Lo es (6 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Lo es
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Después, Eddie sonríe, ríe y se atraganta con su cigarrillo porque es irlando-americano y cree que los pe erres son estupendos por haber hecho lo que hicieron a las Hijas del Imperio Británico. Ahora los llama pe erres en vez de
spics
porque hicieron una cosa patriótica que se les debía haber ocurrido primero a los irlandeses. El año siguiente se meará él mismo en las cafeteras y se morirá de risa viendo a las Hijas beberse un café que tiene meados puertorriqueños e irlandeses. Dice que es una gran lástima que las Hijas no se vayan a enterar nunca. Le gustaría salir al balcón de la sala de baile del piso 19 y anunciar al público en general: «Hijas del Imperio Británico, acaban ustedes de beberse un café lleno de meados de
spics
y de
micks,
y ¿qué les parece, después de lo que ustedes hicieron a los irlandeses durante ochocientos años?» Ay, sería un espectáculo, las Hijas abrazadas las unas a las otras y vomitando por toda la sala de baile, y los patriotas irlandeses bailando la jiga en sus tumbas. Sería digno de verse, dice Eddie, sería digno de verse de verdad.

Ahora Eddie dice que quizás los pe erres no sean tan malos después de todo. A él no le gustaría que se casasen con su hija ni que se mudasen a su barrio, pero hay que reconocer que son buenos músicos y que salen de entre ellos algunos jugadores de béisbol bastante buenos, hay que reconocerlo.

—Si bajas a esa cocina, siempre te los encuentras contentos como niños. Son como los negros —dice—, no se toman nada en serio. No son como los irlandeses. Nosotros nos lo tomamos todo en serio.

Los días malos en el vestíbulo son el jueves y el viernes, cuando los muchachos y las muchachas se reúnen, se sientan y beben y ríen, sin pensar en nada que no sea la universidad y el amor, navegar en verano, esquiar en invierno y casarse los unos con los otros para tener hijos que vendrán al Biltmore y harán lo mismo. Sé que a mí no me ven siquiera, vestido con mi uniforme de limpiador, con mi recogedor y mi escoba, y me alegro, porque hay días que tengo los ojos tan rojos que parecen ensangrentados, y temo el momento en que una muchacha pueda decir: «Perdón, ¿dónde está el servicio?» Es difícil señalar con el recogedor y decir: «Por allí, pasados los ascensores», y apartar la cara a la vez. Lo intenté con una muchacha pero ésta se quejó al
maître d’
de que yo había estado grosero, y ahora tengo que mirar a todos los que me preguntan algo, y cuando me miran fijamente yo me sonrojo tanto que estoy seguro de que se me pone la piel tan roja como los ojos. A veces me sonrojo de pura ira y me dan ganas de gruñir a la gente que me mira fijamente, pero si lo hiciera me despedirían al instante.

No me deberían mirar fijamente. Deberían saberlo, teniendo en cuenta que sus madres y sus padres se están gastando fortunas enteras para darles una educación, y ¿de qué te sirve toda esa educación si eres tan ignorante que te quedas mirando fijamente a la gente que se acaba de bajar del barco con los ojos rojos? Cabría pensar que los catedráticos dirían a sus alumnos en clase que si vas al vestíbulo del hotel Biltmore, o a cualquier otro vestíbulo, no debes mirar fijamente a la gente que tiene los ojos rojos, o una sola pierna, o que esté desfigurada de cualquier otra manera.

Pero las muchachas me miran fijamente, y los muchachos son peores por el modo en que me miran, sonríen y se dan codazos y hacen comentarios que hacen reír a todos, y a mí me dan ganas de romperles el recogedor y la escoba en sus cabezas hasta que les saliera la sangre a chorro y ellos me suplicasen que los dejara y me prometieran que no volverían a hacer comentarios sobre los ojos irritados de nadie.

Un día, una muchacha estudiante suelta un chillido y el
maître d’
se acerca a toda prisa. La muchacha está llorando y está revolviendo las cosas que están en la mesa que tiene delante y buscando debajo de la mesa, sacudiendo la cabeza. El
maître d’
me llama gritando a través del vestíbulo.

—McCourt, ven aquí ahora mismo. ¿Has limpiado por esta mesa?

—Creo que sí.

—¿Crees que sí? Maldita sea, perdone, señorita, ¿es que no lo sabes?

—Sí, señor.

—¿Has cogido una servilleta de papel?

—He limpiado. Vacié los ceniceros.

—Una servilleta de papel que estaba aquí. ¿La has cogido?

—No lo sé.

—Bueno, pues te diré una cosa, McCourt. Esta señorita aquí presente es hija del presidente del Club de Tráfico, que alquila unas grandes oficinas en este hotel, y tenía una servilleta de papel con un número de teléfono de un muchacho de Princeton, y si no encuentras ese pedazo de papel te vas a encontrar con el culo escaldado (perdone, señorita). Ahora bien, ¿qué has hecho con los desperdicios que te llevaste?

—Han ido a parar a los cubos de basura grandes, junto a la cocina.

—Está bien. Baja allí y ponte a buscar esa servilleta de papel, y no vuelvas sin ella.

La muchacha que perdió la servilleta solloza y me dice que su padre tiene mucha influencia aquí y que no le gustaría estar en mi lugar si no encuentro ese pedazo de papel. Sus amigos me están mirando, y yo siento que tengo la cara encendida, como los ojos.

El
maître d’
me vuelve a decir con brusquedad:

—Encuéntralo, McCourt, y vuelve aquí.

Los cubos de basura que están junto a la cocina están llenos a rebosar y yo no sé cómo voy a encontrar un pedacito de papel perdido entre tantos desperdicios, posos de café, trozos de tostada, raspas de pescado, cáscaras de huevo, pieles de pomelo. Estoy de rodillas hurgando y separando con un tenedor de la cocina, donde los puertorriqueños cantan, ríen y dan golpes en los cacharros, y eso me hace preguntarme qué estoy haciendo de rodillas.

Así que me levanto, entro en la cocina sin decir nada a los puertorriqueños que me llaman Frankie, Frankie, chico irlandés, te vamos a enseñar español.

Busco una servilleta de papel limpia, escribo en ella un número de teléfono inventado, la mancho de café, se la entrego al
maître d’
que se la da a la muchacha mientras sus amigos la rodean por todos lados, vitoreándola. Ella da las gracias al
maître d’
y le da una propina, un dólar entero, y lo único que siento yo es que no estaré delante cuando ella llame a ese número.

7

Recibo una carta de mi madre que me dice que corren tiempos duros en casa. Sabe que mi sueldo no es gran cosa y agradece los diez dólares que le envío cada semana, pero ¿podría arreglármelas para enviarle unos dólares más para comprar zapatos para Michael y Alphie? Ella tenía trabajo, cuidando de un viejo, pero la defraudó mucho muriéndose inesperadamente cuando creía que aguantaría hasta el Año Nuevo para que ella pudiese tener algunos chelines para zapatos y para una cena de Navidad, con jamón o con alguna cosa con algo de dignidad. Dice que los enfermos no deberían contratar a gente para que los cuidase dándoles falsas esperanzas de contar con un trabajo cuando saben muy bien que están en las últimas. Ahora no reciben nada más que el dinero que les mando yo, y parece que el pobre Michael tendrá que dejar la escuela y ponerse a trabajar en cuanto cumpla los catorce el año próximo, y es una lástima, y ella se pregunta si para eso hemos luchado contra los ingleses, para que la mitad de los niños de Irlanda vayan pisando las calles, los caminos y los campos sin nada más que la piel entre éstos y los pies.

Ya le estoy enviando diez dólares de los treinta y dos que gano en el hotel Biltmore, aunque se quedan en veintiséis después de descontar la Seguridad Social y el impuesto sobre la renta. Después de pagar el alquiler me quedan veinte dólares, y mi madre recibe la mitad y a mí me quedan diez para comida y para coger el metro cuando llueve. Cuando no llueve voy a pie para ahorrarme los cinco centavos. De vez en cuando me enfado conmigo mismo y voy a ver una película en el cine de la calle 68, y tengo la habilidad suficiente para meter una tableta de chocolate Hershey o dos plátanos, que es la comida más barata del mundo. A veces, cuando pelo el plátano, las personas de Park Avenue que tienen el olfato sensible olisquean y se dicen entre sí en voz baja: «¿No huele a plátano?», y acto seguido amenazan con quejarse a la dirección.

Pero a mí ya no me importa. Si se quejan al acomodador, yo no estoy dispuesto a esconderme en el servicio de hombres a comerme el plátano. Iré al Partido Demócrata, en el hotel Biltmore, y les diré que soy un ciudadano americano con acento irlandés y que por qué me están atormentando por comerme un plátano mientras veo una película de Gary Cooper.

Puede que llegue el invierno en Irlanda, pero aquí hace más frío y la ropa que me traje de Irlanda es inútil para un invierno de Nueva York. Eddie Gilligan dice que si eso es lo único que voy a ponerme por la calle me moriré antes de cumplir los veinte años. Dice que si no soy demasiado orgulloso puedo ir a ese sitio grande del Ejército de Salvación en el West Side y comprarme toda la ropa de invierno que me haga falta por pocos dólares. Dice que procure comprarme ropa que me dé aspecto de americano, y no esas cosas de patán irlandés que me dan aspecto de cultivador de nabos.

Pero ahora no puedo ir al Ejército de Salvación a causa del giro postal internacional de quince dólares para mi madre, y ya no puedo pedir a los puertorriqueños las sobras de la cocina del Biltmore por miedo a que les contagie mi enfermedad de los ojos.

Eddie Gilligan dice que la gente habla de mis ojos. Lo llamaron del departamento de personal porque él es el enlace sindical y le dijeron que yo no debía volver a acercarme a la cocina porque podría tocar una toalla o algo así y dejar medio ciegos a todos los lavaplatos puertorriqueños y a los cocineros italianos con la conjuntivitis o lo que tenga. Si no me despiden es únicamente porque vine recomendado por el Partido Demócrata, y éste paga mucho por las oficinas grandes que tiene alquiladas en el hotel. Eddie dice que puede que el señor Carey sea un jefe duro pero que defiende a los suyos y para los pies al departamento de personal, les dice que en cuanto intenten despedir a un chico que tiene mal los ojos se enterará el Partido Demócrata y entonces se habrá acabado el hotel Biltmore. Verán una huelga que sacará a la calle a todo el maldito Sindicato de Trabajadores de Hostelería. Nada de servicio de habitaciones. Nada de ascensores.

—Los gordos cabrones tendrán que subir a pie —dice Eddie—, y las camareras no pondrán papel higiénico en los baños. Imagínatelo: unos gordos cabrones sin nada con qué limpiarse el culo, todo ello por tus ojos enfermos, chico.

»Nos echaremos a la calle, todo el maldito sindicato —dice Eddie—. Cerraremos todos los hoteles de la ciudad. Pero tengo que decirte que me dieron el nombre de un oftalmólogo de la avenida Lexington. Tienes que ir a verlo y volver dentro de una semana.

La consulta del médico está en un edificio antiguo, subiendo cuatro pisos por la escalera. Hay niños pequeños que lloran, y suena una radio:

Chicos y chicas juntos

Mamie 0’Rourke y yo

Bailaremos de lo lindo

Por las aceras de Nueva York.

—Pasa, siéntate en esta silla —dice el médico—, ¿qué te pasa en los ojos? ¿Has venido para hacerte unas gafas?

—Tengo una especie de infección, doctor.

—Jesús, sí. Vaya infección, desde luego. ¿Desde cuándo la tienes?

—Desde hace nueve años, doctor. Estuve en el hospital de los ojos en Irlanda cuando tenía once años.

Me toca los ojos con un pedacito de madera y les da golpecitos con algodones que se pegan a los párpados y me hacen pestañear. Me dice que deje de pestañear, que cómo demonios espero que me examine los ojos si me quedo allí sentado pestañeando como un loco. Pero yo no puedo evitarlo. Cuanto más me toca y me da golpecitos más pestañeo, hasta que está tan irritado que tira por la ventana el pedacito de madera con el algodón pegado. Abre cajones de su escritorio, suelta maldiciones y los vuelve a cerrar de golpe hasta que encuentra una botellita de whiskey y un puro, y esto lo pone de tan buen humor que se sienta tras su escritorio y se ríe.

—¿Todavía pestañeando, eh? Bueno, chico, llevo treinta y siete años viendo ojos y no había visto nunca una cosa así. ¿Qué eres, mejicano o algo así?

—No, doctor, soy irlandés,

—Lo que tienes no lo hay en Irlanda. Y no es conjuntivitis. Yo conozco la conjuntivitis. Esto es otra cosa, y puedo asegurarte que tienes suerte de tener ojos. Lo que tienes tú lo he visto en tipos que volvían del Pacífico, de Nueva Guinea y de sitios así. ¿Has estado en Nueva Guinea alguna vez?

—No, doctor.

—Ahora bien, lo que tienes que hacer es afeitarte la cabeza del todo. Tienes una especie de caspa infecciosa como la que tenían los tipos de Nueva Guinea, y te cae en los ojos. Tendrás que afeitarte ese pelo y tendrás que frotarte ese cuero cabelludo todos los días con un jabón de farmacia. Frótate ese cuero cabelludo hasta que te escueza. Frótate ese cuero cabelludo hasta que brille, y vuelve a verme. Son diez dólares, chico.

El jabón de farmacia cuesta dos dólares, y el barbero italiano de la Tercera Avenida me lleva otros dos dólares, más la propina, por cortarme el pelo y afeitarme la cabeza. Me dice que es una pena terrible afeitar una cabellera tan hermosa, que si él tuviera una cabellera así tendrían que cortarle la cabeza para quitársela, que la mayoría de esos médicos no distinguen una mierda de un miércoles, pero que si eso es lo que quiero él no es nadie para discutirlo.

Levanta un espejo para enseñarme lo calvo que parezco por detrás, y me siento débil por la vergüenza que me produce la cabeza calva, los ojos rojos, las espinillas, los dientes en mal estado, y si alguien me mira por la avenida Lexington lo empujaré delante de un coche, porque me arrepiento de haber venido a esta América que amenaza con despedirme por mis ojos y me hace ir calvo por las calles de Nueva York.

Naturalmente, la gente se me queda mirando por las calles y yo quiero devolverles las miradas con aire amenazador, pero no puedo, pues la supuración amarilla de mis ojos se mezcla con los hilos del algodón y me ciega del todo. Recorro con la vista las bocacalles buscando las menos frecuentadas y voy en zigzag, atravesando la ciudad y subiendo. La calle mejor es la Tercera Avenida, con el ferrocarril elevado que traquetea por arriba y con sombras por todas partes y la gente metida en los bares con sus propios problemas, ocupándose de sus asuntos y sin quedarse mirando a todos los pares de ojos irritados que pasan por delante. La gente que sale de los bancos y de las tiendas de ropa de mujer siempre se me queda mirando, pero la gente de los bares medita ante sus bebidas y le daría igual que fueras por la avenida sin ojos.

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