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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (33 page)

BOOK: Lluvia negra
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Aquella cosa huesuda y angulosa se puso a acechar a la chica desde la oscuridad: se movía con la tripa pegada al suelo, con sus largas patas extrañamente dobladas debajo del cuerpo y sus zarpas resonando levemente a cada paso. Ahora parecía moverse con deliberada precaución, haciendo una pausa por un momento, manteniendo una pata alzada por encima del suelo, como si este estuviera demasiado caliente para tocarlo. Bajó el morro para olisquear ese punto concreto, y luego lo rodeó, por razones desconocidas.

Un momento más tarde la bestia se detuvo de nuevo. De algún modo, la chica había logrado dejar de toser y el silencio resultante parecía desconcertar a aquel ser. Su cabeza se alzó un poco, girando en una dirección y luego en otra, haciendo una rotación como la de una torreta. El mercenario apretó los dientes, mientras la repugnante cosa se encogía como para saltar… la chica le daba la espalda, no la vería llegar. Alzó el arma: desde aquella distancia no iba a fallar.

—… táis aún ahí?… cad otra vez lo… sado.

El mercenario miró a sus pies. La radio estaba hablando con una tonalidad rasposa, electrónica. Alzó la vista justo cuando el animal le golpeó.

Fauces y garras, que apenas se podían ver por la rapidez con que se movían, le desgarraron, y su propia sangre le salpicó la cara. Zarandeado de uno a otro costado, uno de sus pies le dio una patada a la radio, haciendo que se deslizara por el suelo de piedra. Había perdido el rifle, pero asió su cuchillo y golpeó con él hacia arriba, pero le saltó de la mano por el impacto, pues fue como si hubiese golpeado contra roca sólida. Le dio una patada al ser y trató de liberarse, pero las garras de la bestia se le clavaron en la tripa y, atrayéndolo más cerca, le clavó los colmillos en el cuello. Abrió la boca, como para gritar.

Susan lo había contemplado todo con horror, echándose hacia atrás mientras el animal se erguía sobre el cuerpo sin vida. Extrañamente, no lo dañó más. Se quedó allí contemplándolo, con sus fauces abriéndose y cerrándose y su óseo exterior brillando a la débil luz. Olisqueó al muerto. Tras su nuca tenía una hilera de cortos y erizados cabellos, que se movían de un lado a otro, balanceándose y moviéndose como cañas al viento. Un sonido gorgoteante resonaba de muy dentro de su garganta y su cola segmentada se alzaba por encima de su cabeza, como la cola de un escorpión. Y, cuando irguió la cola, la cabeza del animal se inclinó hacia atrás y lanzo un grito horripilante, inhumano.

Veinte minutos más tarde llegó Vogel con diez de sus hombres y el doctor Singh. Habían bajado dispuestos a pelear, o a cavar si ello era necesario, pero no encontraron nada que les exigiera hacer una u otra cosa. Al único hombre al que hallaron ya nadie podía ayudarle.

No le llevó mucho a Singh el determinar lo que había pasado: había visto quemaduras así en trabajadores de industrias químicas de su India nativa. Se inclinó para aproximarse al cuerpo: el olor a azufre era intenso y el ácido aún se lo estaba comiendo. Un rastro de sangre llevaba hasta el estanque más cercano a él.

Tomó la camisa que se había quitado el hombre y la tiró. El agua hizo espuma y en la camisa en seguida aparecieron agujeros.

—El agua tiene un gran contenido de ácido —dijo—. Tal vez ese hombre se cayó, o le empujaron.

Uno de los mercenarios encontró la cámara de Lang, y otros dos grandes charcos de sangre. En aquellos lugares no olía a ácido, pero había rastros de sangre, huellas de dos garras que se alejaban de cada charco.

Un grito que perforaba los tímpanos les llegó desde lo más hondo de la caverna y todos se quedaron helados. Era un sonido fantasmal y las armas se alzaron en todas las direcciones. Vogel tomó una decisión:

—Nos vamos.

—¿Y qué hay de los otros? —dijo uno de los hombres, recordando que habían dos mercenarios de los que no sabían nada.

—¿Y Susan? —preguntó el doctor Singh.

El jefe de los mercenarios ni se volvió ni ofreció respuesta alguna: se iba hacia la salida.

Kaufman fue hacia los mercenarios cuando estos salieron del templo.

—¿Dónde está Lang? —preguntó—. ¿Dónde están los otros?

—Les han atacado. Los han matado. El animal del que nos habló es real. Está debajo del templo, lo he oído.

Por prudencia, Kaufman les había hablado de las locuras que le había contado McCrea, a pesar de que él mismo no se las había creído.

—¿Está seguro?

—Hay huellas marcadas con sangre —le contestó el mercenario—. De una pezuña de dos dedos

Tal cual lo había descrito McCrea…

—McCrea los vio en la espesura —dijo—. No en el templo.

—Debe de haber más —alzó su fusil—. Tenemos que estar preparados.

Kaufman se quedó momentáneamente anonadado, no sólo por la pérdida de Lang, sino por el mismo ataque, que había sucedido dentro del templo, un lugar que él había supuesto que sería seguro. Lo había sido para McCrea, lo había sido para el grupo del NRI.

—Deberíamos cegar el túnel —dijo el alemán.

Kaufman no le escuchaba, había descubierto el error en su pensamiento: el ataque no había sido en el templo, había sido en la caverna que había debajo del mismo. No eran el mismo lugar, el error era suyo.

Se volvió hacia los mercenarios y le habló a su jefe:

—El verdadero peligro está ahí fuera —dijo, señalando la selva—. McCrea vio a más de uno allí. Los oyó llamándose unos a otros y corriendo con los nativos. Llegaron caída la noche.

Los mercenarios miraron alrededor, parecían amedrentados. Pronto anochecería.

—Deberíamos sellar el túnel —repitió Vogel—. Luego podríamos concentrar nuestro fuego hacia fuera, luchar con un solo enemigo cada vez. Y, cuando hayamos acabado aquí, podemos abrir de nuevo el túnel, entrar ahí dentro y matar al resto.

CAPÍTULO 32

La oscuridad regresó a la cuenca del Amazonas. En la visión del mundo que tenían los mayas, lo que había sucedido era que el mundo de los espíritus se había invertido: los cielos del día y sus poderosos señores habían caído bajo la tierra, reemplazados en influencia y posición por las fuerzas espirituales del mundo subterráneo: los xibalbanos y los Nueve Señores de la Noche.

Sin embargo, para los miembros del equipo del NRI, la noche llegó sin ningún cambio perceptible frente a lo que la había precedido: seguían encadenados al árbol al borde del claro, controlados, sin que les prestaran atención más que de lejos, pero en general ignorados y no vigilados.

Habían forcejeado y confabulado, desarrollando una buena docena de planes de huída, a cual más imposible. Verhoven y Danielle se habían peleado con sus esposas hasta que les habían sangrado las muñecas, tratando desesperadamente de liberarse deslizando sus manos fuera de los aros metálicos. Y, cada vez que uno de los sicarios de Kaufman se acercaba, les embargaban las emociones del miedo y la esperanza: esperanza de que fueran a liberarlos y miedo de que les pegasen un tiro y los matasen. Pero nada de eso sucedió y, al ir llegando la noche, se hundieron en distintos formas de un sueño siempre inquieto.

Tras dormitar una hora o así, Michael McCarter se despertó con la pierna dormida, como si también se la hubieran tenido sujeta con bandas de acero. Cambió de postura y trató de estirarla, gruñendo de dolor y esperando que pasasen los pinchazos.

Alrededor, el aire estaba en calma y era frío, el claro estaba en silencio y bajo un cielo más reluciente que cualquier otro que hubiese visto. El aire irrazonablemente caliente significaba días más calientes y noches más frescas, y eso hacía que el cielo permaneciera brillante y claro. A su alrededor, el campamento estaba a oscuras. Miró a los otros y le pareció que dormían, excepto Danielle y Verhoven, que estaban hablando en voz baja.

Mientras los contemplaba, notó que un sentimiento de ira crecía en su interior: les habían llevado, a Susan, a él y al parecer a algunos de los otros, con falsos argumentos, poniéndolos en peligro sin que supieran a lo que se enfrentaban ni diesen su consentimiento.

Ahora, todo le parecía muy obvio: la seguridad armada, los perros guardianes, la transmisión codificada por satélite… naturalmente, habían estado en peligro desde el principio. Y no es que no se hubiera dado cuenta de todo aquello, pero lo había considerado únicamente una demostración de prudencia y un temor natural a los
chollokwan
. Miró a Danielle, que le devolvió la mirada.

—¿Algo nuevo? —le preguntó.

—Nada —le contestó ella.

—Al menos aún nada —añadió el sudafricano.

Había algo siniestro en la afirmación de Verhoven, pero antes de que McCarter pudiera contestar, oyó voces: los gritos lejanos de mercenarios ocultos. En la distancia se encendió una linterna, que luego volvió a apagarse. Hubo movimientos apresurados, más órdenes y unos ruidos metálicos, como de fusiles que se preparan para disparar. En el silencio del aire, le parecía como si pudiera escuchar cada pisada.

—¡Cielos, qué silencio!

—Demasiado silencio —dijo Verhoven—. Todo está demasiado silencioso, y durante demasiado tiempo.

McCarter miró al sudafricano.

—¿Qué quiere decir con eso?

Vio una débil sonrisa en el rostro de Verhoven.

—Que vienen problemas…

A McCarter le picaban las manos: no le gustaba cómo sonaba aquello.

—¿Qué clase de problemas?

—Visitantes —le dijo Verhoven, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los árboles—. Llevan un rato por ahí, pero esos
braks
no se han dado cuenta hasta ahora.

McCarter alzó la cabeza y miró hacia el oscuro vacío que había entre los árboles tras de él. Notaba algo, aunque se preguntaba si no sería por la influencia de lo sugerido por el sudafricano.

—¿Los chollokwan?

—Vinieron a por nosotros después de que entrásemos en el templo —le recordó Danielle—. Y desde entonces nos han dejado tranquilos. Pero esos tipos han estado trasteando ahí dentro todo el día. Me temo que les han tocado un nervio al descubierto…

Permanecer fuera del templo no había sido una decisión consciente por su parte, pero las consecuencias de ambos eventos no se le escapaban a nadie. La idea de estar encadenados a un árbol cuando se produjese un ataque le horrorizó; recordaba los cánticos y el fuego.

—¿Y en qué posición nos deja a nosotros todo esto?

—Metidos de lleno, y con unas cartas muy malas —le contestó Verhoven.

El rostro de McCarter se arrugó en una mueca. Danielle le observó.

—De todas maneras, manténgase alerta —le dijo—. Aún no estamos acabados. Puede que, entre toda esta locura, tengamos una oportunidad.

McCarter entendía la situación. Antes había puesto en tela de juicio sus posibilidades, pero sabía lo que significaba aferrarse a un clavo ardiendo. No podían esperar a tener una buena oportunidad, ni siquiera a una regular… estaba seguro de que rezar por tales posibilidades no iba a tener ninguna respuesta. Pero una oportunidad entre cien, el menor error de sus captores… quizá fuera más lógico rezar por eso, tal vez tuviesen una oportunidad de ese tipo antes de que todo acabase.

Trató de estirar las piernas. Una vez más inclinó la cabeza hacia arriba y contempló el cielo nocturno: las estrellas lucían tan increíblemente brillantes que parecía que se estuviesen burlando de él.

—Los mayas talaban agujeros como éste en la jungla —dijo—, sólo para poder ver las estrellas. Alineaban sus templos con el equinoccio y el solsticio, e incluso con el mismísimo centro de la galaxia… aunque nadie sabe cómo lograban determinar dónde estaba. Talaron zonas enteras de la jungla pluvial, únicamente para poder estudiar los cielos, el reino de sus dioses.

McCarter examinó el cielo que se extendía sobre el claro.

—Con el paso del tiempo, la selva regresó y fue tragándose del todo los otros lugares. Pero éste sigue despejado de árboles y las estrellas aún brillan. Supongo que debe de ser un pequeño refugio para los dioses.

Miró a Danielle y a Verhoven, esperando un comentario burlón, o alguna chanza acerca de la inutilidad de su filosofía. Pero, al contrario de lo que se imaginaba, el sudafricano le sonrió.

—Entonces, esperemos que los viejos dioses nos favorezcan —comentó.

En el claro, la actividad había cesado.

McCarter dejó que su cuerpo se quedase quieto; su propio silencio pareció agudizar sus sentidos, y pronto pudo ver una tenue luminosidad en el centro del campamento y el perfil, levemente iluminado, de una cara bañada por un brillo, extraño y fluctuante. Pasó un momento antes de que lograse entenderlo: la débil luz era la del sistema de aviso del perímetro. La pantalla estaba emitiendo destellos. Verhoven también lo vio y le dio una patada a Bosch para despertarlo:

—Nuestros amigos ya están aquí.

McCarter pensó en despertar a Susan, antes de recordar que había desaparecido. Otra pérdida que, en algún momento, tendría que aceptar.

—La cosa se puede poner fea —dijo Verhoven—. Si los ven, no se muevan: si se dan cuenta de que somos prisioneros, quizá se apiaden de nosotros. O tal vez nos maten de todos modos. Pero si llamamos su atención o luchamos contra ellos, nos masacrarán.

—¿Y si prenden fuego a los árboles? —preguntó McCarter, dando voz a su anterior temor.

—Entonces, ruegue porque le maten antes…

Mientras el profesor trataba de digerir esa posibilidad, miró hacia el centro de mando. Ahora podía ver la cara de Devers, que estaba señalando a la lejanía.

Una bengala salió disparada directamente hacia el oeste. Se alzó unos ochocientos metros por el aire, antes de desplegar un pequeño paracaídas e iniciar un lento descenso, flotando sobre el campamento hacia el sur.

—Es una bengala blanca —comentó el sudafricano—. Es de las que se disparan si pisas un hilo, no la han tirado desde la consola. Hay algo por ahí, en la espesura.

Mientras ardía, la bengala iluminaba el campamento, y McCarter contó:

—Veo a ocho mercenarios —dijo.

—Yo también he contado a ocho —confirmó Danielle.

—Hay más, lo sé —dijo Verhoven—. Pero deben de estar ocultos, esperando el ataque.

—¿Alguna señal de los
chollokwan
? —preguntó Danielle.

Verhoven giró su torso para poder ver mejor la selva que tenían a sus espaldas.

—Todavía no.

Los ojos de McCarter fueron del claro a la jungla y de nuevo al claro, justo cuando otra bengala salía disparada hacia el norte. Esta vez era una roja, lanzada por los sensores o manualmente desde la consola. Un fusil disparó, rompiendo el silencio. Un instante más tarde se le unieron otras armas disparando a ráfagas.

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