Entre la anestesia y los calmantes Ronie durmió el resto de la mañana. Yo dormité en un sillón junto a él. Pasado el mediodía bajé a almorzar algo. No llamé a nadie para avisar lo que había pasado. Ni a un cliente. Ni a un amigo. Sonó mi celular varias veces pero verifiqué que no era Juani y no atendí. En un momento pensé en llamar a la guardia del club para avisar dónde estábamos, pero enseguida me di cuenta del sinsentido. Tal vez más que un sinsentido fue un presentimiento. Porque cuando estaba terminando mi almuerzo entró al bar del sanatorio Dorita Llambías, que acababa de visitar a una amiga. Se acercó a mi mesa meneando la cabeza. «¡Qué barbaridad lo que pasó, Virginal ¡Qué me contás!» Agarró mi mano por encima de la mesa y la apretó fuerte. Me di cuenta de que no estaba hablando del accidente de Ronie. «¿De qué me estás hablando, Dorita?» «¿Cómo, vos no sabes nada?», dijo y noté en su voz cierta excitación por ser la portadora de la noticia. Se acercó para hablar. «Anoche hubo un accidente en casa de los Scaglia, un problema eléctrico. El Tano, Gustavo Masotta y Martín Urovich aparecieron ahogados en la pileta. Ahogados no, en realidad electrocutados. Parece que se electrocutaron con un alargue.» No terminé de decodificar sus palabras, parecía como si todo lo que nos rodeara se estuviera moviendo alrededor de nosotros. Me agarré de la silla para no caerme. «¡Vos podes creer, gente grande, mojados, andar agarrando cables!» «¿Se electrocutaron los tres?» «Sí, parece que el cable cayó en la pileta y murieron al instante.» Como una película en cámara rápida, pasaron por delante de mí las escenas de la noche anterior. La heladera abierta frente a mí, Ronie entrando a casa después de abandonar la cena de todos los jueves en lo del Tano, la escalera, la terraza, la reposera junto a la baranda, mi reposera junto a la de él, el silencio, las luces en la pileta de los Scaglia, los hielos que se caen al piso y se deslizan, el jazz que suena entre el llanto de los álamos, más de su silencio, mi fastidio, su enojo, la caída en la escalera, su llanto. «Pobre Teresa, y los chicos, ¡quién se vuelve a meter en esa pileta ahora!», dijo Dorita. Pensé en Ronie huyendo de esa casa esa noche como si intuyera la tragedia. Ronie, otro intruso sobreviviente. Ronie como sus clavos. «Cuando Dios no está presente, no está, no hay nada que hacerle, mira qué forma estúpida de venir a morirse, ¿no?» «Muy estúpida», le contesté, y me fui a buscar a mi marido.
A Ronie le dieron el alta a la misma hora en que los cadáveres de sus amigos marchaban en caravana por la Panamericana hacia el cementerio privado. Por los pasillos del sanatorio Virginia arrastraba sin ayuda la silla de ruedas sobre la que trasladaba a su marido enyesado. Así lo había pedido, que nadie los acompañara. Los caminos del jardín del sanatorio hasta el coche le servirían para prepararse a enfrentar lo que se venía, pensó. Cuando estuvieron delante del auto trabó la silla, se puso delante de Ronie, se agachó de cuclillas frente a él y le agarró las manos. «Tengo que decirte algo.» Ronie escuchaba sin decir nada. «Anoche hubo un accidente en la casa de los Scaglia.» Ronie negó con la cabeza. «El Tano, Gustavo y Martín murieron electrocutados.» «No», dijo Ronie. «Fue un accidente lamentable.» «No, no fue…» Ronie intentó pararse, pero cayó inmediatamente sobre la silla. «Tranquilízate, Ronie.» «No, no es así, yo sé que no es así.» Lloró. «El jardinero los descubrió ayer a la mañana en el fondo de la pileta.» Ronie intentó pararse otra vez, Virginia se lo impidió. «Ronie, no podes apoyar la pierna, por la…» «Llévame al cementerio», la interrumpió. «No te va a hacer bien.» «Llévame al cementerio o voy caminando.» Esta vez se paró. Virginia apenas pudo conseguir que no caminara. «¿Estás seguro de que querés ir?» «Muy seguro.» «Entonces vamos juntos», dijo. Ayudó a subir a su marido al auto, luego metió la silla en el baúl, se sentó al volante junto a Ronie, lo miró, le acarició la cara y arrancó a cumplir con su pedido.
Era un día de sol. La primavera se había instalado en los tulipaneros todavía sin hojas pero repletos de grandes flores violeta. Algunos estacionamos sobre la banquina. Quince minutos antes de la hora anunciada el estacionamiento interno ya estaba completo, por lo que habían dispuesto guardias al costado de la ruta para que pudiéramos dejar nuestros autos con tranquilidad. «No te había reconocido. ¿Cambiaste la camioneta?» Estábamos todos. Si es por nombrar, es más fácil enumerar a los ausentes. Los Laurido, de viaje por Europa, «encontras ofertas tiradas con esto que pasó con las Torres Gemelas, la gente quedó paranoica, te tiran los hoteles a precios increíbles, hay que aprovechar»; los Ayala, de visita en lo de su hijo, en Bariloche; Clarita Buzzette, que acababa de salir de una neumonía. Había ido también el plantel completo del personal administrativo de Altos de la Cascada, los profesores de tenis, el
starter
de golf. Nunca nos había pasado algo semejante. Nunca tanta desgracia junta adentro. «No se puede creer…» «Pobre Teresa…» «Fue una descarga eléctrica, ¿no?»
Esperamos junto a la capilla que llegaran los cuerpos. Nos mirábamos unos a otros sin saber qué decir. Pero todos decíamos algo. «Meses que no nos veíamos.» «Esperemos la próxima encontrarnos en circunstancias más alegres.» Alguien preguntó por Ronie y Virginia Guevara. Alguien dijo que esa mañana le daban el alta en el hospital. Especulamos acerca de si Ronie vendría o no al entierro. «No, no creo, sería una experiencia muy traumática para él.» «Pobre, ya bastante tuvo.» «¿Con quién quedaron tus chicos?»
La policía entregó los cuerpos en el menor tiempo posible. Aguirre, el jefe de seguridad de Altos de la Cascada, habló directamente con el comisario. «A su línea privada, es amigo.» No era cuestión de sumarles más dolor a las viudas. El doctor Pérez Bran, un vecino de toda la vida, se ofreció a hablar con el juez interviniente. «¿Y por qué tuvo que intervenir un juez?» «Es lo habitual, hubo tres muertos.» Lo conocía, tenía varias causas tramitándose en su juzgado. Le aseguró que sería un expediente rápido, lo imprescindible en estos casos. La policía hizo las inspecciones de rutina. «¿Homicidio culposo? ¿Pero si no fue culpa de nadie?» Homicidio «sin intención» debería llamarse, la palabra culposo confunde a más de uno. «¿Y por qué homicidio? Tendrían que poner accidente.» «No existe esa figura en el Código.» «¿Qué código?» «Penal.» «Tendrían que agregarla, si es un accidente, es un accidente, ¿por qué no llaman a las cosas por su nombre en este país?» «¿Ésa será la madre del Tano?» «Ni idea.»
Querían escuchar música. Estuvieron escuchando música. Diana Krall, dicen. Pero el Tano la quería más cerca, tiró del cable, el aparato se soltó y el alargue cayó a la pileta. «¿No saltó el disyuntor? ¿Ves que a esos aparatos hay que probarlos como mínimo una vez por año?» «Saltó la térmica, pero cuando ya estaban fulminados.» «¿Qué es la térmica?» «Y uno confiado de que tiene disyuntor…» «Sabes que debe ser la madre, tiene algo del Tano en la cara…» «¿Querés que te diga qué los mató, para mí?» «¿Qué?» «El trabajo ese que hizo Carmen Insúa con las fotos.» «Ay, no seas hija de puta que me haces poner la piel de gallina.»
A las once en punto llegaron los tres cajones. El del Tano, el de Gustavo y el de Martín. Dicen que fue a Teresa a quien se le ocurrió enterrar a los tres en línea. En su ley, dijo. Habían pasado su última noche juntos, como solían hacerlo todos los jueves. Ronie Guevara se había salvado de milagro. Se había ido antes, unos decían que porque se sintió mal, otros que había discutido con el Tano. Fuera cual fuese el motivo, lo cierto es que el destino no lo había elegido para morir esa noche con ellos. «Nadie muere en las vísperas.» «¿De dónde me suena eso?» «Es tal cual».
Teresa se ocupó de todos los arreglos. Antes y durante la ceremonia. Debía estar medicada. Se la veía mal pero serena. Manejaba la situación razonablemente. Dicen que ella pagó la parcela de Martín Urovich. Lala no hubiera podido afrontar ese gasto. Hubo algún cuchicheo entre gente que no era de La Cascada cuando entraron los tres cajones a la capilla. Dicen que eran familiares de Martín, de la rama judía, asombrados por quién había sido elegido para bendecir su paso al otro mundo. Pero nadie dijo nada. Ni siquiera sus padres, que lloraban abrazados. Las tres viudas se sentaron en el primer banco. Teresa y Lala agarradas del brazo. Carla un poco más alejada. Desde el banco de atrás, una amiga que nadie conocía le acariciaba la espalda. Los hijos del Tano y los de Martín lloraban sostenidos por algún pariente o amigo. El cura habló del llamado del Señor, de lo difícil que es entender cuando llama a gente tan joven, y de saber aceptar su sabiduría. Invitó a decir el Padre Nuestro. Lo seguimos quienes pudimos. Pocos, para la cantidad de gente que había ahí adentro. En la parte de «y perdónanos nuestras ofensas…», varios recitaron a la vieja usanza «y perdónanos nuestras deudas…». Y en el murmullo de la plegaria las ofensas se mezclaron con las deudas y quienes nos ofenden con nuestros deudores. Nos santiguamos. Sonó un celular, varios tantearon carteras y bolsillos, pero el timbre siguió sonando. «Hola, estoy en un entierro… te llamo.» Que el Señor reciba a Martín, Gustavo y Alberto en su gloria, dijo el cura. Nos miramos. Alberto no era nadie para nosotros. Dios tenía que recibir al Tano en su gloria. El Tano Scaglia. Después dio los horarios de la misa en su capilla los fines de semana. «La del sábado a las 19 sirve para el domingo, recuerden.» Y acompañó el dolor de los familiares, amigos y deudos. Fue breve. Siempre son breves en esos lugares. Y monocorde, sin entonación, como un juez celebrando el último casamiento del día de su registro. Nadie hubiera soportado mucho más tiempo ahí adentro. Las capillas de los cementerios son muy pequeñas. Y había adentro tres cajones, tres viudas, demasiada gente que no sabía el Padre Nuestro, olor a flores y llantos.
Avanzamos en grupo por el camino de adoquines. A nuestro costado el verde inmaculado del pasto recién cortado. En la marcha se iba agregando gente que había llegado tarde. Todos en silencio. Todos con anteojos negros. Los pasos arrastrados marcaban el sonido que acompañaba a los féretros. Su marcha fúnebre. Algún llanto más agudo que otro. Algún llanto más joven. Llantos de niños. Al final del camino esperaban los tres pozos en el piso. A su costado, las alfombras verdes. Los empleados del cementerio parados junto al mecanismo que bajaría los cajones. Nos fuimos poniendo en círculo alrededor de los pozos abiertos en la tierra. Los administrativos de Altos de la Cascada, los profesores de tenis y el
starter
se mantuvieron un poco más alejados. Alfredo Insúa dijo unas palabras. «No hablo como presidente de Altos de la Cascada, sino como amigo.» Era su primer discurso público después de las elecciones que lo habían consagrado presidente del Consejo de Administración del lugar donde vivíamos. Habló parado junto a Teresa, le agarraba la mano. La madre del Tano gritó en medio de su propio llanto. Y la de Urovich se agachó a abrazar el cajón de su hijo. Habló del dolor que quedaría en La Cascada, «pero también del orgullo de haberlos conocido, de que hubieran sido nuestros vecinos y amigos, de haber compartido con ellos tenis, charlas, caminatas. La historia de Altos de la Cascada lleva impresos sus nombres», dijo. Alguien aplaudió el discurso automáticamente, se sumaron algunas palmas, otros lo siguieron más tímidamente, otros dudaron si en un entierro se aplaude, y al poco rato el aplauso quedó trunco. Los empleados del cementerio giraron las manivelas y los tres cajones bajaron juntos. Otra vez gritó la madre del Tano. Carla se acercó a tirar tierra sobre la tumba de su marido. Los chicos del Tano tiraron las flores que les acercó la nueva mujer de Insúa. La hija de Urovich se abrazó a las piernas de su madre y no quiso mirar mientras el ataúd de su padre bajaba. Alguien se llevó a la madre del Tano. Lala se arrodilló a llorar abrazada a su hija. Dieron unos segundos más para los llantos y luego extendieron las alfombras verdes sobre los pozos abiertos en la tierra. Nos fuimos acercando a besar a las viudas. Primero los más corajudos. Luego a los hijos. Nos abrazábamos entre nosotros. «No se puede creer», decía alguien. «No se puede creer», le respondían.
Poco a poco las tumbas fueron quedando solas. Hicimos el camino de regreso hacia los autos. Teresa se subió con sus hijos al Land Rover del Tano, pero no manejaba ella, sería un hermano o un cuñado, alguien de la familia sin duda, porque no lo conocíamos. Carla se fue con una amiga. Y Lala con los padres de Martín. Quedábamos unos pocos terminando de despedirnos en el estacionamiento cuando llegó Ronie. En una silla de ruedas que arrastraba su mujer. Llevaba un yeso en la pierna. No lloraba. Ella tampoco. Pero sus caras desgarraban a quien se atreviera a mirarlos. Ronie llevaba la vista fija hacia adelante, como si no quisiera que nadie se detuviera a decirle nada. Fue inútil. Dorita Llambías se acercó y le apretó la mano. «Fuerza, Ronie.» Y Tere Saldívar la tomó del hombro a Virginia, «Estamos para lo que necesites». Ella asintió con la cabeza, pero no se detuvo. «Es al lado del cantero de violetas de los Alpes fucsias», le indicó alguien cuando ya seguían su marcha como si supieran adonde ir. El mismo camino que acabábamos de desandar nosotros. Las ruedas de la silla se trababan cada tanto en el adoquín, y Mavi agitaba la silla hacia adelante y hacia atrás para destrabarlas, pero no se detenía. Los mirábamos alejarse. No se detuvieron hasta que llegaron a los tres pozos abiertos cubiertos con la alfombra verde. Entonces Mavi colocó la silla de su marido junto a ellos y se alejó unos pasos. Ronie, de espaldas a nosotros, en línea con las tres tumbas, completaba la que habría sido suya.
Llegamos a casa cerca del mediodía. Juani no estaba y eso sumaba una preocupación más. Acomodé a Ronie con su silla en el living, frente a la ventana que da al parque. «¿Querés un té?» Dijo que sí y fui a la cocina a preparárselo. Tomé coraje y llamé a lo de Andrade. Juani estaba ahí, con Romina, y en cierta forma eso me dejó tranquila. Serví dos tés en una bandeja y fui al living otra vez. Me encontré con la silla de ruedas vacía. «Ronie», grité. Lo busqué en toda la planta baja. Salí al jardín, fui hasta la calle, miré a un lado y al otro. No podía haber llegado muy lejos con la pierna enyesada. Volví a entrar en la casa. Volví a gritar su nombre. No entendí. Hasta que vi la escalera. Ronie estaba en la terraza, agarrado de la baranda, con la pierna enyesada en el aire, agitado por el esfuerzo de haber subido saltando sobre la pierna sana. Miraba la pileta de los Scaglia, detrás de los álamos. Me acerqué despacio, casi sin hacer ruido. Lo abracé. No recordaba cuánto hacía que no abrazaba a mi marido. Me agarró la mano y la apretó fuerte. Lloró, apenas, después más intenso. Trató de calmarse. Giró hacia mí, me miró, y así de la mano me llevó directo a aquella noche, la del 27 de septiembre de 2001, cuando junto a sus amigos comía en la casa del Tano.