Lo es (12 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Lo es
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El coronel no inspecciona todos los rifles, pero cuando se asoma al cañón del mío da un paso atrás, me mira fijamente y dice al sargento Tole:

—Este fusil está limpio de maravilla, sargento.

Y a mí me pregunta:

—¿Cómo se llama el vicepresidente de los Estados Unidos, soldado?

—Alben Barkley, mi coronel.

—Bien. Dime el nombre de la ciudad donde se soltó la segunda bomba atómica.

—Nagasaki, mi coronel.

—Bueno, sargento, éste es nuestro hombre. Y ese fusil está limpio de maravilla, soldado.

Después de la formación, un cabo me dice que al día siguiente haré de ordenanza del coronel, todo el día, yendo en su coche con el conductor, abriendo la puerta, saludando, cerrando la puerta, esperando, saludando, abriendo la puerta otra vez, saludando, cerrando la puerta.

Y si soy un buen ordenanza del coronel y no la jodo, la semana siguiente me darán un pase de tres días, del viernes por la noche al lunes por la noche, y podré ir a Nueva York y echar un polvo. El cabo dice que en todo Fort Dix no hay un solo hombre que no estuviera dispuesto a pagar cincuenta dólares por hacer de ordenanza del coronel, y no saben cómo demonios lo he conseguido yo sólo por tener limpio el cañón del fusil. ¿Dónde demonios he aprendido a limpiar así un fusil?

A la mañana siguiente, el coronel tiene dos reuniones largas y yo no tengo nada que hacer más que estar sentado con su conductor, el cabo Wade Hansen, y oírle hablar, quejándose del modo en que el Vaticano se está apoderando del mundo, y dice que si en este país hay alguna vez un presidente católico él emigrará a Finlandia, donde saben poner en su sitio a los católicos. Él es de Maine y es congregacionalista y a mucha honra, y no le gustan las religiones extranjeras. Su prima segunda se casó con un católico, y tuvo que marcharse a otro estado, a Boston, que está a rebosar de católicos que dejan su dinero al Papa y de cardenales de esos a los que les gustan los niños pequeños.

La jornada con el coronel es corta porque éste se emborracha en la comida y nos despide. Hansen lo lleva en el coche a su residencia y después me dice que me baje del coche, que no quiere pelusos en su coche. Es cabo y no sé qué decirle, pero aunque fuera soldado raso no sabría qué decirle porque es difícil entender a la gente cuando habla de ese modo.

Sólo son las dos y estoy libre hasta la hora del rancho, a las cinco, de modo que puedo ir al PX y leer revistas, escuchar a Tony Bennet que canta
Por ti hay una canción en mi corazón
en la máquina de discos, y puedo soñar con mi pase de tres días y con ver a Emer, la chica de Nueva York, y con cómo iremos a cenar y a ver una película, y quizás a un baile irlandés donde ella tendrá que enseñarme los pasos, y es un sueño encantador porque el fin de semana de mi pase de tres días es mi cumpleaños y yo cumpliré los veintiuno.

12

El viernes de mi pase de tres días tengo que hacer cola ante el despacho del brigada con otros hombres que esperan recibir pases corrientes de fin de semana. Un cabo cuadro de instrucción, Sneed, cuyo apellido verdadero es un apellido polaco que nadie es capaz de pronunciar, me dice:

—Oye, soldado, recoge esa colilla.

—Oh, yo no fumo, cabo.

—No te he preguntado si fumas, joder. Recoge esa colilla.

Howie Abramowitz me da un codazo y me dice en voz baja:

—No seas gilipollas. Recoge la jodida colilla.

Sneed tiene los brazos en jarras.

—¿Y bien?

—Yo no he tirado la colilla, cabo. No fumo.

—Muy bien, soldado, ven conmigo.

Le sigo al despacho del brigada y recoge mi pase.

—Ahora vamos a tu barracón y te vas a poner la ropa de faena —me dice.

—Pero, cabo, tengo un pase de tres días. He sido ordenanza del coronel.

—Por mí, como si has limpiado el culo al coronel: me importa una mierda. Ponte la ropa de faena a paso ligero y coge tu zapapico.

—Es mi cumpleaños, cabo.

—Paso ligero, soldado, o te mando a la jodida prisión militar.

Me hace pasar desfilando por delante de la cola de hombres. Les enseña mi pase y les dice que se despidan de mi pase y ellos se ríen y se despiden con la mano porque no pueden hacer otra cosa y no se quieren meter en un lío. Sólo Howie Abramowitz sacude la cabeza como diciendo que lamenta lo que está pasando.

Sneed me hace atravesar desfilando el campo de instrucción y me lleva hasta un claro del bosque que está más allá.

—Muy bien, gilipollas, a cavar.

—¿A cavar?

—Sí, me vas a cavar un bonito hoyo de tres pies de hondo y dos de ancho, y cuanto antes lo hagas será mejor para ti.

Debe de querer decir que cuanto antes termine antes podré coger mi pase y marcharme. ¿O es otra cosa? En la compañía todos saben que Sneed está amargado porque era una gran estrella del fútbol americano en la Universidad Bucknell y quería jugar con los Águilas de Filadelfia, sólo que los Águilas no lo ficharon y ahora se dedica a mandar a la gente que cave hoyos. No es justo. Sé que a algunos hombres se les ha obligado a cavar hoyos y a enterrar sus pases y a desenterrarlos otra vez y no sé por qué tengo yo que hacer eso. Me repito a mí mismo que no me importaría si se tratara de un pase corriente de fin de semana, pero éste es un pase de tres días y es mi cumpleaños y ¿por qué tengo yo que hacer esto? Pero no puedo hacer nada al respecto. Más me vale cavar tan deprisa como pueda y enterrar el pase y volver a desenterrarlo.

Y mientras estoy cavando sueño que lo que me gustaría hacer de verdad es dirigir mi palita a la cabeza de Sneed y golpearle hasta que tuviera la cabeza en carne viva y ensangrentada y que no me importaría nada cavar una fosa para enterrar su gran cuerpo gordo de jugador de fútbol. Eso es lo que me gustaría hacer.

Me entrega el pase para que lo entierre, y cuando termino de echar paletadas de tierra me dice que la aplaste dando golpecitos con mi zapapico.

—Que quede bonito —me dice.

No sé por qué quiere que quede bonito si voy a desenterrarlo dentro de un momento, pero después me dice:

—Media vuelta, de frente, mar.

Y me hace volver desfilando por donde hemos venido, pasando por delante del despacho del brigada donde ya no está la cola de hombres que esperan sus pases, y me pregunto si se ha quedado satisfecho por hoy y si puede entrar a pedirme un pase duplicado, pero no, me hace seguir hasta el comedor y dice al sargento de allí que soy un candidato al servicio de cocina, que me hace falta una leccioncita para que aprenda a obedecer las órdenes. Esto les hace reír con ganas y el sargento dice que deben tomarse una copa juntos alguna vez y hablar de los Águilas de Filadelfia, qué gran equipo. El sargento llama a otro hombre, Henderson, para que me enseñe mi tarea, la peor tarea que te pueden dar en cualquier cocina, fregar los cacharros.

Henderson me dice que friegue esas tías hasta que brillen, porque hay revistas constantes y por una sola mancha de grasa en cualquier utensilio me gano otra hora de servicio de cocina, y a ese paso podría quedarme allí hasta que los
guks
y los chinos hayan vuelto a sus casas con sus familias hace mucho tiempo.

Es la hora de cenar y los cacharros están amontonados en las pilas. En los cubos de basura alineados junto a la pared que está a mi espalda pululan las moscas de Nueva Jersey que se dan un banquete. Los mosquitos entran zumbando por las ventanas abiertas y se dan un banquete conmigo. Hay por todas partes vapor y humo de las cocinas y los hornos de gas y de los grifos de agua caliente y yo no tardo nada en estar empapado de sudor y de grasa. Pasan cabos y sargentos y frotan los cacharros con el dedo y me dicen que los vuelva a fregar, y yo sé que es porque Sneed está en el comedor contando anécdotas de fútbol americano y diciéndoles que se pueden divertir un poco con el recluta que está fregando los cacharros.

Cuando hay más silencio en el comedor y hay menos trabajo el sargento me dice que estoy libre por esa noche pero que debo presentarme allí al día siguiente, el sábado, por la mañana, a las seis horas, y lo dice en serio, a las seis horas. Quiero decirle que se supone que debo tener un pase de tres días por haber sido ordenanza del coronel, que mañana es mi cumpleaños, que me espera una chica en Nueva York, pero ahora ya sé que es mejor no decir nada, porque cada vez que abro la boca las cosas se ponen peor. Ya sé lo que quieren decir en el ejército cuando dicen: «No les digas nada más que tu nombre, tu graduación y tu número de serie.»

Emer me dice por teléfono con voz llorosa:

—Ay, Frank, ¿dónde estás?

—Estoy en el PX.

—¿Qué es el PX?

—La oficina de Correos. Aquí es donde compramos cosas y hablamos por teléfono.

—¿Y por qué no estás aquí? Tenemos preparada una tartita y todo.

—Estoy en servicio de cocina, cacharros, esta noche, mañana, el domingo quizás.

—¿Qué es eso? ¿De qué me estás hablando? ¿Estás bien?

—Estoy cansado de cavar hoyos y de lavar cacharros.

—¿Por qué?

—Porque no recogí una colilla.

—¿Por qué no recogiste una colilla?

—Porque no fumo. Tú ya sabes que no fumo.

—Pero ¿por qué tenías que recoger una colilla?

—Porque un cabo jodido, perdón, un cabo cuadro de instrucción que fue rechazado por los Águilas de Filadelfia me mandó recoger la colilla y yo le dije que no fumaba, y por eso estoy aquí cuando debería estar contigo en mi jodido, perdón, cumpleaños.

—Frank, ya sé que es tu cumpleaños. ¿Estás bebiendo?

—No, no estoy bebiendo. ¿Cómo podría beber, cavar hoyos y hacer servicio de cocina al mismo tiempo?

—Pero ¿por qué has estado cavando hoyos?

—Porque me hicieron enterrar el condenado pase.

—Ay, Frank. ¿Cuándo te veré?

—No lo sé. Quizás no me veas nunca. Dicen que por cada mancha de grasa que deje en un cacharro me gano una hora más de servicio de cocina, y puede que me quede aquí fregando cacharros hasta que me licencie.

—Mi madre me pregunta si no podrías hablar con un cura o algo así, con un capellán.

—No quiero hablar con un cura. Son peores que los cabos, el modo en que...

—¿El modo en que qué?

—Ay, nada.

—Ay, Frank.

—Ay, Emer.

La cena del sábado es a base de embutidos y ensalada de patata y los cocineros no usan muchos cacharros. A las seis el sargento me dice que he terminado y que no tengo que presentarme el domingo por la mañana. Me dice que, aunque no debería hablar así, ese Sneed es un maldito capullo polaco al que no aprecia nadie y se ve por qué no lo quisieron los Águilas de Filadelfia. El sargento me dice que no pudo hacer nada por librarme del servicio de cocina teniendo en cuenta que desobedecí una orden directa. Sí, ya sabía que yo había hecho de ordenanza del coronel y todo eso, pero esto es el ejército y la mejor política para un recluta como yo era tener la boca cerrada.

—No les digas nada más que tu nombre, tu graduación y tu número de serie. Haz lo que te digan, ten la boca cerrada, sobre todo cuando tienes un deje irlandés que destaca, y si lo haces así volverás a ver a tu novia con los huevos intactos.

—Gracias, mi sargento.

—De nada, muchacho.

La compañía está desierta, salvo los hombres que están en el despacho del brigada y los arrestados.

Di Angelo está acostado en su litera, arrestado por lo que dijo después de que pasaran una película que trataba de lo pobres que son todos en la China. Dijo que Mao Tse Tung y los comunistas salvarían a la China, y el teniente que presentaba la película dijo que el comunismo era malo, ateo, antiamericano, y Di Angelo dijo que el capitalismo era malo, ateo y antiamericano y que en todo caso él no daría dos centavos por ningún ismo porque los partidarios de los ismos son los que provocan todos los problemas del mundo, y que habrá observado que democracia no termina en ismo. El teniente le dijo que se estaba propasando y Di Angelo dijo que éste es un país libre y por decir eso se ganó un arresto y se quedó sin pases de fin de semana durante tres semanas.

Está en su litera leyendo el ejemplar de
Studs Lonigan
que me prestó el cabo Dunphy, y cuando me ve me dice que estaba encima de mi taquilla y lo cogió prestado y que, por el amor de Dios, quién me había metido en una cuba de grasa. Me dice que él hizo servicio de cocina así un fin de semana y que Dunphy le explicó el modo de quitarse la grasa de la ropa de faena. Lo que tengo que hacer es meterme con la ropa de faena puesta en una ducha caliente, tan caliente como pueda soportarla, y frotarme la grasa con un cepillo de fregar y una pastilla del jabón desinfectante que usan para limpiar los retretes.

Cuando me estoy lavando en la ducha asoma la cabeza Dunphy y me pregunta qué estoy haciendo, y cuando se lo digo me dice que él solía hacer lo mismo también, sólo que él se metía con su fusil y lo hacía todo a la vez. Cuando era un muchacho, a poco de ingresar en el ejército, tenía la ropa de faena y el fusil más limpios de su unidad, y si no fuera por la maldita bebida ya sería sargento primera y estaría a punto de jubilarse. Hablando de bebida, iba a tomarse una cerveza en el PX y me pregunta si quiero acompañarle, después de quitarme la ropa de faena enjabonada, claro está.

Me gustaría invitar a venir a Di Angelo, pero está arrestado por haber alabado a los comunistas chinos. Mientras me pongo la ropa de caqui le digo cuánto debo a Mao Tse Tung por haber atacado Corea y haberme liberado del Palm Court del hotel Biltmore, y él me dice que más me vale tener cuidado con lo que digo o acabaré como él, arrestado.

Dunphy me llama desde el fondo del barracón:

—Vamos, muchacho, vamos, estoy jadeando de ganas de tomarme una cerveza.

En cierto modo me gustaría quedarme a hablar con Di Angelo, con el carácter tan delicado que tiene, pero Dunphy me ayudó a ser ordenanza del coronel, aunque de poco me sirvió, y podría venirle bien mi compañía. Si yo fuera un cabo del ejército profesional no me quedaría en la base el sábado por la noche, pero sé que hay personas como Dunphy que beben y no tienen a nadie, no tienen un hogar donde ir. Ahora está bebiendo cerveza tan deprisa que yo no podría seguir su ritmo jamás. Si lo intentara me pondría enfermo. Bebe y fuma y apunta constantemente al cielo con el dedo medio de la mano derecha. Me dice que en el ejército se vive muy bien, sobre todo en tiempo de paz. Nunca estás solo, a no ser que seas alguna especie de gilipollas como Sneed, el maldito jugador de fútbol americano, y si te casas y tienes hijos el ejército se encarga de todo. Lo único que tienes que hacer es mantenerte en forma para el combate. Ya, ya, ya sabe que él no se mantiene en forma, pero es que lleva en el cuerpo tanta metralla boche que podrían venderlo como chatarra, y la bebida es el único placer que le queda. Tenía mujer, dos hijas, todos se marcharon. A Indiana, allí fue donde se marcharon, se volvieron con el padre y la madre de su mujer, y quién demonios puede tener ganas de marcharse a Indiana. Saca fotos de su cartera, la mujer, las dos niñas, y me las enseña. Voy a decirle que son encantadoras, pero él se echa a llorar con tanta fuerza que le da la tos y yo tengo que darle palmadas en la espalda para que no se ahogue.

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