Authors: Graham Brown
Susan examinó el glifo y suspiró:
—Desconocido —dijo—. Está claro que el glifo representa un nombre, pero al estar dañado y hallándonos tan lejos del resto de la civilización maya, puede que nunca encontremos otro símbolo igual, en cuyo caso tendremos que asignarle un nombre nosotros mismos.
Una explicación de libro de texto, pensó McCarter. Como siempre.
—Eso fue lo que supusimos entonces. Pero, de hecho, ya sabemos quién es, aunque la respuesta le va a sorprender…
Ella le miró con aire suspicaz.
McCarter dobló la página de su bloc de notas y se la entregó a Susan. En la página frente a ella estaba el dibujo que había hecho en el Muro de los Cráneos. La parte no dañada que se veía en la foto era idéntica a sus dibujos. Junto a ella, el profesor había escrito un nombre, la traducción en el alfabeto latino:
Zipacna
.
—¡No puede ser! —exclamó ella—. ¿
Zipacna
como rey? ¿El
Ahau
? ¿El pueblo adoraba a esa cosa?
—O la temía —le indicó McCarter—. Aún hoy en día, los devotos miembros de una Iglesia hablan de temor a Dios. Miedo, reverencia, respeto… son conceptos tremendamente similares.
—Pero
Zipacna
es parte de su prehistoria, parte de su mitología prehumana…
Él arqueó las cejas.
—Durante todo este viaje hemos estado tratando el concepto de
Tulum Zuyua
de diferentes modos. Dado que hemos encontrado edificios aquí, consideramos la posibilidad de que la ciudad sea una realidad. Pero todavía seguimos actuando como si todo lo que se ha escrito acerca de ella, o está conectado con ella, no fuera más que una sarta de bobas leyendas. Y eso incluye el tiempo anterior a su existencia. Creo que quizá nos hayamos equivocado en eso: si
Tulum Zuyua
es real, entonces tal vez la mitología asociada a ella y al tiempo en que aún no existía también sea real. Al menos, en cierto sentido.
—
Zipacna
fue destruido antes de la historia de
Tulum Zuyua
—le recordó la chica.
McCarter asintió: también él había pensado eso mismo, pero había hallado una solución.
—¿Y cómo fue destruido
Zipacna
?
—Fue atrapado —le respondió ella—, bajo la
Meauan
, la montaña de piedra.
Se detuvo no bien hubieron salido las palabras de su boca. McCarter se volvió hacia el templo.
—Quizá no sea una montaña, después de todo. Y tal vez
Zipacna
no sea singular, sino plural…
—Cree que los seres del templo son
zipacna
.
—Una especie —afirmó McCarter.
—Así que adoraban a
Zipacna
, o le temían —siguió ella—. Y quizá le sacrificaban personas tirándolas por ese pozo, o esperando a que
Zipacna
saliese…
—Eso podría explicar los huesos —dijo él—. Y está la historia de Los Cuatrocientos Muchachos, ¿recuerda? Trataron de enterrarlo en un agujero, pero él sobrevivió y luego salió y los mató. ¿Y si lo que hicieron fue sellar el túnel por el que entramos, y no les sirvió de nada, porque
Zipacna
subió por el pozo y los aniquiló?
—Le sigo —dijo—. Pero si asumimos que
Zipacna
es real y esos animales son
zipacna
, ¿en qué nos puede ayudar eso? ¿Y qué tiene que ver con los
chollokwan
?
McCarter sonrió, le gustaba el hecho de que Susan no fuera fácil de convencer. Buena estudiante.
—Volvamos a la versión maya de la Creación —dijo—. ¿Qué pasó en el primer intento de los dioses de crear seres humanos?
—Que acabaron en seres que caminaban a cuatro patas y no podían hablar. Se convirtieron en los animales de la selva.
—Correcto —intervino el profesor—. Y en su segundo intento los dioses eligieron el barro como base para su trabajo, pero su Creación no mantuvo su forma: esa versión acababa convertida en fango. Así que los dioses los abandonaron y los dejaron disiparse, antes de probar de nuevo.
Tomando la palabra, ella continuó:
—En su tercer intento los dioses usaron madera. Eso les dio los seres de madera, que no honraron a los dioses y por ello fueron destruidos. Pero aún no veo cómo esto va a ayudarnos.
—Los seres de madera —insistió McCarter—. Con los brazos y las piernas sin desarrollar. Ni linfa ni grasa. Con aspecto reseco y cuerpos deformados. ¿Suena familiar?
—¡El cuerpo del templo!
—Exacto —aceptó él—. En el tiempo de los seres de madera tenemos a Siete Aras, que se tenía a sí mismo por un semidiós, ¿no? Y, por lo menos, era el líder de los seres de madera. Pero los autores del
Popol Vuh
lo han presentado más bien como un usurpador. Para los dioses es repugnante, algo erróneo, extraño y antinatural. ¿Cómo cree que debían de ver a aquel ser las simples gentes de hace tres mil años? Pues subhumano. Pero en un puesto de poder se convierte en algo más: en lugar de ser un ser digno de piedad se transforma en una abominación:
Vucub-Caquix
.
Ella miró la foto de los símbolos destruidos, mientras él continuaba:
—Ahora recuerde: Siete Aras afirmaba ser el Sol y la Luna, lo que irritó a los dioses. Se dice que tenía un nido hecho de metal, que podía iluminar la faz de la Tierra.
Hizo un gesto abarcando el templo:
—Ese ser de ahí dentro u otros como él tenían que poseer herramientas con las que hacer tales cosas: luces y otros aparatos. Y tuvieron que haber venido hasta aquí en algún tipo de nave. Simple física lineal, dijo Danielle. Eso es lo que ella misma andaba buscando. ¿Cómo cree que esos antiguos mayas hubiesen descrito esas luces, esa nave?
No era preciso que ella le contestase.
McCarter la miró fijamente: había llegado al momento del salto, un salto que su mente hubiera sido incapaz de hacer unos días antes.
—Sabemos que
Vucub-Caquix
era el padre de
Zipacna
, a pesar de que él era un ser de madera y su hijo una bestia. Eso a mí siempre me había sonado a raro, pero quizá hayamos estado haciendo una traducción demasiado literal. Después de todo George Washington es el padre de nuestra nación y a Benjamin Franklin lo llamamos el padre de la electricidad, a pesar de que no engendraron esas cosas. «Padre» puede significar patrón o protector… o incluso creador.
Ella miró al templo, y luego le miró a él:
—Así pues, si el cuerpo del templo es un ser de madera de los descritos en el
Popol Vuh
, tal vez incluso el mismo Siete Aras, y sería, o podría ser, el creador de
Zipacna
… su padre, en un cierto sentido. Hizo crecer a los
zipacna
en aquellos estanques. Clonándolos tal vez.
—Eso es lo que yo supongo…
—Es absolutamente repugnante —afirmó ella.
—Definitiva y completamente —aceptó él—. Como una plaga.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Susan—. ¿Qué sentido tiene eso?
McCarter se encogió de hombros.
—No puedo responder a eso. Pero el cuerpo de esos seres era pequeño y probablemente bastante débil. Quizá precisaban protegerse de algún modo, quizá buscaban una forma en que tener amenazados a aquellos mayas para que les construyeran este lugar; quizá necesitaban un modo de forzarles a trabajar. Construir pirámides es un trabajo muy duro.
—«Donde encuentres las pirámides, mira bien y encontrarás esclavos, vivos o muertos, a millares» —dijo ella, citando un libro de texto de él.
McCarter se encogió, al oír sus propias palabras, de un libro escrito hacía veinte años. Era como oír su voz en un contestador telefónico.
—Pero, ¿para qué construir la pirámide? —preguntó ella—. ¿Por qué iban a querer vivir en esa caverna?
—Ajá —exclamó McCarter: había estado esperando esa pregunta—. Una cuestión importante, que creo que tiene una respuesta muy importante. El templo parece ser un tapón, deliberadamente puesto sobre la caverna, manteniendo en el interior el azufre y el ácido, incrementando su concentración en el aire. El medio ambiente de ahí dentro es totalmente diferente. Después de que la sacaron, se tuvo que lavar con agua fresca porque se estaba quemando, ¿recuerda?
—Naturalmente —dijo frotándose el brazo—, aún me pica.
—El agua de ahí abajo es tremendamente ácida: mató al soldado que se zambulló en ella, y sin embargo los animales viven en ella sin problemas. Sólo por esto, deduzco que están acostumbrados a ella o han sido diseñados para ella. En otras palabras, que es su hábitat natural. Si el cuerpo que hallaste es del mismo ambiente, y sólo puedo suponer que lo es, entonces ese ponerle un tapón a la caverna puede haber sido un intento de crear allá abajo un ambiente artificial, uno en el que se encontraban cómodos, o al menos que los mantenía con vida: su versión de una burbuja en la Luna.
McCarter la había estado llevando por un sendero por el que, hasta el momento, ella le había seguido fielmente, pero preveía las preguntas que le iba a hacer…
—Vale, así que los
zipacna
y los seres de madera estaban allá abajo, porque necesitaban de ese medio ambiente para sobrevivir. Eso tiene sentido, pero aún no veo qué tiene que ver todo esto con los
chollokwan
…
McCarter le contestó a su pregunta con una propia, dispuesto al fin a ligar las dos ideas.
—¿Qué les pasó a los seres de madera cuando ignoraron las advertencias de los dioses, cuando los irritaron? ¿Cómo fueron destruidos?
—Los mataron —contestó ella—. Huracán y los otros dioses los mataron. Volviendo sus propios animales en contra de ellos.
—Justo —aceptó McCarter—: sus propios animales, incluyendo una bestia no identificada, a la que dieron el nombre de El Sangrador Súbito o El que Arranca los Rostros, nombres que describen bastante bien lo que parecen hacer los
zipacna
.
—«Y corrieron a los árboles y las cavernas» —dijo ella, citando el texto sagrado—. «Pero los árboles se los sacaron de encima y las cavernas se cerraron». Se diría que los habitantes del lugar los engañaron, sellando el templo cuando llegaba una tormenta.
—Una rebelión, y resultó efectiva. Bloqueando su escapatoria justo cuando llegaba la tormenta, ahogándolos a todos, hasta el último, ahogando a los seres de madera y haciéndolos fundirse con la lluvia ardiente.
—«Lluvia el día entero, lluvia toda la noche» —citó ella.
—Una lluvia de resina negra caída del cielo —añadió McCarter, contemplando cómo empezaban a iluminarse los ojos de Susan: también ella había hecho la conexión. Ya sabía la siguiente pregunta, y también sabía la respuesta. De todos modos se la hizo—: ¿Y qué estaban haciendo los
chollokwan
con esos cristales, cuando les despojó de ellos con tanto salero nuestro buen amigo Blackjack Martin?
—Estaban rogando —dijo ella—, rogando que lloviera…
—Vaya que sí —exclamó McCarter cerrando de golpe su libreta de notas—. Tenían los cristales de dentro del templo, y estaban rogando que lloviese.
Al otro lado del campamento, Danielle y Hawker habían acudido al doctor Singh, para que les informase sobre su estudio de las larvas. Sólo habían pasado dos horas, pero aquella cosa apenas parecía el mismo ser: tenía unos pequeños brazos y piernas y un inicio de cola; era una versión miniatura de las bestias de dentro del templo.
El doctor les explicó:
—Casi nada más llegar aquí, su piel cristalizó en la concha dura que hemos visto en los animales adultos. Los filamentos se secaron y se le desprendieron, y se los comió.
Sólo había un bicho en la caja.
—¿Dónde están los otros, Doc? —preguntó Hawker, mirando a su alrededor.
—Éste los mató y se los comió a todos, antes de que pudiera detenerlo. Tan pronto como se le endureció el exoesqueleto, se tornó muy agresivo.
—¿Se los comió? —preguntó Danielle.
—Parece tener un apetito voraz —le explicó el doctor—. Le he dado de comer cada treinta minutos, y se come todo lo que le doy. Creo que necesita hacerlo: con una muestra que le tomé comprobé que sus células están repletas de mitocondrias, quizá tres o cuatro veces más que una célula humana. Eso le da un tremendo ritmo metabólico. Y para mantener ese ritmo metabólico es probable que tenga que comerse el equivalente a su peso corporal cada noventa y seis horas, o algo así. Me imagino que los adultos necesitarán la mitad de eso, quizá algo menos, pero aun así viven muy acelerados.
—Eso podría explicar su agresividad —dijo Danielle.
—Explica más que eso —insistió Singh.
—¿Qué quiere decir?
—Se lo diré de este modo: en el mundo de la naturaleza hay muchos ritmos vitales. Un colibrí tiene un alto ritmo metabólico: sus alas se mueven tan rápidamente que para el ojo humano son como borrones, y debe de consumir su peso corporal en comida cada veinticuatro horas. ¿Se imaginan eso? ¿Pueden imaginarse comer tanto, y quemarlo todo? —agitó la cabeza—. No es posible con el ritmo metabólico humano. En comparación, especies tales como el perezoso o la estrella de mar tienen un metabolismo congelado. Al ojo humano la estrella de mar le parece tan inmóvil como una piedra. Y, sin embargo se mueven, no sólo se dejan llevar por las corrientes, sino que viajan; incluso hay grandes migraciones de su especie: sin que nadie se fije en ellas, se mueven por los fondos marinos. Eso se puede ver con fotografías imagen a imagen —Singh se ajustó las gafas—. Y si una estrella de mar pudiese vernos, para ella no seríamos más que una huidiza mancha; en cambio, para el colibrí nos movemos lentos como la melaza en invierno, casi como si fuéramos a cámara lenta.
Singh señaló a la cría de bicho que correteaba dentro de la caja metálica de munición, que había cerrado por encima con una rejilla, también de metal.
—Esos animales viven en un punto intermedio de la escala, entre los colibríes y nosotros. Se mueven rápidamente y reaccionan con una increíble celeridad. Traten de agarrarlo con las pinzas.
—Yo paso —dijo Hawker—. De otro modo ya no sería capaz de volver a probar la comida china.
—Es muy difícil —explicó el doctor—: salta escapándose, por muy deprisa que tú vayas a por él… se te escurre. Creo que ve cualquier movimiento, todos nuestros movimientos, como torpes y lentos.
—¿Hay algo más? —preguntó Danielle.
—Sí, dos cosas más. Primera: el hombre al que le extrajimos eso tenía una enzima en su sangre que impedía que se le coagulase, permitiéndole así a la larva alimentarse de ella. Es muy probable que esa enzima le fuera inyectada en el momento de su muerte, como hace un mosquito cuando pica y extrae sangre. Creo que es la misma enzima que retrasó su descomposición biológica.