Authors: Graham Brown
Medina hizo un giro a la derecha, alejándose de la atestada orilla y entrando por un camino parcheado y desigual que llevaba tierra adentro. Unos ochocientos metros más adelante se detuvo junto a un portón negro metálico, que comenzó a abrirse deslizándose a lo largo de un bien engrasado raíl en el suelo. Cuando se hubo abierto lo bastante, Medina la cruzó con su coche.
Danielle movió el Rover hasta el raíl.
Miró alrededor. La zona estaba atestada de vehículos y piezas de equipo de construcción. Montones de bidones se peleaban por el espacio con contenedores y otros desperdicios.
—Es mucho más comercial de lo que me imaginaba.
Allá en el agua un grupo de hombres trabajaba junto a un barco pequeño, bajo el brillo de dos reflectores.
—Supongo que ése es su barco —dijo Hawker.
—Y si lo queremos, tendremos que entrar —sacó el pie del freno y con dos sacudidas pasaron sobre el raíl, y la puerta de hierro empezó a cerrarse tras ellos.
Medina ya estaba fuera de su coche y haciéndoles señas para que aparcasen junto a una vieja camioneta blanca. Danielle se colocó donde le indicaban. Se volvió hacia Hawker para hablarle, pero no tuvo oportunidad de hacerlo.
Con su mano izquierda, Hawker la agarró y le aplastó la espalda contra el asiento. Su mano derecha apareció sosteniendo una pesada pistola negra, que giró hacia la cara de ella. Danielle apartó el rostro y cerró los ojos. En ese instante de oscuridad escuchó una explosión y sintió un destello de calor sobre el costado de su cara.
Abrió los ojos y vio a un hombre que caía apartándose del Rover, con una metralleta Uzi en las manos, y un sombrero de ala ancha que caía al suelo con él. Atontada e inmóvil, escuchó a Hawker gritarle a través de la niebla de su mirada. Él disparó a otro blanco y ella asió la palanca de cambios, la puso en marcha atrás y le dio un pisotón al pedal del gas. Las ruedas giraron y el Rover saltó hacia atrás.
—¡Vamos! —aulló Hawker, disparando de nuevo.
Mirando por encima de su hombro, Danielle se dirigió derecha hacia el portón cerrado y continuó acelerando. Con el motor rugiendo, lo golpeó justo en el medio. La pesada puerta se estremeció, inclinándose hacia atrás en un ángulo de treinta grados. Trozos de cemento cayeron de la pared de sujeción y las ruedas del portón saltaron fuera del raíl, pero, de algún modo, el maltratado pedazo de hierro los retuvo dentro.
Puso la reductora, pero el motor se había calado. Colocó el cambio en punto muerto y giró la llave. Justo cuando el gran motor empezaba a arrancar, una lluvia de balas hizo añicos el parabrisas.
Mientras caían los cristales, Hawker y ella se agacharon para ponerse a cubierto, y él alzó el brazo por encima del salpicadero para responder con cinco disparos, hechos a ciegas. En el reducido espacio interior del Rover el sonido era tremendo, pero las balas dejaron de llegar, y Danielle tuvo tiempo suficiente para cambiar a la reductora y apretar el gas de nuevo.
El Rover se abalanzó hacia delante unos diez metros, antes de que Danielle le diese una patada al freno y pusiese la marcha atrás. A esas alturas Hawker ya controlaba los alrededores y disparaba hacia la oscuridad. Un hombre cayó y luego otro, mientras el resto de sus atacantes se apresuraban a ponerse a cubierto.
El Rover atronó hacia atrás, dando por segunda vez un martillazo a la puerta, arrancándola de sus sujeciones y lanzándola a través del camino entre una lluvia de chispas. Danielle movió el volante, y la parte delantera del vehículo giró hacia la izquierda apuntando en dirección a la seguridad.
Puso la marcha adelante y apretó el gas, acelerando para alejarse mientras un renovado fuego de armas les llegaba desde dentro del recinto. El plomo volador impactó contra el vehículo, abriendo veinte orificios en la plancha y destrozando las ventanas laterales y trasera, mientras el coche de Medina, ahora conducido por otro, aceleraba con rapidez, en un esfuerzo por cortarles el paso.
Hawker apuntó a la zona del conductor del vehículo que iba a por ellos. Cuando sus disparos le dieron al cristal, el sedán giró bruscamente, chocando con lo que quedaba de la pared de sujeción. Si el conductor estaba muerto, herido o simplemente había girado a lo loco para evitar ser alcanzado, era algo que nunca sabrían, porque el Rover aceleró alejándose, y el lugar se perdió en seguida de vista.
Con el acelerador pisado a tope, aquel vehículo grande cogió velocidad a un ritmo sorprendente, corriendo por la misma calle por la que habían llegado sólo unos minutos antes. En la primera esquina Danielle giró en seco y el gran todoterreno se inclinó, amenazando con volcarse, antes de enderezarse y rugir a lo largo de una calle larga y desconocida para ellos.
Ahora aceleraban a lo largo de un oscuro cañón, una estrecha calle que corría entre los edificios de la izquierda y los grandes paredones de los almacenes de la derecha. El callejón no estaba iluminado, salvo las pálidas zonas en que otras calles lo cruzaban. Danielle vigilaba los cruces por delante, esperando que un coche les bloquease el camino en cualquier momento. Pero no importaba; no iba a detenerse.
Tras ellos las luces de dos coches entraron en el callejón.
—Ahí vienen —gritó Hawker, para hacerse oír por encima del ruido que entraba en el coche por donde había estado el parabrisas.
Danielle le escuchó, pero no le contestó: el mismo flujo de aire que hacía difícil oír estaba haciéndole daño en los ojos. Los entrecerraba para protegerlos del viento, parpadeando para echar fuera las lágrimas. Divisó una indicación: «Ave. de Septembro», que era la calle principal que salía del puerto. Giró con fuerza el volante y las ruedas mordieron la calle, gimiendo y resbalando. Un momento después entraron escopeteados en la avenida.
Danielle volvió a pisar el acelerador hasta el suelo, pero esta vez el Rover sólo aumentó un poco su velocidad y luego el motor empezó a sonar pesado. La aguja tocó los ciento veinte kilómetros por hora, y luego volvió a deslizarse hacia atrás en el panel.
—Combustible o aire —aulló Hawker.
—Pienso que aire —gritó ella a su vez—. Sobre todo porque no estamos ardiendo.
—Al menos aún no.
El Rover había empezado a resoplar como un viejo tren de vapor, ganando velocidad por unos pocos segundos, y luego fallando de nuevo. Por el retrovisor Danielle vio a los dos coches girar en la calle a un kilómetro y medio por detrás. Hizo que el coche ganara un poco más de velocidad pisando el gas, pero estaba claro que los otros coches les estaban ganando terreno.
—¿Alguna idea?
—Vaya hacia el centro —le sugirió Hawker—, tenemos que perdernos entre la muchedumbre.
Danielle dio el primero de los giros que les iban a llevar hacia el corazón de la ciudad, y tres manzanas más allá giró de nuevo. Los giros tuvieron dos efectos: redujeron la velocidad del Rover, lo que le hizo ir más suavemente, y también redujeron el ritmo al que sus perseguidores les estaban ganando terreno, pues también tuvieron que frenar para dar esos giros.
Al cabo de un minuto se estaban acercando al centro de la ciudad, serpenteando entre tráfico más calmado.
—Tenemos que abandonar este trasto —dijo Hawker.
Danielle buscó intensamente un punto que les pudiera ofrecer algo de cobertura. Pasó dos calles y un terreno baldío, y luego tomó un callejón estrecho, repleto de cubos de basura, contenedores de desperdicios y montones irregulares de palés de madera. Condujo hasta la mitad del callejón, pisó el freno y giró el vehículo de costado, haciendo que frenara deslizándose. Hawker saltó por la puerta aun antes de que estuvieran parados, gritándole que le siguiese.
Ella saltó del vehículo, dándole la vuelta justo cuando sus perseguidores llegaron a la carrera calle abajo. El sonido de sus motores llenó el callejón, y la luz de sus largas subió por las paredes como un espectro, pero luego les llegó el chirrido de ruedas frenando y los dos coches se deslizaron hasta pararse. No podían pasar por al lado del Rover: tendrían que moverlo, dar la vuelta o seguirlos a pie. Y, con las llaves en el bolsillo de Danielle, lo primero quedaba descartado. Corrió girando la esquina, sin mirar hacia atrás.
—Por aquí —le dijo Hawker.
Salieron al paseo principal, moviéndose por la acera, mezclándose con los peatones. Era viernes por la noche y los bares y cafés estaban llenos a rebosar. Y los que no cabían dentro se apiñaban en las aceras. Pero Danielle y Hawker no iban vestidos como la gente que había salido de noche, con su brillante y reveladora vestimenta. Después de todo, era verano en Brasil.
—Tenemos que salir de las calles —dijo ella.
—Lo sé —le contestó Hawker, apresurándose hacia adelante, con sus ojos buscando algo—. Siga moviéndose, sé de un lugar…
Hawker se abrió camino entre la multitud, con Danielle justo tras él, llevándola hacia un club nocturno del centro del barrio, en el que había una cola de gente aguardando la posibilidad de entrar. Un portero estaba en la entrada, flanqueado por dos musculosos guardias de seguridad. El portero saludó a Hawker con una sonrisa, y uno de los de seguridad le estrechó la mano. En un momento Danielle y Hawker estuvieron en el piso de arriba, sentados en una mesa reservada de la terraza abierta a la calle del club, un lugar que les daba algo de descanso de la fuerte música de dentro y, lo que era más importante, les ofrecía una excelente vista de la entrada principal y de la atestada calle de abajo.
Danielle miró en silencio durante unos minutos, esperando que llegasen volando hasta las puertas coches llenos de hombres armados. Puso como al descuido su mano sobre su tobillo, para asegurarse de que su arma era accesible y luego deslizó su pierna bajo la mesa y fuera de la vista.
Hawker exhaló profundamente y la miró a los ojos:
—¿Por qué no me habla otra vez de esta expedición arqueológica?
Danielle ignoró la pregunta. Miró alrededor, el club no estaba lleno, aún no. Ciertamente no estaba tan atestado como la calle de abajo, pero el movimiento seguía siendo lo bastante caótico como para que tuvieran pocas posibilidades de descubrir una amenaza hasta que no la tuvieran prácticamente encima.
—¿Por qué me ha traído aquí?
—Esta gente son amigos míos —le contestó.
Ella se quedó esperando una explicación mejor.
—En cierta ocasión le hice un favor al dueño —añadió él a regañadientes, como si eso lo explicase todo.
—¿Qué clase de favor?
—Su hija… se la habían arrebatado. Yo se la traje de vuelta.
Danielle se quedó callada, imaginándose aquel escenario y suponiendo que un acto así se ganaría una buena dosis de lealtad.
—¿Y los hombres que se la llevaron?
Hawker agitó la cabeza lentamente.
—Un buen favor.
—Créame —aseguró él—. Nadie va a llegar hasta nosotros sin anunciarse.
Miró de nuevo por encima de la baranda de la terraza, suponiendo que sus atacantes no iban a abrirse paso a tiros hacia el interior de un club lleno de gente, ni siquiera aunque supiesen adónde habían ido Hawker y ella. Marcó el número del hotel en su móvil, asegurándose de que aumentasen la seguridad en el piso privado del NRI, y tomó una nota mental acerca de mover allí a Verhoven y su gente por la mañana. Luego volvió su atención a Hawker, dándose cuenta de que le había mentido:
—Me dijo que no estaba armado.
—Lo dije —admitió.
Tendió la mano hacia un vaso de agua.
—Aparentemente no era del todo cierto…
Él sonrió.
—¿Está usted bien?
—Sorda de un oído, pero sobreviviré.
El rostro de Hawker se puso serio.
—Alguien le ha montado una encerrona. ¿Quizá su antiguo compañero?
No cabía ni que pensar en que Arnold Moore la hubiese puesto en peligro: habían sido demasiado íntimos durante demasiado tiempo.
—No lo creo. No digo que haya sido accidental, pero no ha sido montado desde nuestro bando.
—¿Entonces, qué?
—Quizá un robo, o un intento de secuestro: una estadounidense bien situada desaparece y la retienen esperando un rescate. Como le pasó a tu amigo. Sucede más de lo que se cree, por aquí abajo.
—Lo sé todo sobre «aquí abajo» —le recordó él—, pero tiene razón, pudo haber sido cualquier cosa. Sin embargo, no lo ha sido. Estaba relacionado con esta expedición.
Ella no quería ir por ese camino, pero si debían recorrerlo, prefería hacerlo rápido.
—¿Qué es lo que piensa?
Él dudó, al parecer algo cortado por su brusquedad.
—Aún conozco a alguna gente —dijo—. Y he hecho algunas comprobaciones. Sé de sus responsabilidades y su reputación. Ha estado usted por el mundo entero, pero eso fue antes de convertirse en directora regional.
Las palabras siguieron flotando en el aire. Ése era un ascenso que le había llegado justo antes de este destino, pero, en realidad, seguía siendo la lugarteniente de Moore. Y la siguiente promoción tendría efecto tras la finalización con éxito de la presente misión.
—Tiene razón a medias —aceptó.
—Eso es más de lo habitual. Y es bastante como para hacerme pensar… en la Agencia, los directores de Operaciones de Campo no se movían de sus escritorios, leían informes y le decían a otra gente adónde ir y qué hacer… pero lo que es jodidamente seguro es que ellos no iban. No a menos que la operación fuese… —escogió cuidadosamente sus palabras—: de singular importancia. Pero usted está aquí —añadió, recostándose en su asiento y pareciendo muy complacido consigo mismo—. Y, hasta que su compañero se marchó hace unos días, aquí estaban ustedes dos, dos directores de alto rango, trabajando en el terreno como si fueran un par de pringados. En una ocasión participé en una misión de seguridad parecida a ésta. Se trataba de un tránsfuga chino que venía a través de Hong Kong con una lista de agentes y parte de un código cifrado. La seguridad era tan estricta que el mismo director de Operaciones de Campo para Asia se encontró con el tipo. Nada de regulares alrededor, ninguna implicación de la delegación, ni pistas en papel. Sólo un par de tipos que no existían y un director de Operaciones de Campo que jamás estuvo allí.
Ella le escuchó, pensando en el concepto de un hombre que no existe y dándose cuenta de que esa operación en China no aparecía en el historial del hombre.
—Mire —prosiguió—. No tengo ni idea de lo que está buscando aquí y para ser honesto, la verdad es que no me importa. Pero, sea lo que sea, es algo grande y tiene que mantenerse en silencio. De lo contrario usted no estaría aquí. Su compañero no hubiera estado aquí y lo que es jodidamente seguro es que no hubieran venido a buscarme a mí. No con mi situación.