Tal vez él podría ayudarlos. Podrían organizar una inspección del Auberge des Deux Vallées sin que se enterase el alcalde para que así al menos los ingleses pudieran disponer de la documentación a tiempo en caso de que por algún azar lograran reunir el dinero necesario para terminar las obras pendientes antes de finales de enero.
Al cabo de media hora de prudente conducción, madame Dubois se encontraba en la oficina del jefe del cuerpo de bomberos situada en el centro de Foix. En el vestíbulo le habían indicado que subiera al primer piso. Las cajas de papeles se apilaban en el borde de cada escalón y en el pasillo, bloqueando las salidas de incendios y creando un potencial peligro. Qué ironía, que aquél fuera el departamento responsable de velar por la seguridad en los puestos de trabajo.
—¡Brigitte! —exclamó monsieur Gaillard al verla aparecer en la puerta—. ¡Hacía una eternidad que no te veía!
Cuando la besó en ambas mejillas aspiró el sutil aroma de una cara loción de afeitado. No había cambiado. Tenía quizás unas cuantas canas más en las sienes y algunas arrugas más en el curtido rostro, pero aún se le veía en forma y no había perdido el brillo en la mirada.
—Hola Didier —lo saludó, algo cohibida, mientras él la invitaba a sentarse—. ¿Cómo va todo?
Él esbozó una sardónica sonrisa y, sentándose, abarcó con el gesto la avalancha de papeles que se acumulaban en su escritorio amenazando con desbordarse hasta el suelo.
—¡Con mucho trabajo!
—¿Y Colette?
Didier Gaillard hundió la cabeza, al tiempo que se esfumaba su sonrisa.
—Nos hemos divorciado. Ya sabes cómo son esas cosas. Los chicos se fueron de casa, nos fuimos distanciando… —Se encogió de hombros, como si de repente tomara conciencia del tópico en el que encajaba su situación.
Brigitte no sabía cómo era aquello, puesto que nunca había sucumbido al matrimonio a pesar de las diversas proposiciones que había tenido. Aquejada por una repentina sensación de embarazo, dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Acabo de encontrarme con tu hijo cerca de St. Girons.
—¿Con Nicolás? No estaría de servicio, espero.
Entonces fue Brigitte la que se encogió de hombros mientras lo miraba con una fresca sonrisa.
—Me ha dejado marchar con una amonestación.
Monsieur Gaillard emitió una carcajada cuando le dispensó la recatada mirada que tan buen resultado le había dado con su hijo.
—Sigues siendo la misma de siempre. ¿Y qué te ha traído por aquí?
—Bueno, tengo que pedirte un favor. Es un poco complicado, pero quizá tú puedas ayudarnos.
—Adelante.
—¿Conoces el Auberge des Deux Vallées, de Fogas?
La expresión se le ensombreció mientras se avivaba el agrio regusto que aquella inspección le había dejado en la boca.
—Más de lo que quisiera. El alcalde es bastante granuja.
—¿Querrías ayudar a los propietarios?
Intrigado, monsieur Gaillard inclinó el torso sobre el escritorio, mandando una cascada de papeles al suelo.
—¡Cuéntame! —la animó, haciendo caso omiso del desorden.
Brigitte expuso meticulosamente su plan y cuando abandonó el edificio al cabo de media hora, veía con mucho más optimismo el futuro de la pareja de ingleses que había conocido aquel día.
«La pasión», pensó mientras subía al coche. Stephanie Morvan tenía razón: la pasión era lo más importante.
—¿
Q
uiere que encienda la estufa en la oficina del alcalde? —preguntó Céline, la sufrida secretaria del Ayuntamiento de Fogas.
Pascal Souquet acusó la pregunta como un agravio. ¿Acaso era necesario que hiciera hincapié en que aquella era la oficina del alcalde?
—¡No! —espetó—. ¡No pienso permitir que se queden mucho rato!
Pasó delante de ella y cerró la puerta, con lo cual se perdió el teatral gesto de exasperación de su subordinada, que ya tenía lista la carta de dimisión por si acaso aquel odioso teniente de alcalde lograba culminar algún día sus aspiraciones políticas.
Pascal no tenía, sin embargo, conciencia de ello mientras recorría entre árticas temperaturas la espaciosa habitación que normalmente se circunscribía a los dominios de Serge Papon. Contemplaba aquella cita con sentimientos encontrados. Por una parte, le fastidiaba que el alcalde lo hubiera vuelto a convocar en el último momento para representarlo. Aquello venía ocurriendo con demasiada frecuencia durante las últimas semanas y el alcalde no había dado ninguna explicación sobre sus repentinas ausencias, aunque los rumores se habían desatado puesto que todo el mundo sabía que su esposa no estaba en casa. Por otro lado, a Pascal le encantaba que lo dejaran como responsable, sobre todo en la reunión que iba a celebrar esa mañana.
Se acercó a la ventana y observó el pueblo de Fogas, prendido a las curvas de la carretera, sintiendo el hormigueo de la ambición en las venas.
¿Cuánto tiempo quedaba, pensó, para que pudiera asumir el control absoluto? Faltaban cinco años para las próximas elecciones municipales. No estaba seguro de que pudiera resistir durante tanto tiempo las idiotas maquinaciones de Serge Papon, ni tampoco la bobalicona afabilidad de Christian Dupuy.
No eran más que unos campesinos.
Dando la espalda a la ventana, se frotó las manos para luchar contra el frío.
Claro que, tal como había señalado Fatima, existía otra posibilidad: quizás el actual alcalde había perdido el rumbo. Su conducta de los últimos tiempos estaba suscitando inquietud en el municipio porque el Ayuntamiento, que ya era lento de por sí en la prestación de servicios, estaba funcionando a mínimos. Philippe Galy había llamado por teléfono el día anterior furioso por la cancelación de última hora de la reunión municipal, que le acarreaba por segunda vez una demora en la obtención del permiso que necesitaba.
La verdad era que en el municipio no se necesitaba ningún alojamiento de casa rural. Por iniciativa propia, Pascal habría vetado la solicitud, pero Fatima le había aconsejado que tuviera cuidado, alegando que Philippe Galy era una incógnita en su actuación como concejal y que más le convenía granjearse su voto en un futuro.
No le faltaba razón, pero ¡cómo le costaba tener que andarse con miramientos con aquellas personas insignificantes!
De todas formas, si el alcalde persistía en su errática actuación, Pascal podría acabar instalado de manera permanente en su oficina en lugar de ir a atender en el último minuto. A partir de ahí tendría el camino despejado para acceder a nuevas metas, tal vez en el Consejo General de Foix o incluso en el Consejo Regional de Toulouse. Entonces, con ese tipo de poder no tendría que tener en cuenta a nadie. ¡Excepto a Fatima, por supuesto!
El ruido de voces en la habitación de al lado lo sacó de su ensimismamiento. Se sentó ante el gran escritorio encarado a la ventana, procurando adoptar un aire de dominio pese a que se sentía algo empequeñecido por las dimensiones del despacho. Oyó que Céline le decía a alguien que pasara, omitiendo sin duda por pereza levantarse para ir a abrir la puerta. Luego oyó que llamaban con los nudillos y a continuación entraron monsieur y madame Webster.
—
Bonjour
—lo saludó monsieur Webster con un asomo de sorpresa en la voz al ver al teniente de alcalde esperándolos.
Los miró sentarse, incómodos e inseguros, regocijándose por adelantado. Cómo iba a disfrutar durante los próximos minutos con el poder de oírlos suplicarle, porque estaba seguro de que a eso habían venido.
—¿Dónde está el alcalde? —preguntó monsieur Webster con la brusquedad típica de quien no habla su propia lengua y no ha adquirido el vocabulario de la diplomacia.
—¡No está disponible! —espetó Pascal, viendo interrumpido el placer de la expectativa.
—¿No está disponible? —intervino madame Webster, acabando de irritar a Pascal con su marcado acento cargado de consonantes que convertía las inflexiones inherentes a su idioma en una basta y pesada cacofonía.
—¿En qué puedo servirles? —inquirió, sin hacerse eco de su pregunta, desplegando los largos dedos frente a sí mientras se arrellanaba en su asiento.
Madame Webster insistió, sin embargo, con voz más estridente que antes.
—Perdone. Tenemos una cita con el alcalde. Explique, por favor, ¿dónde está?
Pascal volvió despacio la cabeza, esperando que Lorna se amilanara ante él. Lejos de amedrentarse, ella se inclinó aún más hacia el escritorio y con el rabillo del ojo vio que monsieur Webster le apoyaba una mano en el brazo para contenerla.
—Tal como he dicho —respondió con gelidez—, no está disponible. Y ahora, ¿en qué puedo ayudarles?
—Es por la orden de cierre —explicó monsieur Webster mientras su esposa se apoyaba con renuencia en la silla, visiblemente molesta—. Queremos pedir al alcalde que la revuelque.
—¿No querrá decir que la revoque? —corrigió con una complacida sonrisa.
Hizo una pausa como si tomara en cuenta la posibilidad, dejando crecer la tensión. Acto seguido puso fin de golpe, con fruición, a sus esperanzas.
—Me temo que no es posible.
—¿No posible? ¿Por qué?
—Muy simple, su hostal no cumple las normativas de seguridad francesas. En tales circunstancias, sería una irresponsabilidad por nuestra parte permitir que abran el negocio. —Se encogió de hombros con indiferencia.
—¿Es ésa también la opinión del alcalde? —se interpuso madame Webster.
—Madame —contestó Pascal con su más altiva pose, ahuecando las aletas de la nariz—, puede estar segura de que el alcalde y yo hemos hablado de esta cuestión con detenimiento y de que yo le represento hoy cuando les digo que no es posible revocar la orden de cierre.
—¿Lo has captado todo? —preguntó Lorna a Paul, que respondió con la mano, dando a entender que sólo había comprendido a medias.
—¡Creo que básicamente ha dicho que no!
Todavía enfurecido por una acumulación de agravios, Pascal sintió que se le subía la presión presenciando aquel rápido diálogo en inglés ininteligible para él. ¡Cómo se atrevían a hacerle sentir como un extranjero en su propio país!
—¿Algo más? —preguntó, rebosante de condescendencia.
—Sí, una cosa más. —Monsieur Webster consultó el cuaderno que tenía en el regazo para leer la frase que había preparado—. Querríamos solicitar una segunda inspección de seguridad.
Pascal reprimió una sonrisa. Fatima tenía razón. Había previsto que la solicitarían, ya que había escuchado rumores de que iban a pedir una subvención de la Cámara de Comercio. El alcalde le había dado instrucciones sobre lo que debía responder si pedían la revocación de la orden de cierre, pero no había especificado nada en relación a una segunda inspección, de modo que en aquello se consideraba libre de obrar tal y como quisiera. Bueno, tal y como Fatima le había aconsejado más bien.
—Desde luego —respondió con altivez. Luego se puso a consultar ostentosamente la agenda que había en la mesa, recorriendo con los dedos las páginas que iba pasado. Al final levantó la mirada, fijándola en la pareja que aguardaba con expectación—. ¿El miércoles 20 de mayo? ¿Qué tal?
—Ah, no, eso no es posible. Nosotros quiere antes del 28 de enero, por favor.
—Eso es imposible —replicó Pascal con fingida sorpresa—. Tenemos que avisar con un mínimo de tres meses de antelación al grupo de inspectores.
—Pero… pero —farfulló monsieur Webster, tratando de encontrar las palabras—. Esto es una emergencia. Ayúdenos, por favor. Si no inspección… —Calló y miró a su esposa en busca de ayuda.
—Si no inspección antes de 28 de enero, entonces tener que vender —declaró sin rodeos ella, clavando una franca mirada al teniente de alcalde.
—Yo no puedo hacer nada.
—¡Ah, basta ya! —exclamó Lorna, perdiendo por fin la paciencia con la arrogancia del teniente de alcalde—. Estamos perdiendo el tiempo aquí. Vámonos.
Poniéndose en pie con brusquedad, se colgó el bolso del hombro. Mientras su marido le aguantaba la puerta, se volvió hacia el teniente de alcalde.
—Adiós,
monsieur
Souquet —dijo, haciendo un deliberado hincapié en el tratamiento, para resaltar que sólo hacía las veces de suplente.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Pascal pudo oír la risa de hiena de Céline, que resonó como un eco en todo el edificio.
—¡Menudo imbécil! —exclamó enfurecida Lorna, mientras Paul conducía por las difíciles curvas de la carretera de bajada hasta La Rivière.
Dado su mal humor, habían decidido que era mejor que se pusiera él al volante.
—Estoy totalmente de acuerdo —concedió Paul—. Lo malo es que no creo que el alcalde nos hubiera sido más útil.
—¡No, pero al menos él no es un idiota engreído!
Paul rio con aspereza.
—¡No, él es sólo un cabrón manipulador!
Reconociendo que decía la verdad, Lorna se hundió en el asiento, extenuada por la interminable batalla que parecía que estaban librando desde el día en que pusieron los pies en el municipio de Fogas.
—O sea que no van a anular la orden de cierre y por lo tanto, es inútil volver a ir a hablar con los del banco —concluyó con voz cansina.
—Exacto.
—Y sin pasar una inspección antes de finales de enero, no hay ninguna perspectiva de conseguir una subvención.
—De todas maneras tampoco era factible. No habríamos conseguido el dinero para cambiar la caldera y el depósito antes de la fecha límite.
—Supongo que no, pero aun así…
—Ya sé.
—¿Y ahora qué?
—No tenemos muchas opciones —reconoció Paul.
Lorna se volvió a contemplar el bosque como si su espesura tapizada de musgo pudiera revelarle la solución a todos sus problemas. Lo único que sintió, no obstante, fue un creciente mareo. Los árboles se volvieron borrosos y la cabeza empezó a darle vueltas.
—¿Sabes qué? —continuó Paul en un tono más alegre que ella supo que adoptaba con intención de animarla—. Nos tomaremos el resto del día libre. Podríamos ir a Foix o incluso a Toulouse.
Lorna logró esbozar una sonrisa.
—Sería estupendo.
—¡Mierda! —Paul se tocó la cabeza con enojo—. Perdona, me había olvidado. Prometí ir a la tienda esta tarde para colocar el nuevo timbre de la puerta.
—¿No podemos ir después? ¿Cuánto vas a tardar?
—Media hora como máximo.
—Entonces podemos ir cuando termines.
—¿Estás segura? También podría dejarlo para otro momento.