Una ráfaga de viento gélido llegó a través de los árboles, y Annie regresó de súbito al presente. Se subió el cuello de la chaqueta y aceleró el paso.
Si Véronique realmente había ido allí, ¿qué es lo que podía llegar a descubrir? Absolutamente nada. Annie había sido muy tozuda y se había mostrado decidida a no revelar la identidad del padre, por mucho que sus parientes hubieran insistido. Un feriante que estaba de paso, había sido su única respuesta. Nadie sabía nada más. Excepto una persona, y ya había fallecido.
Pero no estaba segura de no haber dejado ninguna pista. ¿Acaso habría algo que indicara a Véronique que debía regresar para conocer a su padre?
La granja apareció en el horizonte y Annie se pasó la bolsa de la compra de una mano a la otra.
No tenía sentido angustiarse. Véronique regresaría sin haber averiguado nada, o sabiéndolo todo, y de todos modos, ya era hora de que Annie resolviera aquel asunto.
«Pronto —prometió mirando hacia el cielo—. Se lo diré muy pronto.»
Entró en la casa y cerró la puerta al resto del mundo tras ella.
—¿De dónde eres?
—De aquí y de allí.
—¿Cuántos años tiene este coche?
—Más que tú.
—¿A qué velocidad puede ir?
—Lo bastante rápido.
Mientras su hermano atosigaba al conductor con sus preguntas, Nicolas alargó una mano para inspeccionar el contenido de la guantera. El hombre extendió rápidamente uno de sus robustos brazos y unos dedos gruesos rodearon la muñeca del niño, haciendo que se encogiera acobardado.
—Deja eso.
—Perdón —gimió Nicolas al volver a apoyar la espalda en el asiento, boquiabierto.
—¿Dónde has estado? —prosiguió Max sin perder el hilo.
—En ningún sitio especial.
—¿Adónde vas?
—No te interesa.
Chloé intentó acomodarse en la burda manta que cubría el suelo de metal de la caja de la furgoneta. Empezaba a estar mareada. El ambiente en el interior estaba viciado con un olor a perro mojado y tabaco negro, y las curvas y giros de la carretera de montaña la hacían rodar de un lado a otro.
Pero ella era una acróbata, capaz de hacer diez saltos mortales seguidos sin marearse; era la reina de las volteretas en el colegio. Así que no era posible que el mareo que le estaba provocando un nudo en el estómago se debiera a aquel bamboleo.
Se debía a la mirada helada del conductor.
No le había quitado los ojos de encima durante todo el trayecto, ni siquiera con la arenga del estúpido de Max, o cuando riñó a Nicolas.
En un principio pensó simplemente que estaba mirando por el retrovisor para ver si venían coches. Pero las ventanas traseras tenían los cristales tintados, lo que hacía imposible ver nada a través de ellos. Así que hizo la prueba de moverse y comprobó que la seguía con la mirada.
Estaba empezando a sudar. En la línea de nacimiento del pelo se le formaron perlas de sudor producidas por el miedo, y también en el cuello, en el punto donde sus rebeldes rizos negros sobresalían profusamente por el cuello de la chaqueta.
Tragó saliva, porque notaba la garganta seca, y se concentró en el trozo de carretera que podía ver a través del parabrisas, entre Nicolas y el conductor. Entonces vio que dejaban atrás la granja de la familia Estaque.
No faltaba mucho para que pudiera salir.
—¿Estás casado?
—Sí.
—¿Niños?
—Sí.
—¿Cuántos?
—Uno.
—¿Niño o niña?
—¡Aquí es! —anunció Nicolas cuando llegaron a la altura del tilo que ocupaba la pequeña plaza de Picarets.
Normalmente, cuando alguien les llevaba en coche, Chloé bajaba un poco más adelante, para ahorrarse tener que atravesar toda la aldea y subir la cuesta que conducía a su casa. Pero hoy no. No tenía ninguna gana de quedarse sola con ese hombre.
Cuando Nicolas salió del coche, Chloé se dispuso a hacer lo mismo, ansiosa por escapar, pero se dio cuenta de que su cartera se había deslizado hasta la parte trasera de la furgoneta. Alargó un brazo y la cogió por el asa, pero no fue lo suficientemente rápida. Max ya había saltado por encima de ella, y había vuelto a poner el asiento delantero en su posición, cerrando la puerta con un portazo tras él, como de costumbre.
Chloé sintió pánico. Estaba atrapada.
Percibió la mirada gélida de los ojos azules del conductor en el retrovisor, y luego vio que este accionaba la palanca de cambios y la furgoneta empezaba a avanzar.
«¡Haz algo! ¡Reacciona!»
Tomando impulso dio una voltereta hacia delante por el suelo de la furgoneta por encima del asiento de atrás, y las piernas al girar le propinaron un golpe al hombre en la cabeza, mientras Chloé alargaba los dedos para accionar la puerta.
Ya estaba a salvo. Notó una ráfaga de aire frío y se arrastró sobre el asiento hacia el asfalto.
Pero una de sus piernas, la izquierda, no se movía. Había quedado atrapada en lo que parecía un anillo de acero que se cerraba alrededor de su tobillo: el hombre clavó sus dedos con fuerza en la piel.
—¡Tú no vas a ninguna parte, Chloé!
La niña se quedó paralizada.
Sabía su nombre.
Se giró para mirarle, jadeando de miedo mientras él la asía por un hombro y empezaba a tirar de ella hacia sí, para devolverla al interior de la furgoneta.
En ese momento Chloé reparó en el tatuaje grabado en la parte interna de la muñeca: varias rayas negras y blancas con un dibujo que recordaba un haz de flechas en la esquina superior izquierda. Eso no significaba nada para Chloé, cuya mente estaba demasiado ocupada buscando una escapatoria para aquella pesadilla. Pero le inspiró una estrategia de ataque.
Giró sobre sí misma y hundió sus preciosos dientes blancos, sus afilados dientes blancos, justo en medio del tatuaje, con toda la fuerza de la que disponía, ahora acrecentada debido al miedo.
El hombre aulló y la soltó mientras intentaba sacar el brazo de su boca, y Chloé aprovechó para apartarse de él de un empujón, ejecutando una perfecta voltereta hacia atrás para salir de la furgoneta y aterrizar en la carretera. Antes de que el hombre pudiera abrir su puerta, Chloé ya estaba corriendo hacia los árboles que había tras las casas. No se detuvo ni un instante, aunque su respiración agitada le raspaba en el pecho mientras corría a toda velocidad hacia la seguridad de su casa.
—En realidad no es tan difícil —Stephanie tendió el montón de papeles a Christian, que lo miraba como si contuvieran un secreto vital.
—Entonces, ¿cuándo se puede considerar que la producción es ecológica?
—Normalmente en un plazo de tres años. Tal vez un poco más en el caso del ganado, pero no necesariamente si se respetan las directrices. ¿De veras te lo estás planteando?
El granjero se encogió de hombros.
—Es una posibilidad. Fabian me dio la idea de intentar diversificar, pero de momento solo estoy analizando las posibles opciones.
—¿Fabian? ¿Te dijo que tal vez podrías vender la carne al Auberge?
—No fue tan explícito, pero sí. —Christian se rio—. Estábamos un poco colocados, nos habíamos fumado un porro que le había confiscado a un chaval en la tienda.
—De modo que decía la verdad —reflexionó Stephanie en voz alta.
—¿La verdad sobre qué?
—Nada. No tiene importancia.
La puerta de entrada a la pequeña casa se abrió de golpe y Chloé entró de sopetón, con las mejillas encendidas y sin aliento. Tiró la cartera al suelo y subió corriendo las escaleras.
—¡Chloé! —gritó Stephanie a su espalda, mientras la niña subía ruidosamente al piso de arriba—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡No corras por casa!
La respuesta de Chloé fue cerrar la puerta de su dormitorio de un portazo, y Stephanie profirió un suspiro.
—Perdona. Sigue enfadada conmigo por haberle prohibido ir al bar.
—¿No puede ver a Fabian, su héroe?
Stephanie asintió.
—Es como si a sus ojos no hiciera nada bien.
—Quizá si hicieras las paces con Fabian todo sería más fácil —sugirió—. Parece que la pobre lo idolatra.
—¡No hace falta que me lo digas! Está convencida de que es la reencarnación de Jules Léotard. ¡Probablemente ahora mismo está hablando con el póster de Jules colgado en su cuarto!
—Bueno, será mejor que me vaya. Gracias por tu ayuda —dijo Christian mientras recogía los documentos que le había dado Stephanie—. Te los devolveré enseguida.
—Saluda a tus padres de mi parte.
—Tengo que avisarte —dijo mientras se inclinaba hacia ella para darle un beso de despedida— de que mi madre está amenazando con invitarte a comer. Dice que ha pedido unos detectores de humo a un viajante para que no tengamos que preocuparnos de que queme la casa.
Stephanie se rio y le dio un golpe en el hombro.
—¡Venga ya, no cocina tan mal! —le reprochó.
Christian le guiñó un ojo como respuesta y después se fue hacia la puerta. Cuando la enorme figura se marchó, la casa recuperó su tamaño normal, como si la densa materia de su cuerpo hubiera deformado el tiempo y el espacio a su alrededor.
Stephanie le vio alejarse en el coche y permaneció inmóvil unos momentos, escuchando.
Silencio.
No sabía qué era lo que le pasaba a Chloé, pero estaba muy callada.
La dejaría un rato a solas y después subiría a ver qué le pasaba. Mientras tanto, aprovecharía para responder a Pierre.
Stephanie se equivocaba: Chloé no estaba hablando con el póster de tamaño natural del elegante Jules Léotard de perfil que había colgado sobre el cabecero de su cama y que parecía estar mirando a través de la ventana, con sus melancólicos ojos clavados en el roble del jardín.
En lugar de eso, estaba mirando el letrero esmaltado que Jacques le había regalado.
—«Desconfía de las imitaciones» —susurró a la niñita que estiraba un brazo para llegar a la pared en la que estaba escribiendo—. «Desconfía de las imitaciones.»
Debería contarle a su madre lo que había pasado en la furgoneta.
Pero ¿y si se equivocaba? Había mordido a aquel hombre con mucha fuerza, y al huir había visto gotas de sangre tiñendo su tatuaje. Además, le había dado una patada en la cabeza. Seguro que tendría problemas.
Pero ¿y si tenía razón? ¿Y si se trataba del mismo hombre del que Jacques la había prevenido?
No sabía qué hacer, y Jules Léotard no le servía de gran ayuda. Necesitaba hablar con alguien. Pero no con su madre, que estaba demasiado ocupada como para escuchar. Y tampoco podía hablar con Jacques, porque ya no la dejaban entrar en el bar.
Lo que también descartaba a Fabian.
Era todo tan injusto.
Solo le quedaban Christian o Annie, pero Chloé sabía que se lo dirían a su madre, y ella entonces la regañaría por ser tan tonta.
Así que tendría que arreglárselas sola.
Por lo menos ahora sabía qué aspecto tenía. Tendría que estar en guardia, igual que Jacques en la tienda. Tal vez entre los dos consiguieran evitar el peligro.
Descolgó el cartel de la pared y se acurrucó en la cama. El torrente de adrenalina pasó ahora factura a su cuerpecito, y en cuestión de minutos estaba ya dormida.
Stephanie no hubiera sabido decir qué la había despertado. Tal vez el ruido de una contraventana golpeando repetidamente el marco debido al viento. O quizás el ulular de un búho. Abrió los ojos, se sentó en la cama y de pronto fue consciente de que hacía calor en la casa, como si hubiera dejado la estufa de leña encendida. Olisqueó el aire, alerta ante el peligro de un incendio. Pero no era eso. Se levantó, espoleada por la curiosidad, y al cruzar el dormitorio sintió una corriente de aire procedente de una ventana abierta.
¡Qué extraño!
Hacía calor. Como en verano. En una noche de principios de marzo.
Abrió la ventana del todo liberando los postigos, para asomarse por ella.
—Oh, Dios mío —murmuró con una sonrisa—. ¡Por fin, después de todos estos años!
Corrió hacia el dormitorio de Chloé, donde la niña estaba dormida, tumbada tal como Stephanie la había encontrado, acurrucada en la cama abrazada al viejo letrero que había traído de la tienda. Stephanie la había tapado, porque detestaba tener que despertarla, confiando en que se levantaría por sí misma a la hora de cenar. Pero Chloé había seguido durmiendo y Stephanie la había dejado tranquila.
Pero ahora se revolvía en sueños como si estuviera luchando contra un adversario invisible, y cuando su madre la sacudió suavemente, Chloé abrió los ojos, brillantes por el miedo.
—¡Mamá!
—No pasa nada, cariño. —Stephanie atrajo a su hija hacia sí—. Solo ha sido una tonta pesadilla. No tienes nada de qué preocuparte.
Stephanie sintió que los rápidos latidos del corazón de Chloé se ralentizaban bajo la palma de su mano al acariciarle la espalda, y volvió a maravillarse del poder inherente de las madres. Se preguntó durante cuánto tiempo bastaría con una simple caricia para aliviar los miedos de su hija.
—¿Estás mejor? —preguntó, y Chloé asintió—. Entonces ven conmigo. Quiero enseñarte algo.
La condujo por las escaleras hacia el piso de abajo, y ambas salieron afuera para sentarse en el banco que había en el jardín trasero, Stephanie con Chloé en su regazo, acurrucadas bajo una manta.
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Chloé, como si a través de la neblina del sueño empezara a reparar en la inusual temperatura del aire nocturno.
—¡Mira!
Chloé puso la mano sobre el hombro de su madre y vio pasar veloces las nubes en el cielo, como si estuvieran en medio de un huracán. Y sin embargo, solo percibía una suave brisa que las acariciaba y las arropaba en un cálido abrazo.
—¡Es increíble!
—La última vez que presencié este fenómeno acabábamos de llegar, y tú eras muy pequeña —dijo su madre mientras besaba a su hija en la frente—. ¡Pensé que se acababa el mundo!
Aquel recuerdo hizo reír a Stephanie.
—Subí corriendo a ver a Christian, todavía en pijama y contigo en brazos. ¡Debió de pensar que estaba loca! Ahora ya sé que no pasa nada.
—Pero ¿qué es?
—Su nombre correcto es
föhn.
Pero hay gente que lo llama el Viento de las Brujas.
—¿Por qué lo llaman así?
—Culpan a este viento de las cosas malas, creen que trae mala suerte.
Chloé se estremeció.
—¿Y tú lo crees?
Su madre negó con la cabeza.
—No, cariño. Creo que es algo bueno, e incluso a veces me parece que fue lo que nos trajo hasta aquí.