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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (17 page)

BOOK: L’épicerie
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Pescó las pruebas incriminatorias del charco y, con los ojos llameantes de ira, cruzó la carretera furiosa en dirección a la tienda.

El bar estaba ahora tranquilo, tras una mañana frenética, debido a la gran cantidad de clientes que habían entrado como una tromba de camino al mercado. Por fin se había hecho la tregua que solía durar de media mañana al mediodía de cada sábado, y Josette disfrutaba de la tranquilidad.

Tras una semana de aguantar a los albañiles dando martillazos, estaba encantada de poder disfrutar de un poco de paz. No le habría importado tanto si estuvieran avanzando a buen ritmo, pero acababan de ampliar el plazo previsto de dos a tres semanas, lo que no le había hecho la menor gracia. Tampoco a Fabian, quien había refunfuñado sobre el contratista local y había hecho incluso algún brusco comentario sobre sus prioridades cuando estos anunciaron que se tomarían el miércoles libre para ir a cazar porque era la última semana de la temporada.

—No sería así de haber contratado a los chicos de Toulouse —afirmó.

Tal vez tenía razón. La mera idea de que las reformas durasen hasta mediados del mes de marzo llenaba de congoja a Josette. Muy pronto empezarían a tirar la pared entre la tienda y el bar para construir un gran arco que uniría ambas estancias. Y eso le daba pavor.

—¡No me imaginaba que ayudar a Vérrronique a hacer la mudanza darría tanta sed! —comentó Annie mientras se acomodaba en su silla al lado del fuego y daba unos golpecitos a su taza vacía a modo de indirecta.

—¿Eso significa que quieres otra taza de café? —preguntó Fabian con una sonrisa. Un mes y medio después de su llegada, por fin sus oídos habían sintonizado la frecuencia especial propia de Annie Estaque.

—¡Es una idea magnífica!

Josette miró preocupada a su amiga y se acercó sigilosamente a Fabian, que se encontraba tras el mostrador.

—¿No crees que deberíamos racionarle el café? —susurró—. Me parece que se ha vuelto un tanto adicta, y no creo que sea bueno tomar tanta cafeína a su edad.

—No te preocupes por ella, tía Josette. —Fabian ajustó el filtro girándolo en su lugar y puso una taza debajo.

—Sí que me preocupo —siseó Josette—. Los beneficios no son lo único que importan, ¿sabes?

Fabian le lanzó una mirada ofendida.

—Ya lo sé. Por eso he preparado esto.

Al decir esto, le enseñó el envase de café que había utilizado, en el que ponía: «Mezcla para Annie».

—No entiendo nada.

—He diluido el café para ella durante la última semana, reduciendo gradualmente la dosis. Ahora mismo el café que está bebiendo es casi descafeinado. Pero ella no lo sabe.

Josette se quedó mirando fijamente la etiqueta y luego miró a su sobrino. Pero ahora realmente lo veía. Su rostro delicado la miraba con nerviosismo, los ojos recelosos bajo el flequillo negro.

Josette pensó que, desde aquel día en que entró por la puerta y se lo encontró tirado en el suelo, no le había dado ninguna oportunidad. Y sin embargo ahora estaba cuidando de Annie con suma discreción.

Extendió una mano hacia él y le acarició la mejilla con afecto.

—Eso es —dijo—, probablemente lo más bonito que nadie ha hecho nunca.

—Sí, ya, pero si algún día se entera, le diré que fue idea tuya —dijo bromeando mientras vertía la leche caliente en la taza y se la llevaba a Annie. Estaba a un paso de la mesa cuando la puerta se abrió de golpe y Stephanie entró con paso firme en el bar con una mirada furibunda y los ojos clavados en Fabian.

—¿Todo bien, Stephanie? —preguntó Josette cuando la taza que Fabian tenía en sus manos empezó a temblar en el platillo.

—Nada… está… bien —replicó, haciendo una pausa entre cada una de sus comedidas palabras, como si estuviera reteniendo algo en su interior, mientras sus ojos verdes atravesaban al alto parisino.

—Ya la cojo yo. —Annie alargó un brazo y se hizo con la taza, chasqueando la lengua al ver el café derramado que ahora flotaba alrededor del platillo.

—¿Esto es tuyo? —Stephanie arrojó dos objetos encima de la mesa. Al alzar el brazo para hacerlo, Fabian se encogió acobardado, para después acercarse con cautela para verlos mejor.

—Es uno de mis guantes para ir en bicicleta —confirmó—. ¿De dónde lo has sacado?

Stephanie respiró hondo, a punto de perder el control.

—No me fastidies, Fabian. Sabes muy bien dónde lo encontré. ¡Y esto estaba al lado! —dijo señalando la colilla empapada—. Supongo que también es tuyo.

Fabian estaba a punto de negar con la cabeza cuando se acordó de aquella tarde con Christian, fumando bajo la nevada. Pero ¿cómo…?

Cruzó el bar hasta el perchero en el que estaba colgada la chaqueta y rebuscó desesperadamente en sus bolsillos. Nada. Qué raro.

—¿Y bien? —dijo Stephanie con un ladrido.

—La verdad es que creo que sí son míos —empezó a decir—. Pero ¿quieres decirme dónde los has encontrado?

Stephanie resopló disgustada.

—¿Qué pasa? —preguntó Josette—. ¿Qué ha pasado?

—Alguien abrió el grifo que está al otro lado de la carretera ayer por la noche. Toda la parcela está inundada. Si no hubiera ido esta mañana, habría perdido todo lo que estoy cultivando en el invernadero.

—¿Y eso qué tiene que ver con Fabian?

—Encontré estas dos cosas al lado del grifo.

—Pero yo no he sido… —balbuceó Fabian.

—¡Claro que no! Seguramente estabas tan colocado que ni te acuerdas —replicó Stephanie—. ¿Sabes qué? Estaba pensando venir a verte hoy, para intentar arreglar las cosas y dejar atrás nuestro mal comienzo. Pero después de esto… —Echó las manos al aire—. ¿Para qué? Simplemente aléjate de mí y de mi hija. No la dejaré venir más aquí y no quiero que tengas nada que ver con nosotras. ¿Me has entendido? ¡NADA!

Y con esas palabras se fue, dando un portazo.

—¡Yo no he sido! —dijo Fabian en medio del silencio que se hizo tras su marcha.

Annie le observaba atentamente.

—¿Y cómo esss que uno de tus guantes estaban allí?

—No lo sé. Debió de caérseme al bajar de la bicicleta.

—¿Y el porro? —preguntó Josette—. ¿Reconoces que era tuyo?

—Podría ser —murmuró, esperando la desaprobación de su tía—. Se lo confisqué a ese chaval que quería robar hace unos días. Y cuando se me cayeron los cuchillos… —En lugar de acabar la frase, se encogió de hombros.

—¿Dónde?

—En la leñera.

—¿El día que Christian vino a buscarte? ¿Él también…?

Fabian bajó la vista al suelo y Josette supo que estaba diciendo la verdad. Fue el día que Christian había ido a verle en busca de ayuda. Josette ahora entendió por qué Christian pensó que Fabian era un tipo estupendo, si se habían colocado juntos en plena nevada.

—Si tú no fuiste —caviló Annie—, ¿quién puede haber sido?

—No lo sé —dijo Fabian—. Pero no creo que Stephanie me crea. ¡Nadie me creerá!

Fabian lanzó una mirada acusadora a Josette, pero ella estaba demasiado ocupada observando a Jacques, de pie al lado de la puerta de la tienda, cubierto por una pátina ahora habitual de polvo. Últimamente pasaba casi todo el tiempo al lado de la ventana en la zona en obras, sin importarle el ruido, mirando hacia la carretera como si estuviera al acecho de algo, por lo que Josette se sorprendió al verlo aparecer en el bar.

Pero ahora parecía querer decirle algo con su mímica, mientras señalaba a Fabian.

—De hecho, Fabian —anunció, con un ojo en su marido para observar su reacción—, yo te creo.

Las cejas de Fabian se arquearon por el asombro, y Jacques ofreció a su mujer una amplia sonrisa.

—Todo esto me parrrece un poco raro —dijo Annie, y Josette no podría haber estado más de acuerdo. ¿Qué demonios había pasado para que su marido se pusiera de parte de su sobrino? Vio a Jacques atravesar la pared y Fabian empezó a avivar el fuego.

Estaba pasando algo en el municipio, y fuera lo que fuese, no parecía nada bueno.

—Lo que no entiendo es por qué haría algo así —dijo Lorna, mientras colocaba una bandeja de tartaletas de salmón y espinacas en el horno.

Stephanie no sabía la respuesta. No tenía ningún sentido. Fabian no parecía la típica persona que se dejaba llevar por sus impulsos, así que el simple hecho de haber admitido que estaba fumando un porro la había sorprendido. Pero la imagen de un Fabian desquiciado no le parecía plausible ahora que se había calmado y podía ponderar la situación racionalmente.

Era demasiado estirado. Demasiado flemático.

Entonces, ¿quién había podido ser?

Acabó de lavar los rabanitos que había traído del huerto y empezó con las patatas. Inspirados por la conversación mantenida con Christian sobre la posibilidad de que fuera su proveedor directo de carne de ternera de su granja, Lorna y Paul habían sondeado a Stephanie sobre la posibilidad de suministrarles verduras y hortalizas para el Auberge y ella había aceptado. De momento sería a pequeña escala, pero en el futuro podría ser realmente un complemento para su negocio. Cuando tuviera tiempo, iría a ver a Christian y le daría las gracias en persona por haber tenido aquella gran idea.

El tiempo se había convertido para Stephanie en un lujo. Si no estaba trabajando en el Auberge lo hacía en el huerto, o delante del ordenador, intentando resolver los problemas de última hora. La pobre Chloé empezaba a pensar que no tenía madre. Stephanie había tenido incluso que rechazar una propuesta muy atractiva del centro de yoga la semana anterior. La habían llamado para suplicarle que diera parte de las clases en verano, pero ella no había aceptado. Si todo salía según sus planes, estaría demasiado ocupada en su centro de jardinería.

—¿Cuándo será el gran día? —preguntó Lorna mientras vertía cuidadosamente
crème brûlée
en pequeñas cazoletas. Stephanie la observaba admirada moverse de un lado a otro de la cocina, trabajando sin descanso, concentrada en cada uno de los detalles de los platos que estaba a punto de servir.

Stephanie sabía que ella nunca sería capaz de centrar su atención en tantas cosas a un tiempo y aun así mantener el control.

—Debería estar abierto antes del 11 de mayo. Pero no será fácil, todavía queda mucho por hacer.

—¿No puedes retrasar un poco la inauguración? —preguntó Paul mientras pelaba y cortaba un montón de patatas.

—No, en esa época es cuando todo el mundo compra sus plantas. ¡Si nos retrasamos, será un desastre!

—¿Por qué es tan importante esa fecha? —dijo pensativo, mascando un rabanito.

—Significa el comienzo de los tres días de los santos del hielo. Es después de esa fecha cuando la gente empieza a plantar.

Paul la miraba con un rabanito a medio camino de la boca.

—¿Qué?


Les saints de glace.
Se dice que después de esos tres días las plantas ya no pueden sufrir daños por el hielo.

—Creo que se refiere a las heladas —explicó Lorna a Paul, todavía con cara de no entender nada.

—Heladas, eso es. Por eso tengo que abrir antes de esos tres días, de lo contrario será demasiado tarde.

—¿Puedo hacer algo para ayudarte? —preguntó Lorna, ahora concentrada en el tajín de cordero, que cocía a fuego lento en el fogón, inundando la estancia de un aroma tentador.

—Tal vez cuando trasplante el resto de las plantas. ¡Por el momento, basta con que le digas a tu marido que deje de comerse todos los rabanitos!

Lorna se rio y propinó un manotazo a Paul en el brazo que ya iba en busca de otro rabanito, mientras Stephanie iba a abrir el restaurante. Dio la vuelta al cartel que había en la puerta para que pudiera leerse
«Ouvert
», y a través del cristal vio pasar la inconfundible figura de Fabian en su bicicleta, sus piernas como palillos pedaleando con fuerza mientras subía por la carretera hacia Picarets.

Si no había sido él quien abrió el grifo, se preguntó Stephanie al ver la silueta larguirucha desaparecer entre los árboles, ¿quién podría haber sido?

El corazón le latía con fuerza, jadeaba con la respiración entrecortada y tenía las gafas de sol empañadas.

Fabian pedaleó aún con más fuerza, decidido a exorcizar su mal humor mediante el esfuerzo de subir la colina hasta Picarets en un tiempo récord. Bueno, su propio récord.

Notó que las piernas empezaban a quejarse, puesto que la fuerte pendiente exigía más de lo que podían dar, pero sabía que no faltaba mucho. Unas cuantas pedaladas más y ya había tomado la última curva, en el falso llano por el que pasaba la carretera frente a la granja de la familia Estaque.

Aflojó un poco cuando la carretera empezó a nivelarse, y aprovechó para aumentar sus reservas de oxígeno, puesto que su nuevo monitor de pulsaciones le informaba de que se adentraba en la zona roja.

¡Como si no lo supiera!

Empezó a juguetear con la pantalla para ver el altímetro: 800 metros. No estaba mal. Al final había desistido de esperar a que Stephanie le pagase los desperfectos que había sufrido su bicicleta y se había comprado un nuevo ciclocomputador Garmin, con el que podía saber lo rápido que había subido, la velocidad de descenso y la distancia recorrida. Lo hacía casi todo, excepto pedalear. También se había comprado una rueda nueva, ¡aunque no parecía ir más rápido que con la vieja!

Stephanie Morvan.

Aunque había decidido no pensar en ella, no podía evitarlo.

¿Qué le había hecho para que estuviera tan decidida a odiarle? Sus decisiones no parecían responder a ninguna clase de lógica. Su primera reacción siempre seguía el mismo patrón: actuar, habitualmente de forma violenta, sin dedicar ni un segundo a reflexionar. Sin tiempo para permitir un pensamiento racional.

Como por ejemplo ahora. ¿Qué motivos podría tener él para abrir el grifo e inundar su negocio? No era él quien había intentado matar a alguien… ¡dos veces!

¿Podría ser esa la razón? Tal vez Stephanie se había convencido a sí misma de que Fabian estaba tan enojado con ella que había decidido vengarse.

Pero aquello sencillamente no tenía sentido en el mundo de Fabian, un universo regido por la aplicación de la razón, la consecuencia de unos sistemas que seguían un orden. Incluso la decisión de mudarse a Fogas, aunque aparentemente derivada de un arrebato de insensatez, había sido analizada y diseccionada hasta recibir su aprobación.

Una de las pocas novias que había tenido le había acusado de ser frío como un pez. Aunque aquello le dolió en su momento, al mirar atrás ahora empezaba a pensar que tal vez tuviera razón. Fabian era de la opinión de que la pasión no era nada bueno.

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