—Desde luego, la policía quiere hablar también contigo, pero como yo no conocía ni tu dirección ni tu teléfono, tendrás que ponerte en contacto con ellos tú misma —informó.
Katherina asintió lentamente, con la mirada fija en un punto delante de ella.
—¿Qué piensas? —preguntó Jon—. ¿Quiénes eran?
Ella abrió la boca para contestar, pero fue interrumpida por una serie de fuertes golpes contra los paneles de madera que cubrían las vitrinas. Los dos se giraron hacia donde provenía el sonido. El picaporte cedió a la presión, y la puerta se abrió de golpe.
Paw entró con una mirada salvaje en los ojos, las mandíbulas apretadas y los puños cerrados.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —exclamó con furia.
Tuvieron que utilizar todas sus dotes de persuasión para lograr que se calmara, antes de que Jon y Katherina pudieran contarle lo sucedido. Durante el relato, Paw caminaba hacia delante y hacia atrás sobre el entarimado desnudo, como si quisiera recuperar los años de desgaste que el suelo había evitado por estar bajo la alfombra. Su cara enrojecía cada vez más con la ira creciente que le provocaba el informe a medida que éste progresaba, pero no los interrumpió: probablemente, no hubiese sido capaz de decir nada de todos modos, ya que le rechinaban los dientes por la inmensa fuerza con que los apretaba.
—¡Esos malditos imbéciles! —rugió con voz temblorosa cuando ellos terminaron el relato.
Sus ojos estaban llenos de odio. Lívido de rabia, miró primero a Katherina y luego a Jon.
—¿Quiénes? —preguntó Jon inmediatamente.
La pregunta pareció sorprender a Paw. Sus ojos dudaron, y volvió a mirar a Katherina.
—Sí, ¿a quiénes te refieres exactamente? —preguntó Katherina.
—Ah, pues está clarísimo, es evidente —respondió irritado—. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.
Un pesado silencio se apoderó de la tienda. Katherina mantuvo la mirada tercamente fija en la cara de Paw. Ella sabía muy bien a qué se refería, pero también sabía que se equivocaba. En cualquier caso, no era el momento ni el lugar indicado para comenzar una pelea con él. En el estado en el que se encontraba, no hubiese servido de nada discutir o intentar convencerlo.
—¿No os parece que tengo derecho a una explicación?
Katherina y Paw rompieron el duelo de miradas y fijaron su atención en Jon. Él estaba apoyado en la caja, y alzó las palmas de sus manos hacia ellos.
—Sinceramente, me parece que he sido demasiado paciente. Me han arrojado cócteles molotov, me han mentido y, por decirlo de alguna manera, han estado pasando cosas muy extrañas en esta tienda que, en definitiva, me pertenece. Entonces, ¿no creéis que sería razonable que yo estuviese al tanto de lo que está sucediendo?
Paw fue el primero en romper el silencio.
—¿Se lo dices tú o lo hago yo? —le preguntó a Katherina.
—Kortmann —respondió ella lacónicamente—. Iversen dijo que debemos llevarlo con Kortmann.
—¿Nosotros? ¿Y piensas que nos dejará entrar? Katherina se encogió de hombros.
—Ya veremos.
—¿Conozco a este hombre, Kortmann? —preguntó Jon.
—Seguramente lo has visto en el funeral. Un anciano, en silla de ruedas —explicó Katherina.
Jon asintió.
—Kortmann es el jefe supremo de la Sociedad Bibliófila —continuó ella—. Él tiene todas las respuestas, y él decidirá qué debe hacerse.
Katherina tuvo dificultades para ocultar el sarcasmo de su última observación, pero Paw pareció no notarlo y aplaudió satisfecho.
—¿Cuándo vamos?
—Ahora —contestó Katherina.
Jon había pasado muchas veces por la mansión de Kortmann, en Hellerup, sin saberlo. La casa destacaba de las demás por ser enorme, pero también gracias a un gran tubo oxidado que corría todo a lo largo del muro y tenía la misma altura del edificio. Con sus más de dos metros de diámetro, aquel tubo semejaba la chimenea de una fábrica abandonada y en mal estado. Su presencia en una elegante mansión rojiza de tres plantas, bien conservada, en el barrio residencial de Hellerup, resultaba tan extraordinaria que Jon reconoció el lugar de inmediato.
Un muro de tres metros de altura rodeaba la propiedad y junto a una maciza verja de hierro forjado impedía el acceso a visitantes no autorizados.
Katherina estaba sentada en el asiento del acompañante, junto a Jon, que conducía; Paw iba detrás. Ninguno de ellos dijo una palabra, excepto cuando era necesario dar alguna indicación para seguir el camino. Jon detuvo el coche un par de metros antes de llegar a la puerta. Había un interfono por el lado del conductor.
Jon bajó la ventanilla, estiró el brazo y presionó un botón marcado con una campana.
—¿Qué debo decir? —preguntó mientras esperaba que alguien respondiese.
—Sólo di quiénes somos —contestó Katherina—. Él sabrá que es importante.
Jon miró su reloj. Aunque ya era la una de la madrugada, algunas ventanas de la última planta aún estaban iluminadas.
—¿Sí? —dijo una voz seca desde el interfono.
Jon se inclinó hacia el altavoz.
—Soy Jon, Jon Campelli. —Hizo una pausa, pero no recibió respuesta alguna—. Disculpe la hora, pero es importante, y debemos hablar con Kortmann.
La única reacción que llegó del otro lado fue un zumbido ronco. Jon miró inquisitivamente a Katherina, y ella se encogió de hombros. Jon volvió al altavoz.
—Iversen está en el hospital —se aventuró él—. Libri di Luca ha sido…
—Entrad —dijo la voz—. Debéis subir por la torre.
La puerta de hierro comenzó a abrirse delante de ellos, lenta y silenciosamente, como si el acceso a la casa estuviese siendo deliberadamente retrasado. Jon puso en marcha el coche en cuanto notó que tenía espacio suficiente para pasar, y continuó a lo largo de un corto camino asfaltado hasta llegar a la casa. Delante del edificio había sitio para cuatro o cinco vehículos, pero en ese momento estaba desierto.
Una hilera de columnas dominaba la fachada, y una escalera de piedra, amplia e iluminada, conducía hasta una puerta de madera oscura, con goznes negros y una reja sobre una pequeña ventana en la parte superior.
Los tres descendieron del coche.
—Debe de ser por ahí —dijo Paw, señalando a lo largo de un camino enlosado que conducía al lado de la casa.
Comenzó a andar, seguido de Jon y Katherina.
—¿Habéis estado aquí antes? —preguntó Jon.
—No —contestó Katherina.
—Tampoco yo —dijo Paw, apresurándose a añadir—: Pero pienso que lo mismo vale para todos los demás.
El camino terminaba ante el enorme tubo oxidado, que, visto de cerca, resultó una amplia puerta iluminada desde lo alto por una única lámpara. La torre y el edificio estaban conectados en la planta baja y el piso superior por pasadizos que mostraban el mismo aspecto ruinoso.
—El receptor debe esperar ahí —se oyó de improviso.
Paw señaló de dónde provenía el sonido, un altavoz en el marco de la puerta. Ellos se miraron entre sí. Jon frunció el ceño, perplejo, y estuvo a punto de protestar, pero Katherina le puso una mano sobre el hombro y asintió.
—Está bien —dijo ella—. Ya me lo esperaba. Esperaré en el coche.
—¿Estás segura? —le preguntó Jon.
—Muy segura —respondió ella—. Bueno, andando.
Paw ya había abierto la puerta.
—¿Vienes?
Katherina se dio la vuelta y se dirigió de nuevo al coche. Jon se unió a Paw en la torre. Entraron en un ascensor en el que apenas había espacio suficiente para ellos dos. A la izquierda, una puerta conducía a la casa, y Jon se agarró al picaporte cuando el ascensor comenzó a moverse. Se elevaron lenta y casi imperceptiblemente, como si estuviesen siendo llevados por la marea. El ascensor no estaba accionado por cables, sino mediante engranajes gigantescos que izaron la plataforma a una velocidad uniforme. Debido al mecanismo, a Jon le dio la sensación de estar encerrado dentro de un enorme reloj de péndulo.
Con impaciencia, Paw golpeó su pie contra el suelo metáliсо, mirando detenidamente el techo, a unos ocho metros por encima de ellos.
Al cabo de un momento que a Jon le pareció una eternidad, alcanzaron la cima, y Paw abrió la puerta que conducía al pasadizo por encima de la casa. Al final del mismo, se abrió una nueva puerta en la que apareció Kortmann en su silla de ruedas. Casi parecía que había estado esperándoles, totalmente vestido para la ocasión con un traje oscuro y un par de zapatos negros y brillantes, visibles debajo del dobladillo de su pantalón impecablemente planchado. La silla de ruedas, hecha de acero y a su medida, era mucho más alta de lo normal, lo que permitía mirar mejor a los ojos a quien iba sentado. Sin embargo, al mismo tiempo esto lo asemejaba a un niño en una trona.
Con una sobria inclinación, Kortmann les dio la bienvenida.
—Acercaos —añadió en un tono neutro que podría ser tomado como una invitación o una orden.
Movió la silla un poco hacia atrás, para que pudieran pasar, y luego se dirigieron por un largo pasillo iluminado por luces tenues y con cuadros de marcos dorados sobre las paredes. Al final del pasillo entraron en una sala grande, con estanterías del suelo al techo. En medio de la habitación había una mesa baja y redonda, rodeada por seis sillas, y encima de ellos colgaba una gran lámpara de cristal.
—Acomodaos, tomad asiento —invitó él, indicando las sillas.
Le obedecieron, mientras miraban el entorno maravillados. Paw emitió un silbido discreto.
—Bonita casa tiene usted aquí —exclamó—. Esto debe de haber costado una fortuna.
Kortmann lo ignoró. Accionó una palanca de su silla de ruedas, y bajó ligeramente la altura de su asiento.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, mirando directamente a Jon.
Jon le contó el ataque a la librería y el estado de salud de Iversen. Durante todo el relato, Kortmann mantuvo los ojos fijos en Jon y no dejó de mirarle ni una sola vez, ni siquiera cuando Paw interrumpió con un comentario malicioso. Sus ojos no revelaban sospecha alguna, sino que era una atenta mirada plena de gravedad, de preocupación e interés. Cuando Jon terminó su narración, Kortmann siguió perfectamente inmóvil, sin decir una palabra, con las manos entrecruzadas sobre el regazo.
—¿Habéis visto quiénes eran? —preguntó por fin.
Jon sacudió la cabeza.
—No.
—¿La receptora estaba allí también?
—¿Katherina? Sí, ella estuvo allí todo el tiempo. De hecho, fue ella quien apagó la mayor parte del fuego.
Kortmann se giró hacia Paw.
—¿Y tú?
—No, llegué después —contestó el joven—. Es que tengo una vida fuera de los libros.
Kortmann se miró las manos.
—Es increíble… Ayer, justamente, hablé con Iversen —comenzó a decir—. Hablamos de ti, Jon. Puedes ser una figura crucial para la Sociedad y, considerando los últimos acontecimientos, es más importante que nunca saber si podemos contar con tu apoyo. —Alzó la mirada hacia Jon. Sus ojos oscuros se fijaron dolorosamente en él—. Últimamente se han producido una serie de acontecimientos bastante inquietantes en nuestro círculo. Libri di Luca no es la única librería anticuaría que ha sido objeto de una agresión. El mes pasado una librería de Valby fue reducida a cenizas, y varios de nuestros contactos que trabajan en las bibliotecas de la ciudad han sido objeto de vejaciones o despedidos sin previo aviso. Y luego, obviamente, está el lamentable asunto de la muerte de tu padre.
Jon, sorprendido, miró con curiosidad al hombre de la silla de ruedas.
—¿Qué tiene que ver la muerte de Luca con el incendio?
—La muerte de tu padre fue sólo el principio.
—Un momento —dijo Jon, alzando las manos—. La muerte de Luca fue causada por un paro cardíaco.
—Exacto… —convino Kortmann—. Pero no sufría del corazón.
Jon estudió al hombre que tenía sentado delante de él. Aquellos ojos detrás de las gafas no eludían su mirada, y su rostro reflejaba tanto seriedad como indulgencia.
—¿Qué está tratando de decirme exactamente, Kortmann?
—Que muy probablemente tu padre haya sido asesinado.
Jon sintió que su cuerpo se hacía más pesado, y tuvo la impresión de hundirse en la silla, como si el aire hubiese sido absorbido por el cuero. Ya no pudo seguir mirando a Kortmann a los ojos, de modo que dejó vagar su mirada sin rumbo mientras aquellas palabras penetraban en su mente.
—Iversen me ha dicho —continuó Kortmann al cabo de una pausa— que has recibido una demostración de los poderes de un lector durante una sesión en Libri di Luca, ¿no es verdad? —Jon asintió distraídamente—. Quizás hayas notado que no tenías un pleno control sobre tu propio cuerpo. No eras capaz de seguir la lectura, ya sea con los ojos o con tu respiración, y tal vez hayas sentido también un cambio en el ritmo de los latidos de tu corazón. Imagínate esos pequeños efectos aumentados a la décima o centésima potencia. Tu padre no tenía salvación.
Jon trató de recordar qué había pasado en el sótano durante su lectura de Fahrenheit 451. Recordaba imágenes nítidas y una inequívoca manipulación de la historia, pero ¿tenía él el control de su cuerpo o estaba bajo el influjo de Katherina?
—Naturalmente no podemos demostrar nada —continuó Kortmann con pesar—. No hay rastros de sustancias, ni heridas ni señales de ningún otro tipo. Los síntomas son un corazón que hizo un esfuerzo excesivo, seguido del consiguiente infarto.
El sentimiento de impotencia que Jón había experimentado durante la demostración había vuelto, y recordó cómo su corazón se había acelerado. También le vino a la mente el calor en las manos, y el sudor que perlaba su frente. Había sido un pasajero en su propio cuerpo, incapaz de detenerlo, aunque hubiese estado a punto de ser arrojado desde la cima de un precipicio. Jon lograba imaginar con precisión lo que podría llegar a ocurrir si este poder era utilizado para otros objetivos que no fuesen el de evocar el placer de la lectura. Pero ¿quién sería capaz de usar ese control sobre alguien hasta el punto de llegar al homicidio?
—Katherina es un receptor —dijo Jon—. ¿Por eso no la permiten estar aquí?
—Así es. Aunque no es la única receptora que no tiene acceso a esta casa —respondió Kortmann—. Ningún receptor podrá poner nunca más un pie aquí.
—¿Nunca más?
—Discúlpame, olvido que no sabes nada sobre la Sociedad Bibliófila y su historia, aunque seas el hijo de Luca.