Legado (85 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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Buscó por todo el campamento hasta encontrar la tienda que Horst y Elain compartían con su hija, Hope. Los tres estaban aún despiertos, puesto que el bebé lloraba.

—¡Eragon! —exclamó Horst en voz baja al verlo—. ¡Entra, entra! No te hemos visto mucho desde Dras-Leona. ¿Cómo estás?

Eragon se pasó casi una hora hablando con ellos —no sobre los eldunarís, pero sí de su viaje a Vroengard—, y cuando Hope por fin se durmió, se despidió de ellos y volvió a la oscuridad.

Luego buscó a Jeod, a quien encontró leyendo pergaminos a la luz de las velas mientras su esposa, Helen, dormía. Cuando llamó con los nudillos y metió la cabeza en la tienda, su huesudo amigo dejó los manuscritos y salió al exterior.

Jeod tenía muchas preguntas para él, y aunque Eragon no las respondió todas, con lo que le dijo supuso que adivinaría gran parte de lo que iba a suceder. Luego Jeod apoyó una mano en el hombro de Eragon.

—No te envidio la misión que te espera. Brom estaría orgulloso de tu valor.

—Eso espero.

—Estoy seguro… Si no vuelvo a verte, deberías saber que he escrito un breve relato de tus experiencias y de los acontecimientos previos, básicamente de mis aventuras con Brom para recuperar el huevo de Saphira. —Eragon lo miró, sorprendido—. Puede que no tenga la oportunidad de acabarlo, pero pensé que sería un útil anexo al trabajo realizado por Heslant en el
Domia abr Wyrda
.

Eragon se rio.

—Eso estaría muy bien. No obstante, si tú y yo seguimos vivos y libres mañana, hay unas cuantas cosas que debo contarte que harán tu relato mucho más completo e interesante.

—Te lo recordaré.

Eragon paseó por el campamento una hora más, deteniéndose junto a las hogueras donde aún había hombres, enanos y úrgalos despiertos. Conversó brevemente con cada uno de los guerreros que encontró, les preguntó si se les trataba bien, se congració con ellos por sus pies doloridos y las escasas raciones de comida e intercambió alguna broma. Esperaba que verle les elevara el ánimo y les infundiera determinación, aumentando así el nivel de optimismo por todo el ejército. Vio que los úrgalos eran los que estaban más animados; parecían encantados con entrar en combate y con las oportunidades de alcanzar la gloria que pudiera proporcionarles la guerra.

Sin embargo, también tenía otro propósito: extender información falsa. Cada vez que alguien le preguntaba sobre el ataque a Urû’baen, dejaba caer que Saphira y él estarían en el batallón que atacarían por el tramo noroeste de las murallas. Esperaba que los espías de Galbatorix hicieran llegar la falsa noticia al rey en cuanto las alarmas le despertaran a la mañana siguiente.

Al mirar a los rostros de los que le escuchaban, Eragon no pudo evitar preguntarse cuál de aquellos sería un siervo de Galbatorix, si es que había alguno. La idea le puso incómodo, y acabó pendiente de cada ruido y cada paso a sus espaldas mientras pasaba de una hoguera a la siguiente.

Por fin, cuando consideró que ya había hablado con suficientes guerreros para asegurarse de que la información llegara a Galbatorix, dejó atrás las hogueras y se dirigió hacia una tienda que estaba algo apartada del resto, en el extremo sur del campamento.

Llamó golpeando con los nudillos el poste central: una, dos, tres veces. No hubo respuesta, así que volvió a llamar, esta vez más fuerte y prolongadamente.

Un momento más tarde oyó un gruñido somnoliento y el roce de las mantas. Esperó pacientemente hasta que una pequeña mano abrió la solapa de tela de la entrada y apareció la niña bruja, Elva. Llevaba una bata oscura demasiado larga y, a la tenue luz de una antorcha situada a unos metros, pudo ver que la pequeña tenía el ceño fruncido.

—¿Qué quieres, Eragon?

—¿No te lo imaginas?

Elva frunció aún más el ceño.

—No. Lo único que imagino es que hay algo que deseas tanto que no te ha importado despertarme a media noche, pero eso lo vería hasta un idiota. ¿Qué es lo que quieres? Ya duermo poco normalmente, así que más vale que sea importante.

—Lo es.

Habló sin interrupción varios minutos, describiendo su plan.

—Sin ti no funcionará —añadió—. Tú eres el eje sobre el que gira todo.

Ella soltó una risotada.

—Qué ironía: el gran guerrero acude a una niña para acabar con el enemigo al que no puede vencer.

—¿Nos ayudarás?

La niña bajó la mirada y frotó el pie desnudo contra la tierra.

—Si lo haces, todo esto quizás acabe mucho antes —dijo, señalando todo el campamento y la ciudad, más allá—, y no tendrás que soportar tanto…

—Te ayudaré. —Pateó el suelo y se lo quedó mirando—. No hace falta que me sobornes. Iba a ayudarte igualmente. No voy a dejar que Galbatorix destruya a los vardenos solo debido a que no me gustes.

No eres tan importante, Eragon. Además, le hice una promesa a Nasuada, y tengo intención de mantenerla. —Ladeó la cabeza—. Hay algo que no me estás contando. Algo que temes descubra antes del ataque. Algo sobre…

El sonido metálico de unas cadenas le interrumpió.

Por un momento, Eragon no entendía nada. Luego se dio cuenta de que el ruido procedía de la ciudad. Se llevó la mano a la espada.

—Prepárate —le dijo a Elva—. Puede que tengamos que salir ahora mismo.

La niña no discutió: dio media vuelta y desapareció en el interior de la tienda.

Eragon buscó a Saphira con la mente.

¿Lo oyes?

Sí.

Si es necesario, nos encontraremos junto al camino.

El ruido metálico prosiguió un rato; luego se oyó un potente impacto, seguido por un silencio.

Eragon escuchó con la máxima atención, pero no oía nada más.

Estaba a punto de aumentar la sensibilidad de sus oídos cuando oyó un ruido sordo acompañado de una serie de ruidos menores.

Luego otro…

Y otro…

Eragon sintió un escalofrío en la columna. No había duda: era el ruido de un dragón caminando sobre piedra. ¡Pero qué dragón sería, para que sus pasos se oyeran a dos kilómetros de distancia!

«Shruikan», pensó, con un nudo en la garganta.

Por todo el campamento sonaron las alarmas, y hombres, enanos y úrgalos encendieron antorchas. El campamento se despertó entre una gran agitación.

Eragon evitó mirar de reojo a Elva en el momento en que salía a toda prisa de la tienda seguida de Greta, su anciana cuidadora. La niña se había puesto una túnica roja corta sobre la que llevaba una cota de malla justo de su medida.

Los pasos en Urû’baen cesaron. La oscura silueta del dragón tapaba la mayoría de los faroles y antorchas de la ciudad.

«¿Cómo será de grande?», se preguntó Eragon, consternado. Más grande que Glaedr, eso seguro. ¿Tanto como Belgabad? No sabía decir. Aún no.

Entonces el dragón abandonó la ciudad de un salto, desplegó sus enormes alas y fue como si se abrieran un centenar de velas negras al viento. Al aletear, el aire se agitó con un estruendo y por el campo se oyó el aullido de los perros y el canto de los gallos.

Sin pensarlo, Eragon se acurrucó. Se sentía como un ratón escondiéndose de un águila.

Elva le tiró del borde de la túnica.

—Debemos irnos —insistió.

—Espera —dijo él—. Aún no.

La silueta de Shruikan fue tapando montones de estrellas en el cielo a medida que iba ascendiendo. Eragon intentó adivinar el tamaño del dragón por su silueta, pero la noche estaba demasiado oscura y a aquella distancia resultaba difícil calcularlo. Cualesquiera que fueran las proporciones exactas de Shruikan, era espantosamente grande.

Apenas tenía un siglo de vida, por lo que debería ser menor, pero daba la impresión de que Galbatorix había acelerado su crecimiento, igual que había hecho con el de Espina.

Mientras contemplaba la sombra que surcaba las alturas, Eragon deseó con todas sus fuerzas que Galbatorix no fuera montado en el dragón o, en caso contrario, que no se molestara en examinar las mentes de los que estaban allí abajo. Si lo hacía, descubriría…

—¡Eldunarís! —exclamó Elva—. ¡Eso es lo que escondes! —Tras ella, la cuidadora de la niña frunció el ceño, perpleja, e hizo ademán de formular una pregunta.

—¡Calla! —le espetó Eragon. Elva abrió la boca, pero se la tapó con la mano, silenciándola—. ¡Ahora no! ¡Aquí no! —la advirtió. Ella asintió, y él retiró la mano.

En aquel mismo momento, una estela de fuego tan ancha como el río Anora cruzó el cielo. Shruikan agitó la cabeza adelante y atrás, lanzando un torrente de llamas cegadoras por encima del campamento y los campos de los alrededores, y un ruido como el de una cascada lo invadió todo. Eragon sintió el calor en el rostro. Luego las llamas se evaporaron, como el rocío al sol, dejando tras de sí un rastro invisible y un olor sulfuroso.

El enorme dragón dio media vuelta y aleteó una vez más, agitando el aire, pero luego su informe silueta negra regresó a la ciudad y se posó entre los edificios. Se oyeron pisadas y el ruido metálico de cadenas, y por fin el impacto de una puerta al cerrarse.

Eragon respiró y tragó saliva, aunque tenía la garganta seca. El corazón le latía tan fuerte que le dolía.

«¿Tenemos que enfrentarnos a… eso?», pensó, y sus antiguos miedos volvieron de pronto.

—¿Por qué no ha atacado? —preguntó Elva, con un hilo de voz.

—Quería asustarnos —respondió Eragon, frunciendo el ceño—. O distraernos.

Buscó por las mentes de los vardenos hasta que encontró a Jörmundur; luego le dio al guerrero instrucciones para que los vigilantes redoblaran la guardia el resto de la noche. A Elva le dijo:

—¿Has podido detectar algo en Shruikan?

La niña se estremeció.

—Dolor. Un gran dolor. Y mucha rabia. Si pudiera, mataría a todas las criaturas que encontrara y arrasaría todas las plantas hasta que no quedara nada. Está desquiciado.

—¿No hay ningún modo de llegar hasta él?

—Ninguno. Lo mejor que se le podría hacer es liberarlo de su desgracia.

Aquello entristeció a Eragon. Siempre había tenido la esperanza de que pudieran rescatar a Shruikan de las garras de Galbatorix.

—Más vale que nos vayamos —dijo, por fin, con voz apagada—. ¿Estás lista?

Elva le explicó a su cuidadora que se iba, lo que disgustó a la anciana, pero Elva la tranquilizó con unas palabras. El poder de aquella niña para ver en los corazones de los demás no dejaba de sorprender a Eragon, y de preocuparle.

Después de que Greta diera su consentimiento, Eragon se ocultó a sí mismo y a Elva con un hechizo, y ambos se pusieron en marcha hacia la colina donde los esperaba Saphira.

En la boca del lobo

—¿Tienes que hacer eso? —preguntó Elva.

Eragon dejó por un momento lo que tenía entre manos, que era comprobar las fijaciones de cuero para las piernas de la silla de Saphira, y levantó la vista hacia donde se encontraba la niña, que, con las piernas cruzadas sobre la hierba, jugueteaba con los eslabones de su cota de malla.

—¿El qué? —preguntó.

Elva se señaló el labio con un dedito.

—No dejas de mordisquearte la parte interior de la boca. Me pones nerviosa —dijo. Y, tras pensárselo un momento, añadió—. Y es asqueroso.

Con cierta sorpresa, Eragon se dio cuenta de que se había estado mordiendo la superficie interior de la mejilla izquierda hasta dejársela cubierta de heridas sangrantes.

—Perdón —dijo, y se curó con un hechizo rápido.

Se había pasado la mayor parte de la noche meditando, pensando no en lo que le venía encima ni en lo pasado antes, sino solo en lo tangible: el contacto del aire contra la piel, del suelo bajo los pies, el flujo constante de su respiración y el lento latido de su corazón, que iba marcando los momentos restantes de su vida.

Ahora, no obstante, la estrella del alba, Aiedail, había salido por el este, anunciando la llegada de las primeras luces del día, y había llegado el momento de prepararse para el combate. Había inspeccionado cada centímetro de su equipo, había ajustado el arnés de la silla para que resultara perfectamente cómodo para Saphira, había vaciado las alforjas de todo lo que no fuera el cofre que contenía el eldunarí de Glaedr y de una manta de relleno, y se ató y desató el cinto de la espada al menos cinco veces.

Completó el examen de las correas de la silla y luego bajó de un salto.

—Ponte de pie —dijo. Elva le miró, molesta, pero hizo lo que le pedía, sacudiéndose la hierba de la túnica. Con un rápido movimiento, Eragon le pasó las manos por los finos hombros y le dio unos tirones a la cota de malla para asegurarse de que le encajaba bien—. ¿Quién te hizo esto?

—Un par de encantadores hermanos enanos llamados Ûmar y Ulmar —dijo, y en las mejillas le aparecieron dos hoyuelos al sonreír—. No les parecía que pudiera necesitarla, pero fui «muy» persuasiva.

Estoy segura de que lo fue
—le dijo Saphira a Eragon, que contuvo una sonrisa.

La niña se había pasado gran parte de la noche hablando con los dragones, engatusándolos como solo ella podía hacerlo. No obstante, Eragon notaba que ellos también la temían —incluso los más ancianos, como Valdr—, puesto que no tenían defensa alguna contra el poder de Elva. Nadie la tenía.

—¿Y Ûmar y Ulmar no te dieron un arma con la que combatir?

—¿Para qué iba a quererla? —replicó Elva con una mueca.

Eragon se la quedó mirando un momento; luego sacó su viejo cuchillo de caza, que usaba para comer, y le dijo que se lo atara a la cintura con una tira de cuero.

—Por si acaso —insistió, al oír sus protestas—. Ahora, arriba.

Ella obedeció, se subió a su espalda y le rodeó el cuello con los brazos. Así es como la había llevado hasta la colina. Era incómodo para los dos, pero ella no podía seguir su ritmo a pie.

Eragon subió con cuidado a la grupa de Saphira y se encaramó hasta la cruz. Cogiéndose a una de las púas del cuello de la dragona, giró el cuerpo para que Elva pudiera dejarse caer sobre la silla.

Cuando dejó de notar el peso de la niña, volvió a bajar al suelo. Le lanzó su escudo y luego se echó a correr adelante con los brazos abiertos al ver que Elva estaba a punto de caer por el esfuerzo al cogerlo.

—¿Lo tienes?

—Sí —dijo ella, poniéndose el escudo en el regazo—. Vete, vete —le dijo, con un movimiento de la mano.

Con una mano en la empuñadura de
Brisingr
para evitar que se le cruzara entre las piernas, Eragon echó a correr hasta la cima de la colina e hincó una rodilla en el suelo, agachándose todo lo que pudo.

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