Libros de Luca (14 page)

Read Libros de Luca Online

Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Libros de Luca
12.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Iversen lo confirmó con un gruñido.

—Hay algunos especuladores que quieren influir en el mercado, incluyendo a unos cuantos que ya antes le habían hecho a tu padre una propuesta para quedarse con Libri di Luca, pero él siempre los rechazó. No quería bajo ningún concepto dejarle el negocio a ese tipo de gente.

—¿Y tú qué piensas? —preguntó Jon.

—En mi opinión, Libri di Luca no tiene nada que ver con el mundo de los ordenadores. ¿Cómo puedes evaluar la calidad de un libro sin sostenerlo en tus propias manos? —Sacudió la cabeza—. La mayor parte de nuestros clientes viene aquí por el ambiente que encuentran. Y no podemos abandonarlos.

Katherina estuvo de acuerdo con Iversen en aquel punto. Libri di Luca representaba un refugio, y nadie mejor que ella conocía el placer dé vagar entre aquellas paredes atiborradas de libros con una obra de buena calidad entre las manos. Aunque tuviera grandes dificultades para leer las palabras por sí misma, le gustaba acariciar el papel en que fueron impresos y la encuadernación que los protegía.

Ya que el contenido le era inaccesible, se contentaba con la relación que entablaba con aquello que sostenía las palabras, sin sentir rencor ni amargura, sino una fascinación por los materiales y la artesanía.

—Y según vosotros —continuó Jon—, ¿fue una simple casualidad que Remer me preguntara sobre Libri di Luca o tenía segundas intenciones? ¿Por qué este súbito interés por la librería, justo ahora?

Iversen y Katherina intercambiaron una mirada. Ella pudo notar que el viejo ardía en deseos de contarle a Jon lo que él sabía, pero al mismo tiempo tenía miedo, ya que había límites, no se podía revelarlo todo a un profano. De hecho, Jon ya sabía demasiado, más que suficiente como para ser considerado una amenaza para la seguridad de la Sociedad.

—Bien, pienso que su interés deriva principalmente de la buena reputación que supo ganarse la librería —contestó Iversen—. Tu padre fue un hombre muy estimado y respetado en el ambiente.

—¿Puede tener esto algo que ver con la colección de abajo?

Iversen lo negó.

—Muy pocas personas la conocen. Pienso más bien que sólo tiene que ver con que alguien está queriendo explotar el vacío que dejó la muerte de tu padre, de una u otra manera.

Jon miró primero a Iversen y luego a Katherina. Suspiró.

—Para vuestra información, soy abogado —dijo, midiendo las palabras—. Una parte importante de mi trabajo consiste en la capacidad de ver cuándo la gente miente u oculta información y, por ello, pienso que hay algo que no me estáis diciendo.

Iversen intentó protestar, pero Jon lo detuvo con la mano.

—Comprendo que me has puesto al corriente de hechos que merecen toda prudencia. —Se encogió de hombros—. Lo admito, si uno decide creerte, que es lo que supongo que por fuerza tendré que hacer. Pero tengo la sensación de que eso no es todo. Creo que hay más. ¿No me has advertido de lo importante que resulta que haga un intento por comprender? Pero ¿cómo puedo entender si no me lo dices todo?

Iversen miró fijamente a Jon, que estaba de pie delante de él con las manos apoyadas en la caja. Katherina vio la resignación asomarse en los ojos de Iversen, que intentaba fijar la mirada lejos de allí, fuera de los escaparates. Ella conjeturó que detrás de aquella expresión, que intentaba ser afable, él se debatía como un loco intentando dar una respuesta satisfactoria al hijo de Luca, sin revelar demasiado.

La expresión resignada de pronto cedió al asombro, y luego sus ojos se entregaron al miedo. Iversen abrió la boca, pero su grito fue ahogado por el estallido de vidrios rotos.

Katherina se estremeció y luego giró hacia el lugar de donde provenía aquel ruido infernal. El cristal de la puerta derecha se rompió y los fragmentos volaron por el interior de la tienda como pequeños proyectiles.

—¡Agáchate! —le gritó a Jon mientras se lanzaba al suelo.

Iversen seguía sentado, como si se hubiera quedado paralizado en el sillón de cuero, con la mirada fija en el cristal roto.

Katherina se agachó detrás de la caja, justo a tiempo para evitar los fragmentos del otro panel de vidrio cuando éste también estalló. Mantuvo los ojos cerrados, bien apretados, esperando a que el sonido de la lluvia de cristales cesara por completo.

Volvió a abrirlos lentamente. Había cristales por todas partes, y como si no fuese suficiente, desde algunos puntos de la alfombra comenzaron a elevarse pequeñas columnas de humo.

—¡Fuego! —gritó saltando.

Pequeñas lenguas de fuego habían alcanzado la alfombra en varios sitios, y el escaparate de la izquierda estaba en llamas. Jon todavía estaba en el suelo, mientras Iversen se protegía con uno de los reposabrazos, lejos de la ventana. Rápidamente Katherina dio un paso detrás de la caja y abrió el armario donde se encontraba el extintor de incendios. Jon se puso en pie y miró alrededor con incredulidad.

—Toma —le dijo ella, alcanzándole el extintor—. Voy a buscar otro.

Jon cogió el artefacto, no más grande que un termo, y se precipitó hacia la cristalera donde las llamas eran más grandes. Mientras tanto, Katherina cruzó la tienda, bajó las escaleras y entró en la cocina. Allí rompió el cristal que protegía al segundo extintor de incendios, más pesado que el otro, de casi un metro de alto, y volvió a la tienda con él.

—Éste está vacío —gritó Jon cuando ella llegó.

El extintor estaba en el suelo, y él sofocaba las llamas de la alfombra con los pies y con la chaqueta. El fuego en la cristalera estaba casi extinguido, pero Katherina alcanzó a distinguir un resplandor naranja fuera del marco de la ventana. Entonces, arrancó la puerta para atacar las llamas que llegaban desde el exterior.

En el mismo instante en que se abrió la puerta, se vio asaltada por una oleada de calor intenso. Toda la superficie externa ardía, y las lenguas de fuego aceptaron gustosas la invitación a entrar y comenzaron a lamer la parte inferior del pasadizo.

Katherina apuntó el extintor de incendios a la puerta e hizo presión sobre la manija. Un silbido seco ahogó el crepitar del fuego, y una espuma blanca salió vomitada hacia fuera, sobre la puerta de madera. Con un chisporroteo furioso, las llamas cedieron el paso a la espuma y el fuego sobre la puerta se extinguió antes de poder extenderse al interior. El olor a humo y a pintura quemada hizo que Katherina tuviese que cubrirse boca y nariz con el brazo izquierdo, mientras daba un paso hacia la entrada ardiente arrastrando el extintor.

Fuera las llamas lamían la fachada de madera bajo los escaparates, y Katherina comenzó de inmediato a vaciar el contenido del extintor sobre las zonas más peligrosas. El calor le hizo imposible permanecer de pie cerca de los principales focos mucho tiempo, y varias veces se vio obligada a detenerse y retirarse para luego volver a atacar las llamas. Los brazos le temblaban por el esfuerzo de sostener el pesado artefacto, y sus dedos estaban entumecidos debido a la fuerza con que sostenía la manija. Al mismo tiempo, el humo la hacía lagrimear, de modo que todo se le aparecía deformado y borroso. No obstante, siguió luchando contra las lenguas de fuego y pronto logró apagar todo el lado derecho de la fachada.

El izquierdo no ardía de forma tan intensa, pero en cuanto logró detener la mitad de las llamas, la espuma del extintor se terminó. Desesperadamente, accionó el dispositivo un par de veces antes de comprender que estaba vacío. Entonces arrojó el aparato al pavimento, donde aterrizó provocando un estruendo metálico.

Rabiosa y alterada, se arrancó la chaqueta y comenzó a golpearla sobre las llamas que aún quedaban. Con cada golpe, el fuego parecía burlarse de ella, cediendo para luego arder aún más violentamente que antes. Azotó su chaqueta contra la fachada, pero por cada llama qué lograba apagar, aparecían otras dos lenguas en su lugar.

De pronto sintió una mano sobre el hombro.

—Aléjese —dijo una voz, mientras la mano la apartaba de las llamas.

Una figura le pasó por delante, y ella oyó con alivio el sonido de otro extintor de incendios. Katherina dejó caer su chaqueta al suelo y se frotó los ojos. A sus espaldas había aparecido una muchedumbre, que observaba la escena como si se tratara de una hoguera de San Juan. El hombre delante de ella jadeaba agobiado por el calor, mientras luchaba contra la§ últimas llamas, que, poco a poco, comenzaron a ceder. Muy pronto la fachada entera se redujo a una cáscara humeante de maderas carbonizadas. Detrás del humo, Katherina alcanzó a ver la silueta de Jon cayendo sobre el pavimento con su chaqueta, profiriendo maldiciones. Ella corrió al interior de la tienda mientras él sofocaba las últimas llamas con los pies.

La camisa blanca, fuera de los pantalones, estaba cubierta por grandes manchas negras de hollín y sudor.

—¿Estás bien? —preguntó él sin quitar los ojos de la alfombra, como buscando nuevas chispas.

—Estoy bien —respondió Katherina, mirando alrededor en busca de Iversen.

Lo encontró detrás de la caja, acostado en el suelo en posición fetal, temblando como si tuviese mucho frío. Grandes quemaduras le cubrían la espalda, y varios puntos de su ropa, como la camisa y el pesado jersey, estaban impregnados de sangre. Katherina se arrodilló a su lado y le colocó la mano bajo la cabeza. Ante aquel contacto, Iversen dio un salto, y luego soltó un fuerte gemido.

—Soy yo. Katherina —le dijo con dulzura.

Iversen giró la cabeza hacia ella. Minúsculos fragmentos de cristal aparecían clavados en un lado de su cara y el resto estaba cubierto de sangre.

Por fortuna, sus gafas todavía estaban intactas, protegiéndole así los ojos, que ahora habían adoptado una mirada suplicante.

—Creo que necesito un médico —dijo él, esforzándose por sonreír.

Como si se tratara de una señal, oyeron sirenas acercándose.

—Una ambulancia está en camino —dijo Jon, que de improviso estaba inclinado sobre él—. Los haré entrar —añadió y salió de la tienda.

Iversen cerró los ojos.

—Los libros. ¿Están…? —preguntó.

—Están intactos… No han sufrido daño alguno —dijo Katherina—. Los del escaparate están quemados, pero el resto está bien.

El anciano sonrió, a pesar de que el esfuerzo parecía causarle dolor.

—Debes llevarlo a casa de Kortmann —susurró.

—¿Yo? —Ella lo miró perpleja. Tal vez se había hecho daño en la cabeza—. ¿Estás seguro de que me dejarán entrar?

—No tienen elección. Tendrán que hacerlo —contestó Iversen, abriendo los ojos un instante—. Lleva a Paw contigo, a él no lo podrán cazar.

—¿No deberíamos esperar hasta que vuelvas?

—No —dijo Iversen con firmeza—. Cuanto antes, mejor. Mira todo este lío.

—Bien.

Los médicos llegaron guiados por Jon, y uno de ellos colocó una mano sobre el hombro de Katherina para alejarla, de tal modo que ellos pudieran llegar hasta Iversen. Después de un examen superficial, levantaron con cautela al anciano, lo colocaron en una camilla y lo llevaron hasta la ambulancia. Katherina y Jon les siguieron.

—Iré con él al hospital —le dijo Katherina a Jon—. ¿Tú qué harás? ¿Me esperas aquí?

Jon asintió.

—Desde luego.

Katherina entró en la ambulancia, las puertas se cerraron de golpe y el vehículo se puso en marcha. Iversen abrió sus ojos a tiempo para ver la fachada humeante de la tienda desaparecer tras ellos.

Dos horas más tarde, Katherina estaba otra vez delante de Libri di Luca. Los escaparates estaban cubiertos con paneles de madera, y la fachada y la acera se veían empapadas por las mangueras de los bomberos.

En el hospital, Iversen fue examinado de inmediato; fuera de un cierto número de quemaduras y cortes profundos provocados por los cristales, sus heridas no revestían gravedad. Sin embargo, lo habían dejado en observación, lo cual, considerando el estado de shock en el que se encontraba, indudablemente era lo mejor. Durante la larga espera, Katherina no había logrado sacarle una sola frase coherente.

Dejó el hospital lo antes posible, porque el lugar le traía demasiados recuerdos del accidente que había sufrido siendo niña. Cogió un taxi y volvió al lamentable espectáculo de la librería, cuya fachada semejaba a un edificio antes de ser demolido, ya cerrado y desolado.

El olor de humo todavía era fuerte, incluso desde fuera, y al tocar las paredes todavía estaban calientes. Al abrir la puerta, el olor era aún peor. El cuerpo de bomberos había quitado unos cuatro metros de alfombra de la entrada, dejando expuestos los oscuros entarimados que se hallaban debajo. Las mesas de exposición habían sido retiradas, y los libros amontonados a toda prisa formando una masa informe por los pasillos.

Jon estaba en la caja, vertiendo el contenido de una botella en un cubo. Tenía el rostro tiznado de hollín, y llevaba puesta la chaqueta, aunque estaba cubierta de pequeños agujeros negros allí donde las llamas habían alcanzado a lamer la tela. Parecía un personaje de historieta que había escapado de un tiroteo. Katherina se alegró de que él hubiese estado presente durante el ataque, y aún más de encontrarlo todavía allí.

—Vinagre —explicó él, señalando hacia el cubo—. Para el olor.

Vació la botella y dejó el cubo en el suelo, en el centro del establecimiento. El vinagre le picaba en la nariz, y Katherina se alejó del cubo para dejarse caer en la butaca detrás de la caja.

—¿Cómo está? —preguntó Jon preocupado.

—Conmocionado —dijo Katherina—. Pero, por lo demás, no parece nada grave. Podría haber sido mucho peor. Van a retenerlo un par de días, como mínimo.

Jon sacudió la cabeza.

—¿Quién puede haber hecho algo semejante? —se interrogó, y se dio cuenta de que la pregunta era totalmente retórica—. La policía ha sugerido que puede tratarse de algún tipo de ataque racista contra la tienda, pero me parece un poco exagerado.

—¿La policía? —exclamó Katherina alarmada.

—Sí, llegaron al mismo tiempo que los bomberos.

Jon le contó que los bomberos habían continuado extinguiendo aquellos focos que aún se encontraban humeantes, habían tapiado las ventanas y quitado la alfombra. Mientras tanto, él había sido interrogado por la policía. No parecían del todo sorprendidos por lo que había pasado; sin embargo, le hicieron las preguntas de rutina, pero no se mostraron mínimamente interesados en la actividad de la librería. De todos modos, le aseguró a Katherina, él no les habría dicho nada en caso de que preguntaran. En el exterior, la policía había encontrado restos de los cócteles molotov que habían sido utilizados. Esto y algún otro indicio eran pruebas que los llevaban a concluir que el atentado era responsabilidad de algún grupúsculo extremista, muy probablemente motivado por inclinaciones racistas.

Other books

Keeping Bad Company by Caro Peacock
The Unnaturalists by Trent, Tiffany
A Nail Through the Heart by Timothy Hallinan
20 Master Plots by Ronald B Tobias
The Crime at Black Dudley by Margery Allingham
Vampirium by Joe Dever
Seasons of the Heart by Cynthia Freeman
Protector by Cyndi Goodgame