Authors: Graham Brown
Verhoven se acurrucó, con su nariz cerca de la maloliente agua embarrada. Estaba claro que el pozo había sido diseñado como una trampa, y fueran cuales fuesen los animales que hubiesen caído allá con ellos, había muchos que podían ser peligrosos. Se movió lentamente a un lado, tanteando en busca de la pared del pozo y finalmente chocando con ella.
Flotando en la oscuridad le llegó un gruñido, tan bajo que casi era inaudible, era como el rugido gutural y parco que surge de la parte posterior de la garganta de un cocodrilo. El sonido era trabajoso, profundo y lleno de bajos, una advertencia casi por debajo de la capacidad del oído humano.
¿Qué era lo que lo producía? Un caimán, una gran serpiente tal vez: se rumoreaba que las pitones producían gruñidos bajos con sus tripas… O tal vez fuera un jaguar, que, aunque estuviera herido y débil allá en el fondo del pozo, aún podía matar con sus garras.
Verhoven se echó atrás, alejándose del sonido, moviéndose a lo largo de la trinchera.
—Tengo una bengala —dijo Hawker, con su voz un susurro.
Verhoven se detuvo, asegurándose de que sus manos estuviesen dispuestas:
—Enciéndela.
Tras él sonó la bengala al partirse y, con un siseo, el fósforo se encendió, iluminando violentamente la oscuridad. Por un instante a Verhoven le dolieron los ojos. No había nada delante, donde esperaba que lo hubiera: sólo agua sucia y las paredes enfangadas del extremo cerrado del pozo rectangular. Pero desde su izquierda, una forma se abalanzó hacia él, lanzándose desde algún punto en la pared. Saltó hacia su cara, siseando, con las fauces abiertas.
Verhoven se echó hacia atrás, disparando. Chocó contra Hawker y la bengala cayó al agua cenagosa. La luz se desvaneció cuando el líquido se tragó la vara prendida.
Oyó un correr de pasos que se aproximaban a él. Verhoven disparó desde el suelo: tres ráfagas, una tras otra. Algo se agarró a él y la empujó, usándolo como un trampolín para lanzarse pared arriba. La bengala flotó a la superficie, y Verhoven pudo ver por un instante una forma que subía por el lateral del pozo. Le disparó mientras llegaba a la parte superior, alcanzándolo y empujándolo hacia delante, llevándolo hacia la noche de la jungla. La cosa aulló su agonía.
Cuando Hawker recogió la bengala del agua, la luz mejoró. Verhoven bajó la mirada, registrando el resto del pozo, de lado a lado y de arriba abajo.
Estaban solos.
Hawker cayó hacia atrás, partiéndose de risa.
—¿Qué es tan divertido?
—Que parecemos un par de tontos de una comedia mala —le contestó, apenas pudiendo articular palabra.
—Pues tú eres el más tonto.
Hawker no podía contener las carcajadas.
—Y tú vas a tener mono para cenar.
Verhoven no había podido ver lo bastante bien a la cosa que escalaba como para identificarla, pero por el tamaño podría ser el mono que decía Hawker, y además no se le ocurría nada que pudiera subir por una pared de aquella manera. Por un momento casi se sintió avergonzado: acribillar a un monito con un AK-47. Pero luego pensó que un mono atrapado y hambriento podría haberlos dejado hechos unos zorros, aunque no supusiera una amenaza para su vida.
—Mejor él que nosotros —decidió.
Mientras Hawker seguía riéndose, Verhoven encontró su radio. Afortunadamente, como el resto de aparatos electrónicos que habían llevado consigo, era estanca. Pero, mientras llamaba por la radio para pedir ayuda, Hawker le dio un golpecito en el hombro y señaló a una de las paredes, alzando la bengala para dar más luz.
La parte central de la pared parecía estar hecha de piedra tallada. Estaba cubierta por pegotes de barro, pero incluso a la parpadeante luz de la bengala, bajo el barro se podía ver una gran cara. Una cara tallada en la piedra. A su alrededor había otras marcas, jeroglíficos que se parecían extraordinariamente a los de la charla informativa de Danielle.
Mientras la estudiaban llegó el grupo de rescate, aseguró la zona y dejó caer una cuerda, Hawker y Verhoven subieron por ella y el grupo iluminó con sus luces el interior del pozo. Danielle asintió de modo aprobador:
—Se lo mostraremos a McCarter por la mañana —dijo.
Cansado y enfangado, Verhoven inició el camino hacia el campamento, ignorando las preguntas acerca de lo que había pasado y contento de que hubiera terminado aquella ridícula situación.
Pero antes de que hubiera recorrido diez pasos, Hawker habló, haciéndole detenerse:
—¿Dónde está?
—¿Dónde está qué? —quiso saber Danielle.
La voz de Hawker estaba llena de suspicacia:
—El mono de Verhoven.
Danielle y los hombres que la habían acompañado al rescate parecían confusos, pero Verhoven lo entendía: miró por los alrededores. No encontró el cuerpo del mono, ni sangre en el suelo, ni tampoco un rastro que indicase que algún otro animal se lo había llevado a rastras a la espesura. Ninguna señal de la cosa a la que había acribillado.
—Quizá fallé —dijo, esperando zanjar el tema.
Los otros parecieron aceptar esa explicación y no se les veía preocupados, pero la mirada de Hawker no había cambiado: su naturaleza suspicaz se aferraba a la más mínima cosa que le pareciese fuera de lugar. Verhoven cruzó una mirada con él, y luego observó la jungla de nuevo, de cabo a rabo. Ambos sabían que no había fallado.
Las paredes del pequeño hospital estaban pintadas de un verde claro. Un par de viejas camas, de herrumbrosos armazones de hierro, estaban situadas en paralelo a ambos lados, con un mástil para colgar intravenosas alzándose junto a cada una. Junto a la ventana, una planta olvidada y marchita tendía sus delgadas ramas.
—Monótona, ¿no? —sugirió desde una esquina una voz.
Richard Kaufman acababa de entrar en aquella indudablemente monótona habitación; se volvió para ver a un hombre con una bata de hospital, una muleta bajo cada brazo y una enmarañada mata de cabellos rubios en la cabeza. Su rostro estaba chupado y cubierto por los pelos de una barba mal afeitada y las señales de heridas que se iban curando lentamente. El hombre parecía el superviviente de un naufragio.
—El señor Palmer, supongo.
El hombre asintió lentamente con la cabeza.
—Eso es —asintió—. ¿Y usted es…?
Los ojos de Kaufman se estrecharon.
—Tenía la impresión de que usted me conocía mejor de lo que parece…
—Usted es Helios.
—Sí —aceptó sarcásticamente el visitante—: Soy el dios griego del Sol, y paso el tiempo visitando pacientes en las habitaciones de pequeños hospitales.
Palmer intentó sonreír, pero eso pareció causarle dolor, así que rápidamente lo dejó.
—Deme un segundo y se lo explicaré todo.
Se tambaleó a través de la habitación, luchando con las muletas en lo reducido del estrecho espacio. Llegó a una de las camas, recostó las muletas contra la pared y torpemente se sentó. En esta posición sus piernas sobresalían por debajo del borde de la bata: una de ellas era blanca, la otra morena.
Fijándose en la mirada de Kaufman el hombre lo explicó:
—Me la cortaron —dijo—, y ni siquiera me pidieron permiso. Me la cortaron, y me dieron ésta para reemplazarla.
Miró a la prótesis oscura.
—Supongo que no hay muchos blancos rubios por aquí, así que todas las piernas tienen este aspecto y, a la postre, la que te dan es la que mejor se te ajusta.
—Me iba a explicar algunas cosas —le urgió Kaufman.
—Si, eso voy a hacer —le contestó el hombre—, pero antes, tengo algo que quizá quiera ver.
Con gran esfuerzo recogió una pequeña mochila de al lado de la cama, hurgó en ella y luego le lanzó algo a Kaufman.
Éste lo examinó: un cristal hexagonal que se parecía a los que ya tenía. Eso hizo aumentar la importancia de aquella reunión, y se volvió hacia el hombre:
—¿Cómo es que sabe de Helios?
—Por Pritchard.
—¿Y quién es Pritchard?
Palmer rió unos segundos y luego se detuvo, lamiéndose los labios nervioso.
—Stephen Pritchard, un miembro de mi equipo, o mejor debería decir del equipo de Jack Dixon, como yo. Pasamos casi seis meses ahí fuera en la selva húmeda, trabajando para el NRI.
Los nombres daban cierta legitimidad al relato.
—Siga.
—Éramos un equipo itinerante. Haciendo camino por una parte del noroeste del Amazonas, catalogando cosas —Palmer se rascó un lado de la cara, cuidando de no abrir ninguna de las llagas—. Realmente eran más lugares que cosas: cavernas, pozos… mierdas así. ¿Ha oído hablar de El Dorado, la ciudad de oro? Bueno, pues no está por ahí, sino la hubiéramos encontrado.
—¿Era eso lo que andaban buscando?
—No —Palmer pareció confuso—. Quiero decir que no sé qué es lo que andábamos buscando. Dixon nunca lo dejó claro, sólo nos dijo que ya nos lo diría cuando lo encontrásemos. Nuestro trabajo era movernos deprisa, cubrir un montón de kilómetros, hablar con la gente local e informar de lo que hallásemos.
—¿Informar a quién?
—Dixon tenía sus jefes… a un tipo llamado Moore, creo —Palmer se detuvo, claramente agitado por el sesgo que estaba tomando la reunión—. Mire, no sé por qué me está preguntando todo esto. Nada de esas mierdas es importante. Lo que es importante es que hicimos un jodido montón de kilómetros, y que por allí hallamos un jodido montón de cosas extrañas; pero nada de eso era lo bastante interesante como para hacer feliz a Dixon. Es decir, no hasta que aquellos nativos que habíamos contratado agarraron una buena curda y nos hablaron de aquel lugar al que se suponía que nadie debía ir. —Palmer se echó a reír de nuevo—: Pensé que Dixon iba a matar a aquellos pequeños hijos de puta. Quiero decir que nos habían estado arrastrando río arriba y río abajo durante un mes, enseñándonos mierdecitas aquí y allá, haciéndonos perder el tiempo, pero aceptando nuestro dinero. Y todo ese tiempo sabían de ese lugar.
Kaufman cerró la puerta y tomó asiento junto a la mesilla que había en la parte de delante de la habitación.
—¿Qué lugar era ése? —preguntó.
—Una pirámide de piedra en medio de la selva. Un lugar al que llamaban la Morada de las Sombras. Según aquella gente nadie vivía allí, porque ni siquiera era posible la vida. Dijeron que los espíritus del lugar habían rechazado a la vida misma y que todo lo que iba allí moría no una, sino muchas veces —Palmer miró al vacío—. Y, naturalmente, una vez que nos hubieron hablado del lugar, no quisieron mostrarnos dónde estaba. No paraban de decir que nadie regresaba de allí, así que yo les pregunté cómo podían entonces saber del lugar.
Palmer rió hasta que el hosco rostro de Kaufman le hizo parar. Se encogió de hombros.
—A ellos tampoco les pareció divertido. Pero por una paga extra, una caja de whisky y un par de cartones de cigarrillos, aceptaron intentarlo —Palmer agitó la cabeza y una neblina le cubrió los ojos—. Visto lo que pasó, hubiera sido mejor que nos hubieran mandado a freír espárragos…
—Pero no lo hicieron —le animó Kaufman.
—No —susurró Palmer—, en lugar de eso nos llevaron hasta allí.
Palmer tragó saliva y se rehízo.
—Voy a decirle un cosa: al principio, fue una visión increíble; ese enorme templo de piedra alzándose allí, en medio de la nada, sin cosa alguna alrededor, ni siquiera árboles o arbustos —Palmer se rascó la cara de nuevo—. Creo que tenían razón en lo que decían: que nada vivo quería tener nada que ver con aquel lugar.
Kaufman miró al hombre, inquisitivamente; el tono de su voz, inestable y con altibajos, había despertado su curiosidad. Se levantó y caminó hasta la ventana, ignorando a Palmer.
—¿Halló usted el cristal? —le preguntó, volviendo atrás—. ¿O lo encontró Pritchard?
—Dixon fue quien lo encontró —afirmó el hombre—, aunque yo estaba con él en ese momento. Estaba en el interior del templo, junto con algunos huesos, un altar de piedra y una especie de pozo. El cristal estaba encima del altar, junto con algunas otras cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
Palmer esperó hasta tener toda la atención de Kaufman:
—Del tipo que hacen sonar un contador Geiger.
—¿Las tiene?
—Las tengo —afirmó Palmer—, pero no aquí.
Kaufman miró alrededor, dudando que un hombre hospitalizado al que le faltaba una pierna tuviera el tiempo o la energía de esconder algo en otro lugar. Haría que luego registrasen la habitación.
—¿Y llamó Dixon, para dar esa información?
—No. La mierda de radio que llevábamos dejó de funcionar en cuanto llegamos allí.
—Mal momento para estropearse… —aceptó Kaufman, creyendo saber el porqué de esa avería, al suponer que Pritchard la habría estropeado para evitar la llamada de Dixon.
—Muy malo —aseguró Palmer—. Porque desde ese momento las cosas fueron de mal en peor. Para empezar desapareció uno de los nativos: se fue a mear y jamás regresó. Lo buscamos, pero no lo hallamos —Palmer se encogió de hombros, como si todavía estuviera asombrado por la desaparición—. Ni señales de lucha, ni nada. Dixon supuso que aquel pequeño bastardo había puesto pies en polvorosa, ya que desde que habíamos llegado allí los nativos estaban ansiosos por marcharse, pero se había dejado todas sus cosas y sus tres compañeros seguían con nosotros, así que aquello no tenía mucho sentido. Dixon decía que no nos preocupásemos, que nos iríamos de allí en una semana…
Palmer miró más allá de Kaufman por la pequeña ventana, a la luz del sol que se filtraba por entre las hojas. Eso pareció calmarle.
—Una semana —repitió, como para sí mismo—. Señor mío, no sabe usted lo larga que puede ser una semana.
Kaufman permaneció en silencio y Palmer prosiguió:
—La primera noche escuchamos ruidos en la espesura. Extraños ruiditos de carreras y llamadas de pájaros. Al día siguiente encontramos a otro pobre bastardo, cubierto de barro seco y todo él lleno de cortes y rajas. Parecía como si hubieran querido quemarlo, pero el fuego sólo hubiera prendido en un brazo, su cuello y parte de la cabeza. Tendría que haberle visto la cara, congelada en una expresión de agonía. Puede que aún estuviese vivo cuando trataron de quemarlo, no sé.
—¿Qué ha querido decir con eso de «otro pobre bastardo»? —le preguntó Kaufman, interesado.
—Que no era uno de nosotros —le contestó Palmer, con su voz tornándose ronca—. No sabíamos quién era, pero a la siguiente noche escuchamos voces allí afuera. Dixon empezó a ponerse nervioso: ya nos habíamos encontrado con nativos antes, de diferente tribu que los que teníamos contratados… Habían venido a por nosotros a las malas, y llevamos a cabo una matanza, por lo que había supuesto que ya no nos volverían a molestar. Pero ahora, Dixon ya no estaba tan seguro de eso… Los tipos que teníamos contratados nos dijeron que aquella zona eran las tierras de la tribu chollokwan, y nos dijeron que los de esa tribu trabajaban con los espíritus oscuros. No sé, pero sí le diré una cosa: los de esa tribu son diferentes; quiero decir que he visto a un montón de gentes de los llamados pueblos indígenas, y la mayoría de ellos no valen una mierda: son como bajitos y tímidos, y realmente sólo quieren que se les deje en paz. Pero esos tipos, los
chollokwan
, son unos hijos de puta realmente duros. El día que vinieron a por nosotros corrieron directamente contra nuestra línea de fuego como si no les importase morir. Por un instante, pensé que iban a acabar con nosotros.