Authors: Graham Brown
McCarter llegó a la fangosa agua y estiró los pies para tocar el suelo. No habiendo ido jamás de pesca, no acababa de acostumbrarse a la sensación de frío, agua y barro, que pasaba a través de la delgada capa de goma de las botas.
Se soltó del arnés y chapoteó hasta donde estaban Danielle y Susan, y sacó dos fotos impresas del bolsillo de su pechera, entregándole una a cada una.
—Coincide —le dijo a Susan.
Las fotos eran de una imagen de la base de datos de los glifos mayas. Y la imagen era la representación de un nombre.
—Creo que tiene razón —aceptó Susan, comparando el glifo de la foto con el de la piedra.
—No estoy muy segura de qué es lo que estoy mirando —les dijo Danielle—, ¿qué tal si me dan una pista?
McCarter señaló las partes coincidentes:
—Éste es Siete Aras, un nombre de tiempos de la prehistoria maya, incluso de antes de
Tulum Zuyua
.
—¿Antes de
Tulum Zuyua
? —se asombró Danielle—. Pensaba que ése era su Jardín del Edén…
—Lo es, pero su Génesis funciona de modo diferente al nuestro.
—¿En qué sentido?
—Déjeme explicárselo así —prosiguió—: la versión judeocristiana del Génesis empieza diciendo: «En el principio Dios creó el cielo y la tierra». El segundo y tercer versículos nos dicen que la tierra estaba en sombras y que entonces Dios creó la luz. Hacia el versículo veintiséis ya estamos en el sexto día, y Dios crea al hombre. Pero antes no había nada, nada antes de los seis días. Ahora bien, en la versión maya la historia se extiende desde la Creación tanto hacia atrás como hacia adelante. Va hasta un tiempo de antes de
Tulum Zuyua
, mucho antes de que la humanidad existiese, cuando vivía una raza que nos precedió, una raza a la que los mayas llamaron los «seres de madera».
Los ojos de Danielle se entrecerraron, ya había oído hablar antes de ellos, pero no sabía mucho al respecto.
—¿Los seres de madera? —preguntó.
—Sí, los tallados en madera —le respondió—. En la visión maya de la Creación, los dioses no son perfectos; de hecho, es todo lo contrario: crear con éxito a la raza humana les llevó cuatro intentos. En el primero usaron barro como base para su trabajo y, más o menos, fue un fracaso total: la Creación no dejaba de disolverse en fango. Así que la dejaron morirse, y lo intentaron de nuevo. Esta vez terminaron con unos seres que piaban y rugían, pero no hablaban. Viendo que esos seres tenían algún valor, los dioses los dejaron vivir, y se convirtieron en los animales de las selvas. De nuevo volvieron a sus tableros de diseño… y esta vez, en el tercer intento, lograron hacer los seres tallados en madera, que fueron una especie de prototipo de la humanidad.
McCarter hizo una pausa para asegurarse de que ella le seguía.
—El caso es que los seres tallados en madera se parecían a los humanos —le explicó—: podían contar, hablar y razonar, pero en muchos aspectos eran extraños. Cuando los describe el manuscrito maya, el
Popol Vuh
, dice que no tenían desarrollados los brazos ni las piernas, ni tenían sangre, sudor o grasa. Dice que podían hablar, pero que tenían rostros secos y cuarteados, y cuerpos desgarbados y deformes, supongo que serían algo así como los monigotes de palos que dibujan los niños.
Susan metió baza:
—Su nombre y su aspecto tienen que ver con que los dioses usaron madera para crearlos, así que eran tiesos como palos.
McCarter asintió, y luego prosiguió:
—Pero según el
Popol Vuh
eran viables, y existieron por algún tiempo, llegando incluso a prosperar y hacerse poderosos.
—Y este Siete Aras —preguntó Danielle, refiriéndose al glifo coincidente—, ¿era un ser tallado en madera?
—Totalmente —le contestó McCarter—, en cierto sentido era su líder. Lo describen diciendo que tenía ojos que brillaban y dientes como joyas. Vivía en un nido hecho de metal y tenía el poder de crear luz que iluminaba las tinieblas. Y fanfarroneaba con que podría iluminar el mundo entero, lo que no es poca cosa en un mundo de penumbra permanente; posiblemente ése era el motivo por el que era venerado. Pero los escritos mayas nos dicen que era un mentiroso, y que si bien podía crear luz, ésta no llegaba a la gran distancia que es el mundo entero, sino que sólo iluminaba lo que le rodeaba de cerca. A pesar de ello,
Vucub-Caquix
, también llamado Siete Aras, se enalteció a sí mismo, presentándose como un dios, y obligando a los otros a adorarle, como si fuera al mismo tiempo el Sol y la Luna.
Danielle pareció comprender:
—Estoy empezando a pensar que eso no les gustaría mucho a los dioses de verdad…
—No es bueno irritar a los dioses —coincidió McCarter—. Y ya puede imaginar el resultado…
—Que los seres de madera fueron destruidos —aventuró Danielle.
McCarter asintió con la cabeza:
—Los dioses mandaron bestias feroces a atacarlos, e incluso volvieron contra ellos a sus propios animales domésticos. En el
Libro maya de los reyes
esa historia está contada así: «Y llegó uno llamado El que Arranca los Rostros, que les arrancó los ojos. Y llegó uno llamado El Sangrador Súbito, que los abrió en canal y les arrancó las cabezas». Y por si eso no fuera bastante, los dioses mandaron una lluvia inmensa para ahogarlos a todos, como a los pecadores en los tiempos de Noé: «Lluvia el día entero, lluvia toda la noche, y a causa de ella la tierra quedó ennegrecida».
—¿Lluvia ardiente? —quiso saber Danielle.
—La he visto descrita como una lluvia de fuego, como de aceite hirviendo, cenizas o napalm —dijo McCarter—, y puesto que la tierra quedó ennegrecida, algunos creen que puede ser la representación de una erupción volcánica, con fuego y cenizas ardientes cayendo del cielo; pero el
Popol Vuh
lo describe claramente como lluvia.
—Y
Vucub-Caquix
, ¿también murió con la lluvia?
—En realidad fue eliminado antes de la lluvia negra —explicó McCarter—. Algunos incluso piensan que fue necesario deshacerse de él, para que la lluvia pudiera caer, como si su poder pudiera enfrentarse al de los dioses, e impedirla.
—Ya veo —dijo Danielle—. Entonces, ¿qué fue lo que le pasó?
—Mandaron a dos héroes a hacer el trabajo, unos semidioses llamados Hunahpu y Xbalanque. Éstos le dispararon con una cerbatana a Siete Aras, mientras estaba subido a un árbol y, cuando cayó, le quitaron el metal de sus ojos y sus dientes y le despojaron de todas sus joyas: las cosas que usaba para iluminar la noche. Sin esos objetos perdió su poder: ya no podía iluminar nada, ni siquiera lo que estaba a su lado. Se ocultó y ya nunca más molestó a nadie. Y, entonces, los dioses mandaron la lluvia.
Ella lo había entendido:
—Así que los héroes mataron a
Vucub-Caquix
, y luego llegó la lluvia para matar al resto de los seres de madera. Elimina al líder y luego acaba con la tropa, ¿es eso lo que me está diciendo?
—Es un modo en que decirlo… —aceptó McCarter.
Se regocijó, feliz por lo que acababa de descubrir:
—Bueno, esto prueba a las claras la conexión maya —dijo—, sin necesidad de reconstrucciones por ordenador.
McCarter lanzó una risita:
—Hace algo más que eso —señaló—: prueba que esta gente conocía íntimamente la mitología específica de la Creación según los mayas, un hecho que los relaciona con las otras tribus mayas y que nos sugiere que vivieron en los principios del ciclo maya. —Alzó las cejas—. Puede que usted tenga razón —admitió—. Después de todo, puede que
Tulum Zuyua
esté por aquí abajo.
Danielle sonrió con confianza, y luego se volvió hacia la losa incrustada en la pared. Miró los otros símbolos: la gran cara triste, los trazos y círculos de los glifos que la rodeaban y la irritada cabeza, como de cocodrilo, con su ensangrentado bocado.
—¿Qué me dicen de esto? —preguntó.
McCarter sonrió:
—Ése es
Zipacna
—dijo—, el Destructor.
Más tarde, esa noche, sentada junto a una parpadeante linterna Coleman, Danielle estaba pidiéndole a McCarter que le diera más detalles. Hawker se había unido a ellos y, como siempre, Susan Briggs estaba al lado del profesor.
En cierta medida, la anterior alegría de Danielle había debido dejar paso a la realidad del esfuerzo en el intento de crear una imagen completa, a partir de los diminutos fragmentos de conocimiento. A pesar de llevar a cabo una concienzuda búsqueda, no habían hallado más estructuras en los alrededores, y McCarter había empezado a pensar que esas ruinas eran una especie de monumento y no un centro de población. Aun así les había pedido que se reuniesen tras la cena, prometiéndoles una historia y algunas buenas noticias. Sin embargo, mientras le escuchaba sentada, a Danielle le parecía que el profesor no hacía más que dar rodeos, en lugar de ir directamente al grano.
—Uno de los problemas a los que nos enfrentamos es la mala conservación del hallazgo: los glifos del muro están en un terrible estado y en su mayor parte son ilegibles. Los que hemos hallado en la gran losa del pozo están mejor, quizá porque han estado cubiertos y protegidos de los elementos la mayor parte de su vida. Y las raíces de árboles que se ven al descubierto y la fuerte inclinación de las paredes del pozo sugieren que se trata de una excavación bastante reciente.
Esa afirmación la preocupó, se preguntó si, de algún modo, sus adversarios no habrían llegado allí antes que ellos. Sin saberlo, McCarter eliminó ese miedo:
—Parece que, por alguna razón, los nativos lo están usando como una trampa.
—Con todos los huesos que hemos tenido que sacar de ahí abajo, me pregunto si vuelven alguna vez a mirar si han cazado algo.
—Bueno, las personas civilizadas no somos las únicas que podemos ser derrochadoras —le hizo notar McCarter—, pero por el aspecto que tiene esa trampa, parece haber sido excavada con herramientas bastante primitivas. Y casi sin tener cuidado ninguno con las reliquias que dejó al descubierto. En muchos sitios hemos visto arañazos y desconchones de su cavar, que han dañado la losa de la pared. Aunque supongo que sabían lo de esa losa, y que eligieron cavar aquí para poder utilizar una pared ya hecha, sólida y vertical.
Hawker se frotó su dolorido hombro:
—La pared vertical la convierte en una trampa mejor: no ves la caída que te espera.
—¿Y qué hay de los glifos en la pared? —preguntó Danielle, volviendo a encarrilar la conversación—. ¿No iba a decirme algo bueno?
McCarter fue al fin al grano, abriendo una vieja libreta encuadernada en cuero y repleta de dibujos y notas. Señaló un grupo de dibujos que había hecho:
—¿Recuerda lo que le conté acerca de
Vucub-Caquix
y los seres tallados en madera… que eran una raza mitológica que los mayas creían que había existido antes que el hombre?
—Y como los dioses los aniquilaron con la lluvia ardiente… —le contestó ella—. Lo recuerdo perfectamente.
—¿Recuerda el otro glifo que usted señaló?
—
Zipacna
—dijo ella—. El Destructor.
—Mucho de lo escrito en la losa tiene relación con ellos. Cuenta la historia de Siete Aras y también una que se refiere a
Zipacna
, que era el hijo de
Vucub-Caquix
.
Danielle pareció sorprendida:
—¡Pero si
Zipacna
me ha parecido una especie de reptil!
—Ya lo sé —aceptó McCarter—, pero ha de recordar que todo esto es mitología. Como el minotauro y el kraken de la mitología griega, pero mucho más misterioso y menos lineal. Así, a pesar de que
Vucub-Caquix
era un ser de madera, un protohumano, por así decirlo, su hijo era esta bestia, este destructor, que habitualmente es descrito como parecido a algún tipo de repugnante cocodrilo, aunque vivía y caminaba por tierra firme.
Danielle escuchaba hablar a McCarter, sin saber hacia dónde quería llegar.
—Vamos, siga contando…
McCarter se volvió hacia Susan:
—Tú lo reconociste mucho antes que yo, ¿por qué no cuentas tú esa historia?
Ella se puso un poco colorada, pero habló:
—Los glifos en la losa hablan de un enfrentamiento entre
Zipacna
y un grupo llamado los Cuatrocientos Muchachos. Los muchachos estaban trabajando en la selva, cuando se encontraron con
Zipacna
. Algo sabían de él, y lo vieron subirse a los árboles y derribarlos luego. Habiendo sido testigos de su inmenso poder, decidieron que era muy peligroso y demasiado fuerte para dejarlo ir libremente. Lo engañaron para que cavase un pozo, y luego trataron de matarlo, dejando caer un enorme tronco de árbol en el agujero, mientras él estaba dentro.
—Un pozo —preguntó Hawker—, ¿como nuestra trampa?
—Posiblemente —le contestó McCarter—. De hecho, pensé en ello al principio, pero luego me he dicho que sólo se debe de tratar de una coincidencia.
—Vale, ¿y qué es lo que les pasó a los muchachos? —preguntó Danielle, para no desviarse del tema.
McCarter acabó la historia:
—Que
Zipacna
era más listo que ellos. Se había imaginado cuál era su plan, y había cavado un túnel lateral en un costado del agujero, ocultándose en él cuando los muchachos tiraron el tronco. Tras escuchar un rato y no oír el menor movimiento, los Cuatrocientos Muchachos supusieron que estaba muerto, se dijeron que estaba aplastado y enterrado. Así que decidieron celebrarlo con una gran fiesta. Y, mientras se estaban emborrachando en el festejo,
Zipacna
salió del agujero escalando, y los destruyó a todos derrumbándoles su casa encima.
Susan sonrió:
—Hay quien piensa que es una fábula moral antigua, una advertencia contra los peligros de la bebida…
—Eso puedo entenderlo —aceptó Hawker—. A mí se me han caído unas cuantas casas encima a causa de los peligros de la bebida.
El grupo entero se echó a reír, y Danielle hizo otra pregunta:
—Así que ese pozo puede representar que
Zipacna
cavó, y tal vez esa losa de la pared se suponga que es el lugar en el que descansan los Cuatrocientos Muchachos.
—Posiblemente —aceptó McCarter—, aunque pienso que, en algún tiempo, la piedra del pozo estuvo en la superficie: probablemente la tierra se fuera acumulando alrededor, como la arena que el viento sopla contra una casa. Incluso ahora, la parte superior sobresale un poco. Pero pienso que tiene razón en eso de que es un monumento a los muchachos… de todos modos es algún tipo de monumento. Y, en su mejor momento, el muro pudo haber contenido cuatrocientos cráneos.