Legado (105 page)

Read Legado Online

Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
9.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ella levantó la barbilla.

—Sí —dijo, con la voz tan serena como el agua clara.

—Entonces volvemos a estar en un punto muerto, porque yo también. Y no cederé. —Orrin hizo rodar el pie de su cáliz entre los dedos—. El único modo que veo para resolver el asunto sin derramamiento de sangre es que renuncies a tu pretensión. Si insistes en reclamar el trono, acabarás destruyendo todo lo que hemos ganado hoy, y nadie más que tú serás la culpable del desastre consiguiente.

—¿Os volveríais contra tus aliados solo con el fin de negarle el trono a Nasuada? —preguntó Arya.

Quizás el rey Orrin no se diera cuenta, pero Eragon vio en la frialdad de la elfa lo que realmente ocultaba: la disposición para atacar y matar en cualquier momento.

—No —rebatió Orrin—. Me volvería contra los vardenos para «conseguir» el trono. Hay una diferencia.

—¿Por qué? —preguntó Nasuada.

—¿Por qué? —La pregunta pareció enfurecer a Orrin—. Mi pueblo ha dado cobijo, alimento y suministros a los vardenos. Ha luchado y ha muerto junto a vuestros guerreros y, como país, hemos arriesgado mucho más que los vardenos. Los vardenos no tienen patria; si Galbatorix hubiera derrotado a Eragon y a los dragones, habríais podido huir y esconderos. Pero nosotros no teníamos ningún otro lugar al que ir más que Surda. Galbatorix habría caído sobre nosotros como un rayo, y habría arrasado todo el país. Nos lo hemos jugado todo (nuestras familias, nuestras casas, nuestras riquezas y nuestra libertad) y, después de todo, de todos nuestros sacrificios, ¿creéis de verdad que nos contentaremos con volver a nuestros campos sin más recompensa que una palmadita en la espalda y tu agradecimiento real? ¡Bah! Antes preferiría revolcarme por el fango. Hemos sembrado la tierra entre este lugar y los Llanos Ardientes con nuestra sangre, y ahora tendremos nuestra recompensa. —Apretó el puño—. Ahora tendremos el botín de guerra que justamente nos corresponde.

Nasuada no parecía contrariada por las palabras de Orrin; de hecho, adoptó una expresión pensativa, casi de comprensión.

Espero que no le dé a este perro rabioso lo que pretende
—dijo Saphira.

Espera y verás
—dijo Eragon—.
No se saldrá con la suya.

—Yo espero que los dos alcancéis un acuerdo amistoso —dijo Arya—, y…

—Por supuesto. Yo también lo espero —la cortó el rey Orrin, que fijó la vista en Nasuada—. Pero me temo que el egoísmo de Nasuada no le permitirá ver que, en esto, debe rendirse.

—Y, tal como ha dicho Däthedr —prosiguió Arya—, no querríamos interferir con vuestra raza en la elección del nuevo soberano.

—Lo recuerdo —dijo Orrin, esbozando una sonrisa socarrona.

—No obstante —señaló Arya—, debo recordaros que juramos combatir en alianza con los vardenos, por lo que consideraremos cualquier ataque dirigido a ellos como un ataque personal, y responderemos en consonancia.

Las facciones de Orrin se encogieron, como si hubiera mordido algo ácido.

—Los enanos estamos en la misma situación —dijo Orik. El sonido de su voz era como el del roce de dos piedras en las profundidades de la Tierra.

Grimrr
Mediazarpa
levantó la mano herida, se la puso frente al rostro y se miró las uñas como garras de los tres dedos que le quedaban.

—A nosotros no nos importa quién se corone rey o reina, siempre que se nos conceda un lugar junto al trono, tal como se nos prometió.

Aun así, fue Nasuada quien nos lo ofreció, y a ella es a quien daremos apoyo hasta entonces, mientras siga siendo la jefa de la manada de los vardenos.

—¡Ajá! —exclamó el rey Orrin, echándose adelante con la mano sobre una rodilla—. Pero Nasuada ya no es la líder de los vardenos.

¡Ya no! ¡Ahora lo es Eragon!

Todas las miradas se volvieron de nuevo hacia el chico, que hizo una leve mueca y dijo:

—Pensé que estaba claro que había devuelto el mando a Nasuada en el momento en que quedó libre. Si no, que nadie se llame a engaño: Nasuada es la líder de los vardenos, no yo. Y creo que es ella la que debería heredar el trono.

—Claro, cómo no —replicó el rey Orrin, sarcástico—. Le has jurado fidelidad. Claro que crees que debería heredar el trono. No eres más que un siervo fiel que da apoyo a su señora, y tu opinión no tiene más peso que la de cualquiera de mis siervos.

—¡No! —replicó Eragon—. Ahí te equivocas. Si pensara que tú o que cualquier otro podría ser un soberano mejor, lo diría. Sí, juré lealtad a Nasuada, pero eso no me impide decir la verdad tal como yo la siento.

—A lo mejor no, pero tu lealtad para con ella sigue nublándote la razón.

—Igual que tu lealtad para con Surda nubla la tuya —señaló Orik.

El rey Orrin frunció el ceño.

—¿Por qué os volvéis siempre en mi contra? —preguntó, mirando a Arya y a Orik—. ¿Por qué, en cada disputa, os ponéis de su parte? —El vino rebosó del cáliz al mover el brazo para señalar a Nasuada—. ¿Cómo es que «ella» os impone respeto, y no yo, ni el pueblo de Surda? Siempre favorecéis a Nasuada y a los vardenos, y antes de ella, hacíais lo mismo con Ajihad. Si mi padre aún viviera…

—Si vuestro padre, el rey Larkin, aún viviera —le cortó Arya—, no estaría ahí sentado compadeciéndose por cómo le ven los demás; estaría haciendo algo al respecto.

—Haya paz —dijo Nasuada, antes de que Orrin pudiera replicar—. No hace falta que nos insultemos… Orrin, tus preocupaciones son razonables. Tienes razón: los surdanos han contribuido en gran medida a nuestra causa. Admito que sin vuestra ayuda nunca habríamos podido atacar al Imperio como lo hemos hecho, y que mereces una recompensa por los riesgos, el gasto y las pérdidas que te ha supuesto esta guerra.

El rey Orrin asintió, aparentemente satisfecho.

—¿Te rindes, pues?

—No —respondió Nasuada, con la misma serenidad—. Ni mucho menos. Pero tengo una contraoferta que quizá satisfaga los intereses de todos.

Orrin emitió un ruidito que dejaba clara su insatisfacción, pero no la interrumpió.

—Mi propuesta es esta: gran parte del territorio que hemos capturado pasará a formar parte de Surda. Aroughs, Feinster y Melian serán tuyas, así como las islas del sur, una vez que estén bajo nuestro gobierno. Con estas incorporaciones, la superficie de Surda prácticamente se duplicará.

—¿Y a cambio? —preguntó el rey Orrin, levantando una ceja.

—A cambio, jurarás fidelidad al trono de Urû’baen y a quien lo ocupe.

Orrin torció la boca.

—Te coronarías la gran reina de todo el territorio.

—Estos dos reinos (el Imperio y Surda) deben unificarse para evitar futuras hostilidades. Surda seguirá bajo tu mando para que la gobiernes como creas conveniente, salvo por un detalle: los magos de ambos países estarán sujetos a ciertas restricciones, la naturaleza exacta de las cuales decidiremos en una fecha posterior. Además, Surda tendrá que contribuir necesariamente a la defensa del total del territorio. Si alguno de los dos fuera objeto de un ataque, el otro tendría que proporcionar ayuda, tanto en forma de hombres como de equipamiento.

El rey Orrin apoyó el cáliz sobre su regazo y se lo quedó mirando.

—Vuelvo a preguntarlo una vez más: ¿por qué deberías ser tú quien ocupara el trono en mi lugar? Mi familia ha gobernado Surda desde que Lady Marelda ganó la batalla de Cithrí, y fundó Surda y la casa de Langfeld, y nuestro linaje se remonta hasta Thanebrand,
el Dador del Anillo
. Nos hemos enfrentado al Imperio durante un siglo. Sin nuestro oro, nuestras armas y nuestras armaduras, los vardenos ni siquiera existirían, y os hemos dado sustento durante años. Sin nosotros, no habríais podido resistir ante Galbatorix. Los enanos no habrían podido aportaros todo lo que necesitabais, ni tampoco los elfos, que estaban muy lejos. Así que, una vez más, vuelvo a preguntar: ¿por qué debería concedérsete a ti este privilegio, Nasuada, y no a mí?

—Porque creo que puedo ser una buena reina —respondió Nasuada—. Y porque, al igual que en todo lo que he hecho en el gobierno de los vardenos, creo que es lo mejor para nuestro pueblo y para toda Alagaësia.

—Te tienes en muy buena estima.

—La falsa modestia no es una virtud, en ningún caso, y mucho menos en los que tienen a otros a su cargo. ¿No he demostrado ampliamente mi capacidad para gobernar? Si no hubiera sido por mí, los vardenos aún estarían escondiéndose en Farthen Dür, esperando una señal del cielo para saber cuándo debían atacar a Galbatorix. He llevado a los vardenos desde Farthen Dûr a Surda, y los he convertido en un poderoso ejército. Con tu ayuda, sí, pero yo soy quien los ha dirigido, y quien consiguió el apoyo de los enanos, de los elfos y de los úrgalos. ¿Podrías haberlo hecho tú? Quien gobierne en Urû’baen tendrá que tratar con todas las razas de la Tierra, no solo con la suya.

Y eso es algo que yo he hecho y que puedo hacer. —Entonces la voz de Nasuada se suavizó, aunque su expresión se mantuvo tan dura como siempre—. Orrin, ¿por qué quieres esto? ¿Te haría más feliz?

—No es una cuestión de felicidad —gruñó él.

—Sí que lo es, en parte. ¿De verdad quieres gobernar todo el Imperio, además de Surda? Quien ocupe el trono tendrá una inmensa tarea por delante. Queda un país por reconstruir, tratados por negociar, ciudades aún por conquistar, nobles y magos que hay que someter. Llevará toda una vida empezar, solo, a reparar el daño creado por Galbatorix. ¿Estás realmente dispuesto a emprender tan inmensa tarea? A mí me parece que te gustaría más disfrutar de la vida tal y como era antes. —Su mirada se posó en el cáliz que tenía en el regazo y luego volvió a mirarle a los ojos—. Si aceptas mi oferta, puedes volver a Aberon y a tus experimentos de filosofía natural. ¿No te gustaría? Surda será más grande y más rica, y tú tendrás libertad para cultivar tus intereses.

—No siempre podemos hacer lo que nos gusta. A veces tenemos que hacer lo que debemos, no lo que queremos —replicó el rey Orrin.

—Cierto, pero…

—Además, si ocupara el trono de Urû’baen, podría cultivar mis intereses del mismo modo que lo hacía en Aberon. —Nasuada frunció el ceño, pero antes de que pudiera hablar, Orrin prosiguió—. Tú no lo entiendes… —Frunció el ceño y dio otro sorbo al vino.

Entonces explícanoslo
—dijo Saphira, cuya impaciencia ya se estaba haciendo evidente por el tono de sus pensamientos.

Orrin rebufó, apuró su copa y luego la tiró por el hueco de la puerta hacia las escaleras, mellando el oro del cáliz y haciendo que varias de las gemas se desprendieran y salieran despedidas por el suelo.

—No puedo, y no quiero siquiera intentarlo —gruñó, paseando la mirada por la sala—. Ninguno de vosotros lo entendería. Estáis todos demasiado convencidos de vuestra importancia como para verlo.

¿Cómo ibais a hacerlo, cuando nunca habéis experimentado lo que he vivido yo? —Se hundió en su sillón, con los ojos como pepitas de carbón oscuro ocultas bajo las cejas. Entonces se dirigió a Nasuada—. ¿Estás decidida? ¿No desistirás?

Ella negó con la cabeza.

—¿Y si yo decido reafirmarme en mis pretensiones?

—Entonces tendremos un conflicto.

—¿Y vosotros tres os pondréis de su lado? —preguntó Orrin, mirando sucesivamente a Arya, Orik y Grimrr.

—Si los vardenos son atacados, nosotros lucharemos a su lado —respondió Orik.

—Nosotros también —dijo Arya.

El rey Orrin sonrió, apenas enseñando los dientes.

—Pero no se os ocurriría decirnos a quién debemos elegir como soberano, ¿verdad?

—Por supuesto que no —dijo Orik, también enseñando los dientes, blancos y peligrosos, por entre la barba.

—Por supuesto que no —repitió Orrin, que volvió a encarar a Nasuada—. Quiero Belatona, además de las otras ciudades que has mencionado.

Nasuada se lo pensó un momento.

—Ya estás ganando dos ciudades portuarias con Feinster y Aroughs, tres si cuentas Eoam, en la isla de Beirland. Te daré Furnost si quieres, y tendrás todo el lago Tüdosten, del mismo modo que yo tendré todo el lago Leona.

—Leona vale más que Tüdosten, porque da acceso a las montañas y a la costa del norte —señaló Orrin.

—Sí. Pero tú ya tienes acceso al lago Leona desde Dauth y el río Jiet.

El rey Orrin se quedó mirando al suelo, en el centro de la sala, y permaneció en silencio. En el exterior, el borde superior del sol iba desapareciendo por el horizonte, dejando atrás unas pocas nubes que aún reflejaban su suave luz. El cielo empezó a oscurecer y el ocaso trajo las primeras estrellas: tenues puntitos de luz en la inmensidad de color púrpura. Se levantó una suave brisa, y en el roce del aire contra la torre, Eragon reconoció el sonido de las dentadas hojas de las ortigas al viento.

Cuanto más esperaban, más probable le parecía que Orrin rechazara la oferta de Nasuada, o de que el hombre se quedara ahí sentado, en silencio, esperando toda la noche.

Pero entonces el rey se movió sobre su sillón y levantó la mirada.

—Muy bien —dijo en voz baja—. Mientras respetes los términos de nuestro acuerdo, no reclamaré el trono de Galbatorix…, majestad.

Eragon sintió un escalofrío al oír a Orrin pronunciar aquellas palabras.

Nasuada, con gesto solemne, dio unos pasos hasta situarse en el centro de la sala. Entonces Orik golpeó el mango de
Volund
contra el suelo y proclamó:

—El rey ha muerto. ¡Larga vida a la reina!

—El rey ha muerto. ¡Larga vida a la reina! —gritaron Eragon, Arya, Däthedr y Grimrr.

El hombre gato estiró los labios, dejando a la vista sus afilados colmillos, y Saphira emitió un rugido triunfante, a modo de toque de corneta, que resonó en el techo inclinado y por toda la ciudad, sumida ya en la penumbra. Los eldunarís manifestaron su aprobación mentalmente.

Nasuada irguió el cuerpo, orgullosa, con los ojos empañados, brillando a la luz grisácea del anochecer.

—Gracias —dijo, y los miró a todos uno por uno, con detenimiento.

Aun así, parecía que tenía la mente en otra parte; la envolvía una sensación de tristeza. Eragon dudaba que los demás pudieran reconocerla.

Por todo el territorio se extendió la oscuridad, mientras la punta de la torre brillaba, convertida en el único punto de luz por encima de la ciudad.

El epitafio más apropiado

Tras la victoria de Urû’baen, a Eragon los meses se le pasaron rápida y lentamente a la vez. Rápidamente, porque Saphira y él tenían muchas cosas que hacer, y raro era el día en que no llegaban al anochecer exhaustos. Y lentamente, porque seguía sintiendo que no tenía un objetivo —a pesar de las numerosas tareas que le asignaba la reina Nasuada— y porque le parecía como si estuvieran pasando el tiempo en el remanso de un río, esperando algo, cualquier cosa, que los devolviera a la corriente principal.

Other books

The Whispering Trees by J. A. White
The Last American Wizard by Edward Irving
Ambushed by Dean Murray
Fire in the Firefly by Scott Gardiner
Welcome to Braggsville by T. Geronimo Johnson