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Authors: Christopher Paolini

Legado (66 page)

BOOK: Legado
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El hombre gruñó, la agarró del otro brazo y la condujo al retrete.

Mientras ella entraba, él se dirigió de nuevo hacia donde estaba la bandeja, refunfuñando.

En cuanto se cerró la puerta, Nasuada sacó la cuchara del vestido y se la colocó entre los labios, sujetándola así mientras se arrancaba un mechón de pelo de la nuca, donde los tenía más largos. Con la mayor rapidez posible, sujetó un extremo del mechón entre los dedos de la mano izquierda y luego lo enrolló sobre los muslos con la palma de la mano, retorciendo los cabellos hasta obtener un único cordón.

Se quedó helada cuando se dio cuenta de que el cordón era demasiado corto. Apurada por la urgencia, ató los extremos y colocó el cordón sobre el suelo.

Se arrancó otro mechón de pelos y los enrolló hasta obtener un segundo cordón, que ató como el primero.

Sabía que solo disponía de unos segundos. Puso una rodilla en el suelo y ató los dos mechones juntos. Entonces cogió la cuchara que llevaba en la boca y, con aquel fino cordel de pelo, se ató la cuchara al exterior de la pierna izquierda, donde quedaría cubierta por el vestido.

Tenía que ponérsela en la pierna izquierda, porque Galbatorix siempre se sentaba a su derecha.

Se puso en pie y comprobó que la cuchara quedara oculta, y entonces dio unos pasos para asegurarse de que no se le caería.

No se cayó.

Aliviada, se permitió emitir un suspiro. Ahora el reto era volver a la losa sin que el carcelero se diera cuenta de lo que había hecho.

El hombre estaba esperándola cuando abrió la puerta del retrete. La miró airado, y sus pobladas cejas se unieron en una sola, formando una única línea recta.

—Cuchara —dijo, mascando la palabra con la lengua como si fuera un trozo de patata demasiado cocida.

Ella levantó la barbilla y señaló hacia atrás, al retrete.

Él frunció aún más el ceño. Entró en el baño y examinó con cuidado las paredes, el suelo, el techo y todo lo demás antes de salir pesadamente. Volvió a chasquear los dientes y se rascó la enorme cabeza, con aspecto de no estar muy contento y —pensó Nasuada—algo dolido porque hubiera tirado la cuchara. La había tratado con amabilidad, y sabía que aquel pequeño gesto desafiante le extrañaría y le enfadaría.

Venció la tentación de apartarse cuando lo vio acercarse, ponerle las gruesas manos sobre la cabeza y pasarle los dedos por el cabello.

Al no encontrar la cuchara, dejó caer la cabeza. La agarró del brazo y la condujo hasta el pedestal, donde volvió a atarle las correas.

Entonces, con gesto hosco, recogió la bandeja y salió de la habitación.

Nasuada esperó hasta estar completamente segura de que se había ido antes de estirar los dedos de la mano izquierda y, centímetro a centímetro, levantarse el borde del vestido.

Una gran sonrisa le iluminó el rostro cuando sintió el contacto del extremo de la cuchara en la punta del dedo índice.

Ahora ya tenía un arma.

Una corona de hielo y nieve

Cuando los pálidos rayos de luz del alba cayeron sobre la superficie del rizado mar, iluminando las crestas de aquellas olas translúcidas

—que brillaban como si fueran de cristal tallado—, Eragon emergió de sus ensoñaciones y miró al noroeste, movido por la curiosidad de ver lo que revelaba aquella luz de las nubes que se formaban a lo lejos.

Lo que presenció era desconcertante: las nubes cubrían casi la mitad del horizonte, y los penachos más altos parecían tener la altura de las montañas Beor. Saphira no podría superarlas por arriba. El único fragmento de cielo abierto era el que tenía tras ella, e incluso aquel estaba desapareciendo a medida que se cerraban los brazos de la tormenta.

Tendremos que atravesarla volando
—anunció Glaedr, y Eragon sintió la inquietud de Saphira.

¿Por qué no intentamos rodearla?
—preguntó ella.

A través de Saphira, Eragon percibió que Glaedr examinaba la estructura de las nubes.

No quiero que te desvíes demasiado del rumbo
—dijo por fin el dragón dorado—.
Aún tenemos muchas leguas por delante, y si te fallan las fuerzas, puedes…

Entonces puedes dejarme energía tú para mantenerme a flote.

Hmff. Aun así, es mejor que seamos prudentes. He visto tormentas como esta antes. Es más grande de lo que te crees. Para rodearla tendrías que volar tan al oeste que acabarías más allá de Vroengard, y probablemente te llevaría un día más llegar a terreno firme.

Vroengard no está tan lejos
—objetó ella.

No, pero el viento hará que vayamos más lentos. Además, el instinto me dice que la tormenta se extiende hasta la isla. De uno u otro modo, tendremos que atravesarla. No obstante, no hace falta que lo hagamos por el centro. ¿Ves ese agujero entre dos pequeñas columnas de nubes al oeste?

Sí.

Ve hacia allí, y quizás encontremos un paso seguro a través de las nubes.

Eragon se agarró a la parte delantera de la silla mientras Saphira hundía el hombro izquierdo y giraba al oeste, emprendiendo rumbo hacia el agujero que le había indicado Glaedr. Cuando recuperaron la horizontal, se frotó los ojos; luego se giró y sacó una manzana y unas tiras de carne seca de las bolsas que llevaba detrás. Era un desayuno escaso, pero tenía poca hambre, y cuando comía demasiado y volaba, a menudo se mareaba.

Mientras comía, se dedicó a mirar las nubes y las brillantes aguas del mar. Le inquietó que no hubiera nada más que agua bajo sus pies y que la costa más próxima estuviera —calculó— a más de ochenta kilómetros. Se estremeció al imaginarse cayendo en picado en las frías profundidades del mar. Se preguntó qué habría en el fondo, y se le ocurrió que con la magia probablemente podría viajar por el lecho marino y descubrirlo, pero aquello no era buena idea. El fondo del mar era un lugar demasiado oscuro y peligroso para su gusto. No le pareció el sitio indicado para alguien como él. Más valía dejárselo a las extrañas criaturas que vivieran bajo las aguas.

Al ir avanzando la mañana se hizo evidente que las nubes estaban más lejos de lo que les había parecido al principio y que, tal como había dicho Glaedr, la tormenta era más grande de lo que pensaban Eragon y Saphira.

Empezó a soplar un suave viento de cara y a la dragona empezó a costarle algo más avanzar, pero siguió haciéndolo a buen ritmo.

Cuando aún estaban a unas leguas del extremo de la tormenta, Saphira sorprendió a Eragon y a Glaedr lanzándose hacia abajo y volando cerca de la superficie del agua.

Al verla descender, Glaedr reaccionó:

Saphira, ¿qué te propones?

Tengo curiosidad
—respondió—.
Y me gustaría descansar las alas antes de penetrar en las nubes.

Sobrevoló las olas, casi rozándolas, con su reflejo debajo y su sombra por delante, reflejando cada movimiento como dos compañeros fantasmas, uno oscuro y otro claro. Entonces giró las alas y, con tres rápidos aleteos, redujo la velocidad y se posó sobre el agua. Al hundir el pecho en las olas se levantaron dos abanicos de espuma que salieron despedidos a los lados del cuello, rociando a Eragon con centenares de gotas de agua.

El agua estaba fría, pero, después de tanto tiempo en las alturas, el aire tenía una calidez muy agradable. Eragon se desabrochó la capa y se quitó los guantes.

Saphira plegó las alas y se quedó flotando tranquilamente, balanceándose con el vaivén de las olas. Eragon vio varias aglomeraciones de algas marrones a su derecha. Las plantas se ramificaban como arbustos y tenían unas bolsitas del tamaño de una baya en los puntos donde nacían las ramificaciones.

Muy por encima, cerca de la altura a la que estaba antes Saphira, Eragon avistó un par de albatros con las puntas de las alas negras que se alejaban de la enorme pared de nubes. Aquella imagen no hizo más que preocuparle aún más; las aves marinas le recordaban aquella vez que había visto a una manada de lobos corriendo junto a un grupo de ciervos, huyendo de un incendio en los bosques de las Vertebradas.

Si tuviéramos el mínimo sentido común
—le dijo a Saphira—,
daríamos media vuelta.

Si tuviéramos el mínimo sentido común, nos iríamos de Alagaësia y no volveríamos nunca más
—respondió ella.

Arqueando el cuello, sumergió el morro en el agua del mar, sacudió la cabeza y sacó la lengua de un rojo encendido varias veces, como si hubiera probado algo desagradable.

Entonces Eragon percibió la sensación de pánico de Glaedr, y en el interior de su mente oyó el grito del viejo dragón:

¡Despegad! ¡Ahora, rápido! ¡Despegad!

Saphira no perdió un momento en hacer preguntas. Con un estruendo atronador, abrió las alas y las agitó, elevándose sobre el agua.

Eragon se inclinó hacia delante y se agarró a la silla para evitar caerse hacia atrás. El aleteo de las alas de Saphira levantó una cortina de bruma que le cegó por un momento, así que usó la mente para intentar ver lo que tanto le había alarmado a Glaedr.

Desde muy abajo algo se elevaba hacia el vientre de Saphira a una velocidad superior a lo que Eragon imaginaba posible, y de pronto sintió algo que era frío y enorme… y que se movía dominado por un hambre atroz e insaciable. Intentó ahuyentarlo, repelerlo, pero la criatura era extraña e implacable, y no parecía afectarle nada de lo que hiciera. En los profundos y oscuros recovecos de su conciencia pudo ver recuerdos de innumerables años pasados en los que acechaba en las aguas heladas del mar, cazando, y huyendo de otros cazadores.

Eragon sintió un miedo creciente y buscó a tientas la empuñadura de
Brisingr
en el momento en que Saphira se liberaba del abrazo del agua y empezaba a ascender.

¡Saphira! ¡Rápido!
—le gritó en silencio.

Ella fue ganando velocidad y altura poco a poco, pero de pronto surgió del mar una erupción de agua y espuma, y Eragon vio unas brillantes mandíbulas grises que se abrían paso entre los espumarajos. Aquella boca era tan grande que habría podido tragarse un caballo con su jinete de un bocado, y estaba llena de cientos de dientes de un blanco reluciente.

Saphira era consciente de lo que veía Eragon, y viró violentamente a un lado intentando escapar de las enormes fauces, rozando el agua con la punta del ala. Un instante más tarde, el chico oyó y sintió el chasquido de las mandíbulas de la criatura al cerrarse.

Los dientes, afilados como agujas, no alcanzaron la cola de Saphira por unos centímetros.

Cuando el monstruo cayó de nuevo al agua, pudo ver algo más de su cuerpo: la cabeza era larga y angulosa. Tenía una prominente cresta huesuda sobre cada uno de los ojos, y de la parte externa de cada cresta le salía una especie de apéndice áspero que Eragon supuso que tendría más de dos metros. El cuello de la criatura le recordó el de una serpiente gigantesca. Por lo poco que se veía del torso, era liso y poderoso, y tenía aspecto de ser increíblemente robusto. A los lados del pecho presentaba un par de aletas como remos que se agitaban, inútiles, en el aire.

La criatura cayó sobre un costado, levantando un segundo espumarajo aún mayor.

Justo antes de que las olas cubrieran la silueta del monstruo, Eragon miró en el interior del ojo que tenía orientado hacia arriba, que era negro como una gota de alquitrán. La maldad que contenía —el odio descarnado, la furia y la frustración que percibió en la mirada fija de la bestia— le hicieron temblar y, por un momento, deseó encontrarse en el centro del desierto de Hadarac, puesto que tenía la sensación de que solo allí estaría a salvo del hambre ancestral de aquella criatura.

Con el corazón aún acelerado, soltó la empuñadura de
Brisingr
y se desplomó en la silla.

—¿Qué era eso?

Un Nïdhwal
—dijo Glaedr.

Eragon frunció el ceño. No recordaba haber leído sobre nada parecido en Ellesméra.

¿Y qué es un Nïdhwal?

Son raros, no se suele hablar mucho de ellos. Son al mar lo que los Fanghurs son al aire. Ambos están emparentados con los dragones. Aunque las diferencias en aspecto son mayores, los Nïdhwals están más próximos a nosotros que los ruidosos Fanghurs.

Son inteligentes, e incluso tienen una estructura similar al eldunarí en el interior del pecho, lo que creemos que les permite permanecer sumergidos mucho tiempo y a grandes profundidades.

¿Pueden respirar fuego?

No, pero al igual que los Fanghurs, a menudo usan el poder de la mente para incapacitar a sus presas, algo que ha sido la ruina de más de un dragón.

¿¡Se comerían a uno de los suyos!?
—exclamó Saphira.

Para ellos, no nos parecemos en nada
—respondió Glaedr—.
Pero sí que se comen entre ellos, motivo por el que hay tan pocos. No tienen ningún interés en lo que pueda pasar fuera de su reino, y todos los intentos por razonar con ellos han fracasado. Es raro encontrar a uno tan cerca de la orilla. Había un tiempo en que solo se les encontraba a varias jornadas de vuelo de la costa, donde el mar es más profundo. Parece que se han vuelto más atrevidos o que están más desesperados desde la caída de los Jinetes.

Eragon volvió a estremecerse al recordar la sensación que le había producido la mente del Nïdhwal.

¿Por qué ni Oromis ni tú nos hablasteis de ellos?

Hay muchas cosas que no os enseñamos, Eragon. Teníamos un tiempo limitado, y lo mejor era emplearlo en prepararte para luchar contra Galbatorix, no contra todas las criaturas oscuras que acechan por las regiones inexploradas de Alagaësia.

Así pues, ¿hay otras cosas como los Nïdhwals que no conocemos?

Unas cuantas.

¡Pues háblanos de ellas, Ebrithil!
—le instó Saphira.

Haré un pacto contigo, Saphira, y contigo, Eragon. Dejemos pasar una semana, y si aún seguimos vivos y libres, estaré encantado de pasarme los próximos diez años hablándoos de todas las razas que conozco, hasta la última variedad de escarabajo, de los que hay muchísimas especies. Pero hasta entonces, concentrémonos en la tarea que nos ocupa. ¿Estamos de acuerdo?

Eragon y Saphira aceptaron a regañadientes, y no volvieron a hablar del tema.

El viento de cara aumentó y se convirtió en un vendaval borrascoso a medida que se acercaban a la tormenta, obstaculizando el vuelo de Saphira hasta hacerla volar a la mitad de su velocidad habitual. De vez en cuando, unas ráfagas violentas la sacudían y a veces la frenaban unos momentos. Siempre sabían cuando iban a llegar las ráfagas, ya que veían un reflejo sobre la superficie del agua, como si se cubriera de escamas plateadas.

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