—Veo que reconoces esos lugares —dijo Víctor, siguiendo con sus ojos la dirección en la que miraba Sergio—. ¿Has estado allí?
Sergio negó con la cabeza, incapaz de articular palabra alguna.
—Yo sí, pero soy el único de todos nosotros. Las fotos son mías —reveló.
—En realidad, caballero, no es usted el único que ha visitado los santos lugares —aclaró una voz al fondo de la sala.
—Ella, señor, no cuenta —replicó enojado Víctor.
Entre una humareda alimentada generosamente por pipas y cigarros habanos, Sergio descubrió a cinco jóvenes que, como su anfitrión, parecían haberse escapado de algún libro de Charles Dickens o de Robert Louis Stevenson. Todos vestían a la moda victoriana. Se abrieron paso entre el espeso humo del tabaco y se apresuraron a presentarse.
Así fue como Sergio Olmos conoció a Tomás Bullón, estudiante de periodismo; Sebastián Bada, estudiante de derecho; Enrique Sigler, estudiante de bellas artes; José Guazo, estudiante de medicina, y Jaime Morante, estudiante de matemáticas. ¡El Círculo Sherlock al completo!
—Caballeros —dijo Trejo, tras carraspear ceremoniosamente—, reitero mis disculpas por mi inexcusable proceder al haber invitado al señor Olmos sin el consentimiento previo de todos ustedes. Pero, como la descortesía por mi parte ya se había producido y ninguna culpa tiene de ella nuestro invitado, propongo que descubramos hasta qué punto es merecedor o no de unirse, si lo desea, a nuestro club.
Sergio apenas podía parpadear, y menos aún cuando descubrió en las estanterías de aquella sala de unos cuarenta metros cuadrados la colección completa de las aventuras del famoso detective consultor que parecía iluminar las vidas de aquel grupo de fanáticos. Pero había algo más, algo extraordinario: una colección de ejemplares, que parecían originales, de
The Strand Magazine
, publicación periódica donde Arthur Conan Doyle dio a conocer inicialmente buena parte de las historias del detective de su invención. Olmos localizó, entre otros, un número de octubre de 1893 en el que aparecía
El tratado naval
. Más allá, la débil luz de la sala le permitió descubrir un ejemplar de diciembre de 1910 que incluía
La aventura del pie del diablo
, y casi junto a él otro ejemplar, de mayo de 1893, que fue el que el estudiante llamado Enrique Sigler cogió con mucha ceremonia. Sigler era un muchacho moreno, apuesto, de modales exquisitos. Tenía unos profundos ojos verdes y unas manos largas y delicadas. Su porte era tan aristocrático que llevaba aquel traje de época con total naturalidad. Abrió el libro y dijo:
—Caballeros —el tono de su voz era solemne y un tanto untuoso—, veamos si nuestro invitado es capaz de estar a nuestra altura. —A continuación, leyó en voz alta una pregunta—: ¿A quién pertenecía?
—Al que se ha ido —respondieron los demás en un tono monocorde, como si fuera un acostumbrado ritual.
—¿Quién la tendrá? —volvió a preguntar Sigler.
—El que vendrá —respondieron todos.
En ese instante, todas las miradas se centraron en Sergio, salvo la de Sigler, que leyó una nueva pregunta en voz alta:
—¿Dónde estaba el sol?
Sergio Olmos no tardó ni siquiera un segundo en comprender lo que se esperaba de él, y respondió:
—Sobre el roble.
El grupo de jóvenes se sintió plenamente complacido por la respuesta, pero aún parecían tener dudas sobre el invitado. Una nueva pregunta salió de la boca de Sigler:
—¿Dónde estaba la sombra?
—Bajo el olmo —replicó muy seguro Sergio.
—¿Dónde estaba colocada? —preguntó Sigler.
—Al norte diez y diez, al este cinco y cinco, al sur dos y dos, al oeste uno y uno, luego debajo —contestó Sergio.
Todos prorrumpieron entonces en una cerrada ovación. Las siguientes respuestas sonaron como una única voz sumadas todas a la de Sergio.
—¿Qué daremos por ella?
—Todo lo que es nuestro.
—¿Por qué deberíamos hacerlo?
—Para responder a la confianza.
Nuevos aplausos siguieron a la última respuesta de aquel cuestionario sin sentido para alguien que no fuera miembro del Círculo Sherlock.
—Os lo dije —se vanaglorió Víctor Trejo—. Os dije que no me equivocaba con él. La mediocridad no reconoce nada por encima de sí misma, pero el talento reconoce al genio al instante —añadió, riendo su propia gracia.
Algunos de los presentes abuchearon cómicamente al engreído Trejo, y a Sergio le pareció excesivo tanto el hecho de que se apropiase de una cita sublime de
El valle del terror
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como que lo hiciera para echarse flores a sí mismo.
El viento golpeó con fuerza los dos ventanales que asomaban a la calle, ante los cuales pendían unas cortinas de color avellana. Sergio descubrió también una mesa vestida con un mantel blanco sobre la cual había un juego de té. La tetera parecía llena, y de ella salía un humo generoso que se mezclaba con el producido por aquellos fumadores.
—Podría decir, caballero, algo más sobre la aventura de donde hemos sacado el ritual que inicia nuestras reuniones —preguntó Sebastián Bada, el estudiante de derecho.
Bada tenía una complexión robusta, pero no era grueso. Su rostro rubicundo se sostenía sobre un cuello poderoso, y sus movimientos eran firmes y seguros. Había algo de marcial en él.
—Por supuesto —repuso Sergio con frialdad—. Los hechos suceden el día 2 de octubre de 1879. Sherlock tiene, por tanto, veinticinco años. Por aquel entonces ya se había establecido en Londres, pero no en Baker Street, como supongo que ustedes saben bien. Las preguntas que han formulado, caballeros —sin querer se había dejado llevar por el tratamiento ceremonioso de sus adversarios intelectuales—, forman parte del llamado
Ritual Musgrave
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. Holmes asegura que es el tercer gran caso en el que intervino, pero realmente es el segundo del que tenemos alguna noticia. El primero fue «El Gloria Scott
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». El caso llegó a sus manos después de que un antiguo compañero de sus tiempos universitarios en Cambridge llamado Reginald Musgrave le pidiera ayuda ante las extrañas desapariciones que habían ocurrido en la propiedad de su familia, en Sussex. Al final, la trama condujo a Holmes a descubrir nada menos que la corona real de los Estuardos, después de descifrar el significado de las preguntas que ustedes me han formulado.
Se escucharon exclamaciones: «¡Bravo!», «¡Excelente!». Y todos los miembros del círculo parecieron entusiasmados por la extraordinaria memoria del invitado, especialmente el estudiante de medicina, José Guazo, que dirigió variados elogios a Sergio, si bien este se mostró, como era su costumbre, distante. Para él, aquel alarde nemotécnico no era especialmente significativo. Sus profesores podrían aportar numerosos datos sobre su extraordinaria capacidad memorística.
—No está mal, pero no lancemos aún las campanas al vuelo, señores. —La voz áspera y susurrante de Jaime Morante, el estudiante de matemáticas, se abrió paso entre la algarabía—. ¿Me dejan probar a mí, caballeros?
Todos asintieron y aguardaron con expectación las preguntas de aquel joven alto, seco y envarado, que peinaba hacia atrás su cabello con brillantina. Sus ojos negros se entornaron sobre las incipientes bolsas oscuras que se iban perfilando debajo de ellos, a pesar de ser solo un par de años mayor que Sergio. Una sonrisa de suficiencia se pintó en sus labios.
—Veamos —dijo tras una pausa teatral—. En «La aventura de los planos del Bruce - Partington»
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muere un funcionario del gobierno.
—Arthur Cadogan West —lo interrumpió Sergio sonriente.
El estudiante de matemáticas carraspeó molesto.
—No era algo tan simple lo que yo quería preguntar, estimado amigo. —Sus labios se curvaron pintando una sonrisa condescendiente—. En las ropas del muerto se encontraron dos entradas para el teatro. ¿Sabe de qué teatro le hablo?
Sergio acusó el golpe, pero su rostro siguió siendo una máscara para sus contertulios. Sin duda, Morante había elegido una de las mejores historias de Doyle. La resolución de aquel caso le valió a Holmes como pago nada menos que un alfiler de corbata con esmeralda entregado por la reina Victoria en persona. Pero la respuesta que le pedían tardó en brotar de sus labios unos segundos más de lo que él hubiera deseado. Al final de los cinco segundos empleados en recordar, dijo:
—Teatro Woolwich. Las entradas eran para el teatro Woolwich.
Morante inclinó la cabeza levemente en señal de reconocimiento. Pero Sergio, molesto porque le había costado cinco segundos recordar lo que se le había preguntado, trató de resarcirse añadiendo datos que ninguno de los allí presentes podía recordar, como que los sucesos de esa aventura tuvieron lugar entre el jueves 21 y el sábado 23 de noviembre de 1895, cuando Holmes tenía cuarenta y un años de edad, y que durante el relato el detective informa a su inseparable Watson, que está escribiendo una monografía sobre los motetes polifónicos de Orlando Lassus. A continuación, Sergio rubricó su extraordinaria exhibición añadiendo que la semana en que esa aventura se desencadenó, todo Londres se había visto envuelto en una espesa niebla amarillenta, según asegura Conan Doyle al comienzo del relato.
El grupo se sintió superado por el recién llegado. El resto de la tarde, Sergio siguió deslumbrando a los demás con sus extraordinarios conocimientos sobre el canon de Sherlock Holmes, pero cuando le preguntaron el motivo de su pasión por el detective dudó antes de responder:
—Empecé a leer esas aventuras cuando era muy niño.
La reunión reportó a Sergio otras sorprendentes noticias, como que José Guazo, el fornido estudiante que pretendía ser médico, y Morante, el inquisitivo matemático, habían nacido en la misma ciudad que él. Pero Sergio no los conocía en absoluto. Ambos eran mayores que él, y habían estudiado en un colegio regentado por religiosos. Además, su círculo de amistades (¡como si Sergio hubiera tenido alguna amistad de verdad en su infancia!) era muy diferente.
José Guazo tenía la nariz ancha, rotunda. Sus ojos eran azules y sus movimientos, algo torpes. Parecía un hombre en quien se podía confiar. Con el paso de los días, Sergio observó que el fondo de melancolía que advirtió en los ojos de Guazo aquella tarde jamás se borraba, pero tardó meses en descubrir el motivo. Lo único que supo aquella tarde es que Guazo vivía en Madrid en casa de unos familiares.
En cambio, nada en Jaime Morante era hospitalario. Tal vez su don para las matemáticas lo hacía frío como un lagarto. Ni siquiera Sergio, que gozaba de una merecida fama de estirado y antisocial, lograba equipararse a Jaime, quien, sin embargo, se mostraba de un humor por completo diferente durante las reuniones del círculo. Siempre estaba dispuesto entonces para el ingenio y la broma inteligente. Los números no tenían secretos para él, y parecía que las obras de Doyle tampoco. Cuando Sergio lo conoció, ya había escrito varios artículos en revistas especializadas sobre problemas matemáticos especialmente difíciles. Era unánime la opinión de que le aguardaba un excelente futuro profesional.
El padre de Jaime Morante era funcionario, aunque nadie sabía bien de qué exactamente. Había sido trasladado a Madrid, pero toda la familia anhelaba regresar a su región natal. Morante era asmático, parecía tener el pecho hundido a pesar de que trataba siempre de ir erguido como una vela.
Al término de la velada, Sergio fue informado de que el círculo buscaba un séptimo miembro, puesto que, por alguna razón que nadie le explicó, esa cifra había sido juzgada como la más idónea cuando redactaron los estatutos del club. Y así fue como Sergio fue invitado formalmente a ingresar en el círculo.
Sin embargo, se mostró reacio a ello, dado que no le gustaban las relaciones sociales y se sentía mucho más cómodo entre libros que entre personas. Pero Víctor, y también José Guazo, insistieron hasta que se le agotaron las excusas.
Sergio quiso saber entonces, aunque se sintió profundamente incómodo al hacer la pregunta, qué gastos originaba aquella afiliación, a lo que Trejo respondió que no había ninguno. Él, o más bien su padre, financiaba aquel juego intelectual con la generosa aportación mensual que le concedía. El local, los libros, todo cuanto allí veía, incluidos los trajes de época victoriana, corrían por cuenta de su familia.
—Mi padre prefiere que emplee su dinero en cultura que en juergas —le aclaró Víctor—. ¡Y que me aspen si Holmes no es cultura!
Una semana después, Sergio vestía en la reunión correspondiente una excelente levita negra, una chistera reluciente, pantalones grises y polainas de color pardo. La obra de arte había salido de las manos de un viejo sastrecillo que Trejo había localizado sabía Dios dónde y al que pagaba generosamente.
En una ciudad del norte de España
24 de agosto de 2009
B
aldomero Herrera no había cumplido los treinta años. Llevaba el cabello rubio corto, y de su cara tostada siempre iba prendida una sonrisa. A diferencia de don Luis, jamás vestía la sotana ni otras prendas de su oficio, salvo cuando decía misa o cumplía con otros menesteres afines a su cargo. No era demasiado alto, aunque tampoco bajo. Pero había un ángel en su mirada. Y luego estaba su candorosa sonrisa, que siempre le abría las puertas y los corazones.
Al contrario que don Luis, él no había nacido en la ciudad, sino que había llegado a ella tres años atrás, después de ejercer su labor pastoral en un par de pueblos castellanos. No obstante, era tal su grado de implicación social que parecía que toda su vida hubiera transcurrido allí.
Sin embargo, en los últimos meses todo había cambiado. Su popularidad había menguado entre ciertos sectores de la parroquia por su empecinamiento en favorecer las condiciones de vida de los inmigrantes. Muchos vecinos mostraban más que recelo por la actuación del párroco, puesto que sentían a los recién llegados como una amenaza para su seguridad y también para sus puestos de trabajo. Quienes tenían pisos que pretendían alquilar o vender habían observado un claro descenso de la demanda precisamente porque cada día había más población forastera en aquel barrio, y aunque no había motivos reales para establecer semejantes relaciones, se había instalado la convicción de que la delincuencia había aumentado espectacularmente por culpa de los extranjeros.
De manera que, con aquel caldo de cultivo, la idea de crear un centro social donde los forasteros se encontraran entre sí y con los otros parroquianos, y en el que poder dar un plato de comida caliente a quien lo necesitaba, no recibió precisamente una cerrada ovación.