Legado (86 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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Tras él subió Saphira, que también se agachó y ocultó la cabeza entre la hierba hasta situarla a su altura y ver lo que veía él.

Una gruesa columna de humanos, enanos, elfos, úrgalos y hombres gato partían desde el campamento de los vardenos. A la tenue luz gris del alba, las siluetas resultaban difíciles de distinguir, especialmente porque no llevaban luces. La columna atravesó los campos en dirección a Urû’baen y, cuando los guerreros estaban a menos de un kilómetro de la ciudad, se dividieron en tres líneas. Una se situó frente a la puerta principal; otra se dirigió al tramo sur de la muralla y otro se dirigió al del noroeste.

Aquel último grupo era en el que Eragon había sugerido que iban a ir él mismo y Saphira.

Los guerreros se habían envuelto los pies y las armas con trapos, y hablaban en susurros. Aun así, Eragon oyó el ocasional rebuzno de algún burro o el relincho de un caballo, y unos cuantos perros que ladraron al ver aquel desfile. Los soldados apostados en las murallas detectarían muy pronto aquel movimiento, probablemente cuando los guerreros empezaran a desplazar las catapultas, balistas y torres de asedio que los vardenos ya habían montado y situado en los campos frente a la ciudad.

A Eragon le impresionó que hombres, enanos y úrgalos siguieran dispuestos a entrar en combate después de ver a Shruikan.

Deben de tener una gran fe en nosotros
—le dijo a Saphira. Era una gran responsabilidad, y era muy consciente de que si fracasaban, pocos de aquellos guerreros sobrevivirían.

Sí, pero si Shruikan vuelve a salir volando, saldrán corriendo por todas partes como ratones asustados.

Entonces más vale que no permitamos que eso pase.

Sonó un cuerno en Urû’baen, y luego otro y otro, y empezaron a encenderse faroles y antorchas por toda la ciudad.

—Ahí vamos —murmuró Eragon, con el pulso acelerado.

Viendo que ya había sonado la alarma, los vardenos abandonaron cualquier intento por mantener el secreto. Al este, un grupo de elfos a caballo partieron al galope hacia la colina que se levantaba tras la ciudad, con la intención de subir por la ladera y atacar la muralla que rodeaba la inmensa losa que colgaba sobre Urû’baen.

En el centro del campamento de los vardenos, prácticamente vacío, Eragon vio lo que parecía ser la brillante silueta de Saphira. Sobre aquella imagen había una figura solitaria —que sabía que tendría exactamente sus rasgos— con una espada y un escudo.

El doble de Saphira levantó la cabeza y extendió las alas; luego emprendió el vuelo y soltó un rugido.

Lo han hecho bien, ¿eh?
—le dijo a Saphira.

Los elfos, a diferencia de algunos humanos, entienden el aspecto que se supone que debe tener un dragón y cómo debe comportarse.

El doble de Saphira aterrizó junto al grupo de guerreros situados más al norte, aunque Eragon observó que los elfos tomaban la precaución de ubicarla a cierta distancia de hombres y enanos, para que no pudieran ir a tocarla, o descubrirían que era tan intangible como un arcoíris.

El cielo se iluminó mientras los vardenos y sus aliados se disponían en ordenadas formaciones en cada uno de los tres puntos frente a las murallas. En el interior de la ciudad, los soldados de Galbatorix seguían preparándose para el ataque, pero al verlos correr por las almenas quedaba claro que estaban aterrados y desorganizados. En cualquier caso, Eragon sabía que su confusión no duraría mucho.

«Ahora —pensó—. ¡Ahora! No esperes más. —Paseó la mirada por los edificios, buscando la mínima mancha roja, pero no la encontró—. ¿Dónde estás, maldito? ¡Muéstrate!»

Sonaron tres cuernos más, esta vez de los vardenos. La tropa respondió con un coro de gritos y las máquinas de guerra de los vardenos lanzaron sus proyectiles hacia la ciudad, los arqueros tiraron sus flechas y las filas de guerreros iniciaron la carga contra la muralla, aparentemente impenetrable.

Las piedras, jabalinas y flechas parecían moverse poco a poco en su trayectoria curva por el terreno que separaba al ejército de la ciudad. Ninguno de los proyectiles dio contra la muralla exterior; sería inútil intentar derribarla, así que los ingenieros apuntaron más arriba y más atrás. Algunas de las piedras se rompieron en pedazos al caer en Urû’baen, enviando fragmentos afilados en todas direcciones, mientras que otras atravesaron edificios y rebotaron por las calles como canicas gigantes.

Eragon pensó lo terrible que sería despertarse en aquel caos, en plena lluvia de piedras. Pero entonces otra cosa le llamó la atención: Saphira sobrevoló los guerreros que corrían hacia la muralla. Con tres movimientos de alas, rebasó la muralla y envolvió las almenas en una llamarada que a Eragon le pareció algo más brillante de lo normal.

Sabía que el fuego era real, obra de los elfos que estaban cerca del tramo norte de la muralla, que habían creado aquella ilusión y la mantenían.

El reflejo de Saphira recorrió aquel tramo de muralla arriba y abajo, limpiándolo de soldados, tras lo cual una veintena de elfos voló desde el exterior de la ciudad hasta la más alta de las torres de guardia, para poder mantener el contacto visual con la aparición mientras se adentraba en Urû’baen.

Si Murtagh y Espina no aparecen pronto, van a empezar a preguntarse por qué no atacamos otras partes de la muralla
—le dijo a Saphira.

Pensarán que estamos defendiendo a los guerreros que intentan entrar por este tramo
—respondió ella—.
Dales tiempo.

Por las otras secciones de la muralla, los soldados disparaban flechas y jabalinas al ejército agresor, provocando decenas de bajas entre los vardenos. Aquellas muertes eran inevitables, pero Eragon las lamentaba igualmente, puesto que los ataques de los guerreros no eran más que una distracción: en realidad tenían pocas posibilidades de rebasar las defensas de la ciudad. Mientras tanto, las torres de asedio se iban acercando, y una lluvia de flechas caía entre sus niveles superiores y los hombres de las almenas.

Desde lo alto, una cascada de brea ardiendo cayó por el borde del saliente y desapareció entre los edificios de abajo. Eragon levantó la mirada y vio destellos de luz en lo alto de la muralla que protegía el extremo de la cornisa. Al momento observó cuatro cuerpos que caían torpemente al vacío, como muñecas de trapo. Aquello le gustó, porque significaba que los elfos habían tomado la muralla superior.

El doble de Saphira sobrevoló la ciudad en un bucle, incendiando varios edificios. Mientras lo hacía, un enjambre de flechas salió disparado de un tejado cercano. La aparición hizo un quiebro para evitar las flechas y, aparentemente por accidente, chocó contra una de las seis torres élficas verdes repartidas por Urû’baen.

La colisión pareció de lo más real. Eragon hizo una mueca divertida viendo cómo el ala izquierda del falso dragón se rompía al impactar contra la torre y los huesos se partían como varillas de cristal. La falsa Saphira rugió y se revolvió mientras caía hasta la calle. Luego quedó oculta tras los edificios, pero sus rugidos eran audibles a kilómetros a la redonda, y la llama que parecía exhalar tiznó las fachadas de las casas e iluminó la parte inferior de la losa de piedra que colgaba a modo de cornisa sobre la ciudad.

Yo nunca habría sido tan patosa
—suspiró Saphira.

Lo sé
.

Pasó un minuto. Eragon sintió aumentar la tensión en su interior hasta niveles insoportables.

—¿Dónde están? —gruñó, apretando el puño. Con cada segundo que pasaba, aumentaba la posibilidad de que los soldados descubrieran que el dragón que habían abatido, en realidad, no existía.

Saphira fue la primera en verlos.

Ahí
—anunció, mostrándoselos con la mente.

Como una afilada hoja de rubí colgada de las nubes, Espina apareció por una abertura oculta en el interior de la cornisa. Se lanzó en picado decenas de metros y luego abrió las alas justo a tiempo para frenar antes de aterrizar en una plaza cerca de donde habían caído los dobles de Saphira y de Eragon.

Al chico le pareció ver a Murtagh sobre el dragón rojo, pero estaba demasiado lejos como para estar seguro. Tendrían que esperar que fuera Murtagh, porque si era Galbatorix sus planes estaban casi sin duda condenados al fracaso.

Tiene que haber túneles en la piedra
—le dijo a Saphira.

Entre los edificios se vio más fuego de dragón; luego el doble de Saphira dio unos saltos por encima de las azoteas y, como un pájaro con un ala herida, revoloteó un poco antes de volver a caer al suelo.

Espina la siguió.

Eragon no esperó a ver más.

Dio media vuelta, corrió por encima del cuello de Saphira y se lanzó a la silla, por detrás de Elva. Solo tardó unos segundos en introducir las piernas entre las correas y ajustar dos a cada lado. Dejó el resto sueltas; únicamente le supondrían un freno más tarde. La correa superior también rodeaba las piernas de Elva.

Pronunciando las palabras con gran rapidez, lanzó un hechizo para ocultarlos a los tres. Cuando la magia surtió efecto, experimentó la habitual sensación de desorientación. Le parecía como si estuvieran colgando a unos metros del suelo, sobre una mole en forma de dragón que presionaba las plantas de la colina.

En cuanto concluyó el hechizo, Saphira se lanzó hacia delante.

Saltó desde un saliente y aleteó con fuerza para ganar altura.

—Esto no es muy cómodo, ¿no? —observó Elva, cuando Eragon le cogió el escudo.

—No, no siempre —respondió él, levantando la voz para que le oyera pese al ruido del viento.

En un rincón de su conciencia percibía la presencia de Glaedr, de Umaroth y de los otros eldunarís, que observaban mientras Saphira se lanzaba montaña abajo en dirección al campamento de los vardenos.

Ahora tendremos nuestra venganza
—dijo Glaedr.

Eragon se acurrucó sobre Elva mientras Saphira iba ganando velocidad. Reunidos en el centro del campamento vio a Blödhgarm y a sus diez hechiceros, así como a Arya con la
dauthdaert
. Cada uno tenía una cuerda de diez metros atada alrededor del pecho, bajo los brazos. En el otro extremo, todas las cuerdas estaban atadas a un tronco del grosor de la cintura de Eragon y de una longitud equivalente a la altura de un úrgalo adulto.

Cuando Saphira sobrevoló el campamento, Eragon señaló en aquella dirección con la mente y dos de los elfos lanzaron el tronco al aire. La dragona lo cogió con las garras, los elfos saltaron y, un momento después, Eragon sintió una sacudida en el momento en que el peso de los elfos se sumó al que ya llevaba Saphira.

A través del cuerpo de la dragona, Eragon pudo ver a los elfos, las cuerdas y el tronco solo un momento, ya que los elfos también lanzaron un hechizo de invisibilidad, el mismo que había usado él.

Con un aleteo poderoso, Saphira ascendió a trescientos metros por encima del suelo, lo suficiente como para rebasar fácilmente las murallas y las fortificaciones de la ciudad.

A su izquierda, Eragon vio a Espina y luego al doble de Saphira, persiguiéndose el uno al otro a pie por la parte norte de la ciudad. Los elfos que controlaban la aparición intentaban que Espina y Murtagh estuvieran tan ocupados físicamente que no tuvieran tiempo de atacar con la mente. Si lo hacían, o si llegaban a pillar al espectro, enseguida se darían cuenta de que les habían tomado el pelo.

«Solo unos minutos más», pensó Eragon.

Saphira voló por encima de los campos y de las catapultas con los soldados que las atendían; de formaciones de arqueros con las flechas clavadas en el suelo, frente a ellos, como formaciones de juncos de puntas blancas; de una torre de asedio y de los guerreros de a pie: hombres, enanos y úrgalos ocultos tras sus escudos mientras apoyaban escaleras contra la muralla. Y por encima de los elfos, altos y esbeltos, con sus brillantes cascos y sus largas lanzas y sus espadas de hoja fina.

Entonces Saphira sobrevoló la muralla. Eragon sintió un escalofrío al ver reaparecer a la dragona bajo sus pies, y se encontró con la nuca de Elva enfrente. Supuso que Arya y los otros elfos que colgaban de las patas de Saphira también se habrían vuelto visibles.

Eragon pronunció unas rápidas palabras y puso fin al hechizo que les había mantenido ocultos. Estaba claro que los conjuros de Galbatorix no permitían que nadie entrara en la ciudad sin ser visto.

Saphira aceleró en dirección a la enorme puerta de la ciudadela.

Eragon oyó gritos de miedo y asombro a nivel del suelo, pero no les hizo caso. Los que le preocupaban eran Murtagh y Espina, no los soldados.

Encogiendo las alas, Saphira se lanzó hacia la puerta. En el momento en que parecía que iba a chocar, giró el cuerpo, agitando la cola para frenar. Cuando ya casi estaba parada, se dejó caer hasta que los elfos pudieron bajar a tierra sin dificultad.

Una vez que los elfos se habían liberado de las cuerdas, se alejaron, y Saphira aterrizó en el patio frente a la puerta, provocando una potente sacudida a Eragon y a Elva con la frenada.

El chico sintió cómo se le clavaban las hebillas de las correas que los sostenían a él y a Elva. Enseguida ayudó a la niña a bajar y, a toda prisa, ambos salieron corriendo tras los elfos, hacia la puerta.

La entrada a la ciudadela tenía la forma de una doble puerta negra gigante que acababa en punta. Parecía hecha de hierro sólido y estaba tachonada con cientos o miles de remaches en punta del tamaño de la cabeza de Eragon. La imagen era impresionante. Eragon no podía imaginar una entrada que invitara menos a atravesarla.

Lanza en mano, Arya corrió hacia la portezuela tallada en la puerta izquierda, solo visible por una fina línea oscura que delimitaba un rectángulo que apenas permitiría el paso de un hombre. En el interior del rectángulo había una tira horizontal de metal de unos tres dedos de ancho y el triple de largo, de un color ligeramente más claro que el resto de la puerta.

Al acercarse, la tira se hundió un centímetro y se deslizó hacia el lateral con el ruido del metal al rozar. En la oscuridad del interior apareció un par de ojos penetrantes.

—¿Quién va? —inquirió una voz—. ¡Decid a qué venís o marchaos!

Sin dudarlo un instante, Arya introdujo la lanza Dauthdaert por la ranura. Al otro lado se oyó una voz ahogada y luego el ruido de un cuerpo al caer al suelo.

Arya recuperó la lanza y la sacudió para eliminar la sangre y los restos de carne de la hoja dentada. Luego agarró la empuñadura del arma con ambas manos, apoyó la punta en el extremo derecho de la portezuela y dijo:

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