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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (10 page)

BOOK: Lo es
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10

Eddie Gilligan me dice que vaya a las taquillas y me ponga la ropa de calle porque en el despacho del señor Carey está un cura que me conoció viniendo en el barco y que ahora quiere invitarme a comer. Después me dice:

—¿Por qué te sonrojas? No es más que un cura, y vas a comer de balde.

Me gustaría poder decir que no quiero comer con el cura, pero Eddie y el señor Carey podrían hacerme preguntas. Si un cura dice «ven a comer», tú tienes que ir, y no importa lo que pasara en la habitación del hotel, aunque no fuese culpa mía. Yo no podría contar jamás a Eddie ni al señor Carey cómo me hizo proposiciones el cura. No me creerían jamás. A veces la gente dice cosas de los curas, que son gordos, o engreídos, o mezquinos, pero nadie creería jamás que un cura te haya tocado en una habitación de hotel, y menos personas como Eddie o el señor Carey, que tienen esposas enfermas que siempre van corriendo a confesarse por si se mueren por la noche. A las personas como ésas no les extrañaría que los curas anduvieran por encima del agua.

¿Por qué no puede volverse este cura a Los Ángeles y dejarme en paz? ¿Por qué me lleva a comer cuando debería estar por ahí visitando a los enfermos y a los moribundos? Para eso están los curas. Hace cuatro meses que se fue a aquella casa de retiro de Virginia para pedir perdón, y resulta que todavía sigue en este lado del continente sin pensar más que en comer.

Ahora Eddie viene a verme al cuarto de taquillas y me dice que al cura se le ha ocurrido otra cosa, que me reúna con él en el McAnn, en la acera de enfrente.

Es difícil entrar en un restaurante y sentarte delante de un cura que te hizo proposiciones en una habitación de hotel hace cuatro meses. Es difícil saber qué hacer cuando te mira fijamente, te da la mano, te coge del codo, te ayuda a sentarte. Me dice que tengo buen aspecto, que he ganado algo de carne en la cara y que debo de comer bien. Dice que América es un gran país si le das una oportunidad, pero yo podría contarle que ya no dejan que los puertorriqueños me den sobras y que estoy cansado de los plátanos, pero no quiero decir demasiado por si se piensa que me he olvidado de lo del hotel New Yorker. No le tengo ningún rencor. No ha pegado a nadie ni ha matado de hambre a nadie, y lo que hizo fue por la bebida. Lo que hizo no fue tan malo como largarse a Inglaterra y dejar que se mueran de hambre tu mujer y tus hijos, como hizo mi padre, pero lo que hizo era malo porque era cura, y se supone que los curas no deben asesinar a la gente ni tocarla de ningún modo.

Y lo que hizo me hace preguntarme si hay más curas que van por el mundo haciendo proposiciones a la gente en las habitaciones de los hoteles.

Me está mirando fijamente con sus ojos grandes y grises, con la cara bien lavada y brillante, con su traje negro y su alzacuellos blanco y reluciente, y me dice que había querido hacer esta parada antes de volver a Los Ángeles para siempre. Se advierte fácilmente lo contento que está de encontrarse en gracia de Dios después de los cuatro meses que pasó en la casa de retiro, y ahora sé que me resulta difícil comerme una hamburguesa con alguien que está en tal estado de gracia de Dios. Me resulta difícil saber qué hacer con los ojos cuando me mira fijamente como si hubiera sido yo el que hizo proposiciones a otra persona en una habitación de hotel. Me gustaría poder devolverle la mirada, pero lo único que sé de los curas es por haberlos visto en los altares, en los púlpitos y en la oscuridad de los confesonarios. Seguramente se piensa que he cometido pecados de toda clase, y tiene razón, pero por lo menos no soy cura y no he molestado nunca a otra persona.

Dice al camarero que sí, que una hamburguesa estará bien y que no, no, Señor, no, no quiere una cerveza, con agua le basta, nada alcohólico volverá a atravesar sus labios, y me sonríe como si yo tuviera que entender a qué se refiere, y el camarero también sonríe como diciendo que qué cura más santo.

Me dice que fue a confesarse con un obispo de Virginia, y que aunque recibió la absolución y pasó cuatro meses de trabajo y de oración, le parece que no fue suficiente. Ha renunciado a su parroquia y pasará el resto de sus días con los mejicanos y los negros pobres de Los Ángeles. Pide la cuenta, me dice que no quiere volver a verme nunca, que le resulta demasiado doloroso, pero que me recordará cuando diga misa. Dice que debo cuidarme de la maldición irlandesa, de la bebida, y que siempre que tenga la tentación de pecar debo meditar, como él, sobre la pureza de la Virgen María, buena suerte, que Dios te bendiga, ve a la escuela nocturna, y se mete en un taxi camino del aeropuerto de Idlewild.

Hay días que la lluvia es tan fuerte que tengo que gastarme diez centavos en el metro y veo a personas de mi edad con libros y bolsas donde dice Columbia, Fordham, Universidad de Nueva York, City College, y yo sé que quiero ser como ellos, estudiante.

Sé que no quiero pasarme años en el hotel Biltmore preparando banquetes y reuniones y que no quiero ser el limpiador que limpia el Palm Court. Ni siquiera quiero ser botones y recibir una parte de las propinas que dan a los camareros los estudiantes ricos que se beben su ginebra con tónica, hablan de Hemingway y de dónde deberían ir a cenar, y si deberían ir a la fiesta de Vanessa en Sutton Place, con lo aburrida que fue el año pasado.

No quiero ser limpiador en un sitio donde la gente me mira como si formara parte de la pared.

Veo a los estudiantes universitarios en el metro y sueño que algún día seré como ellos, llevando mis libros, escuchando a los catedráticos, graduándome con toga y birrete, yendo a un trabajo donde vestiré traje y corbata y llevaré un maletín, volveré a casa en tren todas las noches, besaré a la mujer, cenaré, jugare con los chicos, leeré un libro, haré la excitación con la mujer, me dormiré para estar descansado y fresco al día siguiente.

Me gustaría ser estudiante universitario en el metro porque de los libros que llevan se desprende que deben de tener las cabezas llenas a rebosar de conocimientos de todo tipo, que serían capaces de sentarse contigo y charlar eternamente sobre Shakespeare, Samuel Johnson y Dostoievski. Si yo pudiera ir a la universidad procuraría ir en metro y que la gente viera mis libros para que me admirasen y deseasen poder ir ellos también a la universidad. Sujetaría los libros de tal modo que la gente se enterase de que estaba leyendo
Crimen y castigo,
de Fedor Dostoievski. Debe ser magnífico ser estudiante y no tener nada que hacer más que escuchar a los catedráticos, leer en las bibliotecas, sentarte bajo los árboles del campus y comentar lo que estás aprendiendo. Debe de ser magnífico saber que vas a recibir un título que te pone por delante del resto del mundo, que te casarás con una chica con título y que los dos os sentaréis en la cama durante el resto de vuestras vidas manteniendo grandes charlas sobre las cosas importantes.

Pero no sé cómo voy a conseguir un título universitario y subir en el mundo sin tener el título de bachillerato y con dos ojos como agujeros de meadas en la nieve, como todos me dicen. Algunos irlandeses viejos me dicen que el trabajo duro no tiene nada de malo. Muchos hombres se han abierto camino en América con el sudor de su frente y la fuerza de su lomo, y es bueno conocer tu lugar en la vida y no apuntar demasiado alto. Me dicen que por eso puso Dios a la soberbia en el primer lugar entre los siete pecados capitales, para que los jóvenes como yo no nos bajemos del barco con ideas de grandeza. En este país hay trabajo de sobra para cualquiera que quiera ganarse un dólar honradamente con las dos manos y con el sudor de su frente y sin apuntar demasiado alto.

El griego de la casa de comidas de la Tercera Avenida me dice que el puertorriqueño que le hacía la limpieza se ha marchado y me pregunta si quiero trabajar una hora cada mañana, entrar a las seis, barrer el local, fregarlo, limpiar los retretes. Me daría un huevo, un bollo, una taza de café y dos dólares y, quién sabe, podría conducir a algo fijo. Dice que le caen bien los irlandeses, que son como los griegos, y que eso se debe a que salieron de Grecia hace mucho tiempo. Eso le dijo un catedrático de la Universidad Hunter, pero cuando yo se lo conté a Eddie Gilligan en el hotel, éste me dijo que el griego y el catedrático no decían más que memeces, que los irlandeses habían estado siempre en su islita desde el principio de los tiempos y ¿qué diablos sabrán los griegos, en todo caso? Si supieran algo no estarían sirviendo picadillo en los restaurantes y parloteando en su idioma que no entiende nadie.

A mí no me importa de dónde salimos los irlandeses, con tal de que el griego me dé de comer todas las mañanas y me pague dos dólares, diez a la semana en total, cinco para mi madre y sus zapatos y cinco para mí, para poder comprarme ropa como es debido y no parecer un irlandés recién desembarcado.

Tengo suerte de contar con algunos dólares más a la semana, sobre todo desde que Tom Clifford llamó a mi puerta en casa de la señora Austin y me dijo:

—Vamos a largarnos de aquí.

Dice que alquilan una habitación enorme, del tamaño de un apartamento, en la Tercera Avenida, esquina a la calle Ochenta y Seis, encima de una tienda llamada Sombreros Harry, y si compartíamos el alquiler seguiríamos pagando seis dólares a la semana y no tendríamos a la señora Austin vigilando cada paso que damos. Podríamos llevar lo que quisiésemos, comida, bebida, chicas.

—Eso, chicas —dice Tom.

La nueva habitación tiene parte delantera y trasera y da a la Tercera Avenida, donde podemos ver pasar por delante de nosotros el ferrocarril elevado. Saludamos con la mano a los pasajeros y descubrimos que no les importa devolver el saludo por la tarde, cuando vuelven a sus casas del trabajo, aunque muy pocos saludan por la mañana por el mal humor que tienen al ir a trabajar.

Tom trabaja en el turno de noche en un edificio de apartamentos, y por eso me quedo solo en la habitación. Es la primera vez en mi vida que he tenido una sensación de libertad, sin jefes, sin que la señora Austin me diga que apague la luz. Puedo pasearme por todo el barrio y mirar las tiendas, bares y cafés alemanes y los bares irlandeses de la Tercera Avenida. Hay bailes irlandeses en el Caravan, el Tuxedo, el Casa Leitrim, el Casa Sligo. Tom no quiere ir a los bailes irlandeses. Quiere conocer a chicas alemanas, por los tres años felices que pasó en Alemania y porque sabe hablar alemán. Dice que los irlandeses le pueden besar el culo, y yo no lo entiendo, porque siempre que oigo música irlandesa siento que se me saltan las lágrimas y me gustaría estar a orillas del Shannon mirando los cisnes. A Tom le resulta fácil hablar con las chicas alemanas o con las chicas irlandesas cuando está de humor, pero a mí no me resulta fácil nunca hablar con nadie porque sé que me están mirando los ojos.

Tom tuvo más estudios que yo en Irlanda y podría ir a la universidad si quisiera. Dice que prefiere ganar dinero, que América está para eso. Me dice que soy tonto por estarme partiendo el culo trabajando en el hotel Biltmore cuando podría buscar y encontrar un trabajo con un sueldo decente.

Tiene razón. Me repugna trabajar en el hotel Biltmore y limpiar para el griego todas las mañanas. Cuando limpio las tazas de los retretes me enfado conmigo mismo porque me recuerda cuando tenía que vaciar el orinal del primo de mi madre, Laman Griffin, a cambio de unos peniques y de que me prestase su bicicleta. Y me pregunto por qué soy tan minucioso con las tazas de los retretes, por qué quiero que estén impecables cuando podría darles una pasada con la fregona y dejarlas. No: tengo que usar mucho detergente y hacerlas brillar como si la gente fuese a comer en ellas. Al griego le agrada, pero me mira de un modo raro como diciéndome: «Muy bien, pero ¿por qué?» Yo podría decirle que sus diez dólares adicionales cada semana y la comida de las mañanas son un regalo y no quiero perderlo. Después me pregunta qué hago aquí, al fin y al cabo. Soy un buen chico irlandés, sé inglés, soy inteligente, y ¿por qué estoy limpiando tazas de retretes y trabajando en hoteles cuando podría estar estudiando? Si él supiera inglés estaría en una universidad, estudiando la historia maravillosa de Grecia, y a Platón y a Sócrates y a todos los grandes escritores griegos. No estaría limpiando tazas de retretes. Nadie que sepa inglés debería estar limpiando tazas de retretes.

11

Tom baila con Emer, una chica de la Sala de Baile Tuxedo, que está allí con el hermano de ella, Liam, y cuando Tom y Liam van a beber algo ella baila conmigo aunque yo no sé. Me gusta porque es amable aun cuando yo le piso los pies y cuando me aprieta el brazo o la espalda para dirigirme por miedo a que nos choquemos con los hombres y mujeres de Kerry, Cork, Mayo y otros condados. Me gusta porque se ríe con facilidad, aunque a veces me parece que se está riendo de mi torpeza. Yo tengo veinte años y jamás en mi vida había invitado a una chica a bailar o al cine, ni siquiera a tomarse una taza de té, y ahora tengo que aprender a hacerlo. Ni siquiera sé hablar a las chicas, porque en mi casa no hubo nunca ninguna, salvo mi madre. No sé nada, después de haberme criado en Limerick y de haber oído a los curas despotricar los domingos contra los bailes y los paseos por los caminos con las chicas.

La música termina y Tom y Liam están allí en la barra riéndose de algo y yo no sé qué decir ni qué hacer con Emer. ¿Debo quedarme en el centro de la pista y esperar el baile siguiente, o debo llevarla junto a Liam y Tom? Si me quedo aquí tendré que hablar con ella y no sé de qué hablar, y si empiezo a llevarla hacia Tom y Liam se creerá que no quiero estar con ella, y eso sería lo peor del mundo, porque sí quiero estar con ella y mi situación me pone tan nervioso que el corazón me late como una ametralladora y apenas puedo respirar y quisiera que Tom se pusiera a bailar con Emer para que yo pueda reírme con Liam, aunque no quiero que Tom se lleve a Emer porque quiero estar con ella, pero no lo hace, y estoy allí cuando vuelve a sonar la música, un
jitterbug
o algo así, en el que los hombres lanzan a las chicas por la sala y por el aire, el tipo de baile que yo no podría soñar con bailar cuando soy tan ignorante que apenas sé poner un pie delante del otro y ahora tengo que poner las manos en alguna parte del cuerpo de Emer para bailar el jitterbug y no sé donde ponerlas hasta que ella me coge de la mano y me lleva hasta donde se están riendo Tom y Liam y Liam me dice que unas pocas noches más en el Tuxedo y seré un verdadero Fred Astaire y todos se ríen porque saben que eso no puede ser y cuando se ríen yo me sonrojo porque Emer me está mirando de un modo que da a entender que sabe algo más de lo que dice Liam o que incluso sabe que me está palpitando el corazón y me deja sin aliento.

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