Las viudas de los jueves (24 page)

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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Misterio

BOOK: Las viudas de los jueves
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«¿Quién se llevó mis Barbies?», le preguntó Ariana a su madre. «Ya no son más tus Barbies.» Ariana apretó los labios y contuvo las lágrimas. «Hay que crecer, Ariana.» «Podrían haberme dejado una», se quejó. «Hubiera sido peor», contestó su padre.

Se fueron a dormir. En la mitad de la noche, Ariana despertó. Buscó a su hermano en el colchón de su cama, pero no estaba. Recorrió lo que quedaba de lo que había sido su casa. Entre las bolsas que serían retiradas al día siguiente, descubrió una en la que a través del plástico podían distinguirse sus Barbies. Sobre la bolsa anudada habían pegado un papel que decía «Rita Mansilla». Ariana la conocía, era la abuela de una de sus amigas del barrio. Se imaginó a su amiga peinando sus muñecas. Una a una, acariciándoles el pelo. Mientras ella en Miami con la plata de su abuela se compraba esas cosas mucho más interesantes que decía su mamá que había en ese lugar, cosas que no podía imaginar ni ponerles nombre. Abrió la bolsa. Eran diez. Cinco Barbies rubias, tres morochas y dos pelirrojas. La Barbie enfermera era rubia, como ella. Su preferida. Cuando fuera grande Ariana quería ser enfermera, si es que en Miami había enfermeras. Seguro que había. Y si no se volvería a La Cascada con Ariel. Con Ariel, sí, pero no a La Cascada, cierto que él tampoco va a vivir más acá, pensó. Además de las Barbies, en la bolsa había un par de botas y tres bombachas blancas de su mamá. Fue a su cuarto a buscar una tijera en la mochila del colegio y una vez de regreso se sentó en el piso, junto a la bolsa abierta, y a una por una les cortó el pelo hasta dejarlas peladas. Sobre el piso de pinotea las mechas rubias se mezclaban con las morochas y las coloradas. A su alrededor todo eran pelos muertos de colores artificiales. Se cortó ella misma un mechón de pelo del flequillo y lo mezcló con el pelo de las muñecas. Juntó todo con la mano y se metió el bollo de pelos en el bolsillo de su pijama. Miró las muñecas por última vez, las volvió a poner en la bolsa, tratando de que no tocaran las bombachas, hizo el nudo y se fue a dormir otra vez.

42

A partir del encuentro con Alfredo Insúa y de la viaticación, el Tano empezó a pensar más que nunca en los seguros. Y en la muerte. De alguna manera la muerte estaba instalada en el ambiente. Dos aviones habían bajado las Torres Gemelas como a un castillo de naipes, y nadie podía salir de su asombro. El día del atentado los chicos estaban en casa, la caída coincidió con el Día del Maestro así que nadie tenía clase, pero a media mañana se fueron a un cumpleaños. «Averigua si no se suspende por lo de las Torres», le dijo a Teresa. «¿Y eso qué tiene que ver?, si fue en Nueva York», preguntó ella y salió con sus hijos al cumpleaños que los esperaba. Y el Tano tuvo otra vez la casa vacía para seguir pensando.

Él tenía su póliza de vida en Troost. Pero su póliza no tenía cláusula de retiro anticipado. Era una póliza tipo que hacían en todo el mundo para los ejecutivos de esa compañía. Y él estuvo de acuerdo, nunca previo que pudiera necesitarla antes. Creyó que todo seguiría como hasta entonces. O mejor. Cada cambio de trabajo a lo largo de su vida profesional había sido para ganar un sueldo mayor y un trabajo de mayor responsabilidad y desafío. Tampoco tenía sida, ni ninguna otra enfermedad con certeza de muerte, con las que negociaba Alfredo Insúa el descuento de seguros de vida. Y si tenía, no lo sabía. Pero todas las vidas tienen certeza de muerte, pensó. Una muerte en algún momento, tal vez en el momento justo, tal vez inoportuna, pero cierta. Se sentó frente a la computadora. A través de la ventana vio llegar a Teresa, que se puso a cambiar arbustos secos en su jardín por plantas recién compradas. Las plantas todavía tenían las bolsas plásticas del vivero
Green Life
. «
Green Life
», leyó a través de la ventana. Llamó su padre, le preguntó cómo iban esos nuevos proyectos. «Óptimos», mintió. «No se puede esperar menos de vos, tenes buena escuela», le dijo, y lo invitó a viajar a Cariló en octubre para alquilar juntos sus casas de veraneo para enero. «¿Este año van a Cariló, no?» «Claro», volvió a mentir. Cortó. Entró en la página de su cuenta bancaria. Tipeó su nombre y su clave. Miró los saldos. Los anotó en su calculadora, los sumó. Sumó la plata que tenía en una cuenta afuera. Bonos, que habían perdido gran parte de su valor de cotización gracias al aumento del riesgo país. Si pudiera esperarlos, seguramente los cobraría, pero dudaba de esa espera. Buscó en la computadora su planilla Excel de presupuesto de gastos. Dividió el importe de la sumatoria de sus saldos por el de sus gastos mensuales. Quince meses. En quince meses, al mismo ritmo de gastos, empezarían a tener problemas. Todos. Él, Teresa y los chicos. Ni pensar en sacar el importe necesario para pagar la casa que alquilaban en Cariló todos los veranos. Y el verano estaba cerca. Avanzó uno a uno por los distintos renglones del presupuesto. Especuló con qué gasto podría eliminar. Podría dejar de pagar el colegio, como había hecho finalmente Martín Urovich a principios de año. O eliminar la mucama, como Ronie Guevara. Pero él no era ni Martín Urovich ni Ronie Guevara. Si dejaba de pagar las expensas aparecería en el listado de morosos. Y si seguía viviendo en Altos de la Cascada, no era viable que sus hijos no fueran a las actividades deportivas, no tomaran clases de tenis, que Teresa no fuera al gimnasio o recibiera una sesión semanal de masajes. Cine, ropa, música, vinos, todo era necesario si querían seguir manteniendo la vida que llevaban. Y el Tano no se imaginaba llevando otra vida. El exilio de Martín Urovich le parecía una estupidez, una más dentro de las muchas en las que su amigo basaba el manejo de su vida. Para salirse del sistema Martín elegía hacerlo en otro país, en otro continente, escuchando hablar otra lengua. Allí mandaría a sus hijos al colegio del Estado, no tendría mucama, alquilaría una casa mucho más chica que la suya, no iría al cine ni tomaría clases de tenis. Pero allí era Miami, lo suficientemente lejos como para que nadie viera la caída. Aunque el lugar donde terminara parando Urovich fuera más feo que La Paternal, era Miami. Una cobardía de su parte, pensó el Tano. La peor cobardía. El no podía dejar que su familia cayera ni acá ni en ningún lugar del mundo. No se trataba de que la caída no se viera sino de no dejarse caer. Él tenía que poder otra cosa. Volvió a hacer la cuenta: quince meses. Tal vez menos si los bonos seguían bajando y no se atrevía a venderlos. Quince. Con una póliza de vida de quinientos mil dólares que no se podía tocar porque el siniestro no se producía. El no valía tanto, lo sabía. Pero por política de la empresa todos los
Chief General
de Troost a nivel mundial debían estar asegurados en esa suma. Y el Tano, a su salida, negoció la continuidad de esa póliza por un año y medio más. El plazo estaba a punto de cumplirse. En tres meses se cumpliría un año y medio de que fuera despedido por los holandeses. Un año y medio sin trabajar. Un año y medio esperando que lo llamaran de alguna consultora, mandando currículums, esperando respuestas. Un año y medio. Quince meses. Quinientos mil dólares. Y él, sin fecha de muerte cierta.

43

Después de la caída en la escalera, aquella noche en que sólo importaban sus amigos nadando en la pileta del Tano Scaglia, Ronie tuvo que quedarse internado. Lo llevaron al laboratorio y a rayos a hacerle unos estudios. Llamé a casa para avisarle a Juani, nos demoraríamos más de lo pensado y la nota apurada que había garabateado en medio de los gritos de su padre «Nos fuimos con papá a hacer algo pero enseguida volvemos, cualquier cosa llámame al celular. Está todo bien. Espero que vos también. Un beso. Mamá», ya no resultaba suficiente. Sobre todo para mí. Juani no me llamaría y yo quería saber de él. Tenía que saber de él si quería estar tranquila para poder ocuparme de Ronie como su pierna rota lo merecía. Me atendió el contestador. Corté. Me pregunté si a esa altura de la noche seguiría corriendo descalzo con Romina como cuando los cruzamos antes de salir de La Cascada. O si se habrían puesto otra vez los patines. Hacia dónde correrían. Por qué. Si huirían de algo o de alguien. O si ellos serían los perseguidores. Si simplemente corrían porque sí, hacia ninguna parte. Traté de sacármelo de la cabeza. Busqué un cigarrillo en la cartera, pero no tenía. Empecé a dar unos pasos buscando un quiosco. Por el mismo pasillo, tres hombres de blanco avanzaban en dirección contraria a la mía. Reconocí al médico de guardia, luego supe que venía con un traumatólogo y el cirujano que iba a operar a Ronie. Se detuvieron frente a mí. Sola junto a ellos, tres extraños en guardapolvo blanco, sentí por primera vez que todo lo que estaba pasando a mi alrededor era mucho más grande de lo que podía imaginar. Y que ese sentimiento no se limitaba a la pierna rota de mi marido. Pero entonces no sospeché cuánto. Los hombres trataban de ser didácticos y explicaban lo que tenían que hacer con parsimonia y demasiado detalle. No se trataba sólo de enyesar la pierna quebrada y coser la herida. Era fractura expuesta, habría que operar, darle anestesia total, acomodar los huesos. Y poner clavos. Me impresioné cuando nombraron los clavos. Fruncí la cara y se me aflojaron las piernas. El cirujano siguió hablando una palabra detrás de la otra, tibia, peroné, articulación comprometida, pero el traumatólogo se dio cuenta de que algo me pasaba e intentó tranquilizarme. «Es una intervención casi de rutina, algo muy sencillo, no se preocupe.» Asentí sin aclarar que mi cara no tenía que ver ni con la operación, ni con el dolor ajeno, ni siquiera con el riesgo quirúrgico. Eran los clavos. Me impresiona lo que se mete dentro del cuerpo y no corre la suerte de degradación del resto. Siempre me impresionó. Cuerpos extraños que nos sobreviven. Pedazos de metal, cerámica o goma que resistirán a pesar de haber perdido la razón de estar allí. Mientras que lo que está a su alrededor es descompuesto y consumido. El día que falleció mi padre, mi mamá se encaprichó en sacarle la dentadura postiza y yo me opuse. «No le podes sacar los dientes a papá», dije. «No es papá, es el cadáver de papá», me contestó. Discutimos ferozmente. Casi no importaba ya que mi padre hubiera muerto de un día para otro, sino qué se haría con sus dientes postizos. «¿Para qué los querés?», le grité. «De recuerdo», me dijo, sorprendida de que no entendiera. «Sos una asquerosa», le grité. «Más asco va a ser un día levantar sus huesos llenos de tierra y encontrarte en el medio con su dentadura», dijo. Y agregó una maldición: «Ojalá te toque desenterrarlos a vos y no a mí». Y así fue. Una tarde llamaron del cementerio de Avellaneda. Tenía que ir alguien de la familia a autorizar que levantaran los restos de mi padre para reducirlos. Yo ya vivía en Altos de la Cascada y Avellaneda quedaba demasiado lejos en tiempo y espacio. Casi no había vuelto desde que nos instalamos en la nueva casa. La que le compramos a la viuda de Antieri. La casa en la que vivimos ahora. Un familiar tenía que estar presente cuando lo hicieran. Fui yo, mi mamá para ese entonces había sido esparcida en cenizas según su voluntad. Mi padre descansaba en tierra. Hasta ese día. Los dientes agarrados a esa quijada de metal a pesar de la acción de los años y los gusanos, más que a mi padre me evocaron la irónica risa de mi madre. Los clavos, como los dientes, resistirían. Y allí estarían, esperando a quien se atreviera a desenterrarlos. Aunque ni Ronie, ni yo, ni nuestros conocidos de Altos de la Cascada iríamos a parar al cementerio de Avellaneda, ni a ningún otro cementerio municipal. En los cementerios privados no hay que reducir huesos para ganarle espacio a la muerte. Se compra otra parcela. Se lotea otro cementerio parque. Se inventa otro negocio. Hay suficiente terreno en los alrededores para seguir loteando. Pero si así fuera, si algún día hubiera que ganar espacio a la muerte también en los cementerios privados, o si algún día no pudiéramos pagar las expensas y se perdiera la parcela, si alguien llamara una mañana pidiendo que algún familiar se hiciera presente para reducir lo que hubiera quedado de Ronie, quien fuera, Juani, o yo, o mis nietos, se encontrarían con clavos.

Intrusos sobrevivientes, pensaba, mientras esperaba fuera de la sala de operaciones. Y se me ocurrían otros. Jugaba a que se me ocurrieran otros. Para no pensar en la operación de Ronie, ni en Juani que seguía sin atender el teléfono. Un stent, un marcapasos, alguna prótesis sofisticada traída especialmente de los Estados Unidos o de Alemania. Un DIU. No, un DIU no, porque en caso de ser una mujer mayor no tendría puesto uno, y en caso de ser una mujer en edad fértil me daba tanta impresión pensarla dentro de una tumba que rechacé el ejemplo. Me preguntaba si siendo cosas de valor como un marcapasos o un stent, antes de enterrar al muerto se los quitarían. Una especie de reciclado. Me extrañaba que nadie me hubiera mencionado ese negocio en La Cascada. Yo no dejaría que le quitaran los clavos a Ronie. Las siliconas también, me di cuenta. Las siliconas son intrusos con posibilidades de supervivencia. Resistirían el entierro, el cuerpo que se vacía de carne, la tierra húmeda, los gusanos. En mi tumba alguien va a encontrar algún día dos globos de silicona. Para lo que sirvieron… En las de casi todas mis vecinas van a encontrar globos también. Me imaginé el cementerio privado donde enterraran a las mujeres de Altos de la Cascada, sembrado de globos de silicona huérfanos de pechos, a unos pocos metros bajo ese césped inmaculado. Huesos, barro y silicona. Y dientes. Y clavos.

Salí al jardín a fumar. Prendí un cigarrillo. Otro. Y otro. Uno más. Llamé otra vez a Juani. No atendió. Tenía que estar en casa. Estará profundamente dormido y no escucha el teléfono, pensé. Quería pensar que estaba profundamente dormido. Pero también podía estar todavía dando vueltas. O estar tirado en alguna parte. O haber llegado y dormir pesadamente, pero no de sueño. De alcohol. O de aquello otro. Me cuesta nombrarla. Marihuana. Cannabis, decía en el informe del
American Health and Human Service Department
que me acercó Teresa Scaglia al poco tiempo que supo «del difícil momento por el que están pasando». No, eso no, él me había prometido que no y yo «tengo que creer en mi hijo, porque él puede lograrlo». Eso dijeron los especialistas que contrataron en Altos de la Cascada para apoyar a las familias con «hijos en riesgo», que teníamos que creer en nuestros hijos. Pero ése no era el problema, ellos qué saben. El problema era creer en nosotros mismos.

La operación fue un éxito, según me informó el cirujano. Me habló en el mismo pasillo, con la bata puesta, mientras se quitaba los guantes de látex. Esperé que trajeran a Ronie a la habitación y que volviera de la anestesia. Llamé a casa y esta vez atendió Juani. Le expliqué. Se notaba raro, alerta, era evidente que no dormía. «¿Pasa algo?», le pregunté. «Nada, me duele la cabeza.» «¿Qué pasó? ¿Comiste algo que te cayó mal?…» No contestó. «O tomaste algo…» «¿A qué hora volviste?» «Basta, mamá», me interrumpió. «Cualquier cosa, llámame.» No llamó.

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