Authors: Brian Weiss
Éste fue el final. Elizabeth decidió descansar. Pensé que los mensajes de Catherine eran muy parecidos a los de Elizabeth. La habitación estaba fría cuando Catherine transmitía aquellos mensajes, al igual que cuando lo hacía Elizabeth. Sus palabras me hicieron reflexionar. Curar es unirse, anular las barreras. La separación es lo que produce dolor. ¿Por qué será que a la gente le cuesta tanto entender este concepto?
Aunque he conducido más de mil regresiones individuales a vidas pasadas y otras muchas colectivas, personalmente sólo he experimentado seis. He tenido algunos recuerdos en sueños vívidos y durante un tratamiento de digitopuntura. Describo algunas de estas experiencias en mis primeros libros.
Cuando Carole, mi mujer, terminó un curso de hipnoterapia para completar sus clases prácticas como asistenta social, fui su paciente en algunas sesiones de regresión a vidas anteriores. Yo quería vivir esta experiencia con alguien que me inspirara confianza y que estuviera bien preparado.
Durante años había hecho meditación, así que entré rápidamente en un profundo trance. Los primeros recuerdos que empezaron a fluir por mi mente eran visuales y vívidos, como las imágenes de mis sueños.
Me vi a mí mismo como un hombre joven de una rica familia judía de Alejandría, en los tiempos de Cristo. De alguna manera yo sabía que nuestra comunidad había ayudado a financiar las inmensas puertas de oro del Gran Templo de Jerusalén. Había estudiado griego y la filosofía de la Grecia antigua, especialmente a los discípulos de Platón y Aristóteles.
Recordé un episodio de la vida de este joven, cuando intenté ampliar mis conocimientos del mundo clásico visitando las comunidades clandestinas que había en los desiertos y las cuevas del sur de Palestina y del norte de Egipto.
Cada comunidad era una especie de centro de aprendizaje, en general sobre temas místicos y esotéricos. Algunas de ellas probablemente eran esenias.
Viajaba muy ligero de equipaje, con algunas provisiones y poca ropa. Casi todo lo que necesitaba me lo iban proporcionando por el camino. Mi familia era adinerada y conocida entre aquella gente.
Fui adquiriendo cada vez con más rapidez y entusiasmo una sabiduría espiritual que me hizo disfrutar mucho del viaje.
Durante varias semanas viajé de comunidad en comunidad acompañado por un hombre de mi edad. Era más alto que yo y tenía unos ojos marrones de mirada intensa. Ambos llevábamos una túnica y un turbante en la cabeza. Él emanaba mucha paz, y cuando estudiábamos juntos con los sabios de los pueblos, absorbía con mucha más intensidad y rapidez que yo todo lo que nos enseñaban. Después, me daba clases alrededor de la hoguera cuando acampábamos juntos.
Al cabo de unas semanas nos separamos. Yo fui a estudiar a una pequeña sinagoga cerca de la Gran Pirámide y él se dirigió al oeste.
Muchos de mis pacientes, incluyendo a Elizabeth y Pedro, han recordado vidas en la antigua Palestina, y también en Egipto.
Aquellas imágenes fueron para mí, al igual que para ellos, increíblemente vívidas y reales.
Tú que eres joven y te crees olvidado de los dioses, sabe que si te vuelves peor te reunirás con las almas inferiores, y que si te haces mejor te reunirás con las superiores, y que en la sucesión de vidas y muertes te tocará padecer lo que te corresponda a manos de tus iguales. Esta es la justicia del cielo.
A veces, los acontecimientos más importantes de la vida se nos echan encima antes de que seamos conscientes de su existencia, como una pantera que se nos acerca sigilosamente. ¿Cómo es posible que no nos hayamos percatado de algo de tal envergadura? El camuflaje es psicológico.
La negación, el hecho de no ver lo que está ante nuestros ojos, porque en realidad no lo queremos ver, es el mayor de los disfraces. A esto hemos de añadirle el cansancio, las distracciones, las racionalizaciones, la evasión y, en general, todos los procesos mentales que se interponen en nuestro camino. Afortunadamente, la persistencia del destino puede eliminar estos impedimentos y distinguir lo que necesitamos ver, el primer plano que sobresale del fondo, como si pudiéramos atisbar a la primera los dibujos en tres dimensiones del «ojo mágico».
Durante los últimos quince años he tratado a muchas parejas y familias que se han visto por separado compartiendo vidas pasadas. En otras ocasiones he inducido a regresión a parejas que simultáneamente y por primera vez se han visto relacionándose en la misma vida anterior. Este descubrimiento suele ser chocante para ambas partes, pues nunca antes han experimentado nada parecido. Mientras las escenas se van revelando, ellos permanecen en silencio sentados en mi consulta. Después, cuando emergen del estado hipnótico, descubren que han estado contemplando los mismos hechos y experimentando sensaciones paralelas. Sólo entonces me doy cuenta de su relación en esa vida anterior.
Pero con Elizabeth y Pedro todo fue a la inversa. Sus respectivas historias y sus vidas pasadas se iban revelando de mf1nera paralela pero por separado en mi despacho. No se conocían entre sí. Nunca se habían visto en esta vida. Pertenecían a países y culturas diferentes. Acudían a mi consulta en días distintos. Habiéndolos tratado independientemente y sin sospechar en ningún momento que pudiera existir un vínculo entre ellos, no me di cuenta de su relación. Se habían amado y perdido mutuamente a través de sus vidas anteriores.
¿Por qué no lo vi antes? ¿Podía incluso ser ése mi destino? ¿Convertirme en una especie de casamentero cósmico? ¿Estaba distraído, cansado, o negaba la realidad? ¿Descartaba de un modo racional las «coincidencias»? O tal vez la idea me vino a la mente en el momento adecuado, tal y como estaba planeado. Se me ocurrió aquella misma noche. «¿Eli?» Era Elizabeth. Se lo había oído decir a ella, semanas antes, en mi consulta. Sin ninguna duda, era Elizabeth.
Ese día, unas horas antes, Pedro no podía recordar su nombre. En pleno trance hipnótico, se había trasladado a una vida pasada, una vida que había evocado en otra ocasión en mi consulta. En ella, había muerto después de ser arrastrado por unos soldados vestidos de cuero. Su vida se consumía poco a poco mientras su cabeza reposaba sobre el regazo de su querida hija, que le acunaba con desespero.
En esa sesión Pedro regresó de nuevo a aquella vida. Tal vez todavía tenía que aprender de ella. Volvió a verse moribundo en los brazos de su hija, mientras su vida se iba apagando. Le pedí que la mirara muy de cerca, fijamente a los ojos, y que observara si podía reconocerla como alguien de su vida actual.
—No —respondió entristecido—. No la conozco.
—¿Sabes cómo te llamas? —le pregunté intentando centrar por completo su atención en aquella vida anterior en Palestina.
—No —dijo finalmente después de quedarse unos momentos pensando.
—Te daré unas cuantas palmadas en la frente mientras cuento hacia atrás de tres a uno. Deja que el nombre entre fugazmente en tu mente, en tu conciencia. Cualquier nombre que recibas será válido.
No se le ocurrió ninguno.
—No sé cómo me llamo. ¡No me viene nada a la mente!
Pero algo de pronto irrumpió en mi mente, como una explosión silenciosa, algo vívido y claro.
—¡Eli! —dije gritando—. ¿Te llamas Eli?
—¿Cómo lo sabes? —contestó desde las profundidades ancestrales—. Ése es mi nombre. Algunos me llaman Elihu y otros Eli... ¿Cómo lo sabes? ¿Tú también estabas allí?
—No lo sabía –le contesté honestamente—. Se me acaba de ocurrir.
Estaba muy sorprendido por lo que acababa de pasar. ¿Cómo podía yo saberlo? En el pasado había tenido destellos «psíquicos» o intuitivos, aunque no a menudo. En este caso parecía que estaba recordando algo y no recibiendo un mensaje «psíquico». Pero ¿recordando desde qué momento? No podía situarlo. Mi mente hizo un esfuerzo para recordar, pero no lo conseguí.
Sabía por experiencia que era mejor que no me esforzara más por recordar. «No te preocupes tanto —me dije a mí mismo—, ve haciendo tus cosas, ya verás cómo obtendrás la respuesta en poco tiempo y de un modo espontáneo.»
Este extraño rompecabezas no estaba completo. Le faltaba una pieza importante sin la cual no podía realizar la conexión esencial. Sí, pero ¿una conexión con qué? Intenté, en vano, concentrarme en otras cosas.
Un poco más tarde, esa misma noche, me vino de pronto a la mente la pieza que andaba buscando. De golpe, fui consciente de ello.
Era Elizabeth. Hacía dos meses, había recordado una vida pasada en la que había sido hija de un alfarero en la antigua Palestina. Unos soldados romanos habían matado «accidentalmente»a su padre después de haberle arrastrado atado a un caballo. Los soldados no dieron ninguna importancia a lo que le había ocurrido. Destrozado y sangrante, murió lentamente acunado por su hija sobre una calle polvorienta. En aquella vida Elizabeth había recordado su nombre: Eli.
Mi mente empezó a trabajar a toda prisa. Los detalles de cada una de las dos vidas en Palestina cuadraban. Los recuerdos evocados por Pedro y Elizabeth concordaban a la perfección. Las descripciones físicas, los hechos y los nombres eran los mismos en ambos casos. Padre e hija.
He trabajado con mucha gente, por lo común parejas, que se han encontrado en vidas pasadas. Muchas personas han reconocido a sus almas gemelas viajando con ellas a través del tiempo y se han reunido una vez más en su vida actual.
Nunca me había encontrado con almas gemelas que todavía no se hubieran encontrado en su vida actual. En este caso, _e trataba de almas gemelas que habían viajado durante .casi dos mil años para reunirse de nuevo. Finalmente había llegado el momento en que pese a estar muy cerca el uno del otro todavía no se habían encontrado.
A falta de los historiales de cada uno, que me había dejado en la consulta, intenté recordar en casa si Elizabeth y Pedro habían compartido otras vidas en el pasado. Al menos una, pero no en las rutas de los mercaderes de la India, ni en los manglares de Florida, ni en Hispanoamérica, amenazado por la malaria, ni en la antigua Irlanda. Éstas fueron las únicas vidas que pude recordar.
Otro pensamiento se apoderó de mí. Tal vez sí que habían estado juntos en algunas o todas aquellas vidas, pero no se habían reconocido, pues no se habían visto en el presente. No había ningún rostro, ni nombre ni punto de referencia en su vida actual, nadie que conectara con ciertas personas de sus encarnaciones anteriores.
Poco después me acordé de la vida que Elizabeth había pasado en el oeste de China, de las llanuras erosionadas por el tiempo, donde su gente fue masacrada y ella y otras mujeres fueron capturadas. Pedro había vuelto a esas mismas llanuras, que había localizado en Mongolia, para reunirse con su familia, sus parientes y su gente, que resultaron estar todos muertos.
En medio del caos, la aniquilación y la desesperación de aquel recuerdo, Pedro y yo dimos por hecho que su mujer había sido asesinada. Pero no fue así. Había sido capturada y secuestrada, y nunca más pudo volver a los cálidos brazos de su marido. Ahora, aquellos brazos habían vuelto, después de atravesar las peligrosas nieblas del tiempo, para abrazarla de nuevo, para estrecharla dulcemente contra su pecho. Pero ellos todavía lo ignoraban. Sólo yo lo sabía.
Padre e hija. Amigos en la infancia. Marido y mujer. ¿Cuántas otras veces habían compartido sus vidas y su amor en el pasado?
Estaban juntos de nuevo, pero no lo sabían. Los dos se sentían solos y sufrían cada uno a su manera. Ambos estaban muertos de hambre sin saber que les aguardaba un banquete.
Las «leyes» de la psiquiatría me coaccionaban enormemente, y más todavía las sutiles reglas del karma. La ley más estricta es la de respetar la intimidad y no traicionar la confianza de los pacientes. Si la psiquiatría fuera una religión, violar esta ley equivaldría a cometer un pecado mortal. Como mínimo constituiría un acto de negligencia. Yo no podía contarle a Pedro nada de Elizabeth, ni a ella nada de él. Lo que podía ocurrir al violar la ley fundamental de la psiquiatría era evidente, dejando aparte las consecuencias espirituales o kármicas por el hecho de entrometerse en el libre albedrío de otra persona.
Las consecuencias espirituales no me hubieran hecho desistir. Podía presentarlos y dejar que el destino se ocupara del resto. Fueron las consecuencias psiquiátricas las que me coartaron.
¿Qué ocurriría si estaba equivocado? ¿Y si se iniciaba una relación entre ambos y luego se echaba a perder? Esto podía despertar en ellos la ira y la amargura. ¿En qué medida afectaría a sus sentimientos hacia mí, su terapeuta de confianza? ¿Y si su estado empeoraba? ¿Acaso todo el trabajo terapéutico iba a ser en vano? Los riesgos eran claros.
También tuve que examinar mis motivos subconscientes. Quizá la necesidad de ver mejorar a mis pacientes emocional y físicamente y de que encontraran paz y amor en su vida influía en el criterio que iba a adoptar. ¿Acaso mis propias necesidades me impulsaban a traspasar la barrera de la ética psiquiátrica?
La opción más fácil era no meterme en camisa de once varas y callar. Si no se hace nada, no hay consecuencias. Ante la duda, abstente.
En otra ocasión también me resultó muy difícil tomar una decisión: ¿debía escribir el libro
Muchas vidas, muchos maestros,
o no? Publicar ese libro podía poner en peligro mi carrera
pro
fesional en todos los aspectos. Tras cuatro años de dudas, decidí hacerlo.
Una vez más, elegí el riesgo. Decidí intervenir, desafiar ligeramente al destino. Como concesión a mi preparación y a mis miedos, lo haría del modo más cuidadoso y sutil posible.
Las escenas y detalles de las épocas históricas que evocaron Elizabeth, Pedro y otros de mis pacientes son muy similares. Estas imágenes no son necesariamente como las que nos enseñaron en la .escuela o las que aparecen en los libros de historia o en la televisión.
Se parecen porque provienen de recuerdos reales. Carolina Gómez, que fue Miss Colombia y quedó segunda en el concurso de Miss Universo de 1994, recordó durante una regresión filmada una escena de una vida anterior en la que era un hombre desnudo, arrastrado por caballos romanos, que perdía la vida. Esta muerte se parece a la que recordó Pedro. Otros pacientes también recordaron muertes provocadas por caballos que arrastraban su cuerpo, no sólo en la época romana sino también, desgraciadamente, en muchas otras culturas.