Lo es (11 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Lo es
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No sé qué hacer sin el título de bachillerato. Voy tirando día tras día sin saber cómo escapar hasta que estalla una guerra pequeña en Corea y me dicen que si va a más el ejército de los Estados Unidos me llamará a filas.

—No es posible —dice Eddie Gilligan—. El ejército te verá los ojos llenos de costras y te enviará a tu casa con tu mamá.

Pero los chinos intervienen en la guerra y recibo una carta del gobierno que dice, Saludos, debo presentarme en la calle Whitehall para ver si soy apto para luchar contra los chinos y los coreanos. Tom Clifford dice que si no quiero ir debo frotarme los ojos con sal para que se me queden en carne viva y debo gemir cuando el médico me los examine. Eddie Gilligan dice que debo quejarme de que tengo jaquecas y dolores y si me hacen leer de una tabla debo decir mal todas las letras. Dice que no debo hacer el tonto. ¿Por qué voy a dejar que un montón de
guks
me arranquen el culo a tiros cuando podría quedarme allí en el Biltmore y ascender en el escalafón? Podría ir a la escuela nocturna, arreglarme los ojos y los dientes, ganar un poco de peso, y al cabo de pocos años estaría como el señor Carey, vestido con trajes cruzados.

No puedo decir a Eddie ni a Tom ni a nadie que me gustaría dar las gracias de rodillas a Mao Tse Tung por haber enviado sus tropas a Corea y haberme liberado a mí del hotel Biltmore.

Los médicos militares de la calle Whitehall no me examinan los ojos en absoluto. Me dicen que lea esa tabla de la pared. Dicen «bien». Me miran en los oídos. Bip. ¿Has oído eso? Bueno. Me miran la boca. Jesús, dicen. Lo primero que tienes que hacer es ir al dentista. En este ejército de hombres no se ha rechazado nunca a nadie por los dientes, y menos mal, porque la mayoría de los hombres que se presentan aquí tienen los dientes como basureros.

Nos mandan alinearnos en una habitación y entra un sargento con un médico y nos dice:

—Muy bien, vosotros, bajaos los calzoncillos y agarraros las pollas. Ahora, ordeñadlas.

Y el médico nos mira uno a uno para ver si nos sale algún flujo de las pichas. El sargento vocea a uno:

—Tú, ¿cómo te llamas?

—Maldonado, mi sargento.

—¿Se te está poniendo dura, o es que veo mal, Maldonado?

—Ah, no, mi sargento. Yo... ah... yo... ah...

—¿Te estás excitando, Maldonado?

Yo quiero mirar a Maldonado, pero si miras hacia alguna parte que no sea al frente el sargento te vocea y te pregunta qué diablos estás mirando, quién os ha dicho que miréis, maldito montón de mariquitas. Después nos manda que nos demos la vuelta, que nos inclinemos, que las abramos, quiero decir que abráis las nalgas. Y el doctor se sienta en una silla y nosotros tenemos que andar hacia atrás con el culo abierto para la exploración.

Hacemos fila ante el pequeño despacho de un psiquiatra. Me pregunta si me gustan las chicas y yo me sonrojo porque es una pregunta tonta y digo:

—Sí, señor.

—Entonces, ¿por qué te sonrojas?

—No lo sé, señor.

—Pero ¿prefieres las chicas a los chicos?

—Sí, señor.

—Está bien, que pase el siguiente.

Nos envían al campamento Kilmer, en Nueva Jersey, para recibir orientación y adoctrinamiento, uniformes y equipo, y cortes de pelo que nos dejan calvos. Nos dicen que somos unos montones de mierda inútiles y lastimosos, el peor grupo de reclutas y voluntarios que ha llegado nunca a este campamento, una deshonra para el Tío Sam, montones de carne para las bayonetas chinas, nada más que carne de cañón, y no lo olvidéis ni un momento, pandilla de marginados haraganes y arrastraculos. Nos dicen que nos estiremos y vayamos erguidos, barbilla dentro, pecho fuera, hombros atrás, mete esa barriga, maldita sea, chico, esto es el ejército y no un maldito salón de belleza, ay, chicas, qué manera de andar más mona, ¿qué vais a hacer el sábado por la noche?

Me envían a Fort Dix, en Nueva Jersey, para pasar dieciséis semanas de formación básica de infantería, y allí nos dicen de nuevo y todos los días que no servimos un dos un dos un dos un dos un dos, en formación, soldado, maldita sea, me revienta llamarte soldado, maldito grano en el culo del ejército, en formación o tendrás una bota de cabo en el culo gordo, un dos, un dos, vamos, vamos a cantar, bien alto.

Tengo una chica en Jersey City

Tiene flemones en las tetas,

Bien alto, marcar el paso,

Bien alto, marcar el paso,

Un, dos, tres, cuatro

Un, dos, tres, cuatro.

Éste es tu fusil, ¿me estás escuchando?, tu fusil, no es tu maldita escopeta, como lo llames escopeta te lo meto por el culo, tu fusil, soldado, tu arma, ¿te enteras? Este es tu fusil, tu M1, tu arma, tu novia para el resto de tu vida militar. Con esto duermes. Con esto te defiendes de los malditos
guks
y de los malditos
chinks.
¿Te enteras? Sujeta esta maldita arma como sujetas a una mujer, no, más fuerte que a una mujer. Si lo dejas caer, llevarás el culo en cabestrillo. Si dejas caer este arma, irás a la maldita prisión militar. Un fusil que se cae es un fusil que se puede disparar, puede arrancarle a alguien el culo de un tiro. Si pasa eso, niñas, estáis muertas, estáis muertas, joder.

Los hombres que nos enseñan la instrucción y nos adiestran también son reclutas y voluntarios, llevan pocos meses más que nosotros. Se les llama cuadros de instrucción y tenemos que llamarlos cabos aunque sean soldados rasos como nosotros. Nos gritan como si nos odiaran, y si les replicas te la cargas. Nos dicen:

—Tienes el culo en cabestrillo, soldado. Te tenemos cogido de los huevos y estamos dispuestos a apretar.

En mi pelotón hay hombres cuyos padres y hermanos estuvieron en la Segunda Guerra Mundial y que lo saben todo del ejército. Dicen que para ser un buen soldado es preciso que el ejército te destroce y te vuelva a montar. Llegas a este ejército de hombres con todo tipo de ideas de listillo, te crees que eres la leche, pero el ejército lleva funcionando mucho tiempo, desde el jodido Julio César, y sabe tratar a los reclutas de mierda que tienen actitudes. Aunque vengas motivado, el ejército te quitará de encima la motivación a golpes. Al ejército le importa una mierda si estás motivado o si eres negativo, porque el ejército te dirá lo que tienes que pensar, el ejército te dirá lo que tienes que sentir, el ejército te dirá lo que tienes que hacer, el ejército te dirá cuándo tienes que cagar, mear, tirarte pedos, reventarte las jodidas espinillas, y si no te gusta escribe a tu congresista, adelante, y cuando nos enteremos te daremos de patadas en el culito blanco desde una jodida punta de Fort Dix hasta la otra, para que llames llorando a tu mamá, a tu hermana, a tu novia y a la puta de la calle de al lado.

Antes del toque de silencio me tiendo en mi litera y escucho las conversaciones sobre las chicas, las familias, la comida casera de mamá, lo que hizo papá en la guerra, los bailes del instituto en los que todos echaban polvos, lo que vamos a hacer cuando salgamos del maldito ejército, cómo no vemos el día de estar con Debbie o Sue o Cathy, y cómo nos vamos a poner morados de joder, mierda, tú, no voy a ponerme la maldita ropa en un mes, me voy a meter en esa maldita cama con mi chica, con la chica de mi hermano, con cualquier chica, y no voy a salir ni para respirar, y cuando me licencie encontraré trabajo, montaré un negocio, viviré en Long Island, volveré a casa todas las noches y diré a la mujer, quítate las bragas, nena, estoy dispuesto para la acción, tener niños, eso.

—Muy bien, vosotros, cerrad vuestro desgraciado pico, silencio, no quiero oír un solo ruido u os mando a servicio de cocina en menos de un pedo de puta.

Y cuando se marcha el cabo vuelve a empezar la conversación, ay, ese primer pase de fin de semana después de cinco semanas de formación básica, a la ciudad, para metérsela a Debbie, a Sue, a Cathy, a cualquiera.

Me gustaría poder decir algo así como que en mi primer pase de fin de semana voy a Nueva York a echar un polvo. Me gustaría poder decir algo que hiciera sonreír a todos, incluso que asintieran con la cabeza para indicar que soy uno de ellos. Pero sé que si abro la boca dirán:

—Sí, el irlandés siempre hablando de chicas.

O uno de ellos, Thompson, se pondrá a cantar
Cuando sonríen unos ojos irlandeses,
y todos se reirán porque saben cómo tengo los ojos.

En cierto modo no me importa, porque puedo quedarme tendido en la litera, limpio y cómodo después de la ducha de la tarde, cansado después de un día de marcha y de correr con mi mochila de veintiocho kilos que, según dicen los cabos, pesa más que las mochilas que llevan en la Legión Extranjera francesa, después de un día de formación de armas, de desmontarlas, volverlas a montar, disparar en campos de tiro, gatear bajo alambres de espinos mientras tabletean las ametralladoras sobre mi cabeza, trepar sogas, árboles, muros, atacar sacos con bayoneta calada y gritando
guk
jodido tal como me dicen los cabos, luchar cuerpo a cuerpo en el bosque contra hombres de otras compañías que llevan cascos azules para que se sepa que son el enemigo, correr cuesta arriba llevando al hombro cañones de ametralladora del calibre cincuenta, chapotear por el barro, nadar con mi mochila de veintiocho kilos, dormir toda la noche en el bosque con la mochila por almohada y los mosquitos dándose un banquete con mi cara.

Cuando no estamos en el campo estamos en salas grandes escuchando conferencias sobre lo peligrosos y lo traicioneros que son los coreanos, los coreanos del norte, soldados, y los chinos, que son peores todavía. Todo el mundo sabe que los
chinks
son unos cabrones traicioneros, y si aquí hay algún chino, mala pata, pero así son las cosas, mi padre era alemán, soldados, y tuvo que aguantar mucha mierda en la Segunda Guerra Mundial, cuando el chucrut se llamaba repollo de la Libertad, así eran las cosas. Esto es la guerra, soldados, y cuando contemplo a sujetos como vosotros se me hunde el corazón al pensar en el futuro de América.

Hay películas que tratan de lo glorioso que es este ejército, el Ejército de los Estados Unidos, que luchó contra los ingleses, los franceses, los indios, los mejicanos, los españoles, los alemanes, los japoneses, y ahora contra los malditos
guks
y los
chinks,
y no ha perdido nunca una guerra, nunca. Recordadlo, soldados, no ha perdido nunca una maldita guerra.

Hay películas que tratan de las armas, de la táctica y de la sífilis. La que trata de la sífilis se titula
La bala de plata,
y en ella salen hombres que están perdiendo la voz y muriéndose y diciendo al mundo cuánto lo sienten, qué estúpidos fueron por ir con mujeres enfermas en el extranjero y ahora se les están cayendo los penes y no pueden hacer nada más que pedir perdón a Dios y pedir perdón a sus familias en su casa, a mamá y a papá que toman limonada en el porche, a la hermanita que se ríe sentada en el columpio del patio mientras la empuja Chuck, que juega al fútbol americano y ha venido de la universidad a pasar unos días en casa.

Los hombres de mi pelotón se tienden en sus literas y comentan
La bala de plata.
Thompson dice que era una jodida película estúpida, que habría que ser tonto del culo para coger la sífilis de esa manera y que para qué diablos tenemos las gomas, ¿verdad, Di Angelo, tú que fuiste a la universidad?

Di Angelo dice que hay que tener cuidado.

—¿Qué diablos sabrás tú, maldito
guinea
comeespaguetis? —dice Thompson.

—Si repites eso, Thompson, tendré que pedirte que salgas a la calle —dice Di Angelo.

—Ya, ya —dice Thompson, riéndose.

—Vamos, Thompson, repítelo.

—No, seguro que llevas navaja. Todos los
guineas
lleváis navaja.

—Sin navaja, Thompson, sólo yo.

—No me fío de ti, Di Angelo.

—Sin navaja, Thompson.

—Ya.

Todo el pelotón se calla y yo me pregunto por qué las personas como Thompson tienen que hablar de ese modo a las demás personas. Eso demuestra que en este país siempre tienes que ser algo más. No puedes ser americano sin más.

Hay un cabo viejo del ejército profesional, Dunphy, que trabaja con las armas, las entrega y las repara, y siempre huele a whiskey. Todo el mundo sabe que deberían haberlo expulsado del ejército hace mucho tiempo, pero el sargento mayor Tole lo protege. Tole es un negro enorme con una barriga tan grande que necesita dos cartucheras para ceñírsela. Está tan gordo que no puede ir a ninguna parte sin un jeep, y nos ruge siempre que no soporta vernos, que somos los tarugos más perezosos que ha tenido nunca la desgracia de ver. Nos dice a nosotros y a todo el regimiento que si alguien se mete con el cabo Dunphy le partirá el espinazo con las manos desnudas, que el cabo ya estaba matando boches en Montecassino cuando nosotros todavía empezábamos a meneárnosla.

El cabo me ve una noche metiendo y sacando una baqueta por el cañón de mi fusil. Me quita el fusil y me dice que lo acompañe a las letrinas. Desmonta el fusil y mete el cañón en agua jabonosa caliente y yo quiero decirle que todos los cabos cuadros de instrucción nos decían que no lavásemos nunca, jamás, nuestras armas con agua, que usásemos aceite de linaza, porque el agua provoca óxido y en menos de nada el arma se te oxida y se te encasquilla en las manos y cómo demonios vas a defenderte de un millón de chinos que invaden una montaña.

El cabo dice «chorradas», seca el cañón con un trapo puesto al extremo de la baqueta y se mira el reflejo de la uña dentro del cañón. Me entrega el cañón y a mí me deslumbra el brillo que tiene dentro y no sé qué decirle. No sé por qué me está ayudando y lo único que soy capaz de decir es «Gracias, cabo». Me dice que soy un buen muchacho y, no sólo eso, que va a dejarme leer su libro favorito.

Es
Studs Lonigan,
de James T. Farrell, un libro en rústica que se cae a pedazos. El cabo me dice que debo defender ese libro con mi vida, que él lo lee constantemente, que James T. Farrell es el escritor más grande que ha existido en los Estados Unidos, es un escritor que nos comprende a ti y a mí, chico, no como esos tontos del culo de sangre azul creadores de chorradas que hay en Nueva Inglaterra. Me dice que me puedo quedar el libro hasta que termine la formación básica, y que después tendré que comprarme mi propio ejemplar.

Al día siguiente es la revista del coronel y nos quedamos encerrados en los barracones después del rancho para limpiar, fregar y sacar brillo. Antes del toque de silencio tenemos que quedarnos firmes ante nuestras literas para que pase revista más detenidamente el sargento mayor Tole y dos sargentos del ejército profesional que meten la nariz en todo. Si encuentran algo mal tenemos que hacer cincuenta flexiones mientras Tole nos apoya el pie en la espalda y tararea
Mécete, dulce carro, vienes a llevarme a mi hogar.

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