Límite (5 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Hum.

—¿Eres rico?

—No me va mal.

—Era una pregunta estúpida. ¡Claro que debes de ser rico! Eres el actor mejor pagado, ¿no es así? Si no te has gastado toda la pasta, debes de valer unos cuantos cientos de millones de dólares —dijo Heidrun ladeando la cabeza con curiosidad—. ¿Y bien? ¿Lo eres?

—¿Y tú?

—¿Yo? —repuso ella, riendo—. Olvídalo. Soy fotógrafa. Con lo que yo poseo no se le podría dar ni una nueva mano de pintura a esa plataforma. Digamos que me tolera. Quien le importa realmente es Walo.

—¿Y ése quién es?

—¿Walo? —preguntó ella señalando hacia el hotel—. Mi marido. Walo Ögi.

—El nombre no me dice nada.

—No me extraña. Los artistas son incapaces de pensar en el dinero, y él no hace otra cosa —dijo Heidrun, y sonrió—. Es cierto que también tiene muchas buenas ideas sobre cómo gastarlo. Te caerá bien. ¿Sabes quién está aquí también?

—¿Quién?

—Evelyn Chambers. —La sonrisa de Heidrun cobró cierto aspecto malicioso—. Creo que querrá apretarte las tuercas. Aquí podrás evitarla, pero allá arriba...

—No tengo ningún problema en hablar con ella.

—¿Quieres apostar a que sí lo tienes?

Heidrun le dio la espalda y empezó a subir por el camino que conducía hasta el hotel. O'Keefe la siguió. En efecto, para él constituía un enorme problema hablar con Evelyn Chambers, la presentadora de televisión más famosa de Estados Unidos. Finn detestaba los programas de entrevistas como pocas cosas en el mundo. Una docena de veces, o quizá más, ella lo había invitado a su programa, «Chambers», aquel
striptease
del alma con una audiencia enorme que todos los viernes por la noche reunía delante de las pantallas a millones de norteamericanos socialmente depravados. Él había rechazado la invitación en cada ocasión. Y ahora, allí, sin barrotes de por medio, él sería la chuleta y ella la leona.

«¡Espantoso!»

Ambos pasaron de largo el campo de golf.

—Eres albina —dijo él.

—Vaya, el listo de Finn.

—¿No tienes miedo a pillar una insolación? Debido a la... ¿Cómo lo llaman a eso?

—¿Te refieres a mi marcado trastorno de la melanina y a mis ojos demasiado sensibles a la luz? —dijo ella, recitándole la respuesta—. No, ningún problema. Llevo lentes de contacto con un filtro muy potente.

—¿Y tu piel?

—Vaya, qué halagüeño —repuso ella en tono burlón—. Finn O'Keefe se interesa por mi piel.

—Qué tontería. Me interesa en serio.

—Está totalmente despigmentada. Sin crema solar, ardería en llamas. Por eso uso Moving Mirrors.

—¿Moving Mirrors?

—Sí, un gel provisto de nanoespejos que se acomodan según la posición del sol. Por eso puedo permanecer al aire libre durante un par de horas, pero, claro, eso es algo que no debe convertirse en un hábito. ¿Qué te parece, compañero de deportes? ¿Nos vamos a nadar?

Después de haber pasado la mayor parte del día de un lado a otro acompañando a los huéspedes desde el helipuerto hasta el hotel y recorriendo el mismo camino una y otra vez a la inversa para ir a esperar la llegada del siguiente helicóptero, Lynn Orley sólo se preguntaba cómo aún no había abierto un surco en el suelo.

Por supuesto que, entretanto, también había hecho otras cosas. Andrew Norrington, subjefe de seguridad de Orley Enterprises, había transformado la Isla de las Estrellas en una zona de alta seguridad, hasta el punto de que uno tenía la sensación de estar en el California de la célebre canción de los Eagles, donde podías cancelar la habitación cuando quisieras pero del que jamás podías salir. Las nociones de Lynn sobre la seguridad abarcaban la protección, pero no la exhibición de la misma, mientras que Norrington, en cambio, argumentaba que la seguridad —la
security,
como él decía— no podía ocultarse en el bosque como un duendecillo. Lynn, por su parte, adujo esta vez que ya había sido suficientemente difícil convencer a los huéspedes para que renunciaran a la omnipresencia de su propio séquito de protección, y puso el ejemplo de Oleg Rogachov, que sólo había aceptado de mala gana dejar en casa a la media docena de matones con los que normalmente solía desembarcar, y añadió, además, que la mitad del personal de servicio había sido reclutado entre francotiradores. Nadie quería encontrarse, mientras hacía
jogging o
jugaba al golf, con personajes tenebrosos que prácticamente llevaban en la frente la marca de un peligro inminente. Por lo demás, Lynn dijo que profesaba las mayores simpatías por los duendecillos portadores de armas que cuidaban de uno sin que uno tuviera que tropezárselos todo el tiempo en el camino.

Después de una batalla tenaz, Norrington había dado una nueva forma a su brigada y encontrado una vía para adaptarla al entorno. Lynn sabía que le estaba poniendo las cosas difíciles al subjefe de seguridad, pero Norrington tendría que apañárselas así. Era excelente en su trabajo, muy organizado y fiable, pero también era víctima de esa contagiosa paranoia que, más tarde o más temprano, se apoderaba de los guardaespaldas.

—Interesante —dijo Lynn.

A su lado, Locatelli resoplaba como un caballo.

—¡Sí, pero ellos querían bajar el precio! Y entonces sí que me enfurecí. Dije: «Un momento. ¡Un momentito! ¿Sabéis con quién tendréis que véroslas en esto? ¡Cabrones! ¡Primates! Yo no nací ayer, ¿de acuerdo? A mí no podéis atraerme mostrándome una zanahoria. O jugáis según mis reglas o voy a...»

Y así sucesivamente.

Lynn asentía enfáticamente mientras acompañaba a los recién llegados a la recepción. Warren Locatelli era un auténtico gilipollas. Y Momoka Omura, que no era más que la estúpida hortera que lo acompañaba, no era un ápice mejor. Pero mientras Julian les otorgara valor, ella tendría que prestar atención a un insecto parlanchín como aquél. A Locatelli no había que entenderlo forzosamente para sostener una conversación con él. Bastaba con reaccionar al volumen, al ritmo del habla y a algunos sonidos acompañantes como gruñidos, chasquidos o risas. Cuando la avalancha verbal que caía sobre uno se diluía en regocijo, se pulsaba el botón de la carcajada. Si lo golpeaba a uno con tono de cólera, siempre se estaba del lado seguro con alguna exclamación como «¡Inconcebible!» o «No, ¿en serio?». Si la situación requería una comprensión del contexto, se lo escuchaba. Vacilarle era legítimo, uno sólo tenía que velar por que no lo pillaran.

En el caso de Locatelli bastaba con poner el piloto automático. Mientras no hablara de algo especializado, su tema era lo grandioso que era él mismo y la condición de mamones del resto del mundo. O de cabrones, de primates, siempre según el momento.

¿Quién sería el próximo en llegar?

Chuck y Aileen Donoghue.

Chucky, el magnate hotelero. Era un buen tipo, aunque contara unos chistes pésimos. Aileen saldría corriendo de inmediato a la cocina para ver si cortaban la carne con el suficiente grosor.

Aileen: «¡A Chucky le gustan las chuletas bien gruesas! Y gruesas tienen que ser.»

Chucky: «¡Sí, gruesas! Lo que los europeos entienden por chuletas no son tales. ¿Sabéis cómo llamo yo a las chuletas europeas? ¿Queréis saberlo? Pues,
¡carpaccio!»

No obstante, Chuck era un buen tipo.

Para desgracia de Lynn, Locatelli era la reina en el tablero de ajedrez de Julian, o por lo menos una de las torres. Warren Locatelli había conseguido lo que había exasperado a generaciones de físicos antes que él, desarrollar células fotovoltaicas que transformaban en electricidad un sesenta por ciento de la luz del sol. Con ello, y gracias a que era también un brillante hombre de negocios, Lightyears, la empresa de Locatelli, había asumido el liderazgo del mercado en el sector de la energía solar, y había hecho a su dueño tan rico que la revista
Forbes
lo colocaba en el puesto número cinco entre los multimillonarios del mundo.

Momoka Omura caminaba muy oronda junto a ellos con gesto de aburrimiento. Deslizó su mirada por las instalaciones y murmuró un benévolo «Agradable». Lynn se imaginó pegándole con el puño cerrado entre las cejas, pero se le enganchó del brazo y le hizo algún cumplido sobre su cabello.

—Sabría que te gustaría —respondió Omura con una levísima sonrisa delgadísima.

«Pues no, tienes un aspecto miserable —pensó Lynn—. Horroroso.»

—Qué bien que hayáis venido —dijo en cambio.

En ese momento, Evelyn Chambers tomaba el sol en su terraza del sexto piso. Se esforzaba a duras penas por echar mano de sus conocimientos del ruso y tenía las orejas bien abiertas. Ella era como el sismógrafo de la alta sociedad. El más mínimo temblor era transformado, en su personal escala de Richter, en un valor noticioso, y en ese momento el temblor era más que potente.

En la habitación contigua a la suya se alojaban los Rogachov. Las terrazas estaban separadas unas de otras por paneles insonorizados pero, a pesar de ellos, Evelyn escuchaba el jadeante sollozar de Olympiada Rogachova, a veces más próximo, otras veces más lejano. Por lo visto, la mujer caminaba de un lado a otro, como una tigresa, con un trago lleno hasta el borde en una mano, como de costumbre.

—¿Por qué? —chilló la rusa—. ¿Por qué otra vez?

La respuesta de Oleg Rogachov le llegó en un tono apagado e incomprensible desde el interior de la habitación. Fuera lo que fuese lo que había dicho, ello hizo que Olympiada erupcionara como un volcán.

—¡Pedazo de cabrón! —gritó ella—. ¡Delante de mis propias narices! —Sonidos ahogados, jadeos—. ¡Ni siquiera te has tomado el trabajo de hacerlo en secreto!

Rogachov salió al exterior.

—Ah, ¿es que acaso quieres que me ande con secretos? De acuerdo.

Tenía la voz serena y apática, la voz adecuada para bajar la temperatura del entorno en unos cuantos grados. Chambers lo imaginó ante sí. Un hombre de mediana estatura, poco llamativo, con el pelo rubio y ralo y una cara de zorro sobre la que reposaban dos ojos que eran como dos lagos de montaña, helados y pequeños. Chambers había entrevistado a Oleg Alexéievich Rogachov el año anterior, poco después de que adquirió la mayoría de las acciones del consorcio Daimler, y entonces conoció a un empresario cortés y sereno que respondió de buena gana a todas sus preguntas, al tiempo que parecía tan impenetrable como una superficie blindada.

Evelyn recapituló todo lo que sabía acerca de Rogachov. Su padre había dirigido un consorcio soviético del acero, más tarde privatizado a raíz de la perestroika. El modelo habitual entonces preveía la entrega a los obreros de participaciones en forma de bonos. Por un tiempo, el organismo pluricelular del proletariado tomó el mando, sólo que las participaciones de una fábrica de acero no servían para alimentar a las familias. Por tal razón, la mayoría de los trabajadores se mostraron rápidamente dispuestos a convertir aquellos papeles en dinero contante y sonante, vendiéndolos a sociedades financieras o a sus superiores, y por los cuales, según el principio del «O comes, o mueres», recibieron sólo una fracción de su valor real. Poco a poco, las antiguas empresas estatales de la fragmentada Unión Soviética fueron cayendo en manos de firmas inversionistas y especuladores. También el viejo Rogachov se había servido y había comprado suficientes participaciones de sus trabajadores, acciones que le bastaron para arrebatarles el consorcio, con lo que se interpuso en la línea de fuego de un clan mafioso metido en la competencia. Por desgracia, lo hizo en el sentido literal de la palabra: dos balas lo alcanzaron en el pecho y una tercera se le alojó en el cráneo. La cuarta bala, que estaba destinada a su hijo, falló el blanco. Oleg, quien hasta ese momento sólo se había dedicado a sus distracciones estudiantiles, interrumpió su carrera y se alió con un clan cercano al gobierno en contra de los asesinos de su padre, lo que culminó en un tiroteo sobre el que no existía documentación detallada. Se demostró que por esa fecha Oleg estaba en el extranjero, y a su regreso se convirtió repentinamente en presidente del consejo de administración de la empresa y en un huésped bien visto en el Kremlin.

Sencillamente, Oleg Rogachov había apostado por las personas correctas.

En los años siguientes, Rogachov se dedicó a modernizar el consorcio, hizo elevadas ganancias y se fue tragando, uno tras otro, a un gigante del acero alemán y a otro inglés. Invirtió en el aluminio, cerró contratos con el gobierno para la ampliación de la red ferroviaria rusa, adquirió participaciones en consorcios automovilísticos europeos y asiáticos e hizo una fortuna en una China hambrienta de materias primas. Por todo ello, estaba penosamente destinado a tener en cuenta los intereses de los poderosos de Moscú. Y en gratitud, el sol brilló sobre su cabeza. Vladimir Putin le aseguró su estima; Dimitri Medvediev lo sentó a su mesa como asesor. Cuando en el año 2018 el líder del ramo en el mercado mundial, Arcelor Mittal, entró en crisis, Rogachov asumió el abatido gigante del acero y se puso a la cabeza del ramo con su empresa Rogamittal.

Más o menos para esa época, Maxim Ginsburg, el sustituto de Medvediev, había disuelto de tal modo los ya erosionados límites entre la economía privada y la política que la prensa lo calificó como el «director general de Rusia, S. A.». Rogachov, a su manera, también rindió su tributo a Ginsburg. Una noche de borrachera salió a relucir que Ginsburg tenía una hija, Olympiada, una chica parca en palabras y de atractivos nada extraordinarios, pero a la que el presidente quería ver casada, en lo posible con una dote bien sólida. De algún modo Olympiada había conseguido terminar unos estudios universitarios de política y ciencias económicas, lo que la había llevado a la posición de diputada al Parlamento, dándole expresión a su amor paterno en forma de votos, mientras se marchitaba sin haber florecido nunca. Rogachov le hizo el favor a Ginsburg. Los desposorios de aquellas dos fortunas privadas subieron a escena con bombo y platillo, sólo que, la noche de bodas, Rogachov evitó el lecho matrimonial y se fue a dormir a otra parte. A partir de ese día, siempre estuvo en otra parte, también el día en que Olympiada trajo al mundo al único hijo de la pareja, que fue confiado a una escuela privada y al que se había visto poco desde entonces. La hija de Ginsburg se fue quedando sola. No sabía qué hacer con el entusiasmo de su marido por los deportes de combate, las armas y el fútbol, y mucho menos sabía qué hacer con sus constantes amoríos. Entonces fue y se quejó a su padre. Ginsburg pensó en los 56.000 millones de dólares que su yerno había puesto sobre la balanza y le aconsejó a Olympiada que se buscase un amante. Y eso fue lo que hizo la hija. Se llamaba Jim Beam, y tenía la ventaja de estar allí cuando se lo necesitaba.

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