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Authors: Julia Stagg

Tags: #Relato

L’épicerie (18 page)

BOOK: L’épicerie
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La carretera volvió a empinarse y se subió a los pedales para pedalear aún con más fuerza, dejando atrás el llano y adentrándose en el bosque, en el que todavía podían verse bloques de nieve en los rincones sombríos en los que no tocaba el sol. Se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que se volvieran a abrir los puertos de montaña, cuando de repente oyó sobresaltado el restallido de un rifle procedente de la encrespada ladera a su izquierda.

¡Cazadores!

Era una de las cosas con las que no tenía que lidiar en los bulevares de París. Por suerte era el último día de la temporada, pero eso también significaba que el bosque estaría atestado de niños grandes provistos de mortíferos juguetes, que se arrastraban sigilosamente entre la maleza para aprovechar al máximo esa última oportunidad.

Después de haber escuchado las historias de René sobre accidentes de caza, Fabian volvió a sentarse en el sillín para observar atentamente el bosque y la carretera ante él. Con la suerte que le caracterizaba, todavía le pegarían un tiro. Ahora estaba seguro de ver temblar los arbustos, un relámpago negro, el chasquido de las ramas, y de pronto un jabalí adulto se estampó contra el asfalto justo delante de sus narices.

No habría sido fácil decir quién estaba más asustado cuando Fabian paró en seco. Por su parte, el jabalí sacudió la cabeza, con sus largos colmillos blancos destacando sobre las oscuras cerdas.

¡Mierda! El cerebro de Fabian ya había calculado y descartado la opción de dar media vuelta, puesto que el jabalí estaba demasiado cerca. Pasar por su lado era del todo impensable.

De modo que permaneció inmóvil, con un pie en el suelo y la respiración acelerada, mientras el animal husmeaba el aire y se lo quedaba mirando.

Aerosol de pimienta. En el bolsillo trasero. Lo compró justo antes de trasladarse a los Pirineos, porque había leído que podía resultar muy útil en caso de tropezar con un perro agresivo. Pero no estaba seguro de que tuviera el mismo efecto en un cerdo furioso de setenta kilos.

Se llevó lentamente la mano hacia el bolsillo de atrás, pero cuando sus dedos estaban a punto de cerrarse sobre el envase cilíndrico, el jabalí salió disparado hacia la escarpada pendiente a la derecha, ignorando el peligro.

Fabian siguió sus evoluciones hasta que el animal desapareció de la vista y después reemprendió la marcha. Había girado los pedales dos veces cuando escuchó el tintineo de una campanilla y los arbustos volvieron a estremecerse. En esta ocasión se trataba de un perro de caza que aterrizó casi en su rueda delantera.


¡Guau!
-saludó el beagle, con las orejas ondeando al viento mientras recorría nervioso la carretera de arriba abajo, con el morro pegado al asfalto y la campana agitándose en el cuello—.
¡Guau!

Rodeó la bicicleta y de inmediato se echó en el suelo boca arriba pidiendo que le rascaran la barriga.

—¡Vaya perro de caza estás hecho! —dijo Fabian, inclinándose para darle unas palmaditas en el suave pelaje.

—¡Ay! ¡Au!

Fabian miró a su alrededor para ver de dónde procedían aquellos lamentos y no pudo creer que los arbustos volvieran a agitarse, esta vez con mucha más fuerza, por lo que supuso que debía de tratarse de un animal mucho más grande. Distinguió algo de un tono naranja vivo y enseguida un estampado de camuflaje, y de pronto la figura de un hombre con unas posaderas considerables se materializó dando una voltereta al salir del bosque y desplomándose sobre el suelo de la carretera.


Merde!
—exclamó Bernard Mirouze al tiempo que volvía a tocarse con el gorro de caza y se ponía en pie tambaleándose, con el rifle colgado al hombro—. ¿Has visto por dónde se ha ido?

—¿Qué? —preguntó Fabian con aire inocente mientras seguía acariciando al perro.

—El jabalí. ¿Por dónde se ha ido?

—Oh, el jabalí. Se fue por ahí —dijo señalando hacia arriba del terraplén a su izquierda.

Bernard miró afligido la escarpada ladera por la que acababa de bajar.

—¿Estás seguro? —preguntó con voz cansada.

—Claro. Llegó a la carretera por ahí y volvió a subir por la montaña.

—¡Maldita sea! —Bernard se quitó bruscamente el gorro y se rascó la cabeza, cubierta de hojas y tierra debido a la caída. Se oyó un móvil y Bernard respondió con resignación.

—¿Lo has encontrado, Bernard? —inquirió una voz autoritaria.

Bernard bajó la vista para mirar a su perro, que ahora se revolcaba por el suelo extasiado ante la atención que le prodigaba Fabian. Luego volvió a alzar la vista hacia la ladera y profirió un suspiro.

—No —murmuró, dándole la espalda a Fabian—. Ni rastro de él. Creo que podemos dejarlo por hoy y volver al coche.

—De acuerdo. Nos vemos en el refugio.

Bernard se volvió hacia Fabian y se encogió de hombros como disculpándose.

—Resulta difícil motivarse al final de la temporada —dijo rezongando, a lo cual Fabian asintió—. Además, ¡ya ves que tengo el perro de caza más tierno del mundo!

Alzó al beagle para abrazarlo.

—No somos demasiado buenos cazando, ¿no crees,
Serge
? —comentó, dándole unas cuantas palmaditas antes de volver a depositarlo en el suelo.

Se despidió de Fabian, se remangó los pantalones y se dispuso a iniciar el largo descenso por la carretera, con
Serge
el beagle ladrando a sus talones.

Fabian subió pedaleando el último tramo de la pendiente, y cuando llegó a Picarets todavía se reía entre dientes. Consciente de que sería imposible seguir ascendiendo con tanta nieve y un tanto reacio a llegar hasta la casa de la abuela de Christian, que sabía ocupada por Stephanie, siguió hasta el final de la aldea con la intención de dar media vuelta.

En cualquier otra ocasión no se habría dado cuenta.

En cualquier otra ocasión habría seguido pedaleando un poco más, espoleado por la curiosidad.

Pero Stephanie le había advertido de que se alejara de ella. Así que cuando vio, apenas visible en la distancia, a un hombre rechoncho que salía del jardín de Stephanie, el mismo que había estado preguntando por ella en el bar, se limitó a tomar nota de ello mentalmente.

Simplemente dio media vuelta en su bicicleta y emprendió el regreso, atento ante la posibilidad de que siguieran lloviendo jabalíes o cazadores del bosque circundante.

Capítulo 9

M
artes. No era el día preferido de Chloé. Pero tampoco era el peor. Era el segundo día de la semana, el miércoles no había escuela, y después solo quedaban el jueves y el viernes antes del fin de semana.

Y como ya era por la tarde y el colegio ya había acabado, aquel martes no hacía más que mejorar.

—¿Cuántas veces te han llamado la atención hoy, Chloé? —preguntó Nicolas Rogalle mientras chutaba el balón por la carretera con su hermano gemelo.

—Solo dos —anunció Chloé orgullosa—. Y no me ha mandado más deberes.

Su maestra, madame Soum, mantenía a diario una batalla perdida con la falta de atención de Chloé, golpeando su pupitre con una regla cuando la veía mirando por la ventana, atraída por la vasta extensión montañosa que podía contemplar desde su lugar. No era culpa suya que la inherente promesa de aquellos picos resultara mucho más interesante que la voz de madame Soum narrando en un zumbido la historia de la Revolución o las complejidades de la gramática.

—Eso es porque tocaba matemáticas —comentó Max con desprecio mientras chutaba la pelota hacia la pendiente que tenía delante y esperaba que volviera rodando por sí sola—. Cuando sea mayor no usaré las matemáticas. ¡Nunca!

—Eso —confirmó su hermano con un gruñido—. ¿Para qué sirve saber cuánto es siete por siete?

—Bueno, a mí me gusta. Tiene lógica. —Chloé dio un puntapié a la pelota, que salió disparada por los aires para aterrizar en los árboles al margen de la carretera.

—¡Chutas como una niña! —se burló Max, y echó a correr para recuperar el balón.

—¡Porque soy una niña, imbécil! —replicó Chloé. Nicolas se rio.

—Déjalo, está celoso.

—¡No es verdad! —protestó Max, ruborizado, y enseguida intentó golpear a su hermano.

—¡Sí lo es! —Nicolas se vengó abalanzándose sobre su hermano para darle un puñetazo.

—¡No! —Empujón.

—¡Que sí! —Puñetazo.

En cuestión de segundos los dos niños empezaron a rodar por el suelo, con las carteras tiradas a un lado, aporreándose mutuamente en una rutina a la que Chloé estaba acostumbrada tras años de regresar a casa por el mismo camino que ellos. La niña siguió avanzando a paso tranquilo, sabedora de que enseguida se cansarían de pelearse y empezarían a correr para darle alcance, como los perros de Annie cuando salía a pasear con ellos por el campo.

Pero hoy era distinto.

Para empezar, Max parecía querer pulverizar a su hermano, probablemente debido a la frustración que sentía aquel día debido a las tablas de multiplicar y las divisiones. Probablemente no habría cejado en su empeño de no haber sido por el ruido del motor de un coche que subía tras ellos por la carretera.

Y ese era el segundo detalle que hacía aquel martes distinto a los demás.

El vehículo se detuvo al lado de los niños, que consiguieron ponerse en pie y rescatar las carteras antes de que el coche las aplastara. El conductor empezó a hablarles a través de la ventanilla.

Pudo ver a Max asintiendo, después se abrió la puerta y el niño entró de un salto mientras Nicolas le hacía señas a Chloé para que subiera al coche.

No era algo fuera de lo normal. A menudo encontraban a alguien que les llevaba a casa después de que el autobús escolar les dejara en el aparcamiento frente al Auberge. La cuesta hasta Picarets era demasiado larga para unas piernas tan cortas, así que nadie podía reprochárselo.

Pero Chloé advirtió que sus pies se mostraban reacios a bajar la cuesta hasta el coche. Algo la inquietaba. Pero no sabía qué.

—¡Vamos, miedica, caminas como una niña! —dijo Max para provocarla.

Con eso bastó. Aguijoneada por sus pullas salvó corriendo los últimos metros hasta la furgoneta, haciendo caso omiso de su instinto.

—Yo iré delante —declaró Nicolas. Chloé subió al asiento de atrás, al lado de Max, desde donde apenas podía vislumbrar el perfil del conductor, con una gorra de béisbol que le ocultaba en parte el rostro. Enseguida Nicolas cerró la puerta con un portazo y una determinación que la hizo estremecerse.

La transmisión chirrió y la furgoneta Renault 4 verde oscuro empezó a subir la cuesta.

—¿Cuándo vuelve Véronique?

—El vierrrnes. ¡Si es que vuelve! ¡Igual decide quedarse con ese tal capitán Gaillarrrd!

—¿Adónde han ido? —preguntó Josette mientras ponía el resto de la compra de Annie en una bolsa.

—No lo sé. Lleva esta tema con mucho secrrretismo.

—¿Véronique? —intervino Fabian, que entraba tambaleándose en el bar bajo el peso de varias cajas de cerveza—. Yo sé adónde ha ido.

Las dos mujeres le miraron expectantes, pero Fabian se limitó a dejar las cajas en el suelo y echó a andar hacia las escaleras del sótano de nuevo.

—¡Espera un momento! —exclamó Josette—. ¡No puedes decir eso y luego marcharte! ¿Adónde ha ido?

—Oh, perdona. Ha ido a algún sitio cerca de Perpiñán. Saint Paul de noséqué.

—¿Cerca de Perpiñán? —repitió Josette hablando con la espalda de Fabian, mientras este desaparecía de la vista—. ¿Estás seguro?

—Claro —se oyó la respuesta amortiguada procedente del sótano—. Se llevó mi coche.

—Bueno —declaró Josette al volverse hacia Annie—. ¡Tampoco es un lugar tan exótico! Solo ha ido hasta el final de la carretera. Creía que había ido a París o a los Alpes, o algún sitio romántico.

Pero Annie no respondió. De no haber conocido la existencia de la mezcla secreta de café para Annie, Josette podría haber achacado su silencio a un exceso de cafeína producido por la última taza que acababa de beber.

—¿Estás bien, Annie? Te has puesto pálida.

—Sí, todo bien. ¿Qué te debo?

Josette hizo la cuenta en un trozo de papel y cogió el dinero de la mano temblorosa de Annie para guardarlo en la caja.

—¿Estás segura de que quieres volver a casa caminando? ¿Quieres que avise a Christian para que te lleve?

—¡Deja de preocuparrrte por mí! —ladró Annie. Luego pronunció un rápido adiós y se fue.

Josette se la quedó mirando preocupada, cavilando si no debería avisar a Christian igualmente. Era casi como si Annie estuviera en estado de shock. Estaba alargando la mano para coger el teléfono cuando oyó un tremendo estrépito procedente de la bodega, seguido de audibles juramentos, que le hicieron alzar la vista al cielo.

—¿Podrías añadir otra caja de cerveza al pedido, tía Josette?

La mujer reprimió su respuesta instintiva y cogió el lápiz. Cuando volvió a mirar por la ventana, la robusta figura de Annie empezaba a subir hacia Picarets. Tal vez le haría bien caminar, pensó Josette, y en lugar de coger el teléfono fue a buscar la escoba.

—¿Podrías también pasarme la escoba? Creo que he tenido un accidente.

Josette tuvo que recurrir a toda su paciencia para no arrojarla por las escaleras apuntando hacia Fabian.

¡Saint Paul de Fenouillet!

Annie había recorrido un buen trecho de la cuesta antes de poder recuperar el aliento.

¡Saint Paul de Fenouillet! De todos los sitios que había en el mundo, tenía que ir precisamente allí.

Hizo una pausa, pero le temblaban tanto las piernas que sabía que lo único que podía hacer era irse a casa y cerrar la puerta, con la esperanza de que solo fuera una pesadilla.

¿Acaso estaría exagerando? Tal vez Véronique simplemente estaba de escapada romántica en algún punto de la costa.

Pero no conseguía convencerse a sí misma. Era demasiada coincidencia. Le costaba creer que Véronique, de todos los lugares a los que podía haber ido, hubiera escogido precisamente la región en la que vivían los primos de Annie, a quienes su hija nunca había llegado a conocer.

El frío invernal se esfumó y de pronto Annie volvió a encontrarse allí, de pie entre las interminables hileras de viñedos que parecían dibujar un arco en la colina; el calor era insoportable y la espalda le dolía al inclinarse a recoger las uvas. Arrastraba los pies hinchados para seguir avanzando mientras el bebé daba patadas y giraba en su interior, y ella anhelaba volver a su hogar entre los prados de las montañas. Su exilio se había convertido en una agonía, y le había sorprendido el hecho de que la cosecha se hubiera convertido en un vino de calidad excelente, tan segura como estaba de que su amargura habría estropeado las uvas. Pero había tenido que hacerlo. Era una madre soltera. Y pensó que sería mucho más fácil sobrellevar el estigma de aquel embarazo solitario en las áridas tierras de St. Paul de Fenouillet que pasearlo por los valles de Fogas.

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