Romina y Juani se encuentran todas las noches. Después de comer se van a sus respectivos cuartos, cierran la puerta y se escapan por la ventana. Desde que Romina se cortó la pierna con aquella botella de cerveza tiene que dar demasiadas explicaciones cada vez que quiere salir con Juani de noche. Por eso se escapa, sin decirle a nadie. Se juntan a mitad de camino. A veces en el paso peatonal del hoyo 12. A veces frente a la araucaria de la rotonda. Salen a dar una vuelta. A través de la ventana de sus cuartos la noche quieta, cuando nadie anda dando vueltas por las calles de Altos de la Cascada, se ve demasiado linda. Da pena irse a dormir. Los días de luna llena se ilumina de plata la copa de los árboles más altos, se pintan. Parece que la luna brillara más que en la ciudad. El aire se siente menos contaminado. Y el silencio. Lo que más les gusta a Romina y a Juani de sus salidas nocturnas es el silencio. El único ruido que se escucha es el canto de los grillos y las ranas. Unas ranas diminutas y casi transparentes que no dejan de croar en toda la noche. A los dos les gusta el verano. Y los jazmines. A Romina más que a Juani, es su flor preferida y ella le enseñó a descubrirla entre los aromas nocturnos.
Caminan. Patinan. Espían. Romina y Juani salen a rondar de noche. Llevan sus linternas. Lo hacen desde chicos, y es una de las pocas cosas que los sigue entusiasmando a sus diecisiete años. Eligen una casa, un árbol y una ventana. Y espían. Ya no se asombran tanto como al principio. Confirman lo que ya saben. Saben que el marido de Dorita Llambías se acuesta con Nane Pérez Ayerra. Los vieron la noche de la fiesta aniversario del club. En la cama de ella. Todos los adultos estaban bailando en el salón de fiestas. Menos ellos. Al rato se vistieron y cada uno salió en su camioneta, seguramente a juntarse con el resto. Saben que Carla Masotta llora por las noches y que Gustavo estalla botellas de vidrio o platos contra la pared cuando se enoja. Saben que es mentira que el hijo más chico de los Elizondo se rompió el brazo cayéndose de un árbol. Ellos vieron cuando una noche, después de llorar y llorar porque sus papas lo habían encerrado en el cuarto, abrió la ventana, sacó el mosquitero y empezó a caminar por el techo de tejas. Tres pasos apenas y se cayó. También ven gente que duerme tranquila. Familias que cenan en aparente cordialidad. Chicos en la computadora o mirando televisión. Pero eso no los entretiene, no es eso lo que buscan. Porque no les creen. O les creen, pero no los entienden. Hay noches en que espiar una sola casa ya es suficiente, y noches en que van de árbol en árbol sin encontrar lo que buscan. Romina y Juani no saben qué buscan, pero sí que en un momento, en una rama, mirando a través de una ventana, el juego se acaba, ya está por esa noche, ya no hace falta seguir mirando.
Caminan. En la casa de Willy Quevedo se escucha música. Él también debe estar despierto. La luz de su cuarto está apagada pero hay un resplandor. La pantalla de la computadora seguramente. Debe estar chateando. Romina se quiere quedar a mirarlo; le gusta Willy, todavía piensa en él a pesar de lo que le hizo. Transó con Natalia Berardi mientras salía con ella. Pero Juani se la lleva para otra parte. Doblan en la primera esquina. Se suben a otro árbol. El papá de Malena Gómez se pone horquillas en el pelo para dormir. Lo descubre Romina por la ventana de su baño en suite. Y redecilla. Juani al principio no lo cree. Pero se acercan con el zoom de la cámara que Romina le roba todas las noches de ronda a su padre. Romina lo obliga a mirar. Usa redecilla. El papá de Malena entra al baño y se pone a mear, con la ventana abierta y la luz prendida. Con redecilla y horquillas. En Altos de la Cascada nadie se cuida de que lo vean los vecinos. Los vecinos están muy lejos. En algún sitio detrás de aquellos árboles. Quién se va a imaginar que hay alguien espiándolo desde el roble de su propia casa.
Cada uno pegó, a su turno, con su madera 1 en la salida del hoyo 9. El último hoyo que iban a jugar esa mañana, un hoyo par cuatro. Hasta esa salida llevaban los dos la misma cantidad de golpes anotados en su tarjeta. Una semana atrás Alfredo Insúa había invitado al Tano a jugar al golf. Y el Tano había aceptado. Era un deporte que no le gustaba demasiado y en el que no se destacaba como en el tenis, pero Insúa era un compañero de línea que nadie que valorara los buenos contactos se atrevería a despreciar. Hacía tiempo había superado el episodio del plato con mierda que le había dejado su mujer anterior, y se pavoneaba tranquilo con la nueva los fines de semana. «Sólo nueve hoyitos, Tano», le había dicho, «porque a media mañana tengo que estar en la oficina». Tener algo más de dos horas para charlar con el dueño de una compañía financiera era una oportunidad que más de uno le habría envidiado. Le extrañaba qué sería lo que Alfredo Insúa necesitaba de él. No eran amigos, apenas conocidos, aunque había estado en casi todos sus cumpleaños, y viceversa, pero era sabido que una invitación de Insúa siempre tenía contrapartida, aunque el invitado no tuviera conciencia de qué era lo que estaba dando a cambio. Sin embargo, ya habían jugado ocho hoyos y más allá de hablar de economía o finanzas en general, no había aparecido tema alguno del que ninguno de los dos pudiera sacar provecho.
La pelota del Tano fue a dar contra la copa de un árbol y quedó a medio camino entre la salida y la pelota de Alfredo. De todos modos tenían unas cien yardas de caminata antes de que el Tano volviera a golpear. Cada uno agarró su carro y avanzaron. Esa vez sí hablaron de negocios. Tal vez Alfredo había estado esperando exactamente eso: estar a un golpe de ventaja. «¿Cómo anda Troost, Tano?» Y al Tano ya casi no le molestaba la pregunta. Había pasado más de un año desde su despido, y el Tano había armado la cosa lo suficientemente bien como para saber qué contestar. «Bien, supongo…» «¿Cómo supongo?» «Estoy afuera, trabajo con ellos pero no estoy más en relación de dependencia…» «No te puedo creer…» A pesar del tono de asombro, era imposible creer que Alfredo Insúa no supiera de su desvinculación. El «mercado» es chico, y La Cascada, más chica aún. «¿Pero la empresa está bien? ¿O te fuiste porque los holandeses están manejando mal el riesgo?» «No, me fui porque me harté…» Alfredo se detuvo un instante a quitar una rama que se había enredado en el carro que llevaba sus palos Callaway de grafito último modelo. «Te entiendo, ¿sabes las veces que me pregunto qué estoy haciendo yo, trabajando veinte horas por día, en el microcentro? Sobre todo cuando ves esta otra realidad», dijo y barrió con la mirada la cancha de golf frente a él. Llegaron a la pelota del Tano. No era una pelota fácil, estaba detrás de la línea de árboles, tenía que pasarla por encima de las copas si no quería arriesgarse a dejarla colgada en alguna rama. Las cotorras gritaban y confirmaban el silencio de la cancha. Eligió el palo, practicó el swing, se perdió con la vista arriba de la hilera de árboles, se acomodó otra vez, probó una vez más, y recién después golpeó. La pelota se elevó, pasó por encima de los eucaliptos y cayó a dos metros de la de Alfredo, pero detrás de ella, así que otra vez pegaba él. «Buen golpe, Tano», dijo Alfredo, y avanzó hacia las pelotas. «Apenas como para corregir el error anterior», minimizó el Tano, y lo siguió. «¿Y qué andas haciendo ahora?», preguntó cuando sólo quedaban tres pasos por recorrer. «Me fui muy bien, y sigo vinculado con ellos, les doy una mano con temas de consultoría. Bien, tranquilo, buena guita. No podría estar jugando golf un miércoles a esta hora si siguiera trabajando como antes.» «Tal cual, a mí en cualquier momento me suena el celular, y te dejo colgado. Aunque ganes un poco menos, Tano, a nuestra edad la calidad de vida no tiene precio…»
Llegaron a la pelota del Tano. Se detuvieron. El Tano frente a ella y Alfredo dos metros detrás de él. El Tañó golpeó. Avanzó Alfredo y golpeó su pelota. Las dos cayeron dentro del green, pero desde esa distancia no podía saberse cuál se acercaba más al hoyo. Otra vez avanzaron juntos. Alfredo usaba zapatos con clavos que se hundían en el pasto a cada paso. «Qué raro que te dejaron salir con zapatos con clavos. Yo creía que en esta cancha seguían prohibidos.» «Siguen. Pero, como decía mi viejo, es más fácil obtener el perdón que el permiso. Aunque te soy sincero, a mí no me gusta pedir ninguna de las dos cosas, Tanito.» Una liebre se cruzó delante de ellos como escapando y se perdió detrás de una laguna. «Che, ¿pero entonces andan bien los de Troost?», insistió. «Perfecto, como siempre. ¿Por qué te interesa tanto?» «Porque estoy haciendo algo con ellos, en realidad no con ellos sino con sus pólizas. Estoy viaticando seguros de vida.» «¿Y eso qué es?» «Descontarlos. Le das la guita contra la póliza endosada a tu nombre, vos pasas a ser el beneficiario, es un procedimiento administrativo muy sencillo. Lo haces en dos minutos. Solamente lo hacemos con pólizas de aseguradoras serias y Troost siempre fue primera línea. Claro que hemos visto caer cada gigante que uno está curado de espanto, ¿no, Tanito?» «¿Y vos cuándo cobras?», preguntó el Tano. «Cuando se cobra cualquier póliza de seguro de vida, cuando el ñato se muere.» A Alfredo le sonó el teléfono, se detuvo un instante, dio dos o tres instrucciones y cortó. «Y lo que tiene de bueno el sistema es que la guita la llega a disfrutar el que pagó la póliza y no los parientes. Apareció con el tema del sida, que a estos tipos le chupaba toda la guita el tratamiento… entonces, si tenían una póliza preexistente a la enfermedad, y estaba claro que ya no había vuelta de hoja, ¿me entendés?, vos le dabas la guita, el tipo vivía ese tiempo mejor, y después vos cobrabas el seguro taca taca.» «No conocía el negocio.» «Y, el mercado financiero es así, un flash, hay que estar buscando todo el tiempo cosas nuevas. Cuando sabes mirar, siempre aparece un nuevo nicho.» «Se pudre algo y aparece otra cosa.» «Tal cual, Tanito, hay que estar atento, y si es posible pegar primero. Esto de la viaticación es un negocio de esos redonditos, que si está bien evaluado no tiene riesgo. Mejor que descontar hipotecas. Le tomas la póliza al 80 por ciento y cobras al toque. Imaginate que te rinde un 20 por ciento muchas veces antes de que se cumpla un año del endoso, una tasa de la puta madre, y en dólares, Tano.» «Impresionante.» «Impresionante.» «¿Y se lo haces sólo a gente con sida?» «No, al contrario. Ahora en ese segmento se pudrió un poco la cosa por el tema de las drogas nuevas, que les terminan alargando la vida a los pibes. Al pedo, pobres, si morirse se van a morir igual. Pero se alargó el plazo, y eso te complica mucho para fijar una tasa que rinda. El mercado está un poco enrarecido, le podes pifiar fiero. Nosotros estamos pagando mejor otro tipo de siniestros.» «¿Como cuáles?» «Otras enfermedades… de ésas que nadie quiere nombrar… qué sé yo, cáncer de pulmón, hepatitis fulminante, tumores cerebrales… No sé bien, a mí esa parte del negocio me da un poco de impresión, y para eso están los asesores médicos que estudian el caso y nos pasan un informe… A mí no me saques de los números, Tanito…»
Llegaron al green. Alfredo se agachó para ver hacia dónde caía la pendiente. Estudió la caída desde distintos ángulos. El Tano lo observó y no necesitó agacharse, confió en la evaluación de su compañero de línea. Sacó su putter y avanzó hacia la pelota. «Che, Tano, ¿y vos no te quedaste con ningún listado de clientes de Troost? Porque si vos podes acercarnos pólizas para descontar, yo te puedo habilitar un porcentaje. El problema de crecimiento que tiene este negocio es que uno no lo puede salir a ofrecer masivamente, ¿me entendés?, la gente se impresiona, hasta que entra, fíjate con el tema de las parcelas de los cementerios privados, al principio te daba impresión y hoy quién no tiene una…» «Listado no, pero tengo buena memoria, y parcela en el Memorial.» Alfredo festejó el chiste. «Bueno, si te interesa, avísame. Vos podrías manejar el producto de taquito, y en todo caso te damos un cursito de capacitación; como es un tema delicado hay que saber qué palabras usar para venderlo, ¿sabes? Nosotros capacitamos con gente de neurolingüística, que te ponen la palabra justa. Avísame.» «Te aviso.»
Alfredo pegó, suave, como correspondía según la distancia. La pelota pasó por al lado de la del Tano y entró. Un golpe menos que el par del hoyo, lo suficiente como para sentirse más que la media. Lo suficiente como para que el Tano ya no tuviera chance de ganarle. Fue hasta el hoyo y levantó su pelotita. El Tano sacó su
putter
y se paró frente a la suya sabiendo que ya había perdido. Aflojó las rodillas, elongó el cuello a un lado y al otro, se balanceó levemente. Estaba a punto de pegar, pero antes preguntó. «¿Che, y te acordás de quién son las pólizas de Troost que descontaste?» «No, pero las tengo anotadas en la agenda, después te digo.» El Tano pegó y la pelota también entró, pero para él no fue suficiente, había perdido un golpe en la copa de los árboles. Su adversario ya le había ganado por un golpe.
Tomaron algo juntos en el bar antes de irse. Alfredo buscó en su agenda los datos de las pólizas de Troost. «Una es de una tal Margarita Lapisarreta… Y la otra de Oliver Candileu.» «A Oliver lo conozco bien, es el ex marido de una mujer que trabaja en Troost.» «Ojo que es confidencial, Tano, mira que es un tema… sensible.» «¿Qué tiene Oliver?» «Póliza muy buena, sobre Londres, con una prima de trescientos mil dólares, pero con una cláusula de retiro anticipado muy leonina, le sacaban casi la mitad de la guita.» Alfredo puso sobre la mesa la plata para pagar lo que habían tomado los dos y se levantó. «Pero él, ¿qué tiene? ¿De qué se va a morir?» «No me acuerdo, pero debe ser algo bien fulminante porque se llevó el 83 por ciento, imaginate… El descuento más alto que dimos hasta ahora. ¿Es amigo, che, te jode?» «No, no es amigo.» Alfredo se cargó la bolsa de palos al hombro. «¿Me avisas, entonces?» «Te aviso.» Le palmeó el hombro y se fue. El Tano se quedó un rato más en el bar, con la vista perdida en el verde inmaculado de la cancha de golf, pensando en por qué lo habrían llamado viaticación.
Ernesto quiere que Romina estudie abogacía. El año que viene, cuando termine el secundario. Pero ella no se anota. Entonces amenaza con que, si no se decide, la decisión la va a tomar él. Y Romina está decidida, pero él no la escucha. No quiere estudiar el año que viene. Quiere dejar pasar un año. Aunque se lo dijo, la secretaria de Ernesto le mandó hoy todos los papeles, «con la indicación del doctor Andrade de que los llene para esta tarde a última hora, ¿okey?». «¿Doctor?» «¿Cómo?» «Nada.» «Te corre el reloj, Romina, la inscripción cierra la semana que viene», había dicho él. Y Romina se imaginó el Rolex de su papá corriéndola por las calles de Altos de la Cascada, derretido como esos relojes que había visto en el cuadro de Dalí que tuvieron que copiar en el colegio. Ernesto dijo que no estaba dispuesto a que perdiera un año entero de su vida. Y ella pensó cuál era la verdadera pérdida, porque sabía que de su vida había perdido mucho. Todos esos años de los que casi no se acuerda. Había perdido su nombre, Ramona. El padre que nunca conoció. Los olores. La cara de aquella otra madre que ya no recuerda. Aquel hermano que podría haber sido distinto pero desapareció de la mano de Mariana. Los formularios respondían a dos opciones de universidad privada, la San Andrés o la Di Tella. «Menos que eso no acepto. Es una cuestión de excelencia», le dice. Excelencia. Pero Romina no quiere ser excelente. Lo que quiere es viajar. El próximo año, no pide más, no pide toda la vida, sólo el primer impulso después del secundario, un viaje de iniciación, agarrar una mochila y ver qué surge, sin rumbo fijo. En el país o afuera. Ernesto se burla, dice que cómo se le puede ocurrir viajar por el mundo a una persona que no sabe tomar el 57 para ir a Capital. Y lo dice aunque él tampoco sabría tomarlo, ni ese ni ninguno con máquina expendedora de boletos. La última vez que viajó en colectivo todavía se le pagaba al chofer con el billete que sea, y el chofer te daba el vuelto. Es cierto que ella ni siquiera subió alguna vez a un colectivo. Pero Juani sabe. Es uno de los pocos chicos de su edad que sabe. Los demás se manejan en combi o remís, o los llevan los padres. Y se apuran a sacar el registro en cuanto cumplen diecisiete años. No es raro encontrar en la zona chicos de esa edad que sepan manejar y no sepan viajar en colectivo. En donde viven todo queda lejos, el cine, el shopping, el colegio, la casa de sus compañeros. No se puede llegar caminando a ninguna parte. Ella piensa ir con él. Si es que logran juntar la plata para Juani. Romina ya tiene la suya. La fue ahorrando todos estos años. Y llegado el momento, Ernesto le va a dar más. Él siempre lo hace, le da seguridad que ella tenga plata encima. «Por lo que pueda pasar.» Pero no le quiere contar a su padre que piensa ir con Juani. Tiene miedo de que eso sea un obstáculo más. Y entonces le dice: «No puede ser tan difícil tomar el 57, ni usar una máquina expendedora de boletos, debe ser más o menos como la que te vende preservativos o tampones en el baño de los boliches». Y Ernesto le levanta la mano para darle una cachetada pero ella se lo impide, sostiene su brazo en el aire, y le dice: «No vuelvas a hacerlo», mirándolo con furia a los ojos, y enseguida sale corriendo, a su cuarto, porque tiene miedo de no ser lo suficientemente fuerte para impedírselo. Si pudiera entender a Ernesto. Le extraña que no se le ocurra, como a los padres de Willy Quevedo, que «aplique» para ir a una universidad en los Estados Unidos. Él pide otra cosa, aunque podría pagar también la de los Estados Unidos. Los padres de Willy no se sentían seguros de poder afrontar el gasto y hace años que vienen pagando una especie de ahorro previo para asegurarse la plata que necesitan para mandarlo a estudiar a donde ellos eligieron. Ernesto no menciona los Estados Unidos. Ella no sabe si para no darle el gusto porque de alguna manera ir allí sería viajar, o porque tiene miedo de que del exterior no vuelva. No, no cree que eso le dé miedo a Ernesto. Ni siquiera cree que la extrañe. O tal vez él sí, pero Mariana… Mariana festejaría. Tal vez elige la opción local porque ahí es más fácil hacer contactos que a él le sirvan. O porque él no podría ir a su graduación si no le levantan la inhibición para salir del país. Pero eso tampoco, porque Ernesto está tranquilo, ya le dijo alguno de sus amigos «del ministerio» que es una cuestión de forma, que el juez aceptó levantársela, que es cuestión de días. Romina no sabe por qué no puede salir de país y no pregunta, porque sabe lo que le respondería. «Porque en este país no se ocupan de meter presos a los chorros sino de jodernos la vida a gente como nosotros.» Y tampoco sabe lo que es «gente como nosotros», pero se lo imagina. Lo único que sabe es que San Andrés o Di Tella son dos palabras que a Ernesto lo tranquilizarían. Hay palabras que en los padres surten cierto efecto balsámico. Por la palabra misma, sin mayor análisis. Sustantivos propios y comunes que calman padres. Juani y ella tienen una lista. Nombres de algunas universidades. Nombres de algunos bancos. Nombres de algunos lugares de veraneo «familiares». Nombres de algunos amigos, pocos. Nombres de algunos colegios que garantizan el mejor nivel de inglés de la zona y te hacen dar el «IB», aunque la mayoría de los padres no sepan lo que IB significa, pero sí que marca la diferencia entre un colegio y otro. Palabras que tranquilizan. Deporte. Un chico que haga mucho deporte seguro «es sano y no está metido en la droga». El deporte que se les ocurra, mientras haya una pelota, la que sea, de felpa verde, de cuero número cinco, Slazenger o Nike, un instrumento con el cual golpearla (pie, raqueta, palo de golf, mano), y un agujero conde meterla (arco, hoyo, línea de saque, aro de básquet).