Las uvas de la ira (64 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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—Ten un ojo puesto en ellos, John. No les dejes hablar con nadie.

Ella encendió el fuego mientras Padre rompía las cajas que habían contenido los utensilios. Hizo la masa, puso una cafetera al fuego. La madera ligera prendió y creció la llama en la chimenea.

Padre terminó de romper las cajas. Se acercó a Tom.

—Casy… era un buen hombre. ¿Para qué se metió en esos líos?

Tom dijo en tono apagado:

—Vinieron a trabajar por cinco centavos por caja.

—Eso es lo que nos pagan.

—Sí. Lo que estamos haciendo es romper la huelga. A ellos les ofrecieron dos y medio.

—Con eso no se puede comer.

—Lo sé —dijo Tom cansadamente—. Por eso se pusieron en huelga. Bueno, creo que anoche reventaron esa huelga. Tal vez hoy nos paguen dos y medio.

—Hijos de puta…

—¡Sí! Padre, ¿te das cuenta? Casy seguía siendo un buen hombre. Maldita sea, no puedo quitarme esa imagen de la cabeza. Él tirado allí, con la cabeza aplastada y rezumando. ¡Dios! —se tapó los ojos con la mano.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —preguntó el tío John.

Al se estaba levantando.

—Yo sé lo que hoy voy a hacer, por Dios. Voy a largarme.

—No, Al —dijo Tom—. Ahora te necesitamos. Yo soy el que debe irse. Ahora soy un peligro. En cuanto me pueda levantar, habré de marcharme.

Madre trabajaba en la cocina. Su cabeza estaba medio vuelta para oír. Puso grasa en la sartén y cuando chisporroteó caliente puso una cucharada de masa. Tom prosiguió:

—Tienes que quedarte, Al. Tienes que cuidarte del camión.

—No me gusta.

—No tienes más remedio, Al. Es tu familia. Les puedes ayudar. Yo soy un peligro para ellos.

Al refunfuñó enfadado.

—No veo por qué no permiten que me consiga un trabajo en un garaje.

—Más adelante, quizá —Tom miró más allá de él y vio a Rose of Sharon tumbada en el colchón. Sus ojos estaban enormes, abiertos como platos—. No te preocupes —le dijo—. No te preocupes. Hoy te compraremos algo de leche.

Ella parpadeó lentamente y no respondió.

Padre dijo:

—Tenemos que saberlo, Tom. ¿Crees que mataste a ese hombre?

—No lo sé. Estaba oscuro. Y alguien me golpeó. No lo sé. Eso espero. Espero haber matado a ese cabrón.

—¡Tom! —dijo Madre—. No hables así.

De la calle llegó el sonido de muchos coches moviéndose despacio. Padre se llegó hasta la ventana y miró fuera.

—Viene un montón de gente nueva —dijo.

—Supongo que habrán reventado la huelga —dijo Tom. Supongo que hoy empezáis a dos y medio.

—Pero con eso por mucho que uno corra, no se puede comer.

—Lo sé —dijo Tom—. Comed melocotones caídos. Eso os mantendrá.

Madre volvió la masa y removió el café.

—Escuchadme —dijo—. Hoy voy a comprar harina de maíz. Vamos a comer gachas. Y en cuanto tengamos para gasolina nos vamos. Éste no es un buen lugar. Y no pienso dejar que Tom se vaya solo. No, señor.

—No puedes hacer eso, Madre. Te digo que no soy más que un peligro para vosotros.

Su barbilla mostraba decisión.

—Eso es lo que vamos a hacer. Comeos esto y salid a trabajar. Yo iré en cuanto me lave. Tenemos que ganar dinero.

Comieron la masa frita tan caliente que les chisporroteó en la boca. Bebieron de un trago el café, llenaron las tazas y bebieron más café.

El tío John meneó la cabeza por encima de su plato.

—Parece que no vamos a sacar nada de aquí. Apuesto a que es por mi pecado.

—Bah, cállate —gritó Padre—. No tenemos tiempo para tu pecado. Venga, vamos, a trabajar. Niños, venid a ayudar. Madre tiene razón. Tenemos que irnos de aquí.

Cuando se hubieron ido, Madre llevó un plato y una taza a Tom.

—Te sentará bien comer algo.

—No puedo, Madre. Estoy tan dolorido que no puedo ni masticar.

—Inténtalo.

—No, no puedo, Madre.

Ella se sentó en el borde de su colchón.

—Tienes que decírmelo —dijo—. Tengo que tener una idea clara de cómo fue. ¿Qué hacía Casy? ¿Por qué lo mataron?

—Estaba de pie, quieto, con las linternas enfocadas sobre él.

—¿Qué dijo? ¿Recuerdas lo que dijo?

Tom dijo:

—Claro. Casy dijo: No tenéis derecho a matar de hambre a la gente. Entonces un tipo gordo le llamó rojo hijo de puta. Y Casy dijo: No sabéis lo que estáis haciendo. Y entonces el tipo aquel le pegó.

Madre bajó la vista. Se retorció las manos.

—¿Fue eso lo que dijo… No sabéis lo que estáis haciendo?

—¡Sí!

Madre dijo:

—Ojalá la abuela lo hubiera oído.

—Madre… yo no supe lo que hacía, igual que cuando respiras no sabes lo que haces. Ni siquiera supe que lo iba a hacer.

—Está bien. Ojalá no lo hubieras hecho, ojalá no hubieras estado allí. Pero hiciste lo que tenías que hacer. No puedo culparte de nada —fue a la cocina y metió un trapo en el agua de fregar que se estaba calentando.

—Toma —dijo—. Póntelo en la cara.

El se puso el trapo caliente sobre la nariz y la mejilla e hizo una mueca de dolor.

—Madre, me marcho esta noche. No puedo dejar que os arriesguéis por mí.

Madre dijo enfadada:

—¡Tom! Hay muchas cosas que no entiendo. Pero que te marches no nos va a solucionar nada. Nos va a pesar más bien —y prosiguió—: Hubo un tiempo en que estábamos en la tierra. Teníamos unos límites. Los viejos morían, y nacían los pequeños y éramos siempre una cosa… éramos la familia… una unidad delimitada. Ahora no hay ningún límite claro. Al… suspirando por marcharse solo. El tío John no hace más que dejarse llevar. Y Padre ha perdido su lugar. Ya no es el cabeza de familia. Nos resquebrajamos, Tom. Ahora no hay familia. Y Rosasharn… —miró detrás de ella y vio los ojos abiertos de par en par de la joven—. Va a tener su bebé y no habrá familia. No sé. He intentado mantener la familia. Winfield… ¿qué va a ser de él, de esta forma? Se está volviendo salvaje y Ruthie también… igual que animales. No queda nada en que confiar. No te vayas, Tom. Quédate y ayuda.

—De acuerdo—dijo él con cansancio—. Pero no debería. Lo sé.

Madre fue al cubo y fregó los platos de hojalata y los secó.

—No dormirse.

—No.

—Bueno, duérmete. He visto que tu ropa estaba húmeda. La colgaré junto a la cocina para que se seque —terminó su trabajo—. Ahora me voy a recoger fruta. Rosasharn, si viene alguien, Tom está enfermo, ¿oyes? No dejes entrar a nadie. ¿Entendido? —Rose of Sharon asintió—. Volveremos al mediodía. Duerme un poco, Tom. Quizá nos podamos ir esta noche —se le acercó con rapidez—. Tom, ¿no te vas a escapar?

—No, Madre.

—¿Estás seguro? ¿No te irás?

—No, Madre. Estaré aquí.

—De acuerdo. Acuérdate, Rosasharn —salió y cerró la puerta firmemente detrás de ella.

Tom yació inmóvil, y entonces una ola de sueño lo levantó hasta el límite de la insconciencia y lo dejó caer lentamente y lo volvió a levantar.

—Tú… ¡Tom!

—¿Eh? ¡Sí! —se despertó de golpe. Miró a Rose of Sharon, cuyos ojos relampagueaban con resentimiento—. ¿Qué quieres?

—¡Mataste a un hombre!

—Sí. No lo digas tan alto. ¿Quieres que se entere alguien?

—¿A mí qué me importa? —gritó ella—. Aquella señora me lo dijo. Me dijo lo que el pecado haría. Me lo dijo. ¿Qué posibilidades tengo de tener un niño normal? Connie se ha ido y no estoy comiendo buena comida. No estoy bebiendo leche —su voz subió hasta el histerismo—. Y ahora tú matas a un hombre. ¿Qué posibilidades tiene ese niño de nacer bien? Yo sé que va a ser un monstruo… ¡un monstruo! Yo nunca he bailado.

Tom se levantó.

—Sh —dijo—. Vas a atraer a la gente aquí.

—Me da igual. ¡Voy a tener un monstruo! Yo nunca bailé agarrado.

—Calla. —Tom se acercó a ella.

—Apártate de mí. Tampoco es el primero que has matado —su rostro se estaba poniendo rojo por la histeria. Sus palabras se hicieron indistintas—. No quiero mirarte —se tapó la cabeza con la manta.

Tom oyó los sollozos ahogados. Se mordió el labio inferior y estudió el suelo. Y luego fue hacia la cama de Padre. Bajo el borde del colchón estaba el rifle, un Winchester calibre 38, largo y pesado. Tom lo cogió y bajó la palanca para comprobar que en la cámara había un cartucho. Comprobó el percutor con el rifle medio amartillado. Y entonces volvió a su colchón. Dejó el rifle en el suelo a su lado.

La voz de Rose of Sharon se adelgazó hasta ser un murmullo. Tom se volvió a tumbar y se tapó. Tapó la mejilla herida con la manta y fabricó un pequeño túnel para respirar. Suspiró:

—Jesús, oh, Jesús.

Afuera pasó un grupo de coches y sonaron voces.

—¿Cuántos hombres?

—Sólo nosotros… tres. ¿Cuánto pagan?

—Vayan a la casa veinticinco. El número está en la puerta.

—De acuerdo. ¿Cuánto pagan?

—Dos centavos y medio.

—¡Pero, maldita sea, si con eso no se puede comer!

—Pues es lo que pagamos. Hay doscientos hombres que vienen del sur, que se alegrarán de ganar eso.

—Pero, ¡por Dios!, oiga.

—Muévase. O lo toman o se largan. No tengo tiempo para discutir.

—Pero…

—Mire. Yo no he fijado el precio. Sólo les inscribo. Si lo quieren, tómenlo. Si no, den media vuelta y lárguense.

—¿Veinticinco, dice usted?

—Si, veinticinco.

Tom se adormiló en su colchón. Un ruido furtivo en la habitación le despertó. Su mano tocó el rifle y lo cogió con fuerza. Se quitó la manta de la cara, Rose of Sharon estaba de pie junto al colchón.

—¿Qué quieres? —exigió Tom.

—Duerme —dijo ella—. Duérmete. Yo vigilo la puerta. Nadie entrará. Él estudió su rostro un momento.

—De acuerdo —dijo, y se volvió a cubrir la cara con la manta.

Al atardecer, Madre regresó a la casa. Se detuvo en la puerta, llamó y dijo: Soy yo, para no sobresaltar a Tom. Abrió la puerta y entró, llevando una bolsa. Tom despertó y se sentó en el colchón. Su herida se había secado y la piel tensa sin romper estaba brillante. El ojo izquierdo estaba prácticamente cerrado.

—¿Ha venido alguien? —preguntó Madre.

—No —respondió él—. Nadie. Veo que bajaron el precio.

—¿Cómo lo sabes?

—Oí gente hablando fuera.

Rose of Sharon levantó su mirada apagada hacia Madre.

Tom la señaló con el pulgar.

—Me armó la bronca, Madre. Piensa que todo está contra ella. Si la voy a disgustar de esa forma, debo irme.

Madre se volvió hacia Rose of Sharon.

—¿Qué estás haciendo?

La chica dijo con resentimiento:

—¿Cómo voy a tener un niño normal con estas cosas?

Madre dijo:

—Calla. Cállate ahora. Sé cómo te sientes y sé que no puedes evitarlo, pero mantén la boca cerrada.

Ella se volvió de nuevo hacia Tom.

—No le hagas caso, Tom. Es muy duro y yo me acuerdo de cómo es. Eres el blanco de todo cuando vas a tener un niño, y todo lo que dicen es un insulto y todo está contra ti. No hagas caso. No puede evitarlo. Se siente así.

—No quiero herirla.

—Sh. No hables —puso la bolsa en la cocina fría—. Apenas ganamos nada —dijo—. Te lo dije, nos vamos de aquí. Tom, intenta hacer algo de leña. No… no puedes. Toma, solo nos queda esta caja. Rómpela. Les dije a los otros que cogieran algo de leña en el camino de vuelta. Vamos a tomar gachas con un poco de azúcar.

Tom se levantó y troceó la última caja a pisotones. Madre encendió el fuego con cuidado en un extremo de la cocina, conservando la llama bajo uno de los agujeros del fogón. Llenó un cazo de agua y lo puso sobre la llama. El cazo, puesto directamente sobre la llama, sonó y silbó.

—¿Cómo fue la recogida hoy? —preguntó Tom.

Madre hundió una taza en la bolsa de harina de maíz.

—No quiero hablar de ello. Hoy pensaba cómo solíamos bromear. No me gusta, Tom. Ya no bromeamos. Cuando alguien dice una broma, es una broma amarga y desagradable y no tiene gracia. Uno dijo hoy una broma: la Depresión ha pasado. He visto una liebre y no había nadie yendo a por ella. Y otro dijo: Ésa es la razón. Lo que pasa es que ya no podemos permitirnos matar liebres. Ahora se cogen, se las ordeña y se las suelta. La que viste probablemente se había quedado seca. Eso es lo que quiero decir. No tiene gracia en realidad. No es gracioso como aquella vez el tío John convirtió a un indio y le trajo a casa y el indio se comió todo lo que había y luego se escabulló con el whisky del tío John. Tom, ponte un trapo con agua fría en la cara.

El crepúsculo avanzó. Madre encendió el farol y lo colgó de un clavo. Alimentó el fuego y fue echando la harina de maíz poco a poco en el agua caliente.

—Rosasharn —dijo—, ¿puedes revolver las gachas?

Fuera hubo un ruido ligero de pasos. La puerta se abrió de un golpe y dio contra la pared. Ruthie entró corriendo.

—¡Madre! —gritó—. Madre. A Winfield le ha dado un ataque.

—¡Dónde? ¡Dímelo!

Ruthie jadeó:

—Se puso blanco y se cayó. Comió tantos melocotones que estuvo todo el día con diarrea. Se cayó redondo. ¡Blanco!

—Llévame —exigió Madre—. Rosasharn, vigila las gachas.

Salió con Ruthie. Corrió pesadamente por la calle detrás de la niña. Tres hombres caminaban hacia ella en el crepúsculo, y el del centro llevaba a Winfield en brazos. Madre corrió hasta ellos.

—Es mío —gritó—. Démelo.

—Yo lo llevaré, señora.

—No, démelo —cogió al pequeño y dio media vuelta; y entonces se acordó—. Muchas gracias —les dijo a los hombres.

—De nada, señora. El pequeño está muy débil. Parece que tiene lombrices.

Madre regresó presurosa, con Winfield, desmadejado y como muerto, en los brazos. Lo metió en casa, se arrodilló y lo tumbó en un colchón.

—Dime. ¿Qué pasa? —exigió. Él abrió los ojos como mareado, meneó la cabeza y cerró los ojos de nuevo.

Ruthie dijo:

—Ya te lo he dicho, Madre. Estuvo todo el día con diarrea. Cada poco. Se ha comido demasiados melocotones.

Madre le tocó la cabeza.

—No tiene fiebre. Pero está blanco y consumido.

Tom se acercó y bajó el farol.

—Yo sé lo que tiene —dijo—. Hambre. No tiene fuerza. Cómprale una lata de leche y que se la beba. Hazle tomar leche con las gachas.

—Winfield —dijo Madre—. Dime lo que sientes.

—Mareo —dijo Winfield—, todo me da vueltas.

—Nunca habrás visto una diarrea semejante —dijo Ruthie, dándose importancia.

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