Authors: Graham Brown
McCarter y Polaski batallaron por escalar la empinada y enmarañada rivera, moviéndose con gran esfuerzo hacia un farallón, a unos siete metros del río. A McCarter el esfuerzo le dejó jadeante, pero lleno de energía, sobre todo porque hallaron otras piedras parecidas a la primera. Eran irregulares y estaban desplazadas, pero parecía como si en otro tiempo hubiesen sido los escalones de una escalera. Con las manos en jarras inspiró profundamente y empezó a subir de nuevo.
—Por aquí.
Trabajosamente, los dos hombres continuaron adelante, siguiendo las piedras, tropezando y cayéndose en la inclinada ascensión, y en cierto momento casi provocando una pequeña avalancha. Cerca de la cima, se toparon con una enredada extensión de lianas que colgaban sobre el farallón, como agua que cae. Con la luz ya extinguiéndose a su alrededor, McCarter hizo uso de su machete y las lianas cayeron. En su lugar, se encontró con unas cuencas vacías que lo miraban desde el semblante marrón manchado de un viejo cráneo humano. Dio un paso atrás.
—Bueno, esto sí que es algo… —exclamó Polaski, con los ojos muy abiertos.
—Desde luego que es algo —aceptó McCarter.
Junto al primer cráneo vieron otro, éste con un pómulo roto y faltándole una mandíbula, y al lado de ése otro más. Los cráneos estaban montados en una pared de piedras, colocados en huecos que habían sido dejados vacíos, e insertados y cementados de algún modo.
McCarter usó el machete varias veces, cortando la maleza, y a cada machetazo dejando al descubierto más cráneos, o los restos de los mismos. Se detuvo cuando le empezó a doler el hombro, preguntándose cómo se había abandonado tanto, hasta estar tan poco en forma.
Jadeando con fuerza, habló:
—Ahora que ya hemos hecho nuestro descubrimiento, es hora de llamar a los otros —y le entregó a Polaski la radio.
Esa noche, tras una celebración que había incluido varios brindis y una botella de champán, el campamento se quedó en silencio. Pik Verhoven montaba guardia, cubriendo la parte norte del asentamiento, mientras que uno de sus hombres, Bosch, estaba a unos veinte metros río abajo, cubriendo el lado sur.
Danielle les había prometido todo tipo de equipo de vigilancia para cuando, decidiesen establecerse en un lugar permanente: detectores de movimiento, sensores de calor y otros aparatos electrónicos… la clase de equipo que, a menudo, fallaba justo en el peor de los momentos en lugares tales como la selva pluvial. Verhoven insistió en que él tenía más fe en un grupo de perros adiestrados, así que Danielle también se los había prometido. Pero, hasta entonces, Verhoven y sus hombres guardarían el campamento al estilo tradicional, vigilando la selva día y noche, tarea fácil para un grupo acostumbrado a duras peleas cuerpo a cuerpo.
Verhoven y sus hombres eran mercenarios en el sentido más estricto y duro del término. Su currículo incluía lugares como Somalia, Angola y el Congo. Se habían abierto camino en la carnicería que era Ruanda, para rescatar a miembros de la empresa minera TransAfrican. Habían luchado en Liberia en ambos bandos, abiertamente buscando a Charles Taylor, el vacilante y maníaco líder de la nación, primero para intentar ayudarle y luego, tras ser timados en el pago de su salario, tratando de capturarlo para cobrar la recompensa de un millón de dólares que ofrecían por su cabeza.
Verhoven sonrió al recordar esa aventura en particular: habían estado tan cerca… pero no había resultado. Aun así, se imaginaba que algún día tendrían su oportunidad, y entonces iba a librar al mundo de un loco… y lo iba a hacer gratis.
Mientras tanto, sus hombres y él irían allá donde les llevase el dinero, y si eso significaba pelear, pues bueno, lo harían… ¡y cuánto más sangrienta fuera la pelea, mejor! Por el precio justo, estarían dispuestos a asaltar el mismísimo infierno.
Pero, vigilando la silenciosa jungla a su alrededor, no veía nada que le pudiera obligar a hacerlo esa noche: la selva pluvial estaba silenciosa y vacía. No había visto ningún signo más de peligro desde el cadáver en el río: ni a nativos en el sendero de la guerra, ni a las partidas de competidores contra los que le había puesto sobre aviso Danielle. De hecho, ni siquiera había visto animales salvajes.
De pronto, esto último le pareció raro.
Con la escasez de lluvia en el interior, debería de haber muchos animales cerca de los ríos que aún fluían. Aquello no era África, donde los animales se apiñaban en las charcas para abrevar hasta que llegaban los monzones, pero el principio era el mismo: la falta de lluvia llevaba a los animales hacia el agua, concentrándolos en una zona restringida. En este caso debería haber sido en las orillas del río y la jungla que lo rodeaba: tendrían que haber hallado huellas y heces, y estarlos escuchando día y noche. En especial a los monos chillones, a los que se puede escuchar a muchos kilómetros a la redonda, llamándose los unos a los otros. Pero la jungla estaba extrañamente vacía y muda. Muchos pájaros, sí, así como peces en el agua y lagartos en las orillas, pero los demás animales parecían estar ausentes, los mamíferos en particular. Verhoven no había visto nada mayor que una rata. Quizá la selva húmeda estuviera muriendo, como decían los amantes de los árboles: una pena, si así era, pero no era su problema. El sudafricano se llevó un visor térmico al ojo y estudió la amplia extensión de jungla que tenía ante él. Entre la maleza podían verse pequeñas manchas de calor, destellos fosforescentes en el entintado rojo del ocular: más roedores y otros pequeños mamíferos. Recorrió un amplio arco y no vio nada más. Pero mientras bajaba el aparato algo hizo ruido de roces entre los árboles.
Volvió a usar el visor. En lo profundo de la espesura, casi al nivel de ojo, vio a unas ramas moviéndose hacia arriba para volver a su posición habitual, tal como lo hacían cuando un mono o algún otro animal se había lanzado desde ellas. Trazó un arco observando, mirando hacia arriba de los árboles y luego de nuevo abajo. No había nada allí. Ninguna señal de algo que pudiera haber doblado las ramas de aquella manera.
Oyó un sonido hacia la derecha y se volvió en aquella dirección, alzando el rifle al mismo tiempo.
Una figura alzó una mano en señal de advertencia: Hawker.
Verhoven bajó un poco el fusil, mirando a su viejo conocido. Escupió un poco del jugo de tabaco al suelo, a un par de centímetros de los pies de Hawker.
—Se suponía que estabas muerto.
Hawker se le quedó mirando un largo momento.
—En un tiempo lo estuve…
Verhoven bajó el fusil del todo.
—Vuelve a acercarte a mí así otra vez y estarás muerto de verdad.
Hawker se detuvo a unos pasos de Verhoven y se puso también él a escudriñar la selva.
—¿Algún motivo para que estés tan inquieto?
A Verhoven no le hacía ninguna gracia aquella pregunta, como tampoco se la hacía que Hawker estuviera armado: llevaba una pistola negra, una PA-45; un arma de grueso calibre, del cuarenta y cinco, y de catorce disparos.
—¿Qué demonios estabas haciendo por ahí fuera?
Hawker señaló a los árboles:
—Hay algo que me da mala espina…
Verhoven volvió a estudiar la jungla. Hawker siempre había sido algo paranoico, pero ese sexto sentido suyo le había salvado la vida en más de una ocasión. Verhoven recordaba una vez en la que Hawker y él habían sido apuntados por un mortero, cuyo disparo había dado en el sitio en el que ellos estaban justo un minuto antes… sitio del que se habían ido por la paranoia de Hawker.
—Vuelves a escuchar cosas, compañero. Ahí fuera no hay nada.
—¿Estás seguro?
Honestamente hablando, Verhoven no estaba seguro, pero no le gustaba ni la pregunta, ni el que Hawker anduviera husmeando. Le tendió el visor:
—Haz tú la guardia si lo deseas. Yo me iré a descansar…
Hawker declinó la oferta y Verhoven empezó a preguntarse qué sería lo que estaba haciendo el ex agente allí, tanto en el sentido inmediato, como en el general.
—Así que ahora estás con el NRI…
Hawker negó con la cabeza:
—Contratado para este trabajo, como tú.
—Ésa es una extraña coincidencia…
—Muy extraña —aceptó Hawker—, casi como si lo hubiera dispuesto el destino.
Verhoven creía en el destino, pero sabía que Hawker no. «Hazlo todo bien y podrás vivir por siempre», había dicho en una ocasión. Él no estaba de acuerdo: cuando te toca, te toca. Quizá le estuviera a punto de tocar a uno de ellos, y estuviesen a punto de saldar una vieja deuda. Quizá incluso lo hubiera recomendado Hawker para esa misión, con el fin de atraerlo y finalmente saldar la vieja deuda. Rió ante ese pensamiento: ¿quién estaba siendo paranoico ahora?
Comprobó los árboles y luego miró a Hawker.
—Entonces, ¿por qué aceptaste este trabajo? ¿Es lo único que has podido encontrar?
Hawker se rió a carcajadas:
—Algo así…
Verhoven movió dentro de su boca el siempre presente pedazo de tabaco de mascar, volviéndolo a colocar en su sitio y escupiendo algo del exceso de jugo.
—Bueno, no puedes ocultarte siempre —dijo—. No de lo que temes.
Hawker le miró de un modo extraño:
—¿Y qué es lo que puede ser eso?
—La única cosa que no puedes controlar: a ti mismo.
Hawker le miró de mala manera, con una mirada más llena de odio de la que nadie le había dirigido antes. Eso era lo que la verdad hacía sentir a la gente.
—Y eso no es sólo desde después de que todo saltase en pedazos… —añadió Verhoven—, sino desde antes. Cuando fuiste tras Njema y sus hombres por haber quemado Tollersville, ¿recuerdas? Volviste diferente y eso no te gustó. Tu gente sufrió y tus deseos de venganza te pudieron.
Hawker siguió en silencio mientras Verhoven escupía hacia la oscuridad.
—
Accipter praedium
—dijo en latín—: El Halcón busca presas.
—No son palabras mías —dijo Hawker.
—Te las ganaste a pulso.
De nuevo siguió el silencio, y el sudafricano aguardó a que Hawker reaccionase. No lo hizo, pero Verhoven sabía que tenía razón.
—Mataste a Roche y a Doyle, y quizá también a los otros. No puedo decir que te culpe por ello, pero lo hiciste. Y eso me hace preguntarme quién será el siguiente…
Esta vez había dado en el clavo, lo podía saber por la expresión en la cara de Hawker.
—Nuestra hora llegará algún día —dijo—. Pero no es ni aquí ni ahora.
Así que eso era, pensó Verhoven. Hawker había venido a establecer las normas del juego; le parecía bien. Le devolvió la mirada al piloto:
—Todo está despejado por aquí, Hawk. Vuelve a tu tienda.
Hawker miró a Verhoven, y luego volvió a estudiar la selva.
—Ten los ojos bien abiertos —le aconsejó—: no estamos solos.
Se dio la vuelta para dirigirse al campamento, pero se detuvo cuando un par de pájaros nocturnos pasaron volando, chillando mientras aleteaban por encima. El sonido enmascaraba otro, un rozar en los árboles, pero tanto Verhoven como él lo notaron.
Hawker se dejó caer sobre una rodilla.
Verhoven estudió la jungla con el visor. No vio nada, pero de nuevo las ramas se estaban moviendo.
—Algo está yendo a un lugar más alto —dijo, tratando en vano de seguirle la pista.
Un segundo más tarde el sonido de disparos estremeció la noche. Disparos hechos al sur.
—Bosch.
Desde esa dirección algo estaba corriendo por la espesura, yendo hacia ellos. Verhoven alzó su fusil.
Dos nativos salieron huyendo de la maleza, con los ojos muy abiertos por la sorpresa de toparse con los dos blancos.
Verhoven iba a disparar, pero Hawker le apartó el cañón del arma a un lado. Los disparos dieron en tierra.
—¡Maldito seas! —gritó Verhoven.
Hawker se había levantado y corría, persiguiendo a los nativos. Furioso, Verhoven lo siguió, cargando a través de los árboles.
—¿Adónde demonios vas?
—Necesitamos hablar con ellos —le gritó Hawker.
Rodeando un árbol, apenas si consiguiendo no perder de vista a Hawker, Verhoven le gritó de nuevo:
—¿Por qué?
Hawker le respondió a gritos, pero sin dejar de correr, y no pudo entender sus palabras. Verhoven oía a los nativos por delante chocando contra las ramas y pudo ver a Hawker por un instante, pero luego se esfumó. Antes de poder detenerse corrió su misma suerte: el suelo desapareció repentinamente bajo sus pies, y cayó en la oscuridad. Se estrelló contra una mohosa pared de tierra y luego se desplomó hacia atrás con un chapoteo, cayendo en un metro de agua y barro.
Miró alrededor pero no pudo ver nada: la negrura era completa. La única luz que podía ver venía de diez metros por encima, un débil velo de un negro un poco más claro, con forma de rectángulo.
Habían caído en algún tipo de pozo: una trampa. Se puso torpemente en pie, con los pies metidos en el barro del fondo, que también goteaba de todo él. La fétida agua hedía, pero probablemente le había salvado la vida.
—¡Hawk! —gritó—. ¿También estás aquí abajo?
Sonando como si él también estuviese dolorido, Hawker le contestó:
—Desgraciadamente.
Verhoven se volvió hacia el sonido de la voz del otro, con el agua arremolinándose justo por encima de sus rodillas.
—Mejor ruega porque siga todo a oscuras, compañero. Porque si te veo, te voy a matar…
—¿Por qué?
—Por traerme aquí abajo.
Escuchó el sonido del agua chapoteando cuando Hawker se movió en la oscuridad.
—Si no hubieses tratado de dispararle a ese hijo de puta, puede que hubiésemos podido hablar con él.
—Si un tipo carga contra ti de esa manera le disparas primero, y luego preguntas.
—No estaba cargando —le dijo Hawker—: Esos tipos miraban hacia arriba, a los árboles, estaban cazando algo. Se toparon con nosotros por casualidad.
Verhoven hizo una pausa, dándose cuenta de que Hawker tenía razón: los nativos iban corriendo mirando hacia arriba. Se movió hacia la derecha y chocó con algo. Lo tocó con la mano y se dio cuenta de que era el cuerpo de algún animal muerto. Se echó atrás.
—Parece que no somos los únicos que hemos caído aquí…
Las palabras murieron en los labios de Verhoven y se quedó muy quieto. Creía haber oído algo dentro del pozo, en la dirección opuesta a la que sonaba la voz de Hawker. Se movió un poco, removiendo el agua.
—Estate quieto —susurró—. Hay algo más aquí abajo.