Authors: Graham Brown
Un instante más tarde el NOTAR apareció por encima de los árboles y pasó zumbando sobre el campamento, yendo de este a oeste. Verhoven agarró su fusil.
Danielle no necesitó nada más: se abalanzó hacia la alarma y la sirena empezó a sonar, al tiempo que el helicóptero, negro y con forma de huevo, llegaba al lado más alejado del claro y empezaba a inclinarse para poder girar de vuelta hacia el grupo.
—¡Humo! —gritó Verhoven.
Danielle hizo lo que le mandaba y los contenedores alrededor del campamento se fueron disparando en secuencia, pero mientras el helicóptero terminaba su giro y volvía hacia ellos, se dio cuenta de que el humo no iba a bastar. Cogió su propio rifle y se dispuso a correr.
Verhoven la aferró:
—¡Espere!
—¿A qué?
—¡Un segundo!
El NOTAR había girado medio círculo, e iba ganando velocidad mientras se ponía en línea con ellos. Bajando el morro, desapareció en medio de la nube que se espesaba.
—¡Ahora! —gritó Verhoven.
Corrieron hacia la derecha, justo mientras el helicóptero alcanzaba con una ráfaga de letal fuego de cañón el punto en el que habían estado un momento antes. El aparato los siguió, cruzando por entre el humo y dispersándolo a su paso. Verhoven se dio la vuelta, hincó una rodilla y disparó, pero el helicóptero se inclinó y disparó a las tiendas plantadas al sur, haciendo trizas el delgado nylon antes de pasar de largo. Danielle contempló con horror cómo uno de los porteadores salía arrastrándose y se desplomaba.
Para ese entonces los otros miembros de la expedición estaban corriendo hacia el centro del campamento, tal como habían ensayado, un acto que ahora les iba a llevar al punto más peligroso. Cuando el helicóptero giró para dar otra pasada, estuvo segura de que iban a morir todos.
Furiosa, disparó su propio rifle, tratando de alcanzar al aparato que se acercaba. Verhoven hizo lo mismo y, cuando los proyectiles de los AK-47 silbaron por el aire, el helicóptero alzó el morro, cruzando el campamento y volando hacia la jungla sin alcanzar a nadie más.
Siguió en esa dirección unos segundos, poniéndose a una distancia segura antes de iniciar un lento giro y seguir la curvada línea de los árboles, trazando un círculo alrededor del campamento, como si fuera un tiburón al acecho.
Verhoven miró hacia los árboles: jamás lo conseguirían…
—¡Vamos! —gritó—. ¡Hemos de llegar al templo!
Corrieron desesperadamente, huyendo hacia el viejo templo maya y sus gruesas paredes de piedra, el único lugar a la vista que podía ofrecerles un refugio frente a los cañones del helicóptero.
Mientras corrían hacia el templo, Danielle vio cómo McCarter, el doctor Singh, Susan y Brazos, presos del pánico, corrían alejándose del mismo.
—¡Vuelvan! —les gritó.
Parecieron captar el mensaje, deteniéndose en seco y dando la vuelta. Por el rabillo del ojo Danielle vio cómo el helicóptero giraba de nuevo, yendo esta vez a por Larsen y Segun, colocándose detrás de ellos y levantando enormes polvaredas del suelo. Se les acercó con rapidez, como una enorme bestia cazando a su presa. Sus cañones destellaron y surtidores de tierra se alzaron alrededor de los hombres. Cayeron al suelo en desmadejadas posturas, y el helicóptero pasó zumbando sobre ellos y de nuevo se fue alejando por sobre los árboles.
Danielle y Verhoven habían alcanzado la base del templo.
—Arriba —ordenó el sudafricano—. ¡Adentro!
Mientras el grupo de McCarter corría escaleras arriba, a Danielle y Verhoven se les unieron Roemer, Muncik y Bosch, que habían logrado hacerse con sus fusiles y una caja de munición.
—Bien hecho —les dijo Verhoven—. Ahora moveos…
Danielle se apresuró a subir por las escaleras, oyendo al NOTAR pero sin verlo. Llegó a la parte superior, dio un paso adelante y, entonces, vio al helicóptero, que se dirigía directamente hacia ella. Se dio la vuelta y se tiró escaleras abajo, justo cuando el piloto disparaba. Las balas rebotaron en el techo del templo, haciendo arder el aire. El NOTAR la siguió, rugiendo, apenas a tres metros por encima. Ahora era su oportunidad: magullada y con rasguños, se puso en pie y atravesó el terrado, escabulléndose por la entrada hacia la ya familiar oscuridad.
Muncik y Bosch iban justo tras de ella, seguidos por Roemer y su caja de munición.
Verhoven seguía sin aparecer, y eso que el zumbido del helicóptero se acercaba de nuevo. Pero se zambulló por la abertura unos segundos más tarde, y cayó rodando por las escaleras con los disparos persiguiéndole. Los proyectiles dieron contra la piedra y varios hallaron la abertura, rebotando locamente en las sólidas paredes.
Danielle miró alrededor: todo el mundo parecía estar bien.
—Va a volver —gritó Verhoven mirando al portal que había en lo alto de las escaleras—. Probablemente va a lanzar toda una tonelada de mierda de plomo a través de ese agujero. —Se volvió hacia los otros—: Id a las otras habitaciones. Y mantened las cabezas gachas.
Mientras McCarter guiaba a los otros hacia la habitación trasera, Verhoven y sus hombres se cubrieron lo mejor que pudieron, apretándose contra las paredes que bordeaban la escalera, acurrucándose y recargando sus fusiles.
—¿Qué van a hacer? —le preguntó Danielle.
Verhoven la ignoró, escuchando al ruido que llegaba de arriba. El NOTAR había dado la vuelta. Miró a sus hombres:
—Cuando pase.
Los otros asintieron, le habían entendido.
—¿Qué demonios van a hacer? —le exigió Danielle.
—Vamos a derribar ese jodido trasto —le contestó Verhoven—. Vendrá despacio para tratar de apuntar hacia dentro de ese orificio, pero se va a tener que estar moviendo, por si no estamos todos aquí. Cuando pase, vamos a subir. Pero antes de eso aquí va a haber una tormenta de fuego, así que váyase allá atrás con los otros.
El ruido en lo alto se hizo más fuerte. Danielle miró hacia los lugares más oscuros del templo, adonde se había ido el resto del grupo.
—¡Y una mierda! —dijo—. Voy a poner en práctica mis seis meses de entrenamiento en el manejo de armas de fuego que hice en Langley.
—Entonces, póngase detrás de mí —le mandó Verhoven.
Danielle se acurrucó contra la pared detrás del sudafricano y, segundos más tarde, estalló un auténtico infierno. El fuego de cañón entró por la boca del templo, lanzando por la cámara chispas, esquirlas y trozos de piedra. Un rebote partió un trozo de suelo delante de Verhoven, arrancando luego esquirlas de la pared que se le clavaron en la cara. Otro dio en la culata del rifle de Bosch, arrancándoselo de las manos y dejándoselas temblando.
Tres segundos de terror y estruendo, y el NOTAR hubo pasado: pero en el mismo instante en que lo hacía, Verhoven y sus hombres corrieron escaleras arriba.
Danielle les siguió, saliendo a la luz justo cuando el grupo de mercenarios abría fuego contra el helicóptero que se alejaba. Estaba más lejos de lo que habían esperado, pues había acelerado tras hacer la pasada.
Alzó su propio fusil y, entonces, vio el punto rojo en la espalda de Muncik.
—¡Al suelo!
Ya era muy tarde: el pecho de Muncik estalló con una gran herida de salida. Cayó de cara.
Los otros se tiraron al suelo.
—Un francotirador tras de nosotros —gritó ella, disparando a ciegas en esa dirección, mientras Verhoven se adelantaba reptando hasta el borde de la extensión plana, para echar una ojeada. Había una docena de hombres con uniforme de combate corriendo hacia ellos desde el norte. Disparó contra el grupo, rodó hacia un lado y luego disparó de nuevo, derribando al líder y haciendo dispersarse al resto. Se echó hacia atrás cuando le devolvieron el fuego.
—¡Más por este lado! —gritó Roemer, mirando hacia el sur.
El ruido de disparos hizo ecos en ambas direcciones y balas trazadoras ardieron en el cielo, entrecruzándose por encima de ellos. Hacia el este, el NOTAR había terminado su giro.
—Volvamos dentro —ordenó Verhoven—. ¡Ya!
Danielle regresó, sobre codos y rodillas, al interior del templo, con Roemer pisándole los talones. Verhoven fue el último en entrar, llevando el arma de Muncik, manchada de sangre. Se la tiró a Bosch, mientras el rugido del helicóptero que se aproximaba resonaba por todo el templo.
Ella miró a su alrededor:
—Aquí dentro estamos atrapados —gritó.
—¿Preferiría estar ahí fuera?
No tuvo oportunidad de responderle, porque de nuevo entró un torrente de fuego de cañón por la abertura.
Por pura frustración Verhoven disparó una ráfaga escaleras arriba, hacia el cielo, pero allí no había ningún blanco a la vista.
El NOTAR había pasado de nuevo, pero esta vez el sonido no se fue apagando, sólo bajó un poco y luego mantuvo un volumen constante.
—Aquí nos tiene acorralados —explicó Verhoven—. Eso quiere decir que sus hombres vienen.
—¡Estamos atrapados aquí! —gritó Danielle, furiosa porque Verhoven les hubiera llevado allí, pero dándose cuenta al mismo tiempo que, de haber corrido hacia los árboles, estarían todos muertos.
—Aún tienen que entrar aquí a por nosotros —dijo Verhoven—. Y cuando lo hagan les haremos pedazos. Vaya allá con los otros. Bosch, ve con ella: eso nos dará dos líneas de defensa.
Danielle se fue a la otra habitación y buscó allí una posición para disparar. Tras ella, el doctor Singh trataba de ayudar a Susan Briggs, que estaba tosiendo con gran violencia, mientras que McCarter y Brazos la miraban acusadoramente.
—¡Al suelo! —les dijo y se volvió hacia la entrada.
Estaba dispuesta a luchar. Hasta la muerte, si era necesario. Pero, a pesar de lo que había dicho Verhoven, sus atacantes no tenían que ir a por ellos: estaban atrapados como ratas, y lo único que tenían que hacer ahora sus enemigos era cerrar la jaula. En lugar de avanzar contra un fuego mortal, simplemente podían volver a colocar la losa en su sitio y sellar el templo. Los miembros del NRI morirían de hambre y sed, o posiblemente mucho antes, sofocados. Como es natural, Verhoven lo sabía, pero… ¿qué otra opción tenían? Una carga escaleras abajo sería suicida. Esperaba que el enemigo fuese lo bastante estúpido como para entrar…
El sonido del helicóptero se fue acercando, retumbando opresivamente, como si se tratara de un monstruoso enjambre de abejas. El viento provocado por su hélice entraba por la abertura y el sonido de unas pesadas botas empezó a cruzar el terrado de piedra.
—¡Preparados! —gritó Verhoven. Dentro de un minuto habría disparos, llamas y muerte.
Danielle se colocó tras la pared y apretó con fuerza el fusil, rechinando los dientes mientras aguardaba. Durante un momento no sucedió nada.
Por encima de ellos el retumbar del helicóptero se apagó un poco y las pisadas cesaron cuando, probablemente, los atacantes se apiñaron alrededor de la entrada. Pero seguía sin pasar nada.
Danielle empezó a preguntarse si habría alguna posibilidad de rendirse o incluso, quizá, de negociar. Tal vez aquellos hombres se mostrasen razonables. Y luego lo oyó: clunc… clunc… clunc, un objeto metálico caía rebotando por la escalera: sólido, pesado, imparable. Se dio la vuelta y cerró los ojos.
Un relámpago cegador le llegó a través de los párpados, acompañado por una tremenda explosión que la aplastó contra la pared de piedra y luego la derribó al suelo. Yació allí, atontada y casi inconsciente, con los oídos pitándole. Notó el sabor de la sangre en su boca. Era medio consciente de que los otros se hallaban igualmente afectados: McCarter de bruces en el suelo, Brazos caminando lentamente a cuatro patas. No podía ver a Susan, el doctor Singh ni a Verhoven.
Buscó su rifle: yacía sobre el suelo de piedra, a unos tres metros de distancia… y era como si estuviera a un kilómetro. Con gran esfuerzo pudo alzarse sobre sus codos y rodillas y comenzó a moverse hacia el rifle. Pero entonces volvió a escuchar ese sonido: otro objeto metálico cayendo por las escaleras. Al final golpeó el suelo y rodó por él.
Cerró los ojos con fuerza y se cubrió la cabeza… aguardando, esperando una explosión. Pero sólo hubo un pop apagado y un fuerte siseo, como cuando se escapa aire de un neumático. Miró hacia la antesala, y vio un vapor blanco que surgía de una larga lata cilíndrica y olió algún tipo de producto químico. Y luego sus ojos se desenfocaron y se desplomó inconsciente.
A Danielle Laidlaw la despertó una voz tranquilizadora:
—¿Puede verme? —le preguntó la voz.
Bizqueó por la cegadora luz y sus ojos recuperaron la capacidad de enfocar. Vio un rostro, de ojos marrones y cabello gris oscuro. No lo reconoció.
—¿Puede verme?
—Sí —dijo. Los detalles del rostro se hicieron algo más claros, mientras un estremecimiento de dolor le recorría el cuerpo.
El rostro se echó atrás, apartando una mano del costado de la cabeza de ella: llevaba un trapo manchado de sangre.
—Es de su oído —le dijo el hombre—. No se preocupe, he hecho que su doctor se lo mirara y tiene el tímpano intacto. Dañado, pero intacto.
—El doctor Singh —dijo ella—. ¿Dónde está? ¿Dónde está mi gente?
El hombre la miró con severidad, pero no sin una cierta amabilidad.
—Dentro de un momento le llevaré con ellos.
Su campo de visión había empezado a ampliarse: vio el cielo azul tras el rostro y se dio cuenta de que estaba en el exterior. Notaba un suelo desigual bajo ella y vio que el hombre llevaba una chaqueta de safari y que estaba rodeado por otros hombres, que llevaban fusiles y vestían uniformes de camuflaje. Mientras se daba cuenta de lo que aquello significaba, la pasada hora volvió a ella en tromba y notó una repentina oleada de ira:
—Ustedes son la gente que nos ha atacado…
—Me temo que sí —admitió el hombre, tendiendo una mano hacia ella.
Danielle se echó hacia atrás.
—Relájese —le dijo él, volviendo a tender la mano y asiendo un pequeño artilugio negro del cinturón de ella—. Ya no va a necesitar esto.
Era el transpondedor que llevaba cada miembro del NRI para evitar que los sensores del sistema de defensa dieran la alerta con ellos y sus movimientos. El tipo se lo tiró a uno de sus hombres. Y, mientras lo hacía, ella se dio cuenta de que tenía libres las manos y los pies. Trató de ponerse en pie, como para atacarle, pero al instante se le fue la cabeza y cayó hacia delante, a cuatro patas.
—Es un efecto de la droga —le dijo el hombre—. Al parecer a usted es a quien más le ha afectado. Debería de pasársele en uno o dos minutos. Pero, claro, antes de que eso suceda la habremos atado.