Límite (2 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—¿Tiene que ser ahora mismo? —repuso Thorn, vacilante—. Pensaba ponerme a correr en la cinta.

—Mejor que sea de inmediato.

—¿Qué ocurre?

—Todo parece indicar que hay algunas dificultades con su nave espacial.

Thorn se mordió el labio inferior. La mera idea de que su partida pudiera retrasarse hizo que se dispararan miles de estridentes sonidos de alarma en su cabeza. «¡Mal, muy mal!» La nave debía abandonar el puerto hacia el mediodía, con él y otros siete astronautas a bordo, destinados a relevar a la tripulación de la base lunar estadounidense, que, tras seis meses de exilio en aquel satélite, ya empezaba a alucinar con calles de asfalto, pisos empapelados, perritos calientes, céspedes y un cielo lleno de color, nubes y lluvia. Thorn, además, era uno de los dos pilotos previstos para un vuelo que tardaría dos días y medio, y era, para colmo, el jefe de la tripulación, lo que explicaba que se dirigieran precisamente a él. Y aún había otra razón por la que cualquier retraso le resultaba más que inoportuno...

—¿Qué pasa con ese cacharro? —preguntó, poniendo énfasis de indiferencia—. ¿No quiere volar?

—Bueno, lo que es querer, quiere, pero no puede. Se ha producido una avería durante el proceso de carga. El manipulador ha dejado de funcionar y está obstruyendo las escotillas. Ahora no podemos cerrar el depósito de carga.

—Ah, bueno. —Una sensación de alivio colmó a Thorn. Un manipulador defectuoso era algo que podía arreglarse—. ¿Y conocéis la causa de la avería?

—Basura espacial. Un fuerte impacto.

Thorn suspiró. Basura espacial, cuya molesta omnipresencia se debía a una especie de hora punta orbital sin parangón, iniciada en la década de 1950 por los soviéticos y sus Sputnik. Desde entonces circulaban, a cualquier altura, los restos de miles de misiones: etapas de cohetes incinerados, modelos de satélites que ya no se fabricaban o que habían sido olvidados, desechos de incontables explosiones y colisiones, desde reactores completos hasta diminutos fragmentos de fibras, gotitas de congelante congelado, tornillos y alambres, partículas de plástico y de metal, jirones de lámina metálica de color dorado y rudimentos de pintura desconchada. La constante fracturación de esos fragmentos, debido a repetidas colisiones, incrementaba su multiplicación, casi como si fuesen roedores. Para esa fecha se estimaba en más de novecientos mil la existencia de objetos de más de un centímetro. Apenas un tres por ciento de ellos estaban sometidos a una observación permanente, pero el dudoso resto, así como otros miles de millones de partículas más pequeñas y micrometeoritos, vagaba por ahí en dirección a ellos, y lo hacía con la inexorabilidad con la que muchos insectos acaban sus días incrustados contra el parabrisas de un coche.

El problema era que una avispa que chocara contra una limusina de lujo con el impulso de un pequeño fragmento de basura espacial de igual tamaño desplegaría la energía cinética de una granada de mano, y causaría un daño irreparable. La velocidad de objetos opuestos se incrementaba en el espacio, lo que daba lugar a una fuerza devastadora. Incluso las partículas en el ámbito de los micrómetros tenían efectos, a la larga, devastadores, rayaban los paneles solares, dejándolos inservibles, desgastaban la superficie de los satélites y raspaban la capa exterior de las naves espaciales. La basura cercana a la Tierra se deshacía a corto o largo plazo en las capas superiores de la atmósfera, pero sólo para ser más tarde sustituida por otra. A medida que se incrementaba la altura se prolongaba la vida de esos desechos, y, en teoría, se quedaban por toda la eternidad dentro de la órbita de la estación espacial. Lo único que prometía cierto consuelo era que se conociera un número cada vez mayor de esos peligrosos objetos y se pudiera calcular sus trayectorias con semanas y meses de antelación, lo que capacitaba a los astronautas para conducir la estación entera fuera de tales trayectos. En este caso, obviamente, el objeto que había colisionado contra el manipulador no estaba entre esos últimos.

—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó Thorn.

—Bueno, es la hora de descanso de la tripulación —dijo Haskin, riendo nerviosamente—. Ya sabe, los recursos van escasos. El robot no consigue solucionar el asunto por sí mismo. Deberíamos enviar a alguna pareja, pero por el momento sólo dispongo de una persona. ¿Haría usted el reemplazo?

Thorn no lo pensó dos veces. Era de vital importancia que saliera de allí puntualmente; además, le gustaban los paseos espaciales.

—De acuerdo —dijo Vic Thorn.

—Saldrá con Karina Spektor.

Pues aún mejor. Había conocido a la señorita Spektor la noche antes en el restaurante de la tripulación, una mujer de origen ruso, experta en robótica, de mentón alto y ojos verdes como los de una gata, quien, ante los intentos de flirteo de Thorn, había reaccionado con jovial disposición a contribuir al entendimiento entre los pueblos.

—¡Ya estoy en camino! —dijo Thorn.

«... in a city that never sleeps...»

Las ciudades suelen generar mucho ruido. Calles en las que se siente una especie de hervor acústico en el aire. Gente que se hace notar tocando el claxon del coche, chillando, silbando, parloteando, riendo, lamentándose o dando voces. El ruido como una masilla social, codificada en forma de cacofonía. Guitarristas, cantantes, saxofonistas a las puertas de los edificios o en los túneles del metro. Cornejas que expresan su malestar, perros que ladran. El eco de las maquinarias de construcción, de los martillos neumáticos, el golpeteo del metal contra el metal. Ruidos inesperados, familiares, halagüeños, estridentes, agudos, oscuros, enigmáticos, ruidos que se inflaman y decaen, que se aproximan o se alejan, algunos que ascienden como un gas y otros que golpean el estómago y el tímpano. El rumor de fondo del tráfico: el petulante bajo-barítono de las pesadas limusinas en disputa con los gruñidos de las motos, con el estrépito de los automóviles eléctricos, con el despotismo de los coches deportivos, de las emperifolladas motocicletas, el apremiante «¡Apártate a un lado!» de los autobuses. La música de las
boutiques.
Los conciertos de pasos en las zonas peatonales, pasos que deambulan, que arrastran los pies, que se pavonean, que llevan prisa, y el cielo vibrante con los truenos de lejanas turbinas de aviones, y la gran ciudad como una enorme campana.

Fuera de la ciudad espacial, sin embargo: nada de eso.

Igual de familiar que era el ruido en el interior de los módulos habitables, los laboratorios, las salas de control, los túneles de conexión, las zonas de ocio y los restaurantes, que se repartían en una superficie de doscientos ochenta metros, así de fantasmal parecía todo cuando uno abandonaba la estación por primera vez para emprender una EVA, una Extravehicular Activity («actividad extravehicular»), una misión en el exterior. Sin tránsito alguno, se estaba fuera, realmente fuera, en un espacio exterior como el que no se encuentra en ninguna otra parte. Más allá de las esclusas de aire acababa toda acústica. No era que uno se quedara sordo del todo, por supuesto. Podías oírte muy bien a ti mismo, y se oía, además, el ronroneo del aire acondicionado instalado en el traje y, por supuesto, la radio, pero todo eso tenía lugar en el interior de aquella nave espacial portátil que llevabas puesta.

Alrededor, en el vacío, reinaba un perfecto silencio. Entonces, uno miraba hacia la imponente estructura de la estación y veía las ventanas iluminadas, los gélidos rayos de luz de las baterías de iluminación en lo alto, donde se construían enormes naves espaciales que jamás aterrizarían en ningún planeta y sólo tendrían continuidad en la ingravidez; uno se percataba de la frenética actividad industrial, de los giros y estiramientos de las grúas en el anillo exterior, de los enlaces con el interior; se observaban robots en caída libre, lo suficientemente parecidos a seres vivos como para que uno se sintiera inclinado a preguntarles por el camino que había que seguir; y entonces, intuitivamente, fascinado por la belleza de la arquitectura, de la lejana Tierra y de las estrellas de fría mirada, cuya luz no había sido filtrada por ninguna atmósfera, uno esperaba oír una música misteriosa o patética. Pero el espacio permanecía mudo, su carácter sublime encontraba su orquestación, únicamente, en la propia respiración.

En compañía de Karina Spektor, Thorn flotó a través del vacío y del silencio en dirección al manipulador averiado. Sus trajes, provistos de toberas de navegación, les permitían volar con precisión. Se deslizaron más allá de los muelles del enorme puerto espacial que rodeaba la estructura en forma de torre de la estación, tan ancha como una autovía. Tres transbordadores lunares atracaban en ese momento en el anillo, dos lo hacían en las esclusas de aire; la nave espacial de Thorn estaba aparcada, y estaban, además, las ocho naves de evacuación con forma de aviones. En el fondo, todo el anillo no era más que una enorme estación de maniobras sobre la cual los vehículos espaciales podían cambiar constantemente su posición, a fin de mantener en equilibrio la estación construida siguiendo una estructura simétrica.

Thorn y Spektor se habían desplazado desde el Torus 2 —el módulo de distribución situado en el centro del puerto— hacia una de las esclusas exteriores, desde donde estaban a poca distancia del transbordador. Blanco y voluminoso, reposaba a la luz del sol con las compuertas de carga abiertas. El brazo inmóvil del manipulador sobresalía en lo alto, se doblaba en el codo y desaparecía dentro del depósito de carga. Directamente delante de la plataforma de aterrizaje, inmóvil, estaba el
Huros-ED-4.
Con la mirada fija en la articulación bloqueada, su actitud tenía algo de desaprobatoria. Sólo en el último momento se apartó un poco hacia un lado para que ellos pudieran visualizar los daños. Obviamente su comportamiento no era el resultado de un resfriado cibernético, ya que un Huras no era, ni por asomo, consciente de su propia existencia; sólo que ya nadie necesitaba sus imágenes. A partir de ese momento lo que contaba eran las impresiones que las cámaras del casco enviaran a la central.

—¿Y bien? —quiso saber Haskin—. ¿Qué opináis?

—Muy mal. —Karina Spektor rodeó con sus brazos el varillaje del manipulador y se lo acercó. Thorn la siguió.

—Es extraño —dijo—. A mi juicio, parece como si algo hubiera rozado el brazo y abierto esa grieta, pero lo que es el sistema electrónico parece estar intacto.

—En ese caso, tendría que moverse —objetó Haskin.

—No necesariamente —dijo Spektor. Hablaba un inglés con cierto acento eslavo, algo bastante erótico, en opinión de Thorn. En realidad era una pena que no pudiera quedarse un día más—. Con la colisión debe de haberse liberado una gran cantidad de basura microscópica. Tal vez nuestro amigo sufra de estreñimiento. ¿Ha realizado el Huros un análisis del entorno?

—Hay una ligera contaminación. ¿Qué pasa con las esquirlas? ¿Pueden haber causado el bloqueo?

—Es posible. Probablemente provengan del propio brazo. Quizá algo se haya torcido, y ahora se encuentra bajo tensión. —La astronauta examinó la articulación con detenimiento—. Por otro lado, se trata de un manipulador, no de un tenedor de postre. El objeto, a lo sumo, debía de tener un tamaño de siete u ocho milímetros. Quizá ni siquiera haya sido un impacto en toda regla, pues se supone que el aparato está en condiciones de asimilar tales colisiones.

—Conoces esto al dedillo —dijo Thorn, en señal de reconocimiento.

—No es un gran mérito —rió ella—. Apenas me ocupo de otra cosa. Nuestro mayor problema aquí arriba es la basura espacial.

—¿Y eso de ahí? —Thorn se inclinó hacia adelante y señaló un punto en el que destacaba un fragmento diminuto y luminoso—. ¿Podría venir de un meteorito?

Spektor miró en la dirección que señalaba el índice de Thorn.

—En cualquier caso, es parte del objeto que colisionó contra el brazo. Los análisis arrojarán más detalles.

—Precisamente —dijo Haskin—. Así que daos prisa. Propongo que saquéis esa cosa con la bomba de etanol.

—¿Tenemos algo así? —preguntó Thorn.

—El Huros lo tiene —respondió Spektor—. Podemos utilizar para ello su brazo izquierdo, en su interior hay tanques y toberas en los efectores. Pero tenemos que hacerlo entre los dos, Vic. ¿Has trabajado alguna vez con un Huros?

—No directamente.

—Te enseñaré. Debemos apagarlo parcialmente para poder utilizarlo como herramienta. Eso quiere decir que uno de nosotros tiene que ayudar a estabilizarlo, mientras que el otro...

En ese preciso instante, el manipulador revivió.

El gigantesco brazo se estiró y salió del depósito de carga, golpeó hacia atrás, hizo un giro, alcanzó al
Huros-ED-4,
y le propinó un golpe, como si su compañía le resultara superflua. En un gesto reflejo, Thorn empujó a la astronauta hacia abajo sacándola de la zona de colisión, pero no pudo evitar que el robot rozara el hombro de la mujer y la hiciera girar como una peonza. En el último segundo, Spektor consiguió aferrarse al varillaje, pero entonces el manipulador golpeó contra Thorn, lo arrancó del lado de la mujer y del anillo y lo catapultó hacia el espacio.

«¡Volver! ¡Tengo que volver!»

Con rápidos dedos, Thorn intentó tomar el control de sus toberas de navegación, seguido por el torso del
Huros-ED-4,
que se acercaba cada vez más y más haciendo piruetas, y con los gritos de Haskin y de Spektor en el oído. La parte inferior del cuerpo del robot golpeó contra su casco. Thorn se volvió y empezó a girar desesperadamente, mientras era lanzado fuera del borde de la zona del anillo y empezaba a alejarse de la estación espacial a un ritmo terrorífico. Aterrado, comprendió que en su esfuerzo por proteger a la astronauta había desperdiciado su propia oportunidad de salvarse. Presa de un pánico desenfrenado, palpaba a diestro y siniestro, hasta que finalmente encontró los dispositivos de la tobera de navegación y los encendió, con el objetivo de estabilizar la trayectoria de vuelo por medio de breves impulsos y detener aquel movimiento giratorio; sin embargo, ya no tenía aire, y entonces comprendió que el traje se había dañado, que aquello era el fin; Thorn manoteó a su alrededor, sintió ganas de gritar...

Pero su grito se congeló.

El cuerpo de Vic Thorn fue arrastrado hacia la noche silenciosa e infinita, y todo cambió en aquellos segundos en que se produjo su muerte. Todo.

La isla

19 de mayo de 2025

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