esa oftalmia de Nueva Guinea se extienda por todo el Mando Europeo.
Me vuelven a enviar en un jeep, pero esta vez el conductor es un cabo cubano, Vinnie Gandía, que es asmático y toca la batería en la vida civil. Le resultaba duro estar en el ejército, pero el trabajo de la música estaba flojo y le hacía falta algún recurso para enviar dinero a su familia de Cuba. Estuvieron a punto de expulsarlo del ejército en el período de formación básica porque tenía los hombros tan delgados que no era capaz de llevar al hombro un fusil o un cañón de ametralladora del calibre cincuenta, hasta que vio un dibujo de una compresa Kotex en una caja y se le encendió una luz en la cabeza. Jesús. Eso es. Si se metía las compresas Kotex por debajo de la camisa, a modo de almohadillas sobre los hombros, ya podía echarle encima el ejército lo que quisiera. Cuando recuerdo que Rappaport hacía lo mismo, me pregunto si los de Kotex son conscientes de la ayuda que están prestando a los combatientes de América. Vinnie hace todo el camino hasta Munich conduciendo con los codos para poder dar con los palillos en todas las superficies duras. Jadea fragmentos de canciones,
Señor Como-se-llame, qué va a hacer esta noche, y bap bap da du bap du du di du bap
siguiendo el ritmo, y se emociona tanto que le viene el asma y jadea tanto que tiene que parar el jeep y darse un bombeo con su inhalador. Apoya la frente en el volante, y cuando levanta la cabeza tiene lágrimas en las mejillas por el esfuerzo de intentar respirar. Me dice que debo dar gracias de que lo único que tengo son los ojos irritados. Dice que ojalá tuviera él los ojos irritados en vez del asma. Podría seguir tocando la batería sin tener que parar para coger el maldito inhalador. Ningún batería tuvo que parar nunca por tener los ojos irritados. A él no le importaría quedarse ciego con tal de poder seguir tocando la batería. ¿De qué te sirve vivir si no puedes tocar tu maldita batería? La gente no valora lo que es no tener asma. Se dedican a lamentarse y a quejarse de la vida y mientras tanto respiran, respiran bien y normalmente y lo dan por sentado. Que tengan que pasar un día de asma, y dedicarán el resto de sus vidas a dar gracias a Dios cada vez que respiran, con sólo un día que pasen. Va a tener que inventar algún aparato que uno se ponga en la cabeza para poder respirar mientras toca, una especie de casco quizás, y allí dentro uno respirará como un recién nacido al aire libre y dándole a la batería, mierda, hombre, eso sería el paraíso. Gene Krupa, Buddy Rich, ésos no tienen asma, qué suerte tienen los muy cabrones. Me dice que si todavía me queda algo de vista cuando salga del ejército me llevará a los clubes de la calle Cincuenta y Dos, la mejor calle del mundo. Aunque ya no vea nada me llevará igual. Mierda, no hace falta ver para oír los sonidos, hombre, y eso sería digno de verse, él jadeando y yo con un bastón blanco o con un perro lazarillo, subiendo y bajando por la calle Cincuenta y Dos. Yo podía sentarme con ese tipo ciego, Ray Charles, y podíamos intercambiar impresiones. Esta idea hace reír a Vinnie y le provoca de nuevo el ataque, y cuando vuelve a recobrar el aliento dice que el asma es una desgraciada, porque si piensas en algo divertido te ríes, y la risa te quita el aliento. Eso también le jode, el modo en que la gente va por ahí riéndose y dándolo por sentado y no piensa nunca lo que sería tocar la batería con asma, no piensa nunca lo que es no poder reírse. La gente no piensa en esas cosas, sencillamente.