Mavi y Ronie hablan con Juani varias veces antes del día del interrogatorio. Lo interrogan ellos antes para evitarle dudas, vacilaciones. Practican, le dan indicaciones. «Fue una broma, no sabías que había chicas, no quisiste molestar a nadie», recita Ronie. «¿Habías tomado algo? ¿Habías fumado algo?», pregunta Mavi. Ronie la mira mal, Juani no contesta. Ella repite la pregunta a pesar de ellos, ella sabe qué van a preguntar. «Cerveza», dice Juani, de mal humor, «pero no estaba borracho». Mavi llora. «¿Mamá, nunca tomaste cerveza?» «Nunca me bajé los pantalones delante de nadie.» «Yo sí», dice Ronie, y ahora es ella la que lo mira mal. «Habías fumado», vuelve a decir, como si lo anterior no hubiera existido. «Mamá, era una joda, ¿nadie puede entender eso?» Y ella no entiende. Ni escucha. Ni sabe ya nada.
El Comité de Disciplina lo componen tres socios. Se ocupan de cualquier infracción denunciada que se cometa dentro del barrio. Y siempre se habla de infracciones y no de delitos. Porque, técnicamente, en Altos de la Cascada no los hay. Excepto que fuera cometido por personal de maestranza, domésticas u otro tipo de trabajadores, pero entonces la cosa va por otros carriles. Si se trata de los socios de La Cascada, si alguno de ellos, o sus hijos, o parientes o amigos comete un delito, no se hace denuncia formal ante ninguna autoridad fuera de las barreras del barrio. Se trata de resolver lo que sea puertas adentro. Barreras adentro. Robos, choques, agresiones, por el Comité de Disciplina pasan todo tipo de infracciones. Y siempre se resuelven, porque hay buena voluntad. Si uno se trenza en una pelea con alguien cualquiera en una calle, un bar, un cine, y lo lastima, puede terminar en la cárcel. Pero si la pelea es con un hermano, en el jardín de su casa, seguramente no, a nadie se le ocurriría resolver el asunto fuera de los límites de esa casa y esa familia. Funciona de la misma manera. Altos de la Cascada es una gran familia con un gran jardín. Y como tal, la misma familia juzga la infracción y pone el castigo. A través de la Comisión de Disciplina. La justicia del país, la externa, la que está afuera, en los tribunales, en el Palacio de Justicia, casi nunca llega a intervenir. En los delitos de acción privada, al no haber denuncia, no hay delito. Y en los de acción pública, el que podría ejercer la acción no se entera. O no se da por enterado. En Altos de la Cascada nadie denuncia nada en una comisaría. No sólo no es costumbre, sino que está muy mal visto. Se arregla todo rejas adentro. Se denuncia en la administración del country, juzga el country, sanciona el country o perdona el country. La policía tampoco entra, la de verdad, ni la Bonaerense ni la Federal, sólo entran los vigiladores que pagan los socios. Eso también tiene sus contras, los chicos se sienten con demasiada libertad y fuman marihuana en el salón de los jóvenes o en las canchas del fondo. No necesitan esconderse más que de sus padres. A veces ni siquiera eso. Ellos, como los adultos, saben que lo peor que les puede pasar, hagan lo que hagan, es que les labren un acta y tengan que declarar en la Comisión de Disciplina. Como le va a pasar a Juani por bajarse los pantalones. «¿En serio voy a tener que ir a declarar?», pregunta. «Sí.» «Qué manga de farsantes…» «Acá no se trata de ellos sino de vos», le dice la madre y llora. «Se trata de todos», dice el padre. «¿Y qué es lo que quieren que les diga?», pregunta él y en un mismo acto se responde, «me bajé el pantalón, sí, okey, eso tengo para decir, pero no puedo decir ninguna otra cosa que esos tres viejos pelotudos puedan entender». Juani va y declara. Sus amigos también. A Juani lo suspenden. Nadie lo dice, pero en su carpeta hay una copia de la lista de Chicos en Riesgo. El padre de Marcos prefiere pagar la multa. A Tobías no le aplican ni sanción ni multa, negó que hubiera estado esa noche en el country y presentó tres testigos. Su padre es abogado.
Un jueves, uno de esos jueves en que por la noche nuestros maridos se juntaban a jugar a las cartas y a comer, el Tano llamó. Pero no pidió hablar con Ronie sino conmigo. Me invitaba a cenar con ellos a su casa. A mí, a Carla Masotta y a Lala Urovich. Con Teresa, obviamente. «Las viudas de los jueves», como él nos llamaba. En tantos años, era la primera vez que íbamos a compartir una noche de jueves de nuestros maridos. Le conté a Ronie y se sorprendió, él tampoco sabía. «Está medio raro el Tano últimamente», dijo. No lo había notado, desde hacía un tiempo toda mi atención estaba puesta en Juani y el resto del mundo se me había convertido en fantasmas que pasaban a mi lado, incorpóreos. Gracias a Ronie había pasado de la agresión desenfrenada a una conmiseración de mí misma, que tampoco sabía si era lo mejor para mi hijo, pero que podía disimular mejor. Lo que todavía no lograba controlar era mi compulsión a espiarlo y a revisar sus cosas. Tampoco tenía claro si no estaba bien que lo hiciera. «¿No viste que el Tano se dejó la barba candado?» «¿Y eso qué tiene que ver?» «Y toma sol.» «Querrá verse bien.» «Eso es lo raro, si él siempre se vio bien», concluyó mi marido.
Mi temor era que la cena fuera de desagravio por «la vergüenza no sólo de cargar con un hijo drogadicto, sino de que para colmo lo sepamos todos», como se había compadecido Teresa cuando se me apareció en la inmobiliaria a los dos o tres días de su inolvidable llamado telefónico para ponerme al tanto de la situación de riesgo en que se encontraba mi hijo. La llamé, si iba a ser así prefería mentir una enfermedad a terminar padeciéndola. Ella tampoco sabía nada, estaba tan sorprendida como nosotros. «Dice que tiene algo que quiere compartir conmigo y con ustedes, pero no larga prenda.» Me sentí aliviada, sabía que mis penas no eran prenda para compartir en una cena de amigos, si es que eso éramos.
A las nueve en punto llamamos a la puerta. Nos abrió Teresa, llevaba un vestido de seda negro, casi largo hasta el piso, y el collar de perlas españolas que el Tano le había regalado para el último aniversario. «No sabía que era de gala», dije, sorprendida, metida dentro de mi jean y mi twin set de hilo de dos temporadas anteriores. «Yo tampoco, el Tano me eligió la ropa, y no aceptó ningún cambio. Estoy empezando a preocuparme», bromeó.
Ronie avanzó hacia la cocina con las botellas de vino que habíamos llevado. Nosotras lo seguimos unos pasos atrás. «Syrah», le oí decir cuando le entregó las botellas al Tano. «Se me hace que viene de anuncio de viaje o algo así», me susurró Teresa confidente, «estuvimos hablando de ir a Maui, pero para mí que armó algo más gordo, puede ser, ¿no?». Le contesté que sí, pero sin mucha convicción. Me resulta fácil meterme en la cabeza de alguien, adivinar qué piensa o qué siente. Es algo que en mi profesión me ayudó mucho. «Entender qué casa quiere comprar un cliente, y que esa casa no tiene que ser la misma que yo compraría, ahorra tiempo y malos entendidos», anoté en mi libreta roja después de padecer una venta. Pero el Tano siempre me resultó inexpugnable, casi tanto como mi Juani, y aunque por momentos me parecía que podía entenderlo, enseguida sospechaba que hasta esa supuesta empatía era producto de su deliberado engaño.
En la cocina el Tano preparaba
tandoori chicken
para sus invitados. Se había puesto delantal blanco y gorro de cocinero. Tenía razón Ronie, estaba raro. Pero no era la barba candado, ni el bronceado. Era la exageración de sus gestos. Por momentos parecía que hasta contaba sus propios pasos. El Tano, aunque contundente y firme, siempre fue un tipo medido, contenido. Si quería imponerse lo hacía en voz baja, no necesitaba gritar. No necesitó gritar el día que llegó a La Cascada y dijo «quiero ese terreno». Si estaba feliz, compartía un Pomery con sus amigos, y si estaba mal los dejaba plantados. O los humillaba. Pero no se reía a las carcajadas, ni los abrazaba, ni lloraba. Y esa noche parecía que podía terminar haciendo cualquiera de las tres cosas.
Esperamos que llegaran todos para pasar al comedor. Nos habían servido champán y el alcohol con el estómago vacío me produjo un mareo. Me acerqué al ventanal. Un relámpago atravesó el cielo y unas gotas pesadas rompieron la serenidad del agua de la pileta. El deck de madera se llenó de manchas húmedas. El olor a tierra mojada se mezclaba con el aroma que llegaba desde la cocina. La empleada terminaba de acomodar la entrada sobre la mesa. Unas copas de centolla y langostinos con palta que también había preparado el Tano. «No insistan, no doy recetas», dijo y le hizo una seña a la empleada que no entendí, pero ella sí, porque se fue rápidamente y con la cabeza gacha. Aunque el jueves era su día de franco, el Tano le había pedido que se quedara porque «vienen las viuditas», aunque no creo que la mujer haya entendido el chiste. Las famosas viudas del barrio son las «viudas del golf», a las que sus maridos abandonan todos los fines de semana por lo menos cuatro horas para hacer los dieciocho hoyos de la cancha. Nuestro apodo, inspirado en ellas, era algo más privado, y no habría salido nunca de nuestro propio círculo si no hubiera sido profético.
Como siempre, las mujeres nos ubicamos todas juntas en una mitad de la mesa y dejamos la otra mitad para ellos. La mesa de cerezo del Tano es la mesa más grande que vi en mi vida. Normalmente entran doce personas, pero pueden apretarse y entrar hasta dieciséis. «Esta vez los quiero mezclados», dijo el Tano. Ronie me miró con complicidad. Que el Tano estuviera dispuesto a conversar con alguna de nosotras no dejaba duda de que nada era como hasta entonces. «Un aplauso para el asador», bromeó Gustavo cuando promediaba el segundo plato, sin que el Tano hubiera hecho ningún anuncio. «¿ Tandoori es el nombre de alguna especie?», preguntó Lala. «Especia», corrigió Ronie por lo bajo, pero no le contestó. Ni él ni nadie. Algunos porque no sabíamos, otros no la habrán escuchado. El Tano seguramente porque lo fastidiaba. De todas las mujeres, a la que él menos respetaba era a Lala. «¿Puede haber tanta idiotez en el cerebro de una sola persona?», le había dicho el Tano una noche a Ronie, cuando ella intentó participar de una asamblea donde discutían las prioridades a asignar en el presupuesto del año entrante e insistía con darle una partida significativa a la erradicación del clavel del aire. «Debe ser una especie, ¿no?», se contestó ella misma. Carla casi no habló en toda la noche. Había estado faltando a la inmobiliaria. Hacía más de una semana que no venía. Insistía que había tenido una gripe mortal y que todavía se sentía débil, pero no le creí. Parecía triste, apagada. «Cansada», me contestó cuando le pregunté si se sentía bien. Pero el tapaojeras que usaba sobre los pómulos no alcanzaba a disimular del todo la carne morada.
Antes del postre el Tano se paró en la cabecera de la mesa y con el tenedor golpeó su copa. «Qué poco respeto», se quejó, «en las películas, cuando alguien hace esto se callan todos». «¿Y vos le crees a las películas, Tano?», preguntó Gustavo, «
this is real Life
, Tanito,
real Life
». Se rió, todos nos reímos sin saber muy bien de qué. «Amigos, amor», le dijo a Teresa, «quiero compartir con ustedes una decisión muy importante que tomé». «Dejas el tenis…», bromeó Ronie. «Eso nunca. Dejo Troost», contestó él. Y hubo un silencio. El Tano mantuvo su sonrisa. Teresa la suya, pero hueca y con los ojos exageradamente abiertos. Los demás no sé, estaba demasiado preocupada por mí misma, me costaba entender, fue un instante en que mis neuronas buscaron entre las burbujas de champán qué era ese Troost que había dejado a todos paralizados como si el Tano fuera cura y hubiera dicho que dejaba los hábitos. «Te ofrecieron otra cosa…», logró decir Teresa, todavía sonriente, asumiendo que su marido daría un nuevo salto en la pirámide laboral. «No, no», contestó él muy tranquilo. «Me harté de la relación de dependencia. Soy un desocupado más», se rió. A Teresa no le causó gracia el chiste. «Cuídate, Gustavito, que parece que el tema es contagioso», le advirtió el Tano. Martín Urovich pareció sonrojarse, pero no sé, tal vez me pareció a mí, tal vez sentí que debía haberlo hecho, que yo me hubiera sonrojado en su lugar. Tal vez me sonrojé yo por él. O por Ronie, que también era un desocupado, aunque se engañara pensando que vivía de rentas, cuando esas rentas eran muy inferiores a los gastos que producían. «No, por favor, que yo fuera de una corporación no existo, necesito mi
big father
» contestó Gustavo tardíamente. Y Martín Urovich dijo: «Nosotros estamos evaluando irnos a Miami». «¡Déjate de boludeces!», le contestó el Tano. «Nosotros nos vamos a Miami», dijo Lala. El Tano, sin mirarla, le dijo a Martín: «¿Estás hablando en serio?». Martín negó con la cabeza. A Lala se le llenaron los ojos de lágrimas y se fue al baño. «¿Alguien quiere más tandoori», preguntó Teresa. «¿Estás contento?», le pregunté a Martín, pero me contestó el Tano. «Feliz», me dijo. «Hace tiempo que lo vengo planeando, estoy harto de hacerle ganar plata a otros, la quiero toda para mí.» «¿Y qué pensás hacer?», le preguntó Ronie. «Todavía no sé, tengo muchos proyectos, y por suerte me dieron una muy buena gratificación de salida, así que con plata en el bolsillo pensaré tranquilo en cuál me meto primero.» «Estaba todo fríamente calculado…», dijo Gustavo. «Fríamente calculado«, le contestó. »Antes de ningún proyecto, acordate de nuestro viaje a Maui», le recordó Teresa. «Ése va a ser mi primer proyecto», dijo el Tano, y la besó. Fue la primera vez que vi al Tano besar en público a su mujer. A ella también la sorprendió, estoy segura. Y luego pidió un brindis. Levantamos las copas y esperamos que el Tano dijera en nombre de qué las chocaríamos. El tiempo de silencio con las copas en alto pareció demasiado largo. «Brindemos… por la libertad», dijo, pero enseguida se corrigió. «No, no, mejor brindemos por la
real life
… Eso, por
the real life
.» Y los cristales se encontraron en medio de la mesa. Los mismos cristales que aparecieron junto a la pileta, esa noche de septiembre en que la profecía de las viudas de los jueves se cumpliera para tres de nosotras. Las copas que el Tano sólo usaba para ocasiones especiales. Como ésa.
En La Cascada Romina se siente una extraña. Juani también se siente un extraño. Por eso debe ser que se sienten tan bien el uno con el otro. Y que planean irse juntos a recorrer el mundo, algún día, cuando terminen el colegio. A él no le gusta el deporte, se pasa horas encerrado escuchando música o leyendo o vaya a saber haciendo qué. Y para los adultos de Altos de la Cascada eso es extraño. Romina también pasa mucho tiempo encerrada en su cuarto. Pero además ella tiene la piel oscura. Es inútil negarlo. Ni siquiera Mariana lo niega, se lo dice a quien quiera escucharla. Es adoptada. La obliga a tomar sol con protección cincuenta. «Aunque sea en las rodillas, si parecen dos carbones a esta altura del año qué te espera para el verano.» Pedro también es oscuro, pero no tanto como ella, a veces Romina sospecha que Mariana le dio algo para blanquearle la piel. Una vez descubrió que le lavaba el pelo con manzanilla y desde entonces le prohibió que entrara al baño de su hermano. Pedro se viste como a Mariana le gusta, y habla como ella quiere que hable. Entonces Mariana actúa como si Pedro hubiera sido engendrado en su cuerpo, como si nunca nadie le hubiera dicho que sus huevos estaban vacíos. Y Romina la odia por eso, porque con esa mentira le roba mucho más que un hermano.