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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (32 page)

BOOK: Lluvia negra
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—No le he preguntado por las otras cavernas, le he preguntado por ésta…

—No sé nada de esta caverna —le contestó ella irritada—. Han sido ustedes los que la han descubierto, ¿recuerda?

Lang aceptó eso y volvió a moverse otra vez.

—Iluminen el sendero con las linternas —dijo.

El camino que seguían había sido desgastado en la roca milenios antes, y aunque los depósitos minerales de la caverna habían empezado a crecer en ciertas partes, el proceso era mucho más lento, en realidad varios órdenes de magnitud más lento: lo que quizá hubiera tardado sólo diez años en desgastarse podía precisar de diez mil años para volver a cubrirse. Como resultado, la mayor parte de la ruta aún era reconocible. Cruzaron aquella zona y atravesaron otra pequeña sala.

Unos minutos más tarde entraron en un espacio mayor, una cámara mucho más grande, en donde el techo subía hasta perderse de vista y cuyos límites se extendían hasta lo lejos, a ambos lados de ellos. Era un lugar enorme y en el que había eco, como un estadio oscuro y vacío. Sus exclamaciones de asombro se perdieron en el aire, volviendo en reverberaciones hacia ellos, mientras sus luces recorrían débiles las lejanas paredes.

Directamente frente a ellos había un estanque de agua absolutamente quieta y transparente como el cristal, un pequeño lago que se extendía por la caverna unos ciento cincuenta metros. Parecía haber más terreno al otro lado.

Lang llamó para informar:

—Estamos en la entrada de la caverna principal —dijo—, y una buena parte de ella está llena de agua.

La respuesta de Kaufman le llegó entrecortada:

—Entiendo que… principal… llena de… gua.

—Afirmativo —respondió Lang.

No hubo respuesta. Ni siquiera estaba seguro de si Kaufman había recibido lo último o no. No importaba: iban a seguir, completarían su exploración inicial y regresarían.

Lang realizó algunas pruebas con varios instrumentos de la batería de aparatos que llevaba, luego repitió su prueba de la luz negra, pero no halló nada. Miró por encima del agua al terreno elevado que había al otro lado. Sus luces apenas si llegaban hasta allí, pero parecía plano y llano, a diferencia del resto de la caverna.

—Tenemos que encontrar un modo de llegar al otro lado —dijo—. O eso, o vamos a necesitar de un bote.

El grupo se dividió para explorar las orillas del lago y uno de los hombres halló una continuación del sendero, que seguía por la orilla derecha del lago.

Aunque algunos restos bloqueaban parte del camino, éste aún era transitable e iba pegado a la orilla del lago durante la mayor parte de su recorrido, con alguna desviación ocasional a través de un bosque de estalactitas y otras formaciones que parecían gigantescas setas de piedra húmeda. Pasado este obstáculo, el sendero regresaba a la orilla del lago, y se convertía en un estrecho paso, al borde del agua, encerrado entre la orilla y la pared de la caverna. Finalmente, ya cerca del otro lado, giraba para cruzar uno de los extremos del lago mediante lo que parecía ser una presa hecha por la mano del hombre. Al costado derecho de la presa se veía un pequeño número de estanques, dispuestos como los panales de una colmena, mientras que al lado izquierdo estaba el lago.

Lang filmó todo el lugar con su cámara.

—Cuento siete.

Los estanques circulares tendrían unos tres metros de ancho. Estaban separados unos de otros por muros de contención, de la misma altura que la presa. El nivel de líquido de todos los estanques era el mismo, aunque fuese unos centímetros más alto que el nivel del agua del lago. Lang concluyó que los estanques debían de estar conectados entre sí, aunque no con el lago. Filmó el más cercano, pero su quieta y oscura superficie le decía bien poco.

—Es algún tipo de construcción —dijo para la grabadora—. El mismo tipo de piedra que la presa, piedra pulimentada. Tiene un aspecto casi de cerámica, quizá sea volcánica. No hay ninguna indicación de para qué sirve.

Uno de los alemanes miró a Lang con una sonrisa, y luego se volvió hacia sus compañeros, él sí que tenía una idea:

—Jacuzzi —dijo.

Mientras los otros se reían, Lang descubrió un lugar mucho más prometedor, una zona hueca, con una amplia extensión de piedra plana y lisa. Una especie de plaza, que claramente había sido trabajada y aplanada con herramientas.

—Ahí es donde tenemos que ir —dijo, y atravesó la presa, con Susan y los mercenarios siguiéndole.

Uno de éstos se detuvo:

—Un momento —dijo, iluminando uno de los estanques más de cerca con su linterna—. Hay algo ahí dentro.

—¿Qué ve? —le preguntó Lang, sin estar seguro de que aquello fuera importante.

—Un reflejo —dijo el hombre—, algo brillante…

Otro de los mercenarios se puso al lado del primero:

—Munzen —dijo—. Geld munzen.

Que en alemán significaba «monedas de oro».

Lang miró a Susan en busca de una explicación.

—A menudo los mayas tiraban cosas a pozos y estanques como ofrenda para los espíritus —le dijo—. Las famosas pozas de México están llenas de ofrendas. Pero aquello son grandes accidentes naturales, no pequeños estanques como ésos.

—¿Qué clase de cosas tiraban? —le preguntó uno de los mercenarios.

Lang iba a responder, pero Susan se le adelantó:

—Joyas y cerámica, sobre todo, y a veces también a gente…

—¿Y qué me dice del oro?

—Los mayas no tenían mucho oro —le contestó ella.

Los dos mercenarios se echaron a reír al oír eso:

—Seguro que es oro —dijo el primero—. ¿Para qué otra cosa habríamos venido aquí?

Los otros mercenarios se pusieron al lado de distintos estanques, como si cada uno de ellos reclamase uno para sí. Lang se encogió de hombros: ¿cómo podría echar en cara a aquellos hombres que sufriesen la fiebre del oro, si Kaufman y él estaban allí en busca de su propia riqueza? Decidió mirar más de cerca y se acercó a uno de los estanques de la parte trasera del grupo, el más alejado de la presa.

Los mercenarios empezaron a hablar entre ellos con nerviosismo. El que había divisado el reflejo no perdía el tiempo: ya se había quitado las botas y la camisa.

—Me voy a meter —dijo.

Se desabrochó el cinturón, y luego se quitó los pantalones y los calzoncillos sin la menor muestra de pudor.

Susan miró hacia otro lado, poniéndose colorada. Lang se preguntó si no debería de estar filmando aquello.

—Estos europeos… —dijo, riéndose.

El alemán desnudo estaba al borde del estanque, alzando los brazos como si fuera a hacer el salto del cisne. En el último momento decidió no hacerlo y sus compañeros lanzaron gritos de decepción.

—Parece fría —dijo.

Lang volvió a clavar su mirada en el estanque que tenía frente a él. Enfocó su linterna hacia él, pero no vio nada; desde luego, nada metálico. Tomó la cámara y se la colocó sobre el hombro. La antorcha de la cámara era más potente que la linterna.

El alemán estaba dispuesto a saltar, esta vez de pies.

Lang lo ignoró, enfocó la cámara y encendió la antorcha. Por un segundo la luz se reflejó en el líquido y le cegó, pero en seguida apuntó la antorcha hacia otro punto y el destello desapareció.

Cerca de la presa, los otros animaban a su camarada a saltar.

Lang ajustó el objetivo y enfocó con precisión, pero lo único que vio fue un reguero de minúsculas burbujas, como las de anhídrido carbónico que se ven en un vaso de gaseosa. Al sonido de un chapoteo, alzó la vista.

Finalmente el mercenario había saltado tapándose la nariz, ante los gritos de alegría de sus compañeros. Sacó la cabeza al cabo de unos momentos, escupiendo un gran chorro de líquido, para a continuación lanzar un alarido.

Por un instante los otros se echaron a reír, recordando su anterior comentario de que el agua parecía fría, pero el alarido no cesó y el hombre braceó violentamente, con los ojos cerrados, buscando a ciegas la pared del estanque. Sus camaradas se quedaron helados, confusos. Cuando finalmente se dieron cuenta de que sus problemas eran reales, corrieron a ayudarlo.

Por ese entonces el hombre había llegado al borde del estanque e intentaba salir de él empujándose con los brazos, pero la lisa pared del estanque no le ofrecía ningún punto donde aferrarse. Los otros tendieron sus manos hacia él, asiéndole por los brazos y tirando. Pero se les escapó, estremeciéndose violentamente y aullando.

—¿Qué le pasa? —gritó Susan.

Los mercenarios la ignoraron: uno de ellos se estiró cuanto pudo, aferró al otro por el cabello y tiró de él hacia la orilla. Los otros le ayudaron a sacarlo del agua y llevarlo sobre la presa, donde quedó tirado, estremeciéndose y sufriendo convulsiones.

Sus amigos retrocedieron, con expresiones de horror en sus rostros: la piel del hombre se estaba disolviendo, fundiéndose; una espuma sanguinolenta supuraba de sus piernas y cintura, mientras el resto de su cuerpo se llenaba de ampollas.

Empezaron a gritarse unos a otros, mientras se limpiaban las manos con sus camisas, pantalones o cualquier otra cosa que pudieran hallar, pues su propia piel estaba ardiendo. Uno de ellos tomó su cantimplora y echó el contenido sobre sus manos:


Wasser
—gritó, y los otros le imitaron, tratando de diluir con agua el corrosivo líquido que les había mojado.

Mientras los mercenarios se lavaban frenéticamente las manos, se apartaron de su camarada caído y Susan Biggs pudo verlo por primera vez. Cayó de rodillas, sintió arcadas y creyó que iba a vomitar. Tiró de la máscara antigás, ansiosa por sacársela, mientras de repente recordaba que McCarter había hablado de un estanque de ácido. Cómo no lo había recordado ni había establecido una conexión.

A veinte metros de distancia, Lang estaba traspuesto. Podía ver al mercenario en el suelo, estremecido por espasmos, temblando como si una corriente eléctrica estuviera atravesándole el cuerpo y ahogándose con su propia lengua, ya que ésta se le había hinchado dentro de la boca por el líquido cáustico que había tragado.

Sus compañeros se acercaron a él, pero al instante se alejaron. Luego, uno de ellos tomó su fusil y le apuntó, al parecer decidido a acabar con sus sufrimientos. Pero otro de los mercenarios alzó una mano para detenerle: las convulsiones habían empezado a disminuir.

Lang miró casi hasta el final, antes de hallar la fuerza para cerrar los ojos y darse la vuelta. Inspiró profundamente y abrió de nuevo los ojos, mirando el plácido estanque que tenía ante él. Y esta vez vio algo más que el hilillo de burbujas: no era dorado como el alemán había creído ver sino verde. Un pequeño disco verde… no, dos. Eran unos ojos.

CAPÍTULO 31

Una forma oscura salió del agua, disparada como por un estallido. Chocó contra Lang y lo derribó de espaldas, mandando la cámara en una dirección y a su cuerpo en otra diferente. Y cuando la cámara chocó contra la piedra, su antorcha estalló, iluminando por un instante la caverna con una fuerte luz color azul eléctrico.

Ante el destello, los otros se volvieron y, a la débil iluminación de las restantes linternas, vieron una forma que vapuleaba a Lang. Lo mantenía apretado contra el suelo y, clavándole las fauces en el torso, le agitaba violentamente la cabeza de un lado a otro. Mientras Lang se debatía, aquella cosa se echó hacia atrás, y entre tremendos alaridos del hombre, lo partió completamente en dos, lanzando la parte superior del cuerpo hacia los espantados mercenarios.

Esta visión los sacó del trance y, mientras la forma negra cargaba hacia ellos, se abalanzaron, presos del pánico, hacia las armas de las que antes se habían deshecho.

A pesar de los apresurados disparos lanzados en su dirección, la cosa golpeó, a plena carrera, a uno de los mercenarios, zambulléndose en el lago con el hombre entre sus fauces y ocultándose bajo la superficie. Vieron cómo la luz del cinto del hombre se iba hundiendo más y más y finalmente desaparecía. Una ráfaga de balas le siguió, pero sin resultado: el hombre y la bestia se habían esfumado.

El mercenario que había estado disparando retrocedió de espaldas, alejándose de la orilla del lago cuando una espuma rojo sangre subió a la superficie.

—¿Está muerto?

El otro miró por un instante el agua y agitó la cabeza, negando. Aquello no estaba muerto, pero su camarada sí. Miró los siete estanques y a lo que quedaba del cuerpo de Lang. Ya era más que suficiente…

Escapó, corriendo a lo largo del sendero, en un enloquecido intento por huir de allí, tropezando y perdiendo el equilibrio en su prisa. Su mirada pasaba del camino que tenía por delante a la salida en el otro lado, y al agua a su costado.

Su amigo le gritó, pero él siguió corriendo, huyendo a la desesperada hacia la salida. Saltando por sobre montones de rocas como un atleta. Parecía como si lo fuese a conseguir, hasta que una perturbación en la negra superficie del agua empezó a ir hacia él. La ola se acercó con rapidez y la bestia salió del lago violentamente, aplastándolo contra la pared de la caverna y cerrando sus fauces sobre sus piernas, como hace un cocodrilo con un carabao. Sus alaridos de agonía llenaron de ecos la caverna, seguidos sólo de sonidos gorgoteantes cuando el animal lo arrastró bajo el agua.

Susan Briggs y el último de los mercenarios seguían en el lugar del primer ataque, allá en la plaza, al borde de la presa. Susan estaba de rodillas, jadeando por el aire, presa de un ataque de asma, mientras que el alemán tomaba la ensangrentada radio FEB de la parte inferior del despedazado cadáver de Lang.

—¡Tenemos una emergencia! —gritó por el aparato.

Esperó una respuesta, y luego probó de nuevo, manteniendo el botón apretado con todas sus fuerzas, como si eso fuera de alguna manera a aumentar la potencia de la señal.

—¡Lang está muerto… sólo quedamos la chica y yo! ¡Hemos sido atacados… necesitamos ayuda!

No oyó nada… no había nada a hacer: estaban demasiado abajo y la señal no podía llegar.

El mercenario dejó de transmitir, apagó su linterna y se metió más adentro de la caverna, apartándose de la presa y del lago, y colocándose justo al otro lado de la superficie de piedra lisa sobre la que Susan luchaba por respirar.

Desde su posición vigiló la caverna, ahora fantasmagóricamente iluminada por las quietas luces de los muertos. A la orilla del lago, una gran sombra estaba saliendo del agua.

Al otro lado de la plaza, la chica seguía de rodillas, tosiendo y ahogándose, sin darse cuenta del peligro. La bestia iría a por ella, y cuando tuviera toda su atención puesta en la nueva presa, él dispararía. Dejó la radio en el suelo, entre sus pies, y asió su fusil con ambas manos.

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