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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (51 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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Madre dijo:

—Alabado sea Dios, hemos llegado a casa, a nuestra gente. Voy a darme una ducha.

—Sí, está muy bien —aseguró su hija.

Madre secó los cacharros de hojalata y los apiló. Dijo:

—Nosotros somos de la familia Joad. No tenemos que mirar hacia arriba a nadie. El abuelo del abuelo participó en la Revolución. Fuimos campesinos hasta empeñarnos. Y entonces… esa gente. Nos han hecho algo. Cada vez que venían era como si me estuvieran azotando… como si nos azotaran a todos. Y en Needles, aquel policía. Me hizo algo, me hizo sentirme mala. Sentirme avergonzada. Y ahora no siento vergüenza. Esta gente es nuestra gente… nuestra gente. El director este, vino y se sentó a tomar café y dijo: «señora Joad» esto y «señora Joad» lo otro… y ¿Cómo le va, señora Joad? —se interrumpió y suspiró—. ¡Pero si me he vuelto a sentir persona! —puso en el montón el último plato. Entró en la tienda y rebuscó entre la caja de ropa hasta dar con sus zapatos y un vestido limpio. Y encontró un paquetito de papel que contenia sus pendientes. Al pasar junto a Rose of Sharon, le dijo:

—Si vienen esas señoras, diles que vuelvo inmediatamente —desapareció por uno de los laterales de la unidad sanitaria.

Rose of Sharon se sentó pesadamente en una caja y contempló sus zapatos de boda, de charol negro y lazos negros, a medida. Limpió las puntas con el dedo y se limpió el dedo con la parte interior de la falda. Al agacharse sintió presión en su abdomen en crecimiento. Se sentó derecha y se palpó con dedos exploradores mientras sonreía ligeramente.

Por la calle caminaba una mujer robusta, cargando una caja de manzanas llena de ropa sucia hacia las pilas. Tenía el rostro atezado por el sol y sus ojos eran negros e intensos. Llevaba un delantal amplio, hecho de un saco de algodón, sobre el vestido de algodón y se calzaba con unos zapatos de hombre de cordones, de color marrón. Vio cómo Rose of Sharon se acariciaba y la leve sonrisa de su rostro.

—¡Vaya! —gritó y rió con satisfación—. ¿Qué crees tú que va a ser?

Rose of Sharon se azoró y miró al suelo y luego se aventuró a levantar la vista y los brillantes ojillos negros de la mujer la cautivaron.

—No lo sé —farfulló.

La mujer dejó caer con un ruido la caja de manzanas al suelo.

—Tienes un tumor vivo —dijo, y cacareó como una gallina feliz—. ¿Qué preferirías? —exigió.

—No sé… niño, supongo. Seguro… niño.

—Acabáis de llegar, ¿no es eso?

—Anoche… muy tarde.

—¿Os vais a quedar?

—No lo sé. Si encontramos trabajo, supongo que sí.

Una sombra cruzó el rostro de la mujer y los ojillos negros mostraron fiereza.

—Si encontráis trabajo. Es lo que decimos todos.

—Mi hermano ya encontró trabajo esta mañana.

—Ah ¿sí? Quizá tengáis suerte. Ojo avizor con la suerte. No se puede confiar en ella —dio algunos pasos hacia Rose—. Sólo se puede tener una clase de suerte. Nada más. Sé buena chica —dijo con fiereza—. Sé buena. Si llevas algún pecado contigo, más te vale llevar cuidado con ese bebé —se acuclilló delante de Rose of Sharon—. En este campamento pasan cosas de escándalo —dijo misteriosamente—. Todos los sábados por la noche hay baile y no creas que es solo baile de figuras. Algunos bailan agarrados. ¡Yo les he visto!

Rose of Sharon dijo con cautela:

—A mí me gusta bailar, la danza de figuras —y añadió con recato—. Nunca he bailado de esta otra forma.

La mujer morena asintió con tristeza.

—Pues algunas sí lo hacen. Y el Señor no lo va a dejar pasar así; eso sí que no lo creas.

—No, señora —respondió la joven quedamente.

La mujer puso una mano marrón y arrugada en la rodilla de Rose of Sharon, que se encogió bajo el contacto.

—Ahora déjame que te advierta. Sólo quedan unos pocos de los que realmente aman a Jesús. Cada sábado por la noche cuando esa banda empieza a tocar, himnos debieran tocar, ellos bailan como peonzas, sí, señor, como peonzas. Yo los he visto. Yo misma no me acerco a ellos, ni dejo a mi familia que se acerque. Hay baile agarrado, ya te digo —hizo una pausa buscando el énfasis y luego dijo, con voz áspera—: Hacen más. Una obra de teatro —se apartó y ladeó la cabeza para observar cómo se tomaba Rose of Sharon semejante revelación.

—¿Actores? —preguntó la joven pasmada.

—¡No, señor! —explotó la mujer—. No son actores, esa gente que ya está condenada. Nuestra propia clase de gente. Nuestra propia gente. Y había niños pequeños, que no sabían lo que hacían, haciéndose pasar por lo que no eran. Yo no me acerqué. Pero les oí hablar de lo que hacían. El diablo se paseaba sencillamente por el campamento.

Rose of Sharon escuchaba, los ojos y la boca abiertos.

—Una vez en la escuela dimos una obra de Cristo Niño… para Navidad.

—Bueno… yo no digo que eso sea malo o bueno. Hay buena gente que cree que una obra así está bien. Pero… bueno, yo no me atrevería a afirmarlo sin ninguna duda. Pero esto de aquí no era ningún Cristo Niño. Esto era pecado y engaño y mañas del diablo. Contoneándose y desfilando y hablando como si fueran alguien que no son. Y bailando, agarrado y abrazándose.

Rose of Sharon dejó escapar un suspiro.

—Y no son solo unos pocos —continuó la mujer morena—. Esto se está poniendo de forma que puedes casi contar los verdaderos piadosos con los dedos de la mano. Y tampoco creas que esos pecadores le pasan a Dios desapercibidos. No, señor, Él va anotando pecado por pecado y tirará la línea para sumarlos uno a uno. Dios está vigilando y yo también. Ya ha sacado a la luz a dos de ellos.

Rose of Sharon dio un respingo:

—¿De verdad?

La voz de la mujer morena iba subiendo en intensidad.

—Yo lo he visto. Una chica que esperaba un hijo, igual que tú. Y participaba en la obra y bailaba agarrado. Y —la voz se volvió poco afable y ominosa— empezó a adelgazar y a adelagazar y… tuvo ese hijo muerto.

—¡Dios mío! —la muchacha estaba pálida.

—Muerto y sanguinolento. Por supuesto, nadie volvió a hablarle. Tuvo que marcharse. No se puede tocar el pecado y no pillarlo. No, señor. Y hubo otra, hacía las mismas cosas. Empezó a adelgazar y, ¿sabes qué? Una noche desapareció. Y al cabo de dos días estaba de vuelta. Dijo que había estado de visita. Pero… ya no tenía el bebé. ¿Sabes lo que yo creo? Creo que el director se la llevó para que soltara el niño. Él no cree en el pecado, él mismo me lo dijo. Dice que el pecado es estar hambriento y pasar frío. Dice —ya te digo, me lo dijo él mismo— que no puede ver a Dios en esas cosas. Que esas chicas adelgazaron porque no tenían comida suficiente. Bien, yo le puse en su sitio —se puso en pie y dio un paso atrás. Sus ojos brillaban con intensidad. Señaló al rostro de Rose of Sharon con un índice rígido—. Le dije: Atrás. Dije: Sabía que el diablo andaba desbocado por este campamento. Ahora sé quién es el diablo. Atrás, Satán, le dije. Y te juro que se volvió atrás. Temblando, todo escurridizo. Dijo: Por favor, por favor, no haga preocuparse a la gente. Y yo digo: ¿preocuparse? ¿Y qué hay de sus almas? ¿Qué hay de esos niños muertos y esos pocos pecadores echados a perder por culpa de las obras de teatro? Él se limitó a mirar, hizo una mueca enfermiza y se alejó. Sabía cuándo había tropezado con un verdadero testigo del Señor. Yo dije: Estoy ayudando a Jesús a vigilar lo que pasa por aquí. Y usted y esos otros pecadores no se van a salir con la suya —recogió su caja de ropa sucia—. Tú hazme caso. Te he advertido. Ten en cuenta a ese pobre hijo que llevas en el vientre y no cometas pecados —y se alejó a zancadas con aire de titán, sus ojos brillantes de virtud.

Rose of Sharon la vio irse y luego puso la cabeza entre las manos y gimió oculta en sus palmas. Una voz suave sonó a su lado. Levantó la vista, avergonzada. Era el pequeño director vestido de blanco.

—No te preocupes —dijo—. No te preocupes.

Los ojos de Rose se cegaron por las lágrimas.

—Pero es que yo lo he hecho —lloró ella—. He bailado agarrado. No se lo dije a ella. Lo hice en Sallisaw, con Connie.

—No te preocupes —dijo.

—Dice que perderé el niño.

—Ya sé lo que dice. La tengo más o menos vigilada. Es una buena mujer, pero hace desgraciada a la gente.

Rose of Sharon sorbió.

—Conoció a dos chicas que perdieron el niño en este campamento.

El director se acuclilló delante de ella.

—Mira —dijo—. Yo también las conozco. Tenían demasiada hambre y cansancio. Y trabajaron demasiado. Y fueron en un camión por caminos llenos de baches. Estaban enfermas. No fue culpa suya.

—Pero ella dijo…

—No te preocupes. A esa mujer le gusta liar a la gente.

—Pero dice que usted es el diablo.

—Ya lo sé. Porque no le permito que apene a la gente —le palmeó el hombro—. No te preocupes. No sabe lo que dice —y se marchó con rapidez.

Rose of Sharon se quedó mirándole; sus hombros enjutos se agitaban al andar. Estaba aún contemplando su figura delgada cuando volvió Madre, limpia y rosada, con el pelo peinado y húmedo y atado en un nudo. Llevaba su vestido estampado y los zapatos agrietados; y los pequeños pendientes colgaban de sus orejas.

—Lo he hecho —dijo—. Me puse allí y dejé que el agua caliente me cayera y bajara por mí. Y una señora me dijo que si quieres lo puedes hacer todos los días. Y… ¿ha venido ya el comité de señoras?

—No —respondió la joven.

—¡Y tú ahí sentada y sin preparar para nada el campamento! —madre reunió los platos de hojalata mientras hablaba—. Tenemos que poner orden —dijo—. Venga, ¡muévete! Coge el saco y dale un barrido al suelo —ella recogió los utensilios, puso las sartenes en su caja y la caja en la tienda—. Alisa esas camas —ordenó—. Te aseguro que nunca he sentido nada tan agradable como el agua esa.

Rose of Sharon siguió las órdenes con apatía.

—¿Crees que Connie volverá hoy?

—Quizá… quizá no. No te puedo decir.

—¿Estás segura de que sabe a dónde venir?

—Claro.

—Madre… ¿no crees… que pudieron haberle matado cuando quemaron…?

—A él no —dijo Madre con seguridad—. Él puede viajar cuando quiere, tan veloz como una liebre y escurridizo como un zorro.

—Ojalá viniera.

—Llegará cuando llegue.

—Madre…

—Me gustaría que empezaras a trabajar.

—Sí, ¿crees que bailar y actuar son pecados y me harán perder el niño?

Madre interrumpió su trabajo y puso las manos en las caderas.

—¿Qué estás diciendo? Tú nunca has actuado.

—Bueno, alguna gente de aquí lo ha hecho y una chica perdió el niño… muerto… y sanguinolento, como si fuera el juicio.

Madre la miró fijamente.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Una señora que pasó por aquí. Y ese hombrecillo de ropa blanca vino y dijo que esa no había sido la causa.

Madre frunció el ceño.

—Rosasharn —dijo—, deja de acosarte. Te estás provocando hasta llorar. No sé qué te ha pasado. Nuestra gente nunca hizo semejante cosa. Tomaron lo que les vino con los ojos secos. Apuesto a que fue Connie el que te metió esas ideas. Se creía demasiado grande para sus pantalones, sencillamente —y añadió con seriedad—: Rosasharn, tú no eres más que una persona y hay otras muchas. Ponte en tu sitio. He conocido a gente rodearse de pecado hasta creerse grandes vainas de maldad frente al Señor.

—Pero Madre…

—No. Cállate y a trabajar. No eres bastante grande ni bastante mala para preocupar a Dios demasiado. Y te voy a calentar si no dejas de atormentarte —barrió las cenizas en el agujero y sacudió las piedras del borde. Vio al comité acercándose por la calle— a trabajar —dijo—. Aquí vienen las señoras. Ponte a trabajar para que pueda estar orgullosa —no volvió a mirar, pero era consciente de que el comité se aproximaba.

No cabía duda de que era el comité; tres señoras, lavadas, vestidas con sus mejores ropas: una mujer delgada de pelo fuerte y con gafas de montura de acero, una señora pequeña y robusta con el pelo gris rizado y una dulce boca pequeña, y una señora como un mamut, gruesa de pantorrilla y trasero, de pecho grande, musculosa como un caballo de tiro, poderoso y seguro. Y el comité caminó calle abajo con dignidad.

Madre se las arregló para darles la espada cuando llegaron. Ellas pararon, en círculo, luego en fila. Y la mujerona atronó:

—Buenos días. La señora Joad, ¿no es eso?

Madre se volvió como si la hubieran pillado desprevenida.

—Sí, sí. ¿Cómo saben mi nombre?

—Formamos el comité —dijo la mujer—. El Comité de Señoras de la Unidad Sanitaria número cuatro. Nos dijeron su nombre en la oficina.

Madre se aturulló:

—Todavía no tenemos muy buen aspecto. Me encantaría que vinieran a sentarse mientras hago algo de café.

La mujer más rolliza del comité dijo:

—Preséntanos, Jessie. Dile nuestros nombres a la señora Joad. Jessie es la presidenta —explicó.

Jessie dijo formalmente:

—Señora Joad, estas son Annie Littlefield y Ella Summers y yo soy Jessie Bullitt.

—Encantada de conocerlas —respondió Madre—. ¿No se sientan? No hay dónde sentarse todavía —añadió—. Pero voy a hacer café.

—No, no —dijo Annie formalmente—. No se moleste. Sólo vinimos a presentarnos y ver cómo estaba, para que se sintiera como en casa.

Jessie Bullitt dijo severamente:

—Annie, te agradecería que recordaras que yo soy presidenta.

—Ah, claro, claro. Pero la semana que viene lo seré yo.

—Bueno, pues entonces espera a la semana que viene. Cambiamos todas las semanas —le explicó a Madre.

—¿Seguro que no quieren un poco de café? —preguntó Madre sin saber qué hacer.

—No, gracias —Jessie se hizo cargo—. Le informaremos primero sobre la unidad sanitaria y después, si quiere, la incluiremos en el Club de Señoras y le daremos un cometido. Claro que eso es voluntario.

—¿Es… muy caro?

—No cuesta sino trabajo. Y cuando la conozcan, quizá pueda ser elegida para este comité —interrumpió Annie—. Jessie está en el comité de todo el campamento. Es una señora importante de comité.

Jessie sonrió con orgullo.

—Elegida por unanimidad —dijo—. Bueno, señora Joad, creo que ya es hora de que le digamos cómo funciona el campamento.

Madre dijo:

—Esta es mi hija, Rosasharn.

—¿Cómo estás? —saludaron.

—Mejor será que venga también con nosotras.

La enorme Jessie habló, con un aire lleno de dignidad y amabilidad y llevaba su discurso ensayado.

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