—Como quieras —murmuró el capataz, poniendo los ojos en blanco mientras miraba a sus hombres—. ¿Te parece bien que sigamos? ¿Empezamos a derribar la pared?
Fabian asintió y se dirigió hacia la puerta. Uno de los hombres retiró el guardapolvos para dejarle pasar, y Fabian entró en el bar completamente concentrado en la carga que llevaba en brazos.
Josette alzó la vista al verle entrar y darse cuenta de lo que Fabian transportaba.
—¡Yo lo cogeré! —Impaciente por salvar la posesión más preciada de Jacques del hombre más torpe que conocía, se abalanzó hacia él.
Lo que pasó fue inevitable.
Fabian se apartó para esquivarla y uno de sus pies quedó enganchado con uno de los extremos del guardapolvos. La pierna izquierda quedó inmóvil, y la otra, de algún modo, consiguió enrollarse alrededor de la tela, haciendo que Fabian se tambaleara hacia un lado. Antes de que Josette pudiera impedir el accidente, Fabian tropezó, con los brazos girando como un molino de viento, y la vitrina voló por los aires.
Lo único que Josette pudo hacer fue mirar cómo Fabian se estrellaba contra el suelo, puesto que la larga mesa le bloqueaba el paso. Después vio, como un fogonazo procedente del banco de la chimenea, que Jacques cobraba vida y cruzaba la estancia a toda velocidad, con los brazos extendidos con la intención de coger al vuelo la vitrina que había sido su tesoro más preciado durante tanto tiempo.
Los segundos durante los cuales vio aquella vitrina cayendo a cámara lenta, y atravesando los brazos de Jacques, se le antojaron largos minutos.
Después cayó en picado y chocó contra el suelo.
A continuación se hizo el silencio, interrumpido únicamente por los golpes sordos de un martillo sobre los ladrillos y el mortero procedentes de la tienda.
Fabian profirió un gemido y se sentó, llevándose la mano a la barbilla, que era la parte de su cuerpo que más había sufrido con el golpe.
—¿Se ha roto? —farfulló. Josette asintió con la cabeza, sin atreverse a hablar.
Mientras tanto Jacques, tremendamente disgustado, se escabulló hacia el guardapolvos y desapareció atravesando la pared.
Pobre hombre. Adoraba aquella vitrina. El día que la compró parecía un perro con dos rabos. ¡O un hombre con diez cuchillos!
—Una ganga —había anunciado al entrar pavoneándose en la tienda con la vitrina en los brazos. Hacía poco que se habían casado, y no les sobraba el dinero, por lo que los mil francos que se había gastado en los cuchillos parecían una cantidad excesiva.
—¿De dónde los has sacado? —preguntó Josette, intentando adoptar un gesto severo, pero enternecida al verle entusiasmado como un niño.
—Era la única que le quedaba a un vendedor que encontré en el mercado y que volvía de una feria en Toulouse. No estaría en mi sano juicio si no le hubiera comprado los cuchillos.
—¿Son auténticos?
Jacques la miró ofendido.
—¿Por quién me tomas? Hasta he podido regatear. Este es un Laguiole con hoja de acero de Damasco. Vale una fortuna. Incluso los ha limpiado para mí en su furgoneta.
Empezó a entrar gente en la tienda y no volvieron a hablar de ello hasta la noche en la que Jacques colocó los cuchillos al lado de la caja y anunció que no estaban en venta. Josette le preguntó si podían permitirse quedárselos, pero él respondió que eran una inversión. Para preservar su valor, no debían estar al alcance de nadie, y él guardaría la única llave con el fin de protegerlos. A partir de ese día, siempre estuvieron sobre el mostrador en su vitrina de cristal. Josette nunca le vio abrirla, pero en alguna ocasión lo sorprendió mirando los cuchillos con una expresión melancólica.
En los años posteriores, Josette le animó a sacarlos de la vitrina, incluso intentó convencerle de que se los enseñase a Fabian cuando estaba allí de vacaciones. Pero la decisión de Jacques era inamovible: no debía tocarlos nadie. Y así había sido.
Hasta ahora.
El cristal se había hecho añicos y los cuchillos se habían desparramado por el suelo.
—Lo siento muchísimo —dijo Fabian mientras se agachaba a recogerlos.
Josette estaba tan enojada con él que quería arrebatárselos de las manos.
—Qué raro, tía Josette…
—¿Qué? —espetó.
—¡Mira!
Fabian sostenía en sus manos el Vendetta corso, con la marca Moor’s Head grabada en el mango. Sacó la hoja, un amenazador trozo de metal, y empezó a clavársela en la mano.
—Pero ¿qué haces? —gritó Josette al ver el cuchillo apretado contra la palma de la mano de Fabian.
En ese momento, la hoja se dobló y se rompió.
—No lo entiendo…
—Es de plástico. Todos son de plástico.
—¿QUÉ? —Josette cogió el cuchillo y puso el pulgar contra la hoja. Caliente. Suave. Plegable—. Pero… pero…
Fabian estaba probando los demás cuchillos mientras sacudía la cabeza.
—Todos. Dios mío. Todos estos años.
Fabian le tendió el Laguiole y Josette dobló su hoja con los dedos. Cedió de inmediato, más adamascado que damasquinado.
—¿Crees que él lo sabía? —Fabian estaba igual de perplejo por aquella revelación que ella.
Josette empezó a mover la cabeza con incredulidad. Y entonces, el caleidoscopio de sus recuerdos giró, como movido por aquel descubrimiento, y las antiguas imágenes se fundieron con las nuevas para crear una visión completamente distinta de los últimos cuarenta y seis años.
—Desgraciado —masculló entre dientes.
Josette vio moverse de reojo el guardapolvos, y de pronto Jacques estaba allí, de pie, retorciéndose las manos, con el pelo blanco ahora cubierto de desechos de la obra. Josette reconoció aquella expresión en su cara. La última vez que la había visto fue al día siguiente de la fiesta del verano de 1971 en Fogas, en la que por fin había ganado el torneo de petanca anual junto con Serge Papon. Celebraron la victoria como los campeones que creían ser. Y a la mañana siguiente, Jacques llegó a casa a gatas, plagado de remordimientos.
En aquella ocasión, su aspecto era el propio de una noche de comportamiento inmoral. Esta vez, de toda una vida.
—Creo —dijo Josette a Fabian mientras perforaba con la mirada a su marido—, que será mejor que me dejes un rato a solas.
Arriba, en Picarets, el tiempo era tan gris y deprimente como en el valle. Parecido al futuro que imaginaba Christian, de pie en la linde de uno de sus campos.
Era un fracasado. Como granjero y como hijo. Menos mal que estaba soltero, pensó con acritud. Sin duda también hubiera sido un fracaso como padre y marido.
Acababa de volver de St. Girons, donde había pasado una hora con el contable repasando los libros de cuentas, y por primera vez desde que se había hecho cargo de la granja habían tenido pérdidas.
—No te preocupes —le había dicho el contable, risueño—. La mayoría de los granjeros de la región tienen pérdidas.
Pero Christian y su familia no pertenecían a esa mayoría de granjeros, y la perspectiva de tener que darle aquella noticia a su padre era lo que le había hecho aventurarse a salir en medio del temporal de nieve. Prefería no estar en casa para evitar la mirada de su padre cuando le preguntase cómo le había ido en la ciudad.
Su cita con el director del banco la semana anterior tampoco le había servido de mucho. Tras intentar convencerle con zalamerías, Christian había conseguido que aceptase el descubierto, pero el banco no estaba dispuesto a alargar aquella situación durante mucho tiempo. De hecho, el director le había advertido de que se avecinaban tiempos difíciles, y las entidades bancarias no podrían seguir dando la cara por los granjeros.
Por muchas vueltas que le diera, las cosas no pintaban bien.
Se rascó la cabeza, y aquel movimiento llamó la atención del único ser vivo en el campo. Se oyó el sonido grave de un cencerro, y Christian pensó que debía de ser
Sarko,
el toro de raza limosín, que alzó la vista, con nubes de vaho alrededor del morro producidas por la condensación de su aliento, y mugió en dirección al granjero como para recordarle que todavía no estaba todo perdido.
Muy pronto las vacas que pastaban en los campos cercanos a la granja empezarían a criar, y para Christian sería otro año de jugar a la ruleta rusa, con la esperanza de que los terneros nacieran sanos y ganaran peso rápidamente, el precio del ganado se disparara y no se dieran casos de virus de lengua azul o tuberculosis en su granja, enfermedades que habían asolado la región en los últimos años.
Un brote de cualquiera de esas dolencias significaría el fin.
Pero incluso si conseguían salir airosos de la temporada, el margen de beneficios resultante de su duro trabajo cada vez sería menor. Todo sería distinto si pudieran conseguir un precio justo por la carne. Se indignaba cada vez que iba al supermercado y veía el precio de los filetes, a dieciocho euros el kilo, de los cuales él, como productor, recibía una ínfima parte.
—¿Todo bien, Christian? —Una mano pequeña se deslizó por debajo de su codo, y de repente vio a su madre a su lado, cuya cabeza apenas le llegaba a la altura del pecho.
—Sí, mamá —mintió.
La mujer hizo una mueca.
—Pues no lo parece. ¿Malas noticias?
Christian asintió y ella le apretó con fuerza el brazo, hasta que los nudillos palidecieron.
—No quiero decírselo a papá. No hasta que haya reflexionado un poco.
—Tienes razón. Solo serviría para ponerle nervioso. ¿Te ha asesorado el contable sobre cómo arreglarlo?
Christian contestó con un resoplido.
—No. Solo me ha dado la factura.
—Entonces, ¿qué vas… vamos a hacer?
—No lo sé. Me gustaría tener una segunda opinión sobre nuestra contabilidad. Quizá podamos reducir gastos para ahorrar un poco.
Josephine Dupuy se rio.
—¡Podría intentar dejar de cocinar! ¡De todas formas, se me quema todo! Pero conozco a alguien a quien se le dan bien los números y con quien podrías hablar.
—¿Quién?
Cuando su madre respondió, Christian se preguntó cómo no se le había ocurrido antes.
—¡Eres un genio! —proclamó, besándola en la cabeza antes de salir disparado hacia el coche.
—¿Te vas? ¿Con este tiempo? —Josephine señaló la nieve que seguía cayendo sobre ellos—. Llegarás tarde a comer.
—Espero que así sea —replicó Christian con una sonrisa mientras daba marcha atrás con el coche y lentamente empezaba a descender por la colina.
En la leñera detrás de la tienda hacía frío, pero al menos estaba resguardada de la nieve. Fabian se acuclilló acurrucado en su chaqueta y se quedó mirando fijamente los copos de nieve que se arremolinaban al caer. El gato del Auberge inmediatamente saltó encima de su regazo.
No había contado con la nieve, no después del avance de la primavera de la semana anterior. Estaba seguro de que el invierno tocaba a su fin, al ver los brotes de los narcisos abriéndose camino a través del suelo, y había empezado a ilusionarse con la perspectiva de hacer largas salidas en bicicleta por las montañas bajo el sol.
Pero en lugar de eso ahora nevaba. Abundantemente.
Los vecinos, por descontado, le habían advertido de aquella posibilidad. Sobre todo René, quien con su tono monótono de voz había insistido en el dicho popular de las viejas, que afirmaban que el invierno no acababa hasta que se oía el canto del cuco. ¿O tal vez que nevaría aún más después de que el cuco cantara?
Daba igual. La cuestión era que el maldito cuco tenía algo que ver con el tiempo, y según los vecinos, aquel pájaro regordete todavía no había cantado.
Abrazó al gato contra su cuerpo, acariciándolo en recompensa por el calor que le daba.
—¿Tú también te has escapado de casa? —preguntó Fabian, y el gato ronroneó fuertemente como respuesta.
Cuando tía Josette le pidió que la dejara sola, su reacción natural fue salir a dar una vuelta en bicicleta, pero el mal tiempo se lo impedía. La tienda estaba en obras, y la mera idea de quedarse recluido en su cuarto era demasiado deprimente. Así que decidió enfrentarse a los elementos y buscar solaz en el montón de leña, con el gato como única compañía y algo que había confiscado a un chaval al que pilló robando papel de liar en la tienda la semana pasada.
—¿Te importa si te hago compañía?
La figura imponente de Christian lo miraba desde lo alto, con el pelo y los hombros cubiertos de nieve.
—Claro que no —contestó Fabian, dándole la mano a su vecino—. Pero el gato me lo quedo yo.
Christian rio y se sentó a su lado.
—Josette me ha dicho que te encontraría aquí.
Fabian inclinó la cabeza como respuesta.
—Está molesta conmigo.
—Creo que más bien está molesta consigo misma. Me ha explicado lo de los cuchillos. —Christian soltó una risita—. Menos mal que Jacques está muerto. No creo que le gustara estar delante de ella ahora mismo.
—Pobre tía Josette. Si no se me hubieran caído los cuchillos, nunca se habría enterado, y simplemente habría seguido limpiando el cristal de la vitrina durante toda su vida.
—No podías saber que Jacques la había estado engañando todos estos años.
—¿Cuándo crees que se dio cuenta?
—Probablemente la misma noche que los compró. Debió de abrir la vitrina y descubrió que su costosa adquisición no era más que un montón de plástico con piedras en el fondo de la caja para que pareciera que pesaba.
—¡No me extraña que no me dejase jugar con los cuchillos! —El rostro de Fabian se ensombreció—. Pero no creo que se trate solo de eso. Puede que la haya presionado demasiado al insistir en hacer tantos cambios.
Christian se reclinó sobre el montón de leña, y se tomó algún tiempo para pensar antes de responder.
—No sé. Creo que la orden de alejamiento contra Stephanie no ha ayudado mucho. Todo el mundo la aprecia. —Hizo una pausa para calcular hasta dónde podía abundar en el tema—. Puede que retirar la orden te ayudara en tu causa.
—Tal vez me haya excedido —admitió Fabian—. Después de todo, ha aguantado casi un mes sin tratar de matarme.
La risa de Christian se materializó en forma de una bocanada de vaho blanco en el aire gélido.
—¿De veras lo crees?
—No estaría mal para empezar. Tampoco hay que olvidar que has tenido muy buenas ideas. La máquina de café goza de una gran popularidad, y el pan que traéis ahora es fantástico…
—¿Pero…?
—Bueno —prosiguió Christian—, no debes olvidar que la tienda no ha cambiado durante los últimos cincuenta años. Y Josette, aunque le gusten algunas de tus innovaciones, está dividida entre ellas y su lealtad hacia Jacques. Tienes que darle tiempo. Aquí las cosas no van tan deprisa.